ANATOMÍA DE UNA CAÍDA. "Anatomie d'une chute" 2023, Justine Triet

Justine Triet obtiene el reconocimiento internacional con su cuarto largometraje, un drama judicial que remite en el título a uno de los clásicos del género, Anatomía de un asesinato. En el caso de Anatomía de una caída se juega con el doble significado de la palabra caída: por un lado es el acto que propicia la muerte del marido de la protagonista, y por otro lado se refiere al fracaso de su relación. La película sigue el caso de lo que en principio parece ser un accidente sucedido en el hogar en los Alpes franceses que comparten una pareja de escritores con su hijo con discapacidad visual, hasta que las sospechas de asesinato recaen en la mujer interpretada (muy bien) por Sandra Hüller, quien tratará de defender la versión de que pudo ser un suicidio.

El guion firmado por Triet y Arthur Harari emplea diferentes hilos narrativos que se extienden a lo largo del relato para enredar al espectador en una madeja de sentimientos oscuros y de conflictos no resueltos, que tienen que ver con la culpa, con los desequilibrios de poder que se viven dentro del matrimonio y con los celos creativos de quienes comparten una misma aspiración. Son elementos de gran peso dramático que emergen con la muerte del progenitor, casi a modo de excusa. También la fórmula de la película de juicios funciona como un soporte para que la historia evolucione de manera ágil e incluso juguetona, ya que Triet amaga con despistar al público en diversas ocasiones y se guarda ases en la manga que saca cuando la emoción lo exige. Hay quien podría acusar a Anatomía de una caída de tender ciertas trampas y de utilizar recursos algo obvios (el contraste entre el abogado defensor bondadoso y coronado de una buena pelambrera, frente al abogado agresivo y con la cabeza rapada), sin embargo, hay que reconocer que este tipo de argucias son habituales dentro del género, lo cual no debería eximir a la directora. Su sentido del espectáculo se impone en el conjunto por medio de una planificación exhaustiva y dinámica, y un montaje que atiende a los distintos puntos de vista de los personajes (incluido el del perro guía del hijo, durante la llegada de la policía a la casa).

La narración alterna saltos en el tiempo, texturas de imagen, capas sonoras... todo con una destreza tan calculada que está a punto de resultar artificiosa en determinadas escenas (como la discusión de la pareja) y que desvela a Justine Triet como una cineasta aplicada que conoce bien los resortes del thriller y que logra mantener el interés durante los ciento cincuenta minutos de metraje. No es poca cosa.

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LA ZONA DE INTERÉS. "The Zone of Interest" 2023, Jonathan Glazer

Hasta ahora, Martin Amis no había tenido suerte con las adaptaciones al cine de sus novelas. Tal vez por la complejidad de los temas que aborda y por la controversia que suscitan, lo cierto es que la obra literaria del escritor británico induce a que ciertos directores confundan tragedia con intensidad. Jonathan Glazer opta en cambio por la frialdad y el comedimiento a la hora de traducir en imágenes La zona de interés, última ficción publicada por Amis que se adentra en el nazismo desde el escenario doméstico donde habita Rudolf Höss, director del campo de concentración de Auschwitz. En 1943, la cúpula del Tercer Reich traslada al oficial a un nuevo destino, lo cual le obliga a ausentarse del hogar regido por su mujer, estableciéndose así un relato poco tratado en el cine: la vida de puertas adentro de quienes detentaron el poder e hicieron del horror su rutina diaria.

Glazer decide fijarse en este ámbito y omite lo demás, incluidas las relaciones que mantienen los distintos personajes del libro, para centrarse en la convivencia dentro de la casa de la familia Höss. La presencia colindante de Auschwitz se manifiesta en las apariciones esporádicas de los presos encargados del servicio, además de las chimeneas humeantes de los crematorios y el muro que divide a los opresores de los oprimidos. La cámara nunca llega a introducirse en el infierno del campo. El sonido de la muerte sí está presente en todo momento en forma de gritos, órdenes e insultos que se escuchan desde el otro lado de la calle, es el paisaje acústico que invita a imaginar lo que queda fuera de la pantalla. La zona de interés hace trabajar la memoria audiovisual del público para completar una narración que emplea planos medios y generales a la altura de los personajes. Esto provoca una sensación de distanciamiento que impide que nadie pueda reconocerse en los protagonistas y que anula las emociones (no hay primeros planos) de acuerdo al mecanicismo y a la burocracia del terror que se representan en el film. Una de las decisiones que adopta Glazer en cuanto a la técnica de rodaje es filmar determinadas escenas simultáneamente con diversas cámaras sin operador, como si se tratara de un circuito cerrado de vigilancia que observa a los personajes con objetividad y con profusión de acciones que se suelen omitir en el montaje (subir y bajar escaleras, cambiar de habitación). El seguimiento de estas actividades anodinas ilustra el concepto de inercia que envuelve al matrimonio de Rudolf y Hedwig, algo que se expresa en términos estéticos mediante la fotografía de tonos grisáceos y luces apagadas de Lukasz Zal. Su trabajo y el del departamento de diseño artístico prescinde de los colores vivos y de los contrastes fuertes para no caer en el embellecimiento y en la estilización de los hechos sucedidos en la zona de interés a la que alude el título. Dicha zona se refiere a los alrededores del campo, donde la prosperidad y el ideal germánico confrontan con la destrucción perpetrada en Auschwitz.

En esta dicotomía del exceso de lo trivial frente al defecto de lo profundo reside la naturaleza de la película, ya que ambos extremos ejemplifican comportamientos desordenados que chocan con la razón y anulan la humanidad. De ahí se explica el rigor geométrico de los encuadres y las composiciones exactas que delimitan los espacios de la casa, en contraposición a otras secuencias como las de la niña que esconde frutas para los reos aprovechando la oscuridad de la noche. Glazer filma estos actos de clandestinidad heroica con lentes infrarrojas que aportan una visión irreal, como los cuentos que el funcionario nazi lee a los niños al acostarse (la metáfora se redondea con la elección del cuento Hansel y Gretel, en el que la malvada bruja termina asada en el horno gracias a la inteligencia de la pequeña Gretel).

Las interpretaciones de los actores Christian Friedel y Sandra Hüller en su lengua materna (el alemán) inciden en la idea de dar normalidad a lo que jamás debería tenerlo. Sus movimientos y actitudes vienen determinados por el automatismo y el protocolo (en torno a la mesa, la crianza de los hijos o la intimidad del dormitorio) salvo cuando se dejan arrastrar por impulsos que denotan una energía casi animal, como la impaciencia de la esposa probándose la ropa recién incautada de las presas adineradas, o la repugnancia del marido limpiándose las cenizas de los cadáveres calcinados tras una jornada de pesca. Son instantes que no precisan de explicación y que el espectador debe comprender según su intuición y conocimiento de la historia... de otra manera, ¿por qué insistir en lo que ha sido contado tantas veces? Existen infinidad de películas sobre el Holocausto, por lo que Jonathan Glazer elige no ser demasiado descriptivo ni demasiado críptico, generando una atmósfera inquietante y de calma tensa que impregna cada fotograma de La zona de interés. A ello contribuye también la música de Mica Levi, quien repite con el director a continuación de Under the skin. Dos de sus piezas abren y cierran la película con la pantalla en negro, a modo de obertura y final antes de los créditos, dando identidad a la película y construyendo un diálogo con el sonido de gran riqueza. Y es que los efectos sonoros resultan esenciales dentro del conjunto, como se puede comprobar en la última elipsis que desplaza al público a la época actual, con el campo de concentración convertido en lugar de visita. El ruido de las máquinas aspiradoras que manejan las trabajadoras de la limpieza avanza por las estancias que vemos por primera vez, ahora sin presos, entre objetos y materiales expuestos en vitrinas. Es la confluencia del pasado y el presente para materializar la moraleja de que después de tanto esfuerzo por destruir y tanta autoridad ejercida, solo queda el polvo que deposita el tiempo y el recuerdo de un sitio cuyo sentido ha sido resignificado por las generaciones postreras.

 

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SIETE JERELES. 2022, Pedro G. Romero y Gonzalo García Pelayo

Corría el año 2020 cuando Pedro G. Romero y Gonzalo García Pelayo, dos creadores inquietos con afán de hibridar el folclore, lo profundo y lo profano, se aliaron para explorar la escena del flamenco en Sevilla. El resultado fue un documental inclasificable, Nueve Sevillas, que tiene continuidad dos años después en Siete Jereles, completando un díptico que se inserta dentro la serie titulada el año de las 10+1 películas, un proyecto ambicioso e irregular de García Pelayo que logra sus mayores aciertos cuando indaga en el género musical.

En esta ocasión, la capital andaluza cede lugar a Jerez con motivo de la celebración de su Festival de Flamenco, un encuentro que reúne a figuras del cante, el baile y a músicos de todo pelaje en los distintos barrios de la ciudad. Allí conviven los profesionales consagrados (Diego Carrasco, La Macanita, Tomasito o Los Delinqüentes, entre otros) y los que subsisten a duras penas de su arte, los vecinos aficionados y los que buscan labrarse un futuro acercando la tradición a otras expresiones contemporáneas. Todos ellos se prestan a participar en este viaje nocturno a lomos de siete caballos cartujanos que recorren las calles guiando al espectador.

Después de un preámbulo en el que el propio García Pelayo camina con movimiento invertido, de acuerdo al sentido circular del relato, la película comienza con la aparición de los corceles que se adentran en Jerez al anochecer y termina tras dos horas con el regreso de la caballada al campo, cuando alumbra el alba. Entre medias, siete planos secuencia correspondientes a cada una de las actuaciones en escenarios, patios de vecinos, locales, bares y rincones urbanos... incluso en el interior de una bodega, con el deseo por parte de los directores de señalar los espacios propicios para el flamenco, que son todos y cualquiera. Los momentos musicales se suceden de manera fluida con los entreactos de los caballos y, de manera un tanto arbitraria, con el seguimiento de diferentes mujeres que atraviesan Jerez sin un destino concreto. También hay breves textos que se intercalan en la pantalla con intenciones a veces descriptivas, a veces poéticas y a veces humorísticas, marcando el tono de la narración. Y es que Siete Jereles transmite la sensación de estar sucediendo en el instante preciso de la filmación, dado el método elegido (planos sin cortes que flotan en medio de los protagonistas en continuidad con el tiempo real) como su exhibición técnica, mostrando en pantalla los drones y las cámaras empleadas durante el rodaje, así como el equipo humano que los maneja. Esta ruptura de la cuarta pared cinematográfica incide en el carácter experimental de esta obra singular y arrebatadoramente bella, que contiene virtudes notables: el sonido, la representación de los números musicales, el ímpetu imaginativo... y defectos discretos, que no empañan el conjunto, como algunos montajes de las escenas intermedias.

En suma, habrá que guardar Siete Jereles como un documento del potencial artístico que atesora Jerez y de las posibilidades del cine como vehículo transmisor de cultura y conocimiento. La sabiduría que posee este documental cuenta con la legitimidad que otorga el acervo popular y el ingenio nacido a pie de calle. Ahí es ná.

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CAZAFANTASMAS: MÁS ALLÁ. "Ghostbusters: Afterlife" 2021, Jason Reitman

La maquinaria de la nostalgia lleva años funcionando a pleno rendimiento, bien engrasada por los estudios de cine que detectaron en las generaciones nacidas a partir de los setenta a un público con ganas de reverdecer laureles. Las razones de este fenómeno son más económicas que sentimentales, ya que se alimenta de la crisis de ideas y de la cobardía de un mercado que renuncia a explorar fórmulas nuevas. Por eso se reviven sin escrúpulos películas y sagas que forman parte de la memoria colectiva, a la manera del Dr. Frankenstein, que por medio de la tecnología insufla vida a un ser inerte convertido en producto de laboratorio. Existen numerosos ejemplos recientes en Star Wars, Indiana Jones, Cristal Oscuro, Top Gun... da lo mismo que el referente original ni siquiera sea memorable, lo que cuenta es avivar la llama del recuerdo y arrastrar a la taquilla a aquellos que mantienen la ilusión de volver a sentirse jóvenes. Sucede con Cazafantasmas, comedia fantástica estrenada en 1984 con enorme éxito y que un lustro después conoció una segunda parte, inferior en términos creativos pero igualmente rentable. Sendos films estaban dirigidos por Ivan Reitman, artífice de varios triunfos comerciales en aquella década y padre de Jason Reitman, quien heredó el oficio pero con distintas inquietudes cinematográficas. Si bien el hijo también ha obtenido aplausos con Juno o Up in the air, es cierto que ambos Reitman se encuentran muy alejados en cuanto al estilo y los temas elegidos. Por eso Cazafantasmas: Más allá supone una excepción en forma de homenaje familiar que cobró un significado especial con el fallecimiento de Ivan Reitman, transcurridos apenas tres meses de esta entrega que mira en todo momento al pasado, a un tipo de cine y una época que ya solo cabe recrear como tributo.

La película plantea novedades esenciales respecto a sus antecesoras, aparte de la renovación de los personajes. Los antiguos protagonistas encarnados por Bill Murray, Dan Aykroyd y Ernie Hudson tienen aquí una presencia testimonial y aparecen como el séptimo de caballería al final de aquellos western en los que el desenlace se resolvía gracias a su oportuna intervención. Es un guiño entre muchos otros para contentar a los seguidores de cierta edad (también se recupera el viejo Ecto-1, los uniformes y la cacharrería para capturar espíritus) que no tendría sentido si no se produjese, al mismo tiempo, un relevo de los actores principales. Los adolescentes Finn Wolfhard y Mckenna Grace asumen ahora la herencia biológica de los Cazafantasmas, acompañados por los adultos Paul Rudd y Carrie Coon. También se transforma el escenario donde ocurre la trama, del paisaje urbano al rural, lo cual sirve para reflejar un ambiente intemporal en el que todavía existen los diner con camareras sobre patines y las cintas de VHS, dentro de un fetichismo retro-complaciente que define el tono del film.

El ámbito local y la síntesis de elementos narrativos acercan la película al territorio del cuento o, más propiamente, a ese gótico americano que aprovecha los clichés del género de terror para provocar atmósferas inquietantes: granjas herrumbrosas, minas abandonadas, fundamentalismo religioso... son elementos que configuran el fondo de la historia escrita por Reitman y Gil Kenan, este último elegido por su afición por las casas encantadas (Monster house y el remake de Poltergeist). De hecho, Cazafantasmas: Más allá funciona mejor en la primera mitad, cuando luce un carácter independiente de la saga y dosifica con acierto la comedia y el misterio. Después se vuelve demasiado deudora de la franquicia que representa y pierde algo de identidad, el humor se vulgariza y todo se vuelve más explícito y sujeto a los efectos digitales. Es evidente que Jason Reitman debe cumplir con los requisitos de la serie, por eso su habilidad consiste en introducir innovaciones para no terminar repitiendo lo mismo de siempre y, a la vez, recuperar la impronta de los Cazafantasmas.

El conjunto ofrece así un resultado más que digno, con capacidad para concitar el interés y la diversión tanto del público veterano como del que se incorpora. Cazafantasmas: Más allá tiene ritmo, buen acabado técnico, interpretaciones ajustadas al carácter de la película y un guion que no destaca por nada en especial, pero que tampoco ofende al público acostumbrado a sufrir los agravios del mainstream. Al contrario, muchos agradecerán el masaje de añoranza que Jason Reitman personaliza en la figura del desaparecido Harold Ramis, actor y uno de los ideólogos a quien está dedicada la película... si bien el reconocimiento se hace extensible a Ivan Reitman y a una generación completa de espectadores que saben responder, sin dudarlo, a la pregunta: Who you wanna call?

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LOS PEQUEÑOS AMORES. 2024, Celia Rico

Un lustro después de debutar en el largometraje con Viaje al cuarto de una madre, Celia Rico vuelve a explorar las relaciones maternofiliales en el ámbito doméstico y a medir las distancias generacionales que acercan y separan a mujeres de una misma familia. Los pequeños amores aumenta respecto a su antecesora el rango de edad de las protagonistas, dando pie a introducir temas como la dependencia o los hábitos de consumo digital.

La película comienza cuando una viuda que vive en el campo sufre un accidente y la hija abandona la ciudad para hacerse cargo de ella. Todo sucede mientras la casa que comparten durante unos días está siendo pintada, lo cual pone la analogía bastante fácil: hay una remodelación del vínculo que les une y un propósito de blanquear las zonas que se han oscurecido con los años, primero por fuera (la fachada) y luego por dentro (los espacios íntimos). La unidad de escenarios y de personajes se suma al gusto por lo pequeño en la observación de detalles, miradas, gestos... para dar como resultado un film minimalista que, sin embargo, expresa ideas grandes. Ya desde la escritura del guion, Rico explora la madurez y el paso del tiempo mediante diálogos costumbristas y situaciones reconocibles que transmiten verdad, pero para que el verbo se haga carne hacen falta actrices capaces de asumir el reto. María Vázquez y Adriana Ozores hacen suyos los papeles de la hija y la madre que se quieren a pesar de sus diferencias. Ellas insuflan vida a las dos mujeres sin caer en el cliché, con una gran economía de registros y dando valor a los matices, mediante recursos físicos y de voz. Sus actuaciones marcan el tono del conjunto, influyen y se dejan influir por el trabajo de puesta en escena que la directora desarrolla con una sencillez fruto de la depuración de los elementos que integran la imagen.

Los pequeños amores está contada con un lenguaje claro y directo, que evita las florituras y adapta la forma al pálpito de las actrices. No hay complicados movimientos de cámara ni ángulos inesperados, todo sucede a la altura de los ojos de los personajes y con un naturalismo que remarca la fotografía de Santiago Racaj. Aun así, de vez en cuando surgen instantes de carácter simbólico como los referidos al diente encontrado en el yacimiento o la proyección nocturna en la plaza del pueblo, este último de gran belleza visual.

Rico sabe mantener el equilibrio entre el dibujo de personajes, la descripción de acciones y el retrato interior, alternando el drama y la comedia con una fluidez que se desliza por la pantalla. Los momentos de humor vienen derivados del contrapunto más joven y masculino representado por el actor Aimar Vega, quien imprime frescura a sus compañeras con una interpretación más orgánica y expansiva. Es el tercer vértice de un triángulo que rebosa humanidad bajo la mirada atenta de Celia Rico, cineasta que logra convertir en virtud lo cotidiano y que perfila, con pocos trazos, las ilusiones y decepciones asociadas a la edad de cualquier persona que se pueda sentir concernida.

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DUNE: PARTE DOS. 2024, Denis Villeneuve

En 2021, Denis Villeneuve afronta el reto de llevar a la pantalla Dune, la odisea de ciencia ficción escrita por Frank Herbert a mediados de la década de los sesenta. Un proyecto muy ambicioso que en el pasado estuvo a punto de arruinar las trayectorias de David Lynch y Alejandro Jodorowsky, y que Villeneuve convierte en una serie de películas cuya segunda parte se estrena tres años después de la primera, incluyendo el retraso ocasionado por la huelga de actores en Hollywood. Es el modelo de narración por entregas heredado de la literatura que comienza a practicarse ya en el cine mudo y que se prolonga hasta nuestros días en sagas como Harry Potter o El señor de los anillos. Una táctica de consumo a largo plazo que basa su continuidad en las expectativas generadas por costosas campañas de promoción y que busca fidelizar al público en la taquilla, a través de gigantescas producciones diseñadas por los estudios que dejan poco margen de maniobra a los directores contratados. Por eso hay que reconocer el carácter excepcional de este Dune, que posee todas las características de un gran artefacto procesado para la explotación masiva y que no por ello anula la personalidad creativa de Villeneuve.

Dune: parte dos retoma la historia en el mismo punto donde concluyó su antecesora. Si aquella presentaba a los personajes y exponía el planteamiento de la trama, tal y como dictan las normas clásicas de la ficción, en este segundo film se asiste al desarrollo dramático de las situaciones y a la evolución de los protagonistas, lo que equivale a decir que hay más presencia de acción. Algo que, curiosamente, ha sido celebrado como un logro y no como un progreso lógico del argumento. De cualquier modo, cuesta valorar de manera independiente ambas películas terminadas hasta la fecha como si tuviesen autonomía propia y no fueran fragmentos de un conjunto indivisible. ¿Tiene sentido juzgar Dune: parte dos al margen de su precedente y de la continuación que está por venir? La respuesta popular y la profesional coincide en comparar cada una de las partes buscando la curva ascendente o descendente dentro de una gráfica cualitativa que tendrá que completarse cuando la trilogía finalice, allá por 2026.

Dicho lo cual, Denis Villeneuve consigue acrecentar los méritos del primer Dune. La épica que ya estaba presente se multiplica hasta alcanzar niveles de epopeya religiosa, puesto que las alusiones a las diferentes creencias son constantes y se mezclan con referentes de la mitología grecolatina y del teatro de Shakespeare. Un conglomerado que dota de solemnidad a la película sin renunciar al sentido de la aventura y al drama de sentimientos, bastante comedidos, eso sí. Villeneuve no se deja arrastrar por el exceso tan común en esta clase de obras y se mantiene siempre austero en las emociones y prudente a la hora de representar las situaciones más físicas. Su puesta en escena incide en la idea de transmitir credibilidad dentro del universo fantástico imaginado por Herbert, evitando abusar de la naturaleza digital de las imágenes. Hay cierta organicidad en el tratamiento visual de los efectos especiales y en la fotografía de Greig Fraser, en perfecta conjunción con el diseño estético de los decorados, el vestuario, las caracterizaciones... en suma, de todo el fabuloso imaginario que envuelve Dune. No solo a nivel visual, también sonoro, con un trabajo matizadísimo que ni siquiera la poderosa música de Hans Zimmer es capaz de devorar.

El plantel de técnicos es el mismo que en la anterior película mientras que el de actores se va acrecentando, a medida que se incorporan nuevos personajes episódicos. A los papeles principales de Timothée Chalamet, Zendaya, Rebecca Ferguson o Javier Bardem se suman los nombres de Austin Butler, Florence Pugh, Christopher Walken o Léa Seydoux, entre otros, ya que la nómina de intérpretes es tan extensa como bien equilibrada. Ellos aportan la dosis de humanidad necesaria para que la película no termine aplastada por su propia magnitud y contenga aspectos en los que el público pueda reconocerse. Es difícil tratándose de Dune, pero Denis Villeneuve lo consigue gracias a que detrás del espectáculo hay una historia, y detrás de la historia hay coherencia interna y respeto por el espectador.

Para entender el carácter legendario que construye la atmósfera de Dune, basta escuchar alguno de los temas compuestos por Zimmer. En la partitura conviven los coros, lo sonidos tribales y los electrónicos mediante capas que se van sumando alrededor de un leitmotiv.  Aquí tienen un buen ejemplo:

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FALLEN LEAVES. "Kuolleet lehdet" 2023, Aki Kaurismäki

La fidelidad que Aki Kaurismäki mantiene con su cine continúa inalterable después de cuatro décadas de trayectoria y casi una veintena de largometrajes. El director finlandés posee un estilo tan marcado que apenas admite herederos, si bien sus películas incluyen referencias más o menos explícitas que, en el caso de Fallen leaves, aluden a Godard, Jarmusch, Lean o Chaplin, entre otros. De hecho, la sala de cine es uno de los escenarios en los que se desarrolla la historia de amor que vive la pareja protagonista, dos representantes de ese proletariado invisible que sobrevive en las ciudades buscando escapar de la precariedad laboral y emocional.

Una vez más, Helsinki es el paisaje urbano donde sucede el cuento melancólico tan característico del Kaurismäki de los últimos títulos, algo más positivo y luminoso de lo habitual. Él mismo admite haber escrito el guion en tiempo récord, algo que se percibe en la síntesis de elementos narrativos y formales que son producto de la depuración. El director practica variaciones sobre temas que han estado presentes desde el inicio en su filmografía: las dificultades de comunicación y la carencia sentimental impuesta por las dinámicas que rigen en los sistemas capitalistas, los cuales empujan a los más vulnerables a la soledad y la desesperanza. Como en otras ocasiones, los personajes encuentran la redención en el afecto. El título de Fallen leaves remite a la canción Les feuilles mortes de Jacques Prévert y Joseph Kosma, una oda a la nostalgia de los romances pasados que Kaurismäki celebra desde un presente incierto y preocupante, ya que abundan las menciones a la guerra en Ucrania.

Esta concisión en el relato se aplica por igual a la puesta en escena, una manera de filmar que se manifiesta mediante planos estáticos en los que el tiempo parece detenido y el espacio encapsula a los personajes. Pocos como Kaurismäki son capaces de representar la quietud y la espera como un estado de desconcierto íntimo, algo similar a lo que transmiten los cuadros de Hopper, reforzado por el tratamiento cromático de las imágenes y la iluminación que vuelve a estar a cargo de Timo Salminen. El director de fotografía es en gran medida responsable de los planteamientos estéticos que operan en la obra de Kaurismäki, dado que las imágenes que ambos elaboran no ilustran la acción: son la acción. Fallen leaves tiene un carácter visual que atraviesa la historia y emparenta al autor con los maestros del cine mudo, no en vano, el silencio es uno de recursos que articulan la narración. Un silencio elocuente, que conjuga bien con las conversaciones parcas y con el humor particular del director, además de la cuidada selección musical que suena en todos sus films.

En suma, Fallen leaves muestra al Kaurismäki de siempre, tan particular y genuino como ningún otro cineasta. Tal vez ahora sea un poco más amable y cercano porque, según él mismo declara: "Cuanto más pesimista soy, más optimistas son mis películas". Benditas palabras.

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MAY DECEMBER. 2023, Todd Haynes

Uno de los directores que mejor han retratado las complejidades de lo femenino durante los últimos años es Todd Haynes. Así lo demuestran títulos como Lejos del cielo, Mildred Pierce o Carol, indagaciones en la naturaleza poliédrica de la mujer en el pasado. En May December, Haynes ambienta la historia en un presente intemporal, que está más relacionado con los mitos griegos (Edipo, Narciso) que con los personajes que pueblan las ficciones contemporáneas. Y es que May December se podría definir de diversas maneras: un drama trágico, un cuento de vampiros (sin vampiros), un thriller de emociones... todas estas clasificaciones son verdad y ninguna a la vez, dados los pliegues en los que se dobla la narración.

El guion escrito por Samy Burch juega con el espectador ya desde el principio: hay una escena con situaciones en paralelo que presentan a las dos mujeres protagonistas, Gracie y Elizabeth, interpretadas por Julianne Moore y Natalie Portman. La segunda acude a casa de la primera, donde se celebra una barbacoa con familiares y amigos. En mitad de los saludos y las convenciones, la aparición de una caja que contiene mierda hace intuir que nada es lo que parece. Puede que no sea muy sutil, y es que May December no se caracteriza precisamente por guardar las formas. En realidad, asume más riesgos de los debidos y se sitúa en una incomodidad constante que cuestiona lo correcto y lo incorrecto de ciertos comportamientos, la posibilidad de exonerar la culpa, la dicotomía entre lo público y lo privado, la apropiación de la identidad... y más temas que se van desarrollando sin atropellarse y con buen ritmo según avanza la acción.

Conviene no desvelar demasiado de la trama porque una parte importante se fundamenta en la ambigüedad y la sorpresa. Hay giros narrativos muy audaces que no derivan en un clímax, como se hacía prever, ya que Haynes evita los caminos fáciles y se adentra en terreno pantanoso. El tema, inspirado en un hecho real que conmocionó a la opinión pública estadounidense de hace tres décadas, es pasto fácil para el morbo y el sensacionalismo. La habilidad del director consiste en tomar este material sensible y en evitar las obviedades y los subrayados propios del telefilm de sobremesa, potenciando el perfil psicológico de los personajes, sugiriendo más que mostrando y mezclando géneros como la comedia, la crónica de costumbres y el melodrama clásico. Una amalgama de influencias que funciona de manera orgánica y proyecta en la pantalla un reflejo despiadado de la clase media norteamericana, esa que vive en los suburbios residenciales y lo mismo ofrece pasteles de bienvenida a los vecinos que cuchichea a sus espaldas.

Resulta fascinante la contradicción que hay en May December entre el relato que se cuenta, turbulento y sombrío, y el lenguaje elegido para visualizarlo, con una fotografía serena y clara de Christopher Blauvelt. La luz sobreexpuesta de los exteriores sureños de Savannah, ciudad donde transcurre la trama, tiene un halo romántico que es pura ironía, ya que reviste de una apariencia bonita lo que en verdad es terrible: un caso de pederastia por parte de un ser egoísta y manipulador. Una vez más, Haynes muestra su talento para recrear iconografías y transformar su significado, al igual que sucede con la música enfática que recupera composiciones de Michel Legrand para El mensajero, film de Joseph Losey de 1971.

Pero si May December tiene capacidad de trascender es por el inmenso trabajo de las dos actrices principales, muy bien acompañadas por Charles Melton, el tercer vértice del triángulo. Portman y Moore están en estado de gracia y logran dar credibilidad a las mujeres que encarnan con sutileza e infinidad de matices en cuanto a la voz, la mirada, el movimiento... es una exhibición de recursos interpretativos que logra amortiguar los excesos de sus personajes. Ellas hacen crecer esta película que atesora virtudes suficientes para ser considerada uno de los grandes títulos de su autor, un Todd Haynes que se muestra plenamente inspirado, exigente y con la valentía de los grandes creadores.

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LA ARAÑA. "The Spider" 1958, Bert I. Gordon

La querencia de Bert I. Gordon por las historias de seres agigantados, ya sean animales, personas o insectos, le valió el apodo de Mr. Big. Un acrónimo que coincide con las iniciales de su nombre y que contrasta con la magnitud de sus películas, todas ellas producciones baratas de serie B que se proyectaban en los circuitos de sesión doble, lejos de las grandes salas. Buen ejemplo es La araña, uno de los numerosos títulos que se realizaron en los años cincuenta dentro del género de criaturas sobredimensionadas que atacan a la humanidad. Esta en concreto retoma los planteamientos de Tarántula, dirigida tres años antes por Jack Arnold, si bien Gordon aspira al público adolescente reduciendo la edad de los protagonistas.

Los trucos ópticos que permiten la enormidad del arácnido son los mismos en ambos films, no en vano, Gordon era un experto en efectos especiales que logró obtener resultados convincentes con el mínimo presupuesto. Sus películas no tienen otra aspiración que despertar emociones primarias e inmediatas, siempre relacionadas con el terror y mediante escenas que se repiten configurando el tema. Así, asistimos a la incursión urbana del monstruo que siembra el pánico en la población, las escaramuzas de los cuerpos de seguridad, la trampa final a menudo con descargas eléctricas... una fórmula narrativa con pocas variaciones, que deposita el interés en el aspecto visual, el ritmo y la creación de atmósferas. Gordon consigue todo ello con eficacia y austeridad argumental, de hecho, en La araña ni siquiera se explica la mutación que ocasiona el peligro. No hay radiaciones químicas ni experimentos nucleares, solo una cueva de donde surge la amenaza como si se tratara de un vestigio prehistórico. Allí va a parar una pareja de estudiantes interpretada por actores sin demasiados recursos dramáticos, lo cual no impide disfrutar de este sencillo espectáculo con la marca de American International Productions.

Es importante reconocer que, a pesar de los modestos propósitos de esta clase de películas, años después ejercieron una gran influencia en cineastas como Joe Dante (Gremlins, Matinee) o Tim Burton (Frankenweenie). Una buena prueba de la habilidad de impactar en el público que ejercieron ciertos directores imaginativos y artesanos, entre los que se cuenta Bert I. Gordon, capaces de inducir a la vez el miedo colectivo y la más genuina diversión.

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THE GAME. 1997, David Fincher

Una de las máximas que rigen en el cine de David Fincher es que "nada es lo que parece". Algo fácil de comprobar en títulos como El club de la luchaPerdida o The game, siendo este último uno de los ejercicios de trampantojo narrativo más sofisticados del director. Tras el éxito obtenido con Seven, Fincher gana confianza para afrontar una producción compleja filmada en San Francisco, con Michael Douglas de protagonista y un guion original escrito por John Brancato y Michael Ferris. El texto contiene bruscos giros dramáticos, personajes ambiguos y situaciones que buscan sorprender, no en vano, Fincher ha jugado siempre a manipular las expectativas del público mediante el empleo de recursos visuales y sonoros que inciden en la percepción del relato.

The game recorre los tortuosos caminos del thriller que Fincher tan bien conoce, esta vez surcados de traumas familiares y con una moraleja aleccionadora que no resta tensión al conjunto. El argumento mezcla influencias de Capra y Kafka, pasadas por el filtro de lo contemporáneo: un hombre rico debe enfrentarse el reto de sobrevivir sin las comodidades ni privilegios a los que está acostumbrado, dentro de un embrollo en el que se confunden la verdad y la mentira. Si bien la trama encaja en el género "suspense con mensaje", lo cierto es que Fincher no se preocupa en dar demasiada credibilidad a este aparatoso circo de tres pistas, sabiendo que la energía emana de las imágenes. Por eso, para disfrutar de la propuesta que ofrece The game conviene desatender a la lógica y no esforzarse en desenmarañar lo que cuenta, sino dejarse arrastrar por el virtuosismo del director, que distribuye trampas y astucias de prestidigitador a lo largo del metraje. Hay habilidosos movimientos de cámara, encuadres precisos, un tempo muy ajustado que James Haygood imprime en el montaje y una atmósfera tensa y oscura generada por la fotografía de Harris Savides. Estos grandes profesionales volverán a encontrarse con David Fincher en siguientes proyectos, al igual que Howard Shore, autor de la música enigmática y sinuosa que envuelve el film. 

Dentro del apartado artístico, hay nombres que acompañan a Douglas como Sean Penn y Deborah Kara Unger. Ellos y otros intérpretes ponen cara al catálogo de miserias humanas que aparece representado en The game, un espectáculo capaz de regocijar a quien se olvide del realismo... porque los laberintos por donde Fincher conduce la ficción tienen pocas salidas y muchas puertas falsas. Es preferible dejarse guiar por su sentido de la puesta en escena y por un actor plenamente entregado, que encuentra aquí uno de los mejores papeles de su larga trayectoria. Lo demás son fuegos de artificio, hipnóticos y deslumbrantes, pero que apenas dejan algo más que humo al disiparse... y un regusto placentero tras ciento treinta minutos de diversión malévola.

A continuación pueden ver un interesante videoensayo de Evan Puschak en el que revela una clave importante del estilo de David Fincher. Muy útil para reflexionar sobre la morfología visual y la manera de percibir las imágenes.

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LAS MUJERES GATO DE LA LUNA. "Cat-women of the moon" 1953, Arthur Hilton

Dentro de la rica cosecha de películas de serie B que proliferaron en los años cincuenta, uno de los títulos más curiosos y extravagantes es Las mujeres gato de la luna. El argumento no tiene desperdicio: un equipo de científicos se dirige hasta la luna a bordo de un cohete espacial, en cuya cara oculta descubren unas grutas donde es posible respirar. Allí se enfrentan primero a dos arañas gigantes y luego descubren un palacio en el que habita un grupo de mujeres gato, quienes influyen con sus poderes telepáticos en la mente de la única mujer que integra la expedición terrícola. Todo en apenas una hora de duración a cargo de Arthur Hilton, realizador de televisión con amplia experiencia en el montaje (trabajó con Siodmak o Lang, entre otros) y que hizo un par de incursiones en la dirección de cine, con presupuestos muy bajos y en los márgenes de la industria. Si bien su nombre nunca figura en los recuentos de género fantástico o ciencia ficción, su primera película merecería ser tenida en cuenta como ejemplo de libertad creativa y de ejercicio de imaginación que desatiende las exigencias de la razón y la lógica.

Poco más se le puede pedir a este pequeño film, que trata de entretener más que ninguna otra cosa. Y lo consigue: el guion escrito por el propio Hilton se desarrolla con buen ritmo y una pátina de humor (unas veces premeditado y otras veces no) que lo cubre todo, provocando el disfrute desacomplejado. Pero hay más: Las mujeres gato de la luna contiene argumentos que invitan a la reflexión sobre la igualdad de género. Hay una lectura feminista que, al menos hoy, se puede extraer de algunas circunstancias de la trama, como el papel asignado a las mujeres, sus propósitos (viajar a la Tierra y dominar a los hombres) y la manera en que se relacionan, con escenas impagables como la del ritual del baile nocturno. En este sentido, cabe señalar que la música está compuesta nada menos que por Elmer Bernstein, que en aquella época daba sus primeros pasos como creador de bandas sonoras. Los demás componentes de la película se definen por la precariedad: el diseño artístico, los efectos especiales, la fotografía (con imágenes en un rudimentario 3D) y las interpretaciones de los actores, entre los que se encuentra Marie Windsor, una habitual de la serie B.

La paradoja de este tipo de cine es que las carencias no van en detrimento la película, al contrario. Tiñen el conjunto de un encanto muy especial que contagia al espectador que sabe lo que va a ver. El resto del público corre el riesgo de no entender nada y de no poder entrar en la divertida propuesta que ofrece Las mujeres gato de la luna, una invitación a saborear las mieles de ese otro cine situado en el polo opuesto del mainstream.

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LAS AMIGAS DE ÀGATA. "Les amigues de l'Àgata" 2014, Laura Rius, Laia Alabart, Alba Cros, Marta Verheyen

Película realizada como trabajo de final de carrera de cuatro alumnas de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, lo cual equivale a decir que el capital humano supera al económico y que predominan las ganas sobre la experiencia. Las amigas de Àgata cuenta con un presupuesto de apenas 3.000 euros obtenidos por crowdfunding, y un equipo integrado por estudiantes de Comunicación Audiovisual al frente de los que se sitúan Laura Rius, Laia Alabart, Alba Cros y Marta Verheyen. Ellas escriben, dirigen y se encargan de manejar las cámaras en este retrato cotidiano e intimista de cuatro chicas que se conocen desde el colegio y que irán viendo cómo su relación se transforma con el paso del tiempo.

El guion se desarrolla mediante una sucesión de momentos que parecen cogidos al azar, como si se tratara de un cuadro impresionista en el que la inmediatez y la soltura de las pinceladas definen el conjunto. Por eso, en lugar de trazar una línea argumental precisa, existe una suma de fragmentos que cobran sentido vistos en perspectiva. Son escenas que muestran las vivencias de las protagonistas, sus salidas nocturnas, conversaciones, paseos... todo filmado con abundancia de planos cortos que capturan las reacciones de los personajes, en especial el de Àgata, interpretado con destreza por Elena Martín en su primer papel para el cine. Ella sostiene la mayoría de las veces el punto de vista, lo que dota a la película del extrañamiento y la contemplación introspectiva que siente su personaje.

La principal virtud de Las amigas de Àgata es que, bajo la apariencia de cine minimalista y de guerrilla, hay numerosas temas en los que el público se puede ver reflejado: las incertidumbres propias de la juventud, las relaciones y los conflictos entre el individuo y el grupo. Un ecosistema de personas que trasciende lo femenino gracias a la cercanía y frescura que aplican las directoras, con un lenguaje visual muy directo, de imágenes filmadas con luz natural y encuadres que se corrigen sobre la marcha. Buscan un aire de improvisación que, en verdad, responde a un ejercicio calculado de captar el presente de los personajes... algo que solo afecta de manera negativa al sonido, con un acabado deliberadamente sucio. Todas las demás decisiones técnicas adoptadas en el rodaje y la posproducción no hacen sino reforzar el verismo del proyecto, tutelado por Isaki Lacuesta y León Siminiani.

En definitiva, Las amigas de Àgata es un estimulante debut colectivo que funciona como radiografía generacional y como un paisaje de la capital catalana lejos de la postal idílica. En el tercer acto sucede el traslado de las protagonistas a la costa, un cambio de escenario que precipita el desenlace y cierra el significado de esta pequeña obra de apenas setenta minutos que se prolongan en la memoria del espectador. Así, la liviandad va cobrando peso, como suele pasar con las cosas que ganan importancia en el día a día.

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COFFY. 1973, Jack Hill

De los cuatro largometrajes que unieron al director Jack Hill y la actriz Pam Grier, Coffy ocupa el tercer lugar y es el que supuso la consagración de la estrella femenina de la serie B. No es de extrañar, porque la fuerza y la personalidad con que Prier dotó a su personaje la ensalzaron como un icono contracultural de los años setenta, una categoría que pervive hasta hoy en la memoria de los aficionados al blaxploitation. La película contiene todos los ingredientes para ser considerada una referencia dentro del género: tema controvertido, orgullo de raza, lucha de clases, groovedrogas, violencia, sexo... una mezcla bien elaborada por Hill, quien sabe aprovechar hasta el último centavo del escaso presupuesto financiado por American International Productions, hogar de un sinfín de títulos tan baratos como imaginativos.

El personaje interpretado por Grier da nombre a la película, una enfermera que dedica sus horas libres a vengar a su hermana pequeña, enferma a consecuencia de las adicciones. Coffy aprovecha su poder de seducción para acercarse a traficantes y camellos, a los que no duda en escarmentar a tiros, si es necesario. Hill se encarga de urdir en el guion una sucesión de escenas donde fluyen con buen ritmo la acción, el humor, los diálogos y el erotismo, con un tono que mezcla los estilemas propios de la ficción con apuntes de realismo social. Todo bien dosificado para que el conjunto resulte entretenido y satisfaga a los amantes de este cine que nunca obtuvo la atención de los críticos, pero que logró algo muy difícil: conseguir el fervor popular a la vez que contribuía a las reivindicaciones raciales y de género de su tiempo, sin adoptar forma de panfleto. Coffy abrió la senda para otras heroínas negras como Cleopatra Jones y Foxy Brown (esta también encarnada por Grier) en una década en la que los hombres lucían virilidad y protagonizaban las grandes producciones. Es por eso que cabe valorar Coffy como el inicio de una excepción y la respuesta feminista a los modelos fijados por Shaft, Super FlyBlack Caesar... películas donde la mujer representaba el papel de víctima o era el complemento del personaje principal. Jack Hill se preocupa de subvertir los clichés y diseña una plataforma perfecta para presentar a Pam Grier como una de las mujeres más poderosas y atractivas que han desfilado por la pantalla.

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FINIS TERRAE. 1929, Jean Epstein

En los años veinte del siglo pasado, Jean Epstein descubre la Bretaña francesa y enseguida se convierte en uno de los escenarios habituales de su imaginario creativo. Sobre todo la costa y las islas, donde filma una serie de películas que tienen como protagonistas a marineros, pescadores y gente del mar enfrentada al reto de sobrevivir en condiciones adversas. La primera de ellas es Finis Terrae, un drama que comienza siendo minimalista al retratar el trabajo de cuatro pescadores de algas en la solitaria isla de Bannec, y que adopta dimensiones épicas al extenderse hasta el pueblo de donde provienen, con el médico erigido como héroe local. Una historia sencilla que adquiere poder gracias a las imágenes, en las que Epstein lleva a la práctica las influencias obtenidas del cine ruso, el expresionismo alemán y el impresionismo francés.

Este confluir de referencias son el resultado del análisis fílmico llevado a cabo por el director a lo largo de su trayectoria, una reflexión del lenguaje que se materializa en un estilo depurado y poético, que emplea como recursos expresivos los ralentizados, la planificación y el montaje. Al mismo tiempo, Epstein se aproxima al documental rodando en escenarios naturales con actores no profesionales, tratando de fijar en la pantalla la esencia del lugar en el que transcurre la historia. Esta mezcla de sofisticación y realismo confiere a Finis Terrae una aureola muy especial que la emparenta con otros títulos de etnoficción de Flaherty (Hombres de Arán) o Grierson (Drifters). El elemento diferenciador es que Epstein hace convivir la observación de las situaciones cotidianas (las secuencias del trabajo de los pescadores, por ejemplo) con los ejercicios de vanguardia (el delirio del protagonista enfermo), lo cual refuerza el carácter simbólico del film. Basta contemplar las frecuentes imágenes de las olas batiendo en las rocas como un recordatorio de la amenaza de la naturaleza y la reclusión en la que viven los personajes.

Realizada en la época tardía del cine mudo, Finis Terrae posee una modernidad de gran fuerza estética que mantiene intacto su poder de fascinación. La composición de los planos, la plasticidad de la fotografía en blanco y negro, el ritmo que se imprime en la narración... todos los elementos funcionan en favor del conjunto, hasta completar una de las obras más significativas dentro de su género. Jean Epstein exhibe su magisterio a lo largo de ochenta minutos de pura emoción y arrebatadora belleza.

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STARSHIP TROOPERS. 1997, Paul Verhoeven

A mediados de los años ochenta, Paul Verhoeven llega a Estados Unidos después de haber obtenido algunos éxitos comerciales y cierta repercusión crítica en los Países Bajos. Aunque trabajar para los estudios de Hollywood supone ceder el control creativo y un recorte en sus libertades como autor, a cambio puede disponer de presupuestos generosos y el acceso a un público amplio que no siempre entiende bien la intención crítica que subyace en sus películas. Detrás del espectáculo y el entretenimiento hay denuncias al sistema norteamericano en cuanto a la obsesión por la seguridad (Robocop), el puritanismo (Instinto básico) o la competitividad (Showgirls), todo revestido con calculadas dosis de violencia y sexo. Para disfrutar de este cine y comprender su alcance es conveniente no tomárselo demasiado en serio, ya que Verhoeven aplica una visión ácida, casi esperpéntica, sobre los géneros de la ficción que se multiplica en Starship Troopers, adaptación de la novela de ciencia ficción escrita por Robert A. Heinlein en la década de los cincuenta.

Si bien Verhoeven ya tenía experiencia en escenarios futuristas con Desafío total, es ahora cuando decide potenciar las posibilidades políticas e ideológicas que ofrece la fantasía como representación de ciertas realidades históricas, en este caso, el surgimiento y la implantación del fascismo en Europa durante el siglo XX. Starship Troopers comienza como una versión galáctica de Sin novedad en el frente, en la que una generación de jóvenes se alista en el ejército siguiendo las soflamas patrióticas de un régimen amenazado por unos seres monstruosos provenientes del espacio exterior. Verhoeven no se anda con sutilezas ni segundas lecturas y se deja llevar por el exceso, tanto en el contenido como en las formas. El ardor guerrero que mueve a los personajes es tan infantil que solo puede ser visto como una sátira de los valores castrenses, capaces de contaminar a la sociedad civil con el pretexto del enemigo común. El guion está repleto de diálogos delirantes, frases maniqueas y declaraciones de amor que producirían sonrojo si no fuera porque están dichas por actores igualmente exagerados: Casper Van Dien, Denise Richards, Dina Meyer... más que actores, son modelos que posan en vez de interpretar y cuya capacidad de expresión carece de credibilidad alguna, bonitas fisonomías sin un gramo de latinidad, a pesar de que sus personajes proceden de Argentina. Pero, ¿quién necesita coherencia, pudiendo regocijarse con el pastiche de referencias y clichés? Es fácil encontrar en el metraje alusiones a La chaqueta metálica y Top Gun, por ejemplo, aunque la mayoría de las situaciones en las que se ven envueltos los protagonistas responden a mecánicas tan básicas que en unas ocasiones recuerdan a las sitcom para adolescentes tipo Beverly Hills, 90210, y en otras a los tebeos de Hazañas bélicas.

El guion podría pertenecer a cualquier vieja película de serie B, con la diferencia de que Paul Verhoeven cuenta con una producción de clase A. Los efectos especiales consumen una buena parte de los recursos financieros, sobre todo la recreación digital de las criaturas antagonistas, que son el plato fuerte del film. Más allá de esto, Starship Troopers luce una apariencia visual que dota de energía y dinamismo a las escenas de acción (reforzadas por la música épica de Basil Poledouris) y una planificación bastante convencional en los diálogos que intercala, no obstante, algunos movimientos de cámara elegantes a la hora de abrir secuencias, de intención descriptiva e influencia clásica. Para ello, el director vuelve a contar con Jost Vacano, quien aplica en la fotografía una estética luminosa que confiere irrealidad a los decorados de interior, como si quisiera dejar constancia de su artificio. Y es que cada elemento del conjunto remite a otra cosa vista antes, en su mayoría derivadas de la cultura pop, fuera de los márgenes de la gran industria (el cómic, la novela pulp, el cine de sesión doble, el camp y la iconicidad del fetiche gay...) En suma, un divertido conglomerado tan absurdo como aparatoso, que tiene la virtud de poner en ridículo la estrategia beligerante de los Estados Unidos empleando su propio discurso inmaduro y fascistoide.

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CREATURA. 2023, Elena Martín

Un lustro después de debutar en la dirección con Júlia Ist, Elena Martín asume en su segundo largometraje un reto lleno de complicaciones: abordar el deseo femenino en diversas edades, a partir del trauma de una mujer que siente que los impulsos de su cuerpo no se corresponden con los automatismos de una sociedad constrictiva. Creatura explora a través del personaje de Mila, interpretado por tres actrices distintas, los desajustes entre el sexo y las normas de un sistema diseñado para moldear el comportamiento afectivo de una joven en su etapa infantil, adolescente y adulta. Esta última adopta los rasgos de la propia Martín, quien enfrenta la realización de la película con un tono próximo a la abstracción y la poética, aplicando la mesura, sin dejarse llevar por el morbo ni por la pretenciosidad a la que hubiera sido fácil abocarse. Al contrario, Martín se muestra contenida y a la vez honesta en el retrato de la protagonista, sobre la que posa una mirada respetuosa y atenta, que no omite las ambigüedades. Tampoco los detalles dolorosos, porque Creatura tiene algo de examen de conciencia generacional que evita ser complaciente y sitúa al público en terrenos incómodos.

El guion escrito por Martín junto a Clara Roquet alterna diferentes tiempos dentro del escenario de una casa en la costa del Maresme catalán. Allí confluyen las experiencias de Mila durante el pasado y el presente, los momentos del despertar a los sentidos, la búsqueda y la experimentación, las relaciones, la disfunción que se manifiesta en la piel... todo ello sin necesidad de explicar la raíz del problema o ese motivo determinado tan común en las películas con afán de psicoanálisis. En lugar de acudir a fórmulas preconcebidas, la directora opta por desplegar una sucesión de fragmentos narrativos que obtienen sentido en el conjunto, como las piezas de un mosaico. Hay secuencias de diálogo resueltas de modo poco convencional (con una elección de planos que atiende a las palabras tanto como a las reacciones), recursos audiovisuales que potencian la subjetividad (los ralentizados en los que solo se escucha música) e instantes que se adentran en el subconsciente de la protagonista mediante la representación de sus sueños, entre otras herramientas cinematográficas que convierten el visionado de Creatura en un ejercicio estimulante.

Martín se rodea de un buen plantel de actores entre los que brilla Àlex Brendemühl, y un equipo de técnicos que dan entidad a la película, como sucede con la fotografía de Alana Mejía González. La luz del Mediterráneo se filtra en las imágenes y adquiere misterio en los ojos de la directora, capaz de escenificar temas complejos y revestir de humanidad el discurso valiente, casi temerario, que tiene entre manos. Creatura debe ser valorada por su capacidad de riesgo y por la sensibilidad en tratar asuntos difíciles que el cine suele esquivar. Pero hay más: el texto que no alecciona y su estructura entrecruzada, la dirección que sabe filmar las acciones mostrando lo necesario sin acceder a gratuidades, la interpretación entregada y convincente... aspectos en los que se involucra hasta el final Elena Martín, una de las creadoras actuales más interesantes del panorama español.

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LOS QUE SE QUEDAN. "The holdovers" 2023, Alexander Payne

Poco a poco y película tras película, Alexander Payne se ha ido convirtiendo en uno de los narradores más interesantes del Hollywood contemporáneo. Títulos como Election, Los descendientes o Nebraska demuestran el cuidado que pone en las historias y en el desarrollo de los personajes, por medio de un lenguaje cinematográfico eficaz y conciso, que remite a las formas clásicas. Los que se quedan es una comedia melancólica ambientada en un internado para estudiantes durante la navidad de 1970, época que se recrea no solo desde el diseño de producción sino también en el estilo visual, con una fotografía de bajo contraste y colores suavizados por parte de Eigil Bryld.

Payne evidencia su habilidad para envolver al espectador en atmósferas muy precisas que determinan el relato, lo cual sucede ya desde los créditos iniciales. Los que se quedan transmite la sensación de frío invernal y de tiempo detenido en el que viven los protagonistas, un profesor arisco que se ve obligado a pasar el periodo vacacional en compañía de un alumno y la cocinera del centro, ambos con problemas emocionales. El peculiar trío está interpretado por Paul Giamatti, quien coincide con Payne dos décadas después de Entre copas, el debutante Dominic Sessa y Da'Vine Joy Randolph, cada uno perfecto en el papel de seres damnificados por el pasado.

El guion de David Hemingson posee la inteligencia de relacionar todos los elementos, hasta los más pequeños, de modo que el conjunto adquiere unidad dramática, sin dejar de ser nunca divertido. Payne se encarga de dosificar las emociones y de calibrar bien el tono para no caer en sensiblerías, un defecto común en este tipo de películas con "buenas intenciones". Además de aplicar la contención, el director sabe mantener la distancia adecuada para no interferir en las acciones, sin encuadres forzados ni movimientos de cámara gratuitos... incluso cuando emplea algún anacronismo óptico (el zoom del profesor que busca al alumno en el exterior del colegio) lo hace como recurso humorístico, de acuerdo a la estética del film. Lo más importante de Los que se quedan es la evolución de la trama y los personajes, tal y como ocurría en el cine al que Payne rinde tributo de manera respetuosa pero no servil, porque en el fluir de las imágenes y en la hondura de la película late su sello de autor.

A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Mark Orton. El músico norteamericano se reencuentra con Alexander Payne tras haber trabajado juntos en Nebraska, un nuevo ejemplo de la sintonía que les une a la hora de conducir los estados anímicos del público. Relájense y disfruten:

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DEJAR EL MUNDO ATRÁS. "Leave the world behind" 2023, Sam Esmail

Después de realizar diferentes series para la televisión, Sam Esmail dirige su segundo largometraje en una década, esta vez con un presupuesto generoso y al amparo de la plataforma Netflix. Dejar el mundo atrás adapta la novela homónima de Rumaan Alam, un thriller distópico que narra el fin del mundo desde la distancia, en el entorno de una familia que transcurre sus vacaciones en una casa apartada en mitad de la naturaleza. Si bien el argumento podría recordar a Sacrificio de Tarkovski, ya que ambas películas tratan el vacío existencial y la desazón ante el colapso, Esmail opta por un tono que mezcla la intriga con la ironía, además de emplear una retórica audiovisual amanerada que cae en ciertas gratuidades efectistas.

Dado que el apocalipsis queda fuera del plano, da la sensación de que el director quiere epatar mediante una estética juguetona, que emplea trucos y movimientos imposibles de cámara para subrayar la gravedad del asunto que trata. Hay un punto de vista omnisciente que dirige la mirada del espectador de un piso a otro de la estancia, que sobrevuela el espacio para después regresar a la tierra, atraviesa las rendijas de un techo para tomar perspectiva... son piruetas ópticas que distraen los ojos sin aportar nada al relato, sostenido por las interpretaciones de los actores. Y es que la virtud de Dejar el mundo atrás está en el reparto, con Julia Roberts, Ethan Hawke y Mahershala Ali a la cabeza. Todos ellos solventes y capaces de imponer el factor humano al alarde técnico, dando verosimilitud a lo que les sucede.

Es verdad que algunos diálogos resultan explicativos (sobre todo en la parte final) y que la película acumula muchas digresiones en torno a las desigualdades económicas, sociales, raciales... tantas que a veces da la impresión de que le cuesta fijar el foco en algo en concreto y se pierde en generalidades, pero también es cierto que Esmail posee un sentido del ritmo y de la intriga que hacen que la narración se siga con interés y que el conjunto sea provechoso. La película funciona mejor cuando confía en las posibilidades del guion, también firmado por Esmail, que cuando se entrega al manierismo formal, con algunos efectos digitales que no están bien resueltos (los flamencos de la piscina o los ciervos que acosan a los personajes de Roberts y Myha'la, por ejemplo). Por eso conviene valorarla por las reflexiones que plantea: la crítica al sistema capitalista que convierte los ideales en productos de consumo (hay referencias a marcas como Tesla o Starbucks), la pirámide social (estupenda la escena con Kevin Bacon) y la dependencia generada por las nuevas tecnologías, con algunas metáforas ingeniosas (la serie Friends como paradigma de una utopía feliz en un contexto cada vez menos amistoso). Son cuestiones oportunas que forman parte de una agenda supuestamente progresista, no en vano figuran como productores ejecutivos Barack y Michelle Obama. Otra cosa es que la película se ocupe de señalar los peligros que nos acechan sin ofrecer solución alguna, una visión pesimista muy acorde a las ficciones postmodernas que han fructificado en los últimos tiempos y que transmutan la política en espectáculo y la militancia en entretenimiento. Así, el público es bienvenido al Juicio Final como si fuese un circo de tres pistas que tiene a Sam Esmail de maestro de ceremonias, una cámara saltimbanqui y un grupo de actores conocidos que ponen cara de desconcierto y recitan pasajes de Aaron Sorkin.

A continuación, pueden escuchar una de las piezas que integran la música compuesta por Mac Quayle. El piano ejerce de solista en medio de una atmósfera de cuerdas que transmiten emoción y misterio, acorde al ambiente tenso que se respira durante gran parte del film. Que lo disfruten:

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JÚLIA IST. 2017, Elena Martín

La actriz Elena Martín debuta en la dirección adoptando las claves del mumblecore, ese género de películas independientes hechas con muy poco presupuesto que convierten la inmediatez y la naturalidad en rasgos de estilo no solo estéticos, también éticos. De hecho, Júlia Ist nace como trabajo de final de carrera de unos estudiantes de Comunicación Audiovisual encabezados por Martín, quien ya acumulaba experiencia tras haber participado en un título de cualidades parecidas, Las amigas de Ágata. En ambos casos se trata de cine pegado a la realidad, con un fuerte componente autobiográfico y que busca intervenir lo menos posible en los lugares donde se filma, aprovechando las condiciones de cada escenario.

Martín toma como inspiración su propio curso de Erasmus en Berlín para escribir el guion de Júlia Ist, personaje que da nombre a una estudiante de arquitectura de Barcelona que marcha a la capital germana dejando atrás a amigos, familiares y un novio con el que no se atreve a romper. La difícil adaptación y el descubrimiento de nuevas realidades definen un hilo argumental bastante sencillo, en el que la directora centra la atención en los detalles y en los gestos. La cámara en mano cierra el encuadre sobre los dispositivos que mueven la intimidad de la protagonista: la expresión, la mirada, la conversación, el silencio... son herramientas con las que Martín construye su cine. No hace falta nada más, y tampoco nada menos. El hecho de que la técnica pueda lucir una apariencia algo amateur no supone un problema, al contrario: dota a las imágenes de la calidad de lo cercano y de ausencia de artificio. Algo que se traslada también a la interpretación de los actores y al tono general de Júlia Ist, una estimulante opera prima que tiene su mayor virtud en la falta de pretensiones.

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YO, TÚ, ÉL, ELLA. "Je, tu, il, elle" 1974, Chantal Akerman

Ya desde el inicio de su obra, Chantal Akerman define las líneas maestras de un cine basado en la identidad femenina, el aislamiento y el espacio habitacional. Temas que están presentes en sus tempranos cortos y que tienen continuidad en Yo, tú, él, ella, su primer largometraje de ficción que rueda con veinticuatro años, en apenas una semana y desde la más absoluta independencia, a través de su productora Paradise Films. Akerman aprovecha su reciente formación experimental en Nueva York y continúa explorando las posibilidades del lenguaje audiovisual y la narración, que aquí divide en tres segmentos diferenciados por el escenario y la evolución del personaje encarnado por ella misma.

La primera parte transcurre en el interior de una vivienda donde Julie, la protagonista, se recluye para purgar una decepción sentimental. Allí escribe una carta interminable, yace sobre el colchón, mira por la ventana... "está" en el sentido literal del verbo (existir o encontrarse en un lugar) mientras se alimenta de cucharadas de azúcar y, en ocasiones, clava sus ojos en la lente de la cámara. Se escucha su voz en off, que unas veces describe sus acciones, otras veces se anticipa a ellas y otras las contradice ("Estoy sentada en la cama" dice estando en una silla, por ejemplo). Esta observación sostenida en planos largos y fijos es uno de los rasgos de estilo que la directora practica sobre todo en su primera etapa, una contemplación estática de actos cotidianos que encubre turbaciones internas. Julie es una versión indirecta y estilizada de Chantal, cataliza sus inquietudes personales y artísticas. Ambas vacían las estancias tanto físicas como fílmicas para reconocerse, desnudarse y alcanzar un estado de auto-consciencia que les permite salir al exterior en la segunda parte, cuando Julie emprende un viaje en camión hacia un destino incierto. El conductor interpretado por Niels Arestrup tampoco intercambia demasiadas palabras con ella, aunque sí se confiesa en una secuencia filmada en primer plano acerca de sus experiencias sexuales, después de que Julie le masturbe en la cabina del vehículo. El espectador nunca asiste al contraplano porque Akerman se preocupa de identificar a la protagonista con el público, otorgando a la cámara la posesión de un punto de vista aséptico y distante. Así, el discurso hablado y el discurso en imágenes coinciden en el mismo encuadre como toma de postura política: la quietud como fuerza de tensión entre la naturaleza masculina tradicional (egocéntrica, activa, erotizante) y la femenina (entregada, pasiva, erotizada). Esta dicotomía se rompe en la tercera parte, cuando Julie llega a casa de una chica cuyos antecedentes se desconocen, puede que incluso sea la destinataria de la carta escrita al principio... y es que Akerman concentra la escasa información en un hilo argumental minúsculo, que oculta más que muestra y que invita a ser desentrañado. Tras una conversación (esta vez sí) entre las dos mujeres, Julie adopta un papel proactivo y mantiene sexo con su amiga, interpretada por Claire Wauthion, en una escena explícita y prolongada que no contiene, sin embargo, una finalidad voyeurista. Se trata de asistir a la reactivación de Julie como sujeto que se manifiesta a través del cuerpo en movimiento, una actitud consustancial a la vida.

Todo esto no son más que posibles lecturas de la película, acaso conjeturas. Porque en realidad, Chantal Akerman realiza Yo, tú, él, ella sin ninguna pretensión, a partir de un relato ideado seis años atrás, con el objeto de sumar rápidamente otro título a su hasta entonces corta trayectoria. La meta es optar a una subvención del gobierno belga que le permita acometer su siguiente gran proyecto: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles. A pesar de la premura y del exiguo presupuesto (o puede que gracias a ello), Yo, tú, él, ella se revela como un apunte naturalista sobre la consecución del deseo, un ejercicio experimental valiente y desprejuiciado que, contra todo pronóstico, obtiene reconocimiento en los circuitos especializados y concita el culto de generaciones venideras.

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