El escenario principal es un rancho en el sur de California dedicado a la doma de caballos, un negocio regentado por dos hermanos de caracteres opuestos que tratan de llenar el hueco dejado por el padre, muerto en extrañas circunstancias. La precaria situación de ambos parece poder cambiar cuando perciben que están siendo vigilados desde el cielo por una presencia que no es de este planeta, lo cual plantea el tema de la película, que es la mercantilización de cualquier fenómeno (incluida la tragedia) para convertirla en espectáculo y cómo la naturaleza se puede volver contra quienes pretenden dominarla. Una cuestión que Peele trata estableciendo dos líneas narrativas que avanzan en paralelo: por un lado está la historia de los hermanos interpretados por Daniel Kaluuya y Keke Palmer, y por otro está el ímpetu empresarial del personaje encarnado por Steven Yeun, el dueño de un parque de atracciones que en su infancia fue testigo del terrible suceso ocasionado por un chimpancé durante la grabación de un programa televisivo. Tanto el extraterrestre como el primate representan, en diferentes tiempos, a dos seres que se resisten a ser domesticados y que se rebelan contra la maquinaria capitalista de los humanos, un alegato por preservar lo salvaje que no queda del todo claro. Las dos historias que se cuentan en Nope no terminan de casar y los símbolos que se proyectan en sendas direcciones no confluyen, en perjuicio del mono asesino. De hecho, este segmento termina perdiendo interés hasta desaparecer en un momento determinado de la trama, lo que inclina el peso hacia la parte fantástica de la balanza.
La simpleza y la arbitrariedad del guion resultan impropias de alguien que se ha caracterizado en sus anteriores títulos (Déjame salir, Nosotros) por la originalidad y la elaboración dramática de sus propuestas. Sin embargo, Peele hace que el espectador se olvide de las debilidades del texto gracias a la fuerza visual que empuja la película como un torrente. El director demuestra virtuosismo a la hora de situar la cámara, componer los encuadres, vertebrar el movimiento, pensar el montaje... todo en favor del relato, sin alardes innecesarios. Los mejores instantes de Nope recuerdan, al menos en espíritu, al Spielberg de Encuentros en la tercera fase y Tiburón (en el segundo caso hay una equivalencia inmediata entre los personajes del marinero cazador de escualos y del cineasta cazador de imágenes). No en vano, Jordan Peele pone en escena una reivindicación cinematográfica de connotaciones históricas (con alusiones a Muybridge y al western clásico) y formales, mediante un lenguaje expresivo muy cuidado. A esto contribuye la fotografía siempre inspirada de su colaborador habitual Hoyte van Hoytema, capaz de sacar el máximo partido de las secuencias nocturnas y diurnas.
En definitiva, Nope no es destacable por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta. Es un ejercicio de estilo depurado y perfecto que incluye oportunamente dosis de humor para espantar los conatos de solemnidad que atenazan al cine de género de nuestros días. Algo muy de agradecer, que provoca que la película suponga un gozoso entretenimiento.