Tal y como ha expresado el propio Hill, Switchblade Sisters se podría considerar una versión macarra del Otelo de Shakespeare: hay un conflicto general de guerra de bandas urbanas y un conflicto particular de ambición y de celos ante la irrupción de una nueva integrante en la comunidad. El argumento explota los clichés del género de pandillas rivales, con el añadido de que aquí las protagonistas son ellas. Hill incorpora una lectura feminista que coincide en el tiempo con el eslogan enunciado por Gisèle Halimi: "La vergüenza tiene que cambiar de bando", una sentencia que invierte el peso de la culpabilidad en los casos de violación. A cambio de la vergüenza, las Switchblade Sisters adquieren los atributos de la valentía, la determinación y el ardor por combatir a tiro limpio, si hace falta. Lo cual provoca diálogos memorables y escenas de violencia como la que transcurre en la pista de patinaje o con el coche acorazado, entre muchas otras. Hay además un componente político inhabitual en esta clase de films, gracias a la aparición de una milicia femenina de los Black Panthers que refuerza el contexto histórico en el que se desenvuelve el relato.
La película desprende adrenalina por medio de unas imágenes que no solo describen situaciones, también acompañan el desarrollo de los personajes y dibujan un paisaje siempre en tensión. Es verdad que los actores muestran limitaciones interpretativas (si bien andan sobrados de carisma) y que los apartados técnicos acusan en ocasiones las precariedades de la producción, pero nada de esto impide que Switchblade Sisters luzca como un fabuloso divertimento que debe ser reivindicado por su arrojo, energía y descaro. En ella se adivina la influencia que ejerció sobre uno de sus principales valedores, Quentin Tarantino, quien ha reiterado su deuda con esta joya del cine independiente.