SEGUNDO PREMIO. 2024, Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez

Nada más comenzar Segundo premio, un rótulo en la pantalla advierte de que no se trata de una película sobre Los Planetas, sino sobre su leyenda. Los integrantes de la banda conducen la narración desde un presente incierto y fantasean acerca de lo que pudo haber ocurrido o lo que nunca ocurrió tiempo atrás, mientras gestaban el álbum que les dio reconocimiento. Publicado en 1998, Una semana en el motor de un autobús se considera hoy una referencia generacional y un emblema del indie rock en español, es el disco que supuso el punto de inflexión en la trayectoria de Los Planetas cuando algunos de sus componentes acababan de cambiar y rondaban los 27 años, la edad a la que se mueren los músicos. Ese estado de ebullición creativa y de emergencia vital es lo que recoge la película dirigida por Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, a través de un caleidoscopio de situaciones reales e inventadas que, vistas en conjunto, dejan vislumbrar el paisaje social y cultural de la denominada generación X.

El hecho de que el guionista Fernando Navarro conozca de primera mano a Los Planetas podría haberle llevado a fidelizar los hechos y a reproducir el comportamiento de los protagonistas. En lugar de eso, tanto él como Lacuesta invocan el espíritu de las canciones y las sensaciones que transmiten las letras para construir una elegía en torno a la amistad entre dos personas complementarias y dispares, dos lados de un triángulo que se rompe al principio del film, formado por el cantante Jota, el guitarrista Florent y la bajista May. Curiosamente, los dos primeros nombres no aparecen mencionados en ningún momento, dando a entender que son ellos pero podrían ser otros, los miembros de cualquier formación de la época que luchaba contra las adicciones y por salir adelante conservando la integridad artística. Segundo premio mantiene el complicado equilibrio entre el relato de aprendizaje, la comedia costumbrista, el documental musical y el cuento de vampiros, todo bien agitado en una mezcla que resulta orgánica y compacta.

A pesar de su carácter experimental, la película es accesible para un público amplio que no precisa conocer el repertorio ni el escenario donde sucede buena parte de la acción. La ciudad de Granada marca su identidad en las imágenes, además de los personajes, interpretados por músicos que actúan y que tocan en directo los temas durante la filmación. Esto provoca una autenticidad que atraviesa el encuadre y que convierte a Segundo premio en una experiencia difícil de igualar. De manera misteriosa, hay cosas que no deberían funcionar pero funcionan. Y muy bien: el realismo convive con la alegoría (el avión de los vuelos lisérgicos, el paseo nocturno por los rincones de Nueva York), lo contemporáneo se funde con evocaciones a la poesía de Lorca y a la iconografía pop del siglo XX, así como hay escenas que simbolizan las relaciones entre los personajes (el encuentro sexual, la pelea en el bar). Son momentos arriesgados en su concepción y en la puesta en escena, que se resignifican unos a otros y complementan en un mismo sentido.

La expresión formal de la película contiene multitud de ideas que tienen que ver con la elección del formato cuadrado, los emplazamientos y movimientos de cámara, el montaje... también la fotografía de Takuro Takeuchi, que debuta en el largometraje con un tratamiento de la luz que juega con la oscuridad de los interiores y la sobreexposición de las localizaciones de exterior. El empleo de los recursos técnicos por parte de los directores refuerza el concepto general del film, al cual contribuye el equipo humano: los músicos-actores Daniel Ibáñez, Cristalino, Mafo o Stéphanie Magnin ponen cara a Los Planetas de entonces y cristalizan unos sentimientos que nacen de lo íntimo y se vuelven universales con la credibilidad que imprimen en su trabajo. Por fortuna, Isaki Lacuesta no ha elegido a intérpretes que saben imitar sino a artistas de los que aprovecha sus respectivos talentos y su ausencia de refinamiento. Hay una visceralidad y una frescura que se respiran en cada plano, además del discurso implícito sobre la verdad y la ficción que sostiene Segundo premio. Son dos líneas que avanzan a lo largo del metraje y que se fusionan para reflejar la pulsión de un cine libre y creativo, capaz de lanzar propuestas al espectador y de estimular sus emociones.

TRES HOMBRES SOBRE UNA BALSA. "Vernye druz'ya" 1954, Mikhail Kalatozov

Tres años antes de que Mikhail Kalatozov realice su obra magna Cuando pasan las cigüeñas, el director ruso hace la única incursión en la comedia de toda su filmografía con Tres hombres sobre una balsa. Una película deliciosa que supone un respiro dentro de un conjunto dominado por los dramas que ensalzan los valores de la revolución soviética. En esta ocasión también se exponen las virtudes (la camaradería, la colectividad) y los defectos (la burocracia, la corrupción) del sistema, pero de manera mucho más relajada y liviana que otras veces.

Tres hombres sobre una balsa cuenta el viaje aplazado desde la infancia de un trío de amigos ya maduro, formado por un académico de arquitectura, un neurocirujano y un ganadero. Profesionales de prestigio que se suben a una pobre embarcación hecha con maderas para surcar el cauce fluvial que va de la ciudad de Moscú hasta la pequeña población de Osokino. En el trayecto encontrarán aventuras, momentos musicales y algún romance, todo ello mediante secuencias bien hilvanadas, ritmo sostenido y la destreza visual de la que siempre hace gala Kalatozov. Sin llegar al virtuosismo acrobático que le caracterizará tiempo después, el director se vale de complejos movimientos de cámara y de una planificación que crece en el montaje para dotar a Tres hombres sobre una balsa del dinamismo que requiere la historia. La película fluye igual que fluyen las aguas del río que sirve como escenario principal, gracias a la habilidad de Kalatozov en la puesta en escena.

La bella fotografía en color de Mark Magidson refuerza el tono de cuento que posee el film, con un tratamiento de la luz y los colores que está al borde de la postal idílica que se pretende recrear. Las imágenes aprovechan el potencial de los paisajes naturales y también los rostros de los tres protagonistas, conectando la amplitud y el gesto, aunque hay algunos recursos técnicos menos satisfactorios. Por ejemplo, los fundidos a rojo que separan ciertas escenas se antojan arbitrarios hoy en día. Otra resolución demasiado artificial es la iluminación nocturna de determinadas situaciones a bordo, en cambio, ninguna de estas debilidades empobrece el resultado de una película que acumula méritos de sobra para divertir y emocionar al público. Detrás de su aparente ligereza, Tres hombres sobre una balsa logra entretener mientras inculca ideales que pueden estar ya en desuso como la honestidad y el compromiso. Es un canto a la amistad en forma de fábula bolchevique bien escrita, bien dirigida y bien interpretada, que invita a ser descubierta por los buscadores de tesoros.

LA CASA. 2024, Álex Montoya

En su tercer largometraje como director, Álex Montoya adapta un cómic de merecido prestigio que plantea ciertas dificultades cinematográficas. Se trata de La casa, de Paco Roca, novela gráfica publicada en 2015 que desarrolla la historia familiar del autor valenciano en tono intimista, con escasos personajes y en escenario único. La habilidad de Roca consiste en apelar a sentimientos comunes partiendo de los propios, gracias a la sencillez y la cercanía con que se cuentan los hechos. Hay una observación de los detalles y un transcurrir del tiempo que consiguen dotar a La casa de una trascendencia serena y misteriosa, de emoción contenida.

Trasladar estas sensaciones a la pantalla es un reto al alcance de pocos cineastas. Montoya pone todo de su parte replicando las viñetas y los diálogos creados por Roca, como si la mímesis garantizase el buen resultado. Pero no basta con ser fiel a la obra de partida, de hecho, eso ni siquiera es importante. Lo esencial en este caso es capturar la fluidez que existe entre los diferentes tiempos que maneja el cómic y en trazar las líneas invisibles que mueven a los protagonistas, sus motivaciones y anhelos. En La casa de Roca se dice mucho con poca información, mientras que en La casa de Montoya hay un esfuerzo por explicar las cosas, un subrayado que sustituye a la sugerencia.

Las interpretaciones de los actores insisten en esta idea de hacer obvio lo que debería ser intuitivo. El elenco, con David Verdaguer a la cabeza, verbaliza pensamientos y constata la ficción en la que se ven envueltos los personajes, con la salvedad de la joven María Romanillos, la actriz más natural en un conjunto sobrecargado de emociones. Prueba de ello son las lágrimas que sueltan los protagonistas en algún momento del metraje y que nunca se llegan a derramar en el cómic. ¿Son necesarias para despertar la sensibilidad del público? La respuesta corresponde a cada espectador y a la empatía que logren sentir por los habitantes de La casa.

A nivel formal, uno de los recursos menos satisfactorios dentro de la planificación (algo aséptica) es la manera de insertar los flashback. El montaje emplea un truco bastante fácil que es dar a los recuerdos la apariencia de películas domésticas filmadas en súper 8, con la calidad y la textura características de aquel formato tan común en los setenta y ochenta. La decisión de intercalar estas imágenes con las del presente es artificial (porque nadie con una cámara de 8mm. participa en la escena) y evidente (porque quiere dejar clara la división de épocas que dividen la trama). Así, Montoya denota desconfianza por la inteligencia de su audiencia y sirve la película masticada y lista para la digestión, anulando las posibilidades que ofrecía el original de Roca.

Puede que la comparación sea injusta, pero también es inevitable. Al fin y al cabo, el cine y el cómic comparten una continuidad secuencial que es capaz de dialogar cada uno desde su propia singularidad, son lenguajes distintos que se nutren mutuamente y que admiten el intercambio de ideas. Álex Montoya introduce algunos cambios en La casa (el género del personaje encarnado por Romanillos, el oficio del que interpreta Olivia Molina) sin despegarse del respeto reverencial y del ejercicio de calco... lo que produce una película bienintencionada, pero poco estimulante en términos creativos.

POBRES CRIATURAS. "Poor things" 2023, Yorgos Lanthimos

Observar en perspectiva la trayectoria de Yorgos Lanthimos puede resultar un ejercicio desconcertante. La puesta en escena sobria y conceptual de los inicios ha evolucionado hacia una retórica barroca y esteticista, que alcanza en Pobres criaturas su cota más alta. Este cambio en las formas se ha visto acompañado por el reconocimiento internacional y la validación de un estilo enmarcado dentro de la posmodernidad contemporánea. Es un cine cuyo relato se diluye en las imágenes, que alude a referencias variadas y que intenta, por encima de todo, alcanzar el asombro... aunque los métodos para conseguirlo sean más cuestionables que antes en la obra del director griego.

Un lustro después de La favorita, Lanthimos vuelve a colaborar con el guionista Tony McNamara para trabajar, por primera vez, a partir de un material ajeno. Se trata de la novela homónima de Alasdair Gray, escritor escocés que en Pobres criaturas reinterpreta el Frankenstein de Mary Shelley y la literatura victoriana del siglo XIX, con una lectura feminista que se concentra en el personaje principal de Bella Baxter. Una protagonista tan sugerente y poderosa que justifica por sí misma la existencia de cualquier película, y a la que Emma Stone se entrega con determinación. La actriz fetiche del director encarna las aspiraciones de la mujer moderna: emancipación, libertad de ideas, poder de decisión... todo ello expresado por medio de una sexualidad desinhibida y sin restricciones morales que le hace ser dueña de su cuerpo y de sus deseos.

Pobres criaturas funciona como una fábula cruel e imaginativa en torno a estos temas y, como todas las fábulas, deja clara sus intenciones y el mensaje que se pretende trasladar a la audiencia. Lanthimos pone tanto empeño en despejar las posibles dudas y en acceder a un público amplio (al menos, más amplio que en anteriores veces) que insiste hasta incurrir en el didactismo y asegurarse de que la moraleja queda perfectamente masticada para su fácil deglución tras los ciento cuarenta minutos de metraje. Hay una persistencia a través de las acciones y los diálogos de los personajes en explicar lo que sucede mientras sucede, algo que resta espacio a la intuición. No solo en términos discursivos sino también mediante las imágenes, más confiadas que nunca a los procesos del CGI. 

El director se recrea en la estética del steampunk para mostrar un universo fantasioso, con un acabado artificial que recuerda al Tim Burton menos interesante (el que sustituyó los decorados reales y los trucos ópticos por la técnica digital). Lanthimos refuerza esta sensación ilusoria con una puesta en escena igual de aparatosa, que emborracha la cámara y emplea constantes zooms, lentes de ojo de pez y fondos desenfocados para representar el punto de vista alterado e impetuoso de Bella. Es de suponer que la idea de Lanthimos es hacer sentir al espectador lo mismo que siente su heroína, sin embargo, muchas de las decisiones de la planificación carecen de motivos dramáticos y entorpecen la narración, hasta el extremo de parecer arbitrarias. La consecuencia es un film autocomplaciente, que se ve con interés gracias al desarrollo de la protagonista y a algunos elementos como la banda sonora de Jerskin Fendrix y el vestuario de Holly Waddington, ambos de una creatividad excepcional.

Siguiendo la tendencia de cierto cine actual (BlondeOppenheimer), la fotografía de Robbie Ryan conjuga el blanco y negro y el color según el momento: blanco y negro para la primera etapa de Bella en la casa, y color para sus aventuras en el exterior y para los flashback. Y es que Pobres criaturas adopta la forma de una crónica de viajes dividida en capítulos, uno por cada destino que visita Bella. La meta la devuelve al principio, al hogar en la ciudad de Londres, donde la protagonista completa su aprendizaje y encuentra la estabilidad, en una alegoría del ciclo vital menos subversiva de lo que aspira a ser.

Junto a Stone hay actores como Mark Ruffalo o Willem Dafoe, quien se esfuerza por darle entidad a su versión de Prometeo detrás de las prótesis que le cubren el rostro. Tanto ellos como el resto del elenco adoptan el tono desmesurado de comedia grotesca que se respira en el film, son las criaturas a las que se refiere el título y que reflejan los diversos arquetipos de la maldad. Yorgos Lanthimos conserva el pesimismo que ha caracterizado su cine desde el inicio, en esta ocasión con una apariencia visual cercana al anuncio de colonia y que exhibe en cada escena sus ganas de provocar... al final, lo que subyace es el conato de revolución adolescente que podía tener sentido hace tres décadas, cuando se publicó la novela original. Vistas hoy, aquellas transgresiones han perdido la fuerza que contuvieron entonces, si bien se pueden considerar loables los intentos de Pobres criaturas por participar en los debates sobre la igualdad en el presente.