El primer testimonio que abre el film es el de la conservadora de un museo natural, alguien con quien Cavestany puede identificarse en su labor de preservar ejemplares de seres que una vez estuvieron vivos y que hoy son clasificados para su estudio y contemplación. Madrid, Ext. hace lo mismo con las imágenes y los sonidos de una urbe que, como se dice en un determinado momento, "ahora se hace para los demás". Se trata, pues, de un documental en el sentido exacto del término, al que Cavestany dota de significado político (porque defiende una ética del trabajo bien hecho) y poético (porque defiende una estética que propone y no impone). Todo construido en base a lugares y quienes habitan en ellos, un catálogo de arquitectura de dimensiones humanas que destila amor por un Madrid cuya singularidad desaparece bajo la homogeneización del liberalismo económico.
Sin embargo, el director no se distrae con discursos ideologizantes y deja que las imágenes hablen por sí mismas, al igual que hacen los individuos representados... sí, son individuos porque casi siempre aparecen solos. La suma de voces y de rostros sugiere la comunidad, al menos en la mente del espectador, gracias al montaje afinado y muy creativo de Cristóbal Fernández, Raúl de Torres y el propio Cavestany. Un montaje en el que tiene gran importancia el sonido y, en especial, la música compuesta por Guille Galván, en clara referencia a las sinfonías urbanas que fructificaron a principios del siglo pasado. No es que la película pretenda emular a Ruttmann o a Vértov, ya que aquí las composiciones surgen durante el proceso de producción y no a posteriori, como hacían los pioneros del género. Es un diálogo en paralelo entre las notas y los planos fotografiados por Javier Bermejo, quien logra extraer los mejores resultados de las localizaciones elegidas. Del mismo modo que hay un leitmotiv musical (el chiflo del afilador), también lo hay visual (la señora absorta) para hilar la variedad de elementos que desfilan en la narración, dividida en segmentos correspondientes a la naturaleza, la piscina, los carteles... un mosaico que huye del cliché y la postal turística.
Al igual que hacía Agnès Varda en Daguerrotipos, Cavestany filma a los vecinos de su ciudad mediante planos fijos que aluden al retrato fotográfico, un inventario de instantes detenidos frente a la lente. El movimiento sucede dentro del encuadre, lo que denota la actitud observadora del director, con atención a los detalles y las cosas pequeñas que suelen permanecer en la sombra. La mirada que Juan Cavestany aplica sobre Madrid transforma lo corriente en extraordinario sin sentimentalismos nostálgicos, con bastante humor y, sobre todo, con mucho cine. Sin duda, Madrid, Ext. es un documento de incalculable valor para los curiosos del futuro y para los que asisten con vértigo a las incertidumbres del presente.