JUEGOS SALVAJES. "Wild things" 1998, John McNaughton

En 1975, el escritor norteamericano Les Daniels definió en su ensayo Living in Fear los términos básicos del pulp como "una forma de narrativa rápida y sensacionalista, destinada a captar la atención del lector a través de tramas dramáticas y personajes arquetípicos." Otros intelectuales como Umberto Eco o Marshall McLuhan analizaron esta expresión de la cultura popular y su capacidad para acceder de manera inmediata a las pulsiones de un público poco exigente, que primaba la acción y el suspense sobre la profundidad psicológica o la complejidad literaria. Conviene tener en cuenta estas consideraciones al acercarse a una película como Juegos salvajes, porque todo en ella remite a los cánones del pulp: el argumento criminal aliñado con sexo y violencia, los personajes movidos por la ambición, los giros inesperados en la trama... puro hard boiled al que no se le pueden pedir muchas sutilezas.

En realidad, apenas se pueden encontrar otros alicientes que entretenimiento y diversión en el quinto largometraje de John McNaughton, cineasta que nunca logró satisfacer las expectativas creadas con su primer film, Henry: Retrato de un asesino. Tras el revuelo causado dentro del circuito independiente con su opera prima y una posterior incursión en Hollywood con la discreta pero estimable La chica del gángster, el director se volcó en proyectos televisivos que compaginaba con películas incapaces de definir una evolución en su trayectoria. McNaughton enseguida fue asimilado por la industria, la cual le asignaba presupuestos ajustados para sacar adelante títulos de género como Juegos salvajes, una gamberrada que promete disfrute a cambio de no ser tomada en serio. Y es que ningún elemento funciona correctamente: el guion es una sucesión de situaciones absurdas que tratan de enredar al espectador en una madeja de misterios y sorpresas tan forzadas que impiden la credibilidad, los personajes son de un esquematismo que roza la caricatura, los actores que los interpretan despliegan un festival de muecas y poses para la cámara, la puesta en escena resulta plana y digna de algún producto de sobremesa catódica... y sin embargo, el conjunto de todos estos despropósitos ofrece un espectáculo al que es difícil permanecer ajeno.

Uno de los máximos atractivos de Juegos salvajes es contemplar al reparto tratando de defender unos personajes lastrados por la funcionalidad. Creerse a Matt Dillon como profesor de instituto supone una cuestión de fe, al igual que sucede con la rigidez robótica de Kevin Bacon, el carácter de chica mala que exhibe Neve Campbell o cualquier cosa que haga Denise Richards. En medio de ellos, Bill Murray se encarna a sí mismo haciendo de abogado para cuadrar un círculo imposible, pero ¿qué más da? Juegos salvajes es deliciosamente cochambrosa y una distracción tan infalible que se adapta cómodamente a la categoría de placeres culpables a los que rendirse de vez en cuando.

A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por George S. Clinton, quien a partir de este proyecto se convertirá en uno de los colaboradores habituales de McNaughton. La música evoca bien la raíz noir del film, así como las sonoridades latinas que cohabitan en las tierras pantanosas de Miami, escenario de Juegos salvajes. Que la disfruten:

SCREAM. 1996, Wes Craven

Gracias al inesperado éxito de Halloween en 1978, se produjo durante la siguiente década una eclosión del slasher que trajo consigo un sinfín de continuaciones en sagas como Viernes 13, Pesadilla en Elm Street o El muñeco diabólico.  Una fiebre que se fue enfriando en los noventa hasta casi desaparecer, y que devolvió a la vida uno de sus máximos impulsores, Wes Craven. El director había abordado repetidas veces la figura del serial killer en títulos como La última casa a la izquierda, Las colinas tienen ojos o Shocker, así que se sentía plenamente legitimado para realizar el manual de consulta definitivo que estableciese el canon a seguir por las nuevas generaciones. Todo ello a partir de una idea muy original escrita por el guionista debutante Kevin Williamson: un asesino en serie aficionado a las películas de asesinos en serie que trata de reproducir los crímenes de la pantalla en la realidad. Scream invoca el espíritu de sus antecesoras fijando las pautas que han definido el género, resumidas en: una comunidad pequeña donde irrumpe un ser de apariencia amenazante (a menudo enmascarado) que emplea un arma afilada contra los jóvenes en plena efervescencia hormonal.

Si los clichés suelen ser un problema en cualquier ficción, aquí suponen un valor. Craven explota los lugares comunes para establecer un juego de complicidad con el público que reflexiona, además, sobre la longevidad de ciertas fórmulas narrativas que parecen agotadas después de tantas repeticiones y que sobreviven practicando la ironía y la autoconciencia. En este sentido, Scream es un ejercicio modélico de metacine que Craven resuelve con habilidad y oficio. El hecho de que haya sido elaborada con un presupuesto mayor de lo habitual, en comparación con otros productos de características semejantes (por cortesía de Dimension Films, la marca de películas de género de los hermanos Weinstein), permitió contratar a un equipo técnico solvente en el que destaca el director de fotografía Mark Irwin, y un reparto con rostros conocidos procedentes de la televisión: Neve Campbell, Courteney Cox, David Arquette y Rose McGowan. Las interpretaciones exageradas de todos ellos se alinean con sus personajes caricaturescos y con las situaciones que atraviesan, a medio camino entre el horror y la comedia, hasta desembocar en un clímax bañado en sangre.

Lo mejor de Scream es que no pretende tomarse en serio a sí misma y que exhibe orgullosa su voluntad de entretener dando al espectador lo que desea: sustos, muertes y una sexualidad de instituto. Aunque muchos puedan considerar estos componentes como material de derribo, lo cierto es que Wes Craven consigue presentarlos con la dignidad adecuada de quien sabe colocar la cámara en el emplazamiento adecuado y mantener en todo momento la tensión que necesita la historia. Al igual que sucede con muchas de sus referencias, la repercusión obtenida por Scream provocó una ristra de episodios que dura hasta hoy, transcurridos treinta años de la creación de este ingenioso divertimento.

NICKEL BOYS. 2024, RaMell Ross

La elección del punto de vista en la narración es siempre una de las decisiones más importantes que debe tomar un autor, porque determina la relación del público con la obra. Esto es algo que nos recuerda en todo momento Nickel Boys, película que tiene en el punto de vista su cuestión central. Y no precisamente de la manera más sencilla, ya que el director RaMell Ross opta por contar la historia desde un subjetivismo integral, que focaliza todas las imágenes en primera persona. Es decir: lo que muestra la cámara es lo que ven los dos personajes protagonistas. Un recurso arriesgado que, tal vez, solo un cineasta debutante y con ganas de experimentar como Ross podía atreverse a llevar a cabo.

En realidad, Ross posee una experiencia previa bastante exitosa en el documental. Nickel Boys es su primer largometraje de ficción, que él mismo escribe junto a Joslyn Barnes a partir de la novela homónima de Colson Whitehead. En ella se relata el calvario que atravesaron los chicos de la Nickel, una academia en el estado de Florida donde jóvenes con problemas eran destinados para rehabilitarse, en plena segregación racial de los años sesenta. Dado que los dos amigos a los que se alude en el título son negros, queda clara la intención de distinguir el trato vejatorio que estos sufrían frente al privilegio de los blancos, hasta el extremo de que muchos de los menores que fueron ingresados allí no salieron nunca con vida. La película alterna el tiempo pasado y el presente, cuando uno de los supervivientes investiga por su cuenta las desapariciones sucedidas en aquel centro de exterminio camuflado entre los muros del reformatorio. Para diferenciar ambas épocas sin abandonar el punto de vista interior, se incluyen en el montaje secuencias de transición cercanas al videoarte, abstracciones que aluden a la memoria y al sueño (en definitiva, al subconsciente) y ciertos símbolos como el caimán, en recuerdo del peligro que acecha.

De este modo, Nickel Boys encuentra soluciones estrictamente cinematográficas para exponer las acciones desde dentro sin hacer explícito el dolor, con sumo respeto por los personajes y por el público. Al contrario que otros dramas que se regodean en el sufrimiento, aquí es tratado con mesura y como una presencia constante que insufla miedo sin llegar al clímax, gracias al inteligente uso de las elipsis. Los protagonistas encarnados por Ethan Herisse y Brandon Wilson sienten una amenaza que se traslada al espectador y que ilustra muy bien lo que debía sentir alguien en la misma situación, tal es el reto que afronta el film con magníficos resultados, debidos también a los apartados técnicos y artísticos. Mención aparte merece la labor interpretativa de Aunjanue Ellis-Taylor, actriz rica en matices y creíble en las diversas edades que atraviesa su personaje de abuela.

La ambientación brilla por su verosimilitud tanto en el aspecto visual como en el sonoro. Jomo Fray realiza un gran trabajo fotográfico empleado los recursos de la luz y del color para favorecer las virtudes de la producción, mientras que Scott Alario hace lo propio con la grabación y mezcla del sonido, e incluso se encarga de la música en compañía de Alex Somers. Sus composiciones etéreas (y con un poso de vanguardia) conviven con naturalidad con las canciones de un tiempo convulso que Nickel Boys refleja desde lo particular, son los horrores de una nación concentrados en un único escenario y cuyos ecos suenan todavía hoy. En suma, RaMell Ross ofrece una de las películas más estimulantes del reciente cine norteamericano, además de la crónica de unos acontecimientos que no deberían repetirse jamás y que sirve de antídoto contra las desigualdades.

CÓNCLAVE. 2024, Edward Berger

Tras el éxito obtenido con Sin novedad en el frente, el director alemán Edward Berger recibe el encargo de realizar Cónclave, una producción británica filmada en Italia con un plantel internacional. Sin duda, un buen ejemplo de las potencialidades del cine europeo para alcanzar relevancia (al menos en términos de mercado) y romper la hegemonía que rige dentro del mainstream... adoptando sus mismos códigos, claro está. En este caso se parte de una novela del experto en ficciones históricas Robert Harris, que narra la lucha de poder que se libra en el estamento más alto de la jerarquía católica cuando toca reemplazar al Papa recién fallecido. La responsabilidad de organizar el cónclave recae sobre un cardenal que adopta los rasgos de Ralph Fiennes, cuyo punto de vista conduce al espectador a través de los secretos y las conspiraciones que se van desvelando durante el metraje.

El guionista Peter Straughan es el encargado de adaptar el original literario y de reforzar el ambiente de thriller que se respira, depositando una gran importancia en los diálogos y en el desarrollo de la trama. El veterano reparto cuenta con nombres conocidos como Stanley Tucci, John Lithgow, Sergio Castellitto o Isabella Rossellini, todos ellos ajustados a sus papeles y creíbles en la representación de los mandatarios de la Iglesia. Si bien Cónclave pone peso en la palabra y en las pequeñas acciones, el interés no decae en ningún instante gracias a la habilidad de Berger para desplegar un lenguaje visual rico y dinámico que aligera la restricción de escenarios y de personajes impuesta por el argumento, ya que se trata de transmitir la misma sensación de encierro que experimentan los protagonistas, aislados entre los muros de la Santa Sede. De hecho, una de las decisiones más notables que asume el film es no mostrar la vida en el exterior, con algunas excepciones sonoras y jugando con los efectos de luz que se filtran por las ventanas, con el fin de que el público (y los personajes) no se vean condicionados por los influjos de la sociedad a la hora de configurar sus opiniones.

En conjunto, se podría decir que los elementos que integran Cónclave funcionan a la perfección: las interpretaciones de los actores, la planificación de Berger, la fotografía de Stéphane Fontaine, el montaje de Nick Emerson... cada apartado está diseñado con esmero y con el objeto de cumplir una función precisa. Sin embargo, muchas veces el exceso de pulcritud termina restando fuerza al resultado: ya se sabe que lo exacto anula lo natural. En Cónclave, todas las situaciones persiguen provocar tensión y sorpresa, retorciéndose en giros dramáticos que empiezan siendo inesperados y al final se convierten en rutina. Así, la suspensión de la incredulidad queda comprometida por la sucesión de los acontecimientos y por los artificiosos trucos de guion (la explosión de la bomba, el informe médico que no se conoce hasta que resulta oportuno), siguiendo paso por paso el manual del correcto best seller. Al igual que sucede con estos libros elaborados para el consumo fácil, se percibe en el film una voluntad por mantener atento al espectador en todo momento mediante cálculos narrativos y fórmulas algo forzadas que, en efecto, cumplen su objetivo, porque nadie puede aburrirse con lo que ocurre en la pantalla. Pero es cuando acontece el desenlace que se disipan las dudas y queda clara la intención de Cónclave de agradar a un público mayoritario, que saldrá del cine convencido de que en el seno de la Iglesia católica terminará prevaleciendo la razón y una nueva época iluminará la oscuridad de los últimos siglos. Ojalá la realidad fuera tan condescendiente.

A continuación, una de las piezas incluidas en la banda sonora compuesta por Volker Bertelmann. Los sonidos enérgicos de los instrumentos de cuerda y la solemnidad de la melodía expresan bien el carácter de Cónclave, a medio camino entre el rigor y el entretenimiento. Que lo disfruten: