Seis años después de haber realizado
O que arde, Oliver Laxe regresa a los escenarios magrebíes de sus primeros largometrajes en un viaje que trasciende lo territorial. En
Sirât, el director continúa explorando la analogía de los elementos materiales y espirituales a través del paisaje. Una constante en su cine que aquí se trasluce desde el inicio, con la escena fragmentada del levantamiento de un muro de equipos de sonido por unos operarios en medio del panorama agreste. El montaje sugiere de inmediato el símil entre la elevación artificial y la natural de los montes de alrededor, dejando clara la motivación de Laxe: establecer la relación del ser humano con el entorno, un vínculo que se vuelve cada vez más hostil según avanza y se desdibuja el relato.
Sirât parte de una premisa muy sencilla: un padre busca a su hija desaparecida cinco años atrás por las fiestas de música electrónica (raves) que se celebran en cualquier punto de la geografía, a bordo de una furgoneta en la que viaja acompañado de su hijo menor y de una perra. El film arranca cuando recorren uno de los encuentros que se organizan al aire libre en Marruecos. Allí conocen a un pequeño grupo que pretende adentrarse en el desierto para acudir a una rave aislada de los conflictos políticos que mantienen en vilo el país, una trayectoria que comienza dentro del género de aventuras y que poco a poco deriva en una survival movie impredecible y violenta. Laxe se arriesga a defraudar todas las expectativas posibles que se anuncian al principio y conduce al público por un periplo en el que la historia se diluye hasta desaparecer, puesta la atención en la atmósfera y en el carácter visual de cada momento. A medida que evoluciona, Sirât se desprende de las exigencias de la narración y persigue una esencia cinematográfica basada en las imágenes, que se recrea en el movimiento de los vehículos y de los cuerpos en el espacio.
Laxe vuelve a contar con Santiago Fillol en la escritura del guion y con Mauro Herce en la fotografía, dos nombres que contribuyen a moldear un estilo a medio camino entre el género clásico (drama, western) y la vanguardia de un cine que aspira a la introspección. Otro autor fundamental en el resultado de la película es Kangding Ray, responsable de una música abrasiva y sugerente que impone su presencia en la primera mitad del conjunto y luego también se disuelve con el polvo del desierto. Hay un paisaje físico, un paisaje sonoro y un paisaje humano, encarnado por una troupe de actores no profesionales que provienen de la misma comunidad que representan en la pantalla. Hay algo genuino en ellos que empasta bien con la experiencia interpretativa de Sergi López, quien actúa como el padre protagonista. Un elenco depositario de emociones que van en aumento, al ritmo electrónico que marca el horizonte sin fin de Sirât.
Sobra decir que es una película incómoda que contiene una crueldad que se ceba con los personajes. Oliver Laxe no ofrece consuelo ante la tragedia y, más allá de lecturas filosóficas y de teorías que cada cual puede aplicar según su criterio, lo que subyace es un ejercicio estético arrebatado y kamikaze que tiene la rara virtud de agitar al espectador de hoy. Solo por esto merece ser tenido en cuenta.