KUNG-FU MASTER. 1988, Agnès Varda

La obra de Agnès Varda se apoya en un discurso político que trata de entender las realidades que representa y que se posiciona junto a los personajes, nunca en contra de ellos. Por eso su cine es feminista, no solo por dar protagonismo a las mujeres sino por comprender sus contextos y exponer sus actitudes sin emitir juicios de valor. Es un cine en el que la libertad adquiere forma mediante la estética, pero también mediante las ideas, haciendo que la libertad sea igualmente ética. Esto se aprecia con claridad en Kung-fu Master, proyecto nacido en mitad del rodaje de Jane B. por Agnès V. que reunió a la directora con Jane Birkin. A partir de una idea escrita por la actriz francesa, Varda desarrolla esta extraña historia de amor marcada por la diferencia de edad entre una madre separada que se aproxima a la cuarentena y un muchacho de 14 años, compañero de su hija mayor. Un idilio que tiene como telón de fondo la inquietud generada por el contagio del SIDA en la década de los ochenta.

A pesar de lo arriesgado del argumento, Kung-fu Master sabe esquivar el escándalo para optar por el comedimiento de las emociones. La cámara recoge con naturalidad la contradicción que al principio experimenta la mujer interpretada por Birkin, una contradicción que poco a poco cede a la evidencia de un amor que quebranta las convenciones. Así, la disparidad de edades de los protagonistas no es el fin único del relato sino el motivo que dificulta su relación cuando sucede en París. Después el escenario se traslada al Reino Unido y allí los sentimientos emergen con la honestidad y la elegancia propias de la directora, si bien el desenlace resulta demoledor. El encuentro de la juventud y la madurez coinciden en un terreno intermedio donde los imperativos morales son relegados a un segundo plano, por debajo del anhelo del tiempo perdido y del que se ansía vivir. Es verdad que la película puede suscitar en el espectador preguntas incómodas, pero la intención de Varda va mucho más allá: provocar empatía por un personaje cuyo comportamiento es reprobado por la sociedad y narrar con imágenes sencillas lo que otros cineastas suelen retorcer para exprimir el jugo del morbo.

Tanto el lenguaje visual empleado por Varda como su articulación en el montaje inciden en la mirada y el gesto de los actores, con Mathieu Demy y Charlotte Gainsbourg acompañando a Birkin en su travesía íntima. También cobra relevancia la situación de los personajes en los lugares que habitan y cómo se expresa esto en términos visuales (el papel que cumplen las escaleras, la horizontalidad que iguala las posiciones de poder o la amplitud del paisaje en contraposición al encierro doméstico). Es como si Agnès Varda concibiese la composición de los planos y los movimientos de cámara con una disposición del espacio similar a la del videojuego que da título al film, en el que los desplazamientos horizontales y verticales conducen al éxito o al fracaso, así como las diferentes acciones de caminar, agacharse, saltar... basta ver el travelling que inicia Kung-fu Master para corroborar esta equiparación de conceptos. De igual modo, el sonido interviene en las dos dimensiones en que transcurre la historia, la figurativa y la pixelada, ya sea por identificación o por contraste.   

En resumen, Kung-fu Master es uno de los trabajos más valientes de Varda, un ejercicio de riesgo hecho posible gracias a la complicidad que existe a ambos lados de la lente. Birkin y Varda implican a sus propias familias en el reparto y construyen juntas una reflexión sobre el tiempo, la soledad y la autonomía personal que tiene la virtud de escocer a los biempensantes sin gastar ni una sola gota de mal gusto. Aunque solo fuera por esto, merece la pena destacar un film poco recordado dentro de la filmografía de Agnès Varda.