Taxi Teherán. "Taxi", 2015. Jafar Panahi

Para hacer la revolución no hacen falta armas, soldados ni soflamas altisonantes. Está escrito: la pluma vence a la espada. El director Jafar Panahi se sirve de su cámara para construir un discurso alternativo al impuesto por las autoridades iraníes, las mismas que desde hace años tratan de acallarle y a las que Panahi se enfrenta con serenidad y lucidez. Es el combate tranquilo que libran sus películas en contra de la imposición y la censura. Después de una temporada bajo arresto domiciliario (en la que rodó Esto no es una película), y de otras desagradables experiencias, el director regresa a las calles a bordo de un taxi para seguir observando la realidad que le rodea. Bajo su apariencia sencilla, Taxi Teherán contiene múltiples lecturas que se solapan entre ellas: puede ser vista como una comedia de costumbres, como un drama de denuncia o como una reflexión sobre el cine. Es todo esto y más.
El octavo largometraje de Panahi incide en las líneas maestras de su estilo: la depuración formal, la conciencia crítica y eso que se podría denominar como neorrealismo persa, corriente en la que militaron Kiarostami o los Makhmalbaf. Algunos de los rasgos principales de este movimiento son desarrollados por Panahi hasta sus últimas consecuencias: la filmación en escenarios naturales, el empleo de actores no profesionales, el rechazo del artificio... Taxi Teherán transcurre íntegramente en el interior de un taxi que atraviesa la ciudad, con diferentes pasajeros a cada cual más variopinto, y cuyas situaciones son captadas por una pequeña cámara colocada sobre el salpicadero. Semejante austeridad técnica y narrativa da como resultado un apasionante ejercicio de cine que obliga al espectador a plantearse los términos entre la realidad y la ficción.
El tono ligero y la clara vocación humanista que exhibe el film no oculta el propósito del director, que no es otro que el de radiografiar la sociedad de Teherán y exponer las miserias de un estado que atenta contra los derechos fundamentales de su población con argumentos religiosos. Así, el vehículo que conduce el propio Panahi es un moderno caballo de Troya cuyo interior no está cargado de guerreros, sino de ideas. Por eso la película juega con una doble subjetividad: la de la cámara y la del director. Una subjetividad con aspecto de documental pero que está elaborada con esmero y con intenciones precisas. Porque la tinta del erudito es más valiosa que la sangre del mártir. Esto no lo dice ningún intelectual corrompido por las ideas de occidente, sino el profeta Mahoma en el sagrado libro del Corán. La cámara también puede vencer a la espada.

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Historia de una pasión. "A quiet passion" 2016, Terence Davies

Resulta paradójico que un director tan británico como Terence Davies se haya decidido a llevar por primera vez al cine la figura de Emily Dickinson, una de las más reconocidas poetas norteamericanas. O tal vez no. Al fin y al cabo, Massachusetts fue una de las trece colonias inglesas donde prendieron los valores religiosos y morales propios de la vieja Europa durante los siglos XVII y XVIII. De allí provenían los antepasados de la escritora, una circunstancia que ejerció una gran influencia sobre su carácter y su estilo literario. Esto es lo que pretende Historia de una pasión, establecer el vínculo entre la experiencia y la obra de una artista cuyo talento no se le reconoció en vida y que todavía hoy continúa siendo un misterio.
Davies traza el relato a través de diferentes episodios, desde la salida de Dickinson del seminario donde empezó a revelar su fuerte personalidad hasta su temprana muerte, fruto de la enfermedad. Hay diversos personajes que completan el retrato de la poeta: párrocos, amigos, vecinos y, sobre todo, su familia, el único núcleo al que se aferró hasta el final de sus días. Todos ellos encarnados por actores muy bien elegidos, cuyas interpretaciones refuerzan y complementan la de Cynthia Nixon, la actriz protagonista.
La película hace honor a su título original, A quiet passion. Davies traduce en términos cinematográficos la rebeldía silenciosa e íntima de Dickinson, a través de una planificación elegante y sobria, que insiste en algunos de los rasgos estilísticos propios del director: las composiciones geométricas, las referencias pictóricas tanto en el encuadre como en la iluminación, y la alternancia de imágenes estáticas y en movimiento, según su cometido dentro del relato. Florian Hoffmeister extrae el máximo partido de la fotografía para realzar los decorados, el vestuario y los demás elementos de la producción, cuidada con detalle. En ocasiones, Davies adopta decisiones arriesgadas, como presentar a un personaje a través de su evocación (la sombra del reverendo Wadsworth sobre los visillos de la ventana), u otras alegorías visuales (la puerta que primero se abre y luego se cierra al ritmo de la música, como símbolo del enclaustramiento de la escritora). Son recursos teatrales que encajan bien con el espíritu del film y que el director asume con naturalidad y comedimiento. Así, es difícil encontrar una elipsis más bella que la que avejenta el rostro de los personajes en el estudio de fotografía, todo un ejemplo del sentido plástico que caracteriza la trayectoria de Terence Davies.
Lo mejor que se puede decir de Historia de una pasión es que respeta el nombre de Emily Dickinson sin idolatrarlo, mostrando sus luces pero también sus sombras. A pesar de la retórica de los diálogos y de cierta afectación, que obligan al espectador a permanecer atento, la protagonista queda humanizada gracias a la mirada cómplice del director inglés y al esforzado trabajo de Cynthia Nixon. Entre los dos conducen esta película aparentemente sencilla y compleja en su interior, como un poema de Dickinson revelado frente a la cámara que, por fin desde el cine, hace justicia a su autora.

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The french connection. 1971, William Friedkin

Cada época necesita generar sus propios referentes. Ya sean literarios, musicales o estéticos, lo cierto es que temporada tras temporada, surgen obras capaces de capturar la pulsión del momento y de actualizar los géneros tradicionales. A comienzos de los años setenta, William Friedkin logró ambas cosas con The french connection, película que retrataba el espíritu de un periodo determinado mientras revertía las claves del cine policíaco.
Tomando como base la novela homónima de Robin Moore, The french connection incorpora el realismo sucio propio de aquellos tiempos a un género clásico (el noir) que mostraba síntomas de fatiga, dando como resultado algo vibrante y novedoso, un acicate para una nueva generación de cineastas entre los que se encuentran Martin Scorsese o Walter Hill. Las aportaciones de Friedkin tienen que ver con el tratamiento de la violencia, con la ambigüedad moral de los representantes de la ley y con el escenario de la ciudad opuesto a la idealización. Las calles de Nueva York aparecen en la pantalla cubiertas de suciedad y miseria, son el paisaje donde florece el crimen que debe atajar la pareja de policías interpretada por Gene Hackman y Roy Scheider. El contrapunto a la rudeza de la ciudad y de estos agentes lo encarna la figura de Fernando Rey, dando vida a un sofisticado narcotraficante marsellés.
El director remarca la diferencia entre ambas ciudades contrastando la luz mediterránea con los colores invernales de la urbe, dos líneas paralelas que irán convergiendo a medida que avanza la narración. Friedkin pone especial esmero en la filmación y en el montaje de las imágenes, huyendo del academicismo y aportando una frescura cercana al documental. La realidad que transmite The french connection atraviesa la pantalla y se incrusta para siempre en las retinas del espectador: la comida fría de los agentes de guardia, la breve ceguera al salir de un antro oscuro, el resuello tras la carrera... son detalles que parecen robados por una cámara inquieta a la que no le importa la inestabilidad ni el granulado, sino la inmediatez y el verismo por encima de todo.
Pero más allá de la técnica, resplandece la interpretación de los actores. Hackman debuta aquí en su primer papel protagonista y se muestra en estado de gracia. La fuerza que imprime a su personaje (apodado Popeye) es pura dinamita, semejante a la de ilustres precedentes como James Cagney o Dan Duryea. El resto del elenco permanece a la altura, algunos de ellos incluso sin ser actores profesionales, ya que fueron seleccionados por su participación en los acontecimientos reales que inspiraron la ficción.
Otro nombre que influye de forma decisiva en el resultado del film es Don Ellis, quien también se estrena en The french connection como compositor de bandas sonoras. El músico integra la experimentación y la energía que había adquirido en el mundo del jazz para dotar a la película de dos cualidades que Friedkin amplifica desde la dirección: la emoción y el dinamismo. Para la historia quedan las escenas de la persecución del metro, el desmantelamiento del coche, las redadas y las vigilancias en la calle... en definitiva, una buena colección de instantes que permanecen en la memoria y que han ejercido una gran influencia en multitud de películas hasta el día de hoy.

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Berberian Sound Studio. 2012, Peter Strickland

Una buena obra siempre parte de una buena idea, pero a veces, eso no basta. Hace falta darle forma, por eso los autores (ya sean escritores, pintores o cineastas) sienten la responsabilidad de no echar a perder sus buenas ideas con un mal desarrollo o un desenlace torpe. Se podría decir que Berberian Sound Studio contiene una gran idea, original y poderosa, que da vueltas sobre sí misma sin encontrar su evolución en la pantalla.
La primera media hora de la película es absolutamente brillante. Un apacible ingeniero de sonido británico es contratado para trabajar en un estudio italiano especializado en películas de terror. La naturaleza oscura del género enseguida perturbará su carácter retraído, hasta el punto de llegar a confundir realidad y ficción. Las líneas maestras del argumento se exponen durante el primer acto de manera eficaz y sugerente, creando la atmósfera adecuada y otorgando gran importancia al montaje. Strickland no pierde el tiempo y arranca la acción desde el inicio del metraje, los personajes se definen enseguida y Berberian Sound Studio muestra sus cartas desde la primera mano. El problema llega con el desarrollo del segundo acto, cuando se tiene la sensación de estar asistiendo de nuevo a las mismas escenas. Entonces la película se estanca, y sólo algunos brotes esporádicos de ingenio rompen la monotonía que se ha adueñado del guión. Una verdadera lástima, porque podría haberse tratado de un gran film. ¿Es una mala película? De ninguna manera: es magnífica, inquietante, hipnótica... pero de haber estado más trabajada y haber sido menos autocomplaciente, alcanzaría la brillantez que roza en determinados momentos.
Porque Berberian Sound Studio contiene virtudes que deben destacarse. Para empezar, la convincente interpretación de Toby Jones. Nadie parece más indicado para encarnar a Gilderoy, el pusilánime protagonista de esta extraña historia, y para hacer creíble su desasosiego. El resto del elenco, una pintoresca galería de actores italianos, representan el necesario contraste entre el ardor latino y la flema británica, un cliché que aquí funciona y que sostiene el argumento. Otro acierto del film concierne al estilo visual. La fotografía de Berberian Sound Studio remite a los colores y las luces características de los años setenta, época en la que se sitúa el relato, a través de tonalidades ocres, lámparas de tungsteno y sombras profusas. La mayor parte de la película transcurre en escenarios interiores, lo que refuerza el enclaustramiento que sufre Gilderoy, en contraposición a las escasas secuencias en exteriores naturales, que son flashbacks y evocaciones de su vida pasada. En el decorado del estudio, Strickland se recrea en los detalles, acercando el foco a los elementos mecánicos que rodean al protagonista: micrófonos, faders, ecualizadores, y un sinfín de cacharrería analógica que en ocasiones recuerda al laboratorio del doctor Frankenstein.
Por último, hay que incidir en el aspecto más elaborado del film, que no podía ser otro que el sonido. Resulta fascinante escuchar la multitud de efectos, texturas y recreaciones que invocan un horror sin imagen. Porque éste es el gran logro de Berberian Sound Studio: convocar los terrores del giallo por medios sonoros, sin necesidad de mostrar ni una gota de sangre. El director sabe que la imaginación del espectador es siempre más truculenta que lo que se pueda mostrar en pantalla, razón por la que explota los recursos del off y del fuera de campo. En definitiva, la segunda película de Peter Strickland es una pequeña joya sin pulir que podría haber sido un perfecto cortometraje, pero que termina siendo un largometraje imperfecto a causa de la reiteración y de la fatiga a la que se exponen sus interesantísimas propuestas. Una película con vocación de maldita y todo un ejemplo del estimulante cine independiente británico.

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