EL ESPEJO. "Zerkalo" 1975, Andréi Tarkovski

Las películas de Andréi Tarkovski incluyen referencias más o menos veladas de carácter personal, que tienen que ver con sus inquietudes filosóficas o sus intereses artísticos. Sin embargo, en El espejo, el cineasta ruso va más allá y se adentra en sus propios sueños y recuerdos. Un territorio íntimo que propone explorar sin intenciones explicativas, a pesar de que El espejo contiene multitud de símbolos que se prestan a la interpretación y el análisis. El mismo Tarkovski insistía en la inutilidad de descifrar unos códigos cuyo fin último era transmitir emociones, al igual que hacían los surrealistas, liberando la narración de todo razonamiento y de la lógica cartesiana que ha caracterizado el pensamiento clásico occidental. Así, resulta complicado hablar de El espejo y no tratar de desvelar sus enigmas.
Conviene advertir que se trata de un film complejo, el más críptico en la filmografía del autor. Por eso se requieren ciertas pistas para disfrutar de su inventiva y riqueza estética, ya que El espejo está planteado como "un álbum familiar y un mapa emocional", en palabras de Tarkovski. El director vuelca en la pantalla momentos concretos de su infancia y juventud, mezclados con evocaciones de una época que reflejan el espíritu ruso anterior y posterior a la II Guerra Mundial. La película mezcla distintas líneas narrativas en diferentes tiempos y con tratamientos visuales en blanco y negro y en color, todo ello sin seguir la lógica de una continuidad convencional. El lenguaje empleado se impregna de lirismo y trata de que el espectador identifique sus vivencias particulares más básicas (el miedo, la incertidumbre, la esperanza, el amor...) con las que aparecen en pantalla, aunque el resultado no lo pone fácil, ya que los códigos que maneja Tarkovski son a veces tan herméticos que solo cabe la contemplación de las imágenes elaboradas con sumo cuidado. El público intuye que detrás de cada una de esas imágenes hay un mundo por desentrañar, pero este empeño quedará condenado al fracaso y provocará frustración si se intenta aplicar un método sujeto a la conciencia. El espejo invita a dejarse llevar por el torrente de sensaciones que deparan las composiciones visuales, con influencias pictóricas del renacimiento y el romanticismo, y los contenidos literarios, leídos en voz del poeta Arseni Tarkovski, padre del cineasta. También intervienen su madre y su esposa, e incluso el propio Andréi se hizo filmar en una secuencia que finalmente fue suprimida en el montaje, prueba de la implicación del director con la película. Los demás personajes comparten las connotaciones realistas y giran en torno a la mujer a quien da vida Margarita Terekhova, actriz que sobrepasa las exigencias de su profesión y ejerce como cómplice de Tarkovski.
Terekhova interpreta un doble papel: es la madre de un muchacho que, cuando es adulto, tiene una esposa con su mismo rostro, de ahí el título de El espejo. El pasado encuentra su reflejo en el presente, y las desgracias del ayer (la ausencia del padre) se reproducen hoy (la crisis matrimonial). El trabajo de ella es impresionante, lleno de matices y de gran compromiso con la película. En más de una ocasión establece un vínculo con el espectador mirando a cámara, o bien le desafía, según la intención de la escena, ya que Tarkovski juega con las intenciones más que con las certezas. Éstas no le interesan, lo cual convierte al público en co-creador de un film que debe completar con su pensamiento y experiencia, contribuyendo a un proceso que no tiene final, porque el misterio de El espejo no se agota nunca y continúa manteniendo el hechizo que le da sentido.
En definitiva, el cuarto largometraje de Andréi Tarkovski ocupa el lugar central en su obra y significa su título más testimonial, en el que revela detalles de su biografía e hitos en la memoria tan significativos como puedan ser la Guerra Civil Española (mediante imágenes de archivo) o la herida en el labio de una chica pelirroja que, al igual que otros personajes, mira a cámara dando a entender que al otro lado está el receptor de su gesto, su interlocutor, nosotros. La cara oculta del espejo.

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SOLARIS. 1972, Andréi Tarkovski

El tercer largometraje dirigido por Andréi Tarkovski añade novedades importantes en su filmografía, tanto a nivel de contenido como de forma. En primer lugar, el cineasta ruso abandona las historias pretéritas y se traslada al futuro, esta vez sin partir de un guion original y adaptando una célebre novela de Stanisław Lem. Lo que no implica concesiones, ya que Solaris posee el rigor y la profundidad que caracterizan la obra de Tarkovski, cuyo estilo empieza a ganar en introspección y síntesis. Una evolución narrativa que tiene su reflejo en la estética, con la convivencia de imágenes en blanco y negro y color, además de una mayor experimentación con el sonido.
El título de la película da nombre a un planeta capaz de ejercer extrañas influencias sobre los científicos aislados en una estación espacial cercana. Allí se desplaza un psicólogo encargado de diagnosticar la situación, tarea que reabre heridas de su pasado y pone en riesgo sus convicciones. Tarkovski emplea los conflictos internos del protagonista para representar el enfrentamiento entre la ciencia y la creencia, entre la razón y el instinto, una dicotomía existencial envuelta en un relato de amor de connotaciones surrealistas. Por eso, más que una película, Solaris es una experiencia que conecta al espectador con su propio inconsciente. Al espectador dispuesto, eso sí. Porque como es habitual, el cine de Andréi Tarkovski requiere cierta predisposición que obtiene su recompensa cuando se asimilan las ideas que contiene Solaris. Entonces, la película devuelve con creces la complicidad que demanda del público y su misterio se clarifica de manera mucho más sencilla de lo que aparentaba, algo que se podría resumir en dos máximas: somos esclavos del pasado que no hemos sabido superar, igual que somos vulnerables al combate entre el pensamiento y el sentimiento.
A diferencia de los dos anteriores films del director, en esta ocasión predominan los espacios cerrados, lo que no significa que la cámara se mantenga estática. Al contrario, los planos en movimientos casi siempre horizontales recorren las estancias y los rostros de los personajes, marcando una relación entre ambos que trasciende lo físico. La puesta en escena es parte esencial de la trama, aunque bien es verdad que algunos aspectos resultan confusos (la alternancia del color y el monocromo) o no han envejecido como deberían (los zooms y algunos trucos ópticos). Nada grave que aminore el hechizo que desprende Solaris y su contribución al género de la ciencia ficción, ya en estado adulto gracias al estreno cuatro años antes de 2001. Una odisea en el espacio.
Hay que destacar la labor de los actores, quienes logran resolver las dificultades que entrañan sus personajes con la medida y el tono adecuados, una sensación de control que se traslada al conjunto. Puestos a comparar, es cierto que Tarkovski no cuenta con la producción ni los prodigios técnicos de Kubrick, pero no cabe duda de que posee unas capacidades artísticas e intelectuales que le identifican como un autor mayúsculo, un creador comprometido que plantea siempre retos estimulantes. Cada fotograma de Solaris se ocupa de demostrarlo.

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SI ME BORRARA EL VIENTO LO QUE YO CANTO. 2019, David Trueba

En 1982, Fernando Trueba realiza Mientras el cuerpo aguante, documental que sigue las andanzas del cantautor Chicho Sánchez Ferlosio. El artista es tan singular y fascinante que, casi cuatro décadas después, David Trueba vuelve a abordar su figura en Si me borrara el viento lo que yo canto, película enriquecida por la perspectiva histórica que ofrecen los años. El foco que había puesto Fernando sobre Chicho de manera individual, ahora se expande para abarcar el contexto y las consecuencias de su trayectoria vital, ideológica y artística, completando el retrato de un ser cuyo alcance ha sido siempre colectivo. Así, la película de David Trueba funciona como un apéndice perfecto a la de su hermano mayor, en ambos casos el merecido homenaje a un autor que no admite comparaciones.
Si me borrara el viento lo que yo canto tiene una narrativa lineal que se desarrolla, en lo formal, siguiendo la construcción de un mosaico. Las imágenes contienen material de archivo, entrevistas a personas relacionadas con Chicho y secuencias de películas en su mayoría españolas, las cuales ilustran momentos representativos del pasado. Este último elemento es el más original dentro de un conjunto con una gran variedad visual que mantiene, no obstante, la homogeneidad y coherencia.
Trueba tira del hilo argumental con ritmo y buen pulso, intercambiando los puntos de vista generales y particulares en torno al protagonista. La voz del director interviene en algún momento para sumarse al coro, un grupo variopinto de nombres que aportan mucha información y también emociones: Ana Guardione, Jesús Muñárriz, Máximo Pradera, Miguel Ángel Aguilar, Fernando Sánchez Dragó... además de otros que añaden pinceladas al retrato colectivo de Chicho Sánchez Ferlosio, incluido su hermano Rafael, meses antes de morir. Silvia Pérez Cruz habla del carácter popular de un cancionero en el que destaca Gallo rojo, gallo negro, composición cuya letra da título al film. La trama de Si me borrara el viento lo que yo canto responde a la pregunta de cómo un joven de familia rica y conservadora llegó a convertirse en el creador de himnos contestatarios que recorrieron el mundo, por medio de grabaciones que ni siquiera podía firmar a causa de la censura. En suma, una historia apasionante que David Trueba y Joan F. Losilla consiguen sacar adelante mediante el crowdfunding y que supone un documental necesario para comprender la dimensión de un artista genial y único.

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EL CUENTO DE LAS COMADREJAS. 2019, Juan José Campanella

El director argentino Juan José Campanella prosigue su andadura por diferentes géneros, esta vez recalando en la comedia negra y el enredo criminal. Un derivado del whodunit, es decir, esas historias que suceden en un mismo entorno y con unos personajes determinados que se ven envueltos en la resolución de una intriga que amenaza sus vidas. La mayoría de las veces tienen origen literario, pero El cuento de las comadrejas adapta una película de 1976 titulada Los muchachos de antes no usaban arsénico. Campanella comparte nacionalidad y argumento con aquella, en un ejercicio de metaficción que incluye referencias a otros films como Sunset Boulevard o La huella, y a cineastas como Mario Monicelli o David Mamet. Campanella incluso se permite algunas alusiones propias y guiños a una industria de la que cada vez está más alejado, en detrimento de sus trabajos en televisión.
Hay dos puntos fuertes que se repiten en este tipo de películas y son el guion y el reparto de actores. También en El cuento de las comadrejas, con una trama que incluye diversos giros sorprendentes y que deposita gran parte de su atractivo en los diálogos rápidos y mordaces. Los encargados de darles credibilidad son un reconocido elenco de intérpretes argentinos formado por Graciela Borges, Óscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock, a quienes se añaden los más jóvenes Nicolás Francella y la española Clara Lago. Todos ellos practican la teatralidad a la que tiende la película deliberadamente, ya que Campanella tiñe el conjunto de un artificio que afecta de manera directa a la imagen. Así, el aspecto formal es el de un aparatoso guiñol cuyos planos contienen composiciones forzadas, ángulos aberrantes y trucajes ópticos que son fotografiados con luces y colores estridentes. En contra de lo que se suele definir como un defecto, la ausencia de naturalidad es aquí la seña de identidad que identifica el contenido y la puesta en escena del film.
Cada detalle que aparece en la pantalla remarca la idea de que estamos ante un ejercicio de fingimiento, que hace consciente al público de su condición. Una propuesta arriesgada por parte de Campanella que trata de resolver con ritmo y humor, sin llegar nunca a emocionar. El resultado de El cuento de las comadrejas es tan elaborado y perfecto, tan encaminado a alcanzar unos objetivos concretos que adolece de cierta humanidad, situando al espectador en una posición distante, de observador rendido al ingenio de las situaciones. El esmero con el que está diseñada la película adopta en ocasiones un lenguaje cercano a la publicidad, muy llamativo en lo visual pero sin alma, que depara un entretenimiento inocuo y autocomplaciente. En suma, se trata de una prueba de estilo ante la que es imposible aburrirse, pero que tampoco logra conmover como otras obras de Juan José Campanella.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Emilio Kauderer. Una deliciosa melodía que transmite el espíritu nostálgico que atraviesa El cuento de las comadrejas, con ecos del maestro Nino Rota. Relájense y disfruten:

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TITO Y LOS PÁJAROS. "Tito e os pássaros" 2018, Gabriel Bitar, André Catoto y Gustavo Steinberg

Aunque no lo parezca, el mundo de la animación es muy extenso fuera de la parcela acotada por Disney y Pixar. Más allá del cine que elaboran estas dos grandes compañías, hay multitud de propuestas de gran calidad que muchas veces obtienen un alcance minoritario a través de festivales especializados y el interés de un público selecto que crece en Europa y Latinoamérica (Asia es un planeta en sí mismo, con el predominio del anime en Japón). Este fenómeno también sucede en Brasil, donde se han estrenado en los últimos años dos largometrajes que han recorrido el globo acumulando premios y que muestran lo cerca que pueden estar el arte y el audiovisual. Uno es El niño y el mundo, y otro Tito y los pájaros.
La película, producida por el estudio Bits y firmada por tres directores bien conjuntados entre sí, tiene un carácter admonitorio, casi profético. El argumento cuenta el extraño brote que se extiende rápidamente por toda la población provocando que las personas infectadas se conviertan en rocas, una fantasía distópica que parece vaticinar la pandemia ocasionada por el coronavirus y el confinamiento sucedido apenas dos años después del estreno del film. En la ficción, el origen del mal obedece a oscuras tramas inmobiliarias y la solución viene en alas de los pájaros a los que se refiere el título, cuyo lenguaje aprende a interpretar el joven Tito. Se trata, por lo tanto, de un cuento imaginativo con muchas conexiones con la realidad, que invita a reflexionar sobre el concepto del miedo.
Otro aspecto llamativo de Tito y los pájaros es el visual. El estilo de la animación remite en todo momento a la pintura y la ilustración, con texturas, luces y colores de gran plasticidad y unos diseños que hasta la fecha solo se veían en obras experimentales. La pantalla se convierte en un lienzo al que dan vida los trazos de inspiración expresionista, creando una estética bella y sugerente que hace crecer la historia y se pega en los ojos del espectador. En suma, Tito y los pájaros bien podría figurar en un museo, sino fuese porque es cine. Cine dinámico y valiente, que se atreve a andar caminos distintos a los acostumbrados y que contiene ideas estimulantes tanto para niños como para mayores, aunque puede que sean estos últimos quienes más disfruten los hallazgos de esta joya sin precedentes.

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CAPITÁN PHILLIPS "Captain Phillips" 2013, Paul Greengrass

Antes de cerrar la tetralogía de Jason Bourne, el director Paul Greengrass realiza uno de sus característicos dramas de acción basado, al igual que Bloody Sunday United 93, en un suceso real. Capitán Phillips narra el secuestro de un carguero norteamericano a manos de unos piratas somalíes, visto a través del personaje que da título al film. Un relato contado con garra y emoción, en el que Greengrass despliega sus señas de identidad: un estilo visual con referencias al documental, interpretaciones realistas y un montaje de ritmo veloz.
El encargado de que la historia verídica adquiera visos de ficción es Billy Ray, guionista experimentado en el género que desarrolla el primer acto a velocidad de crucero. No es broma: el planteamiento se establece con rapidez y el protagonista apenas requiere unas pocas pinceladas para ser presentado, una virtud al alcance de un actor del carisma de Tom Hanks. Sin embargo, la estricta funcionalidad con la que avanza la historia a veces provoca escenas algo postizas, como la conversación del matrimonio al principio, camino al aeropuerto. Un diálogo cuyo objetivo es demasiado evidente: dejar que los personajes se expliquen a través de sus palabras y no de sus acciones, verbalizando lo que no se muestra en pantalla. Estos detalles aislados no afectan al conjunto ni contradicen la fisicidad de la película, esencial a la hora de entender la relación del espacio con los personajes y consigo mismos. Algo parecido sucedía en El tren del infierno o Jungla de cristal, con la diferencia de que las maneras de Greengrass siempre tienden a un verismo heredado del documental, con zooms precipitados y planos que se reencuadran ante los ojos del espectador. Son movimientos de cámara que parecen espontáneos y que transmiten la urgencia y la inmediatez de estar allí, en medio de los acontecimientos y bajo la influencia del lenguaje informativo de televisión. Greengrass domina estos códigos y los pone en práctica con control y mesura, ya que se trata de una producción de Hollywood con una gran estrella al frente.
Tom Hanks borda el papel de hombre corriente enfrentado al peligro, es una de sus especialidades y aquí la resuelve muy bien gracias, en parte, al elenco de actores desconocidos o debutantes que le rodea. Todos aportan credibilidad y contribuyen a que Capitán Phillips alcance sus aspiraciones de entretener al público introduciendo oportunas reflexiones en torno a la ambición, el compromiso, la responsabilidad y otros rasgos de naturaleza humana. Sin embargo, también hay cuestiones que deslucen el resultado e incurren en lugares comunes. Las más llamativas se producen en el tercer acto, con la poco disimulada promoción de las fuerzas de seguridad de los Estados Unidos, un moderno Séptimo de Caballería recuperado de los clásicos del western que irrumpe con todo su arsenal para solucionar los apuros del héroe en el último tramo, antes de que acontezca la derrota. Esto hace que el segmento final se dilate más de lo debido y que el público asista al desenlace tan extenuado como el protagonista, poniendo en riesgo el equilibrio de la película. Por fortuna, el pulso firme de Paul Greengrass y el oficio de Tom Hanks ennoblecen este espectáculo vigoroso y palpitante.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Henry Jackman. Relájense y disfruten:

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AMAZING GRACE. 2018, Allan Elliott y Sydney Pollack

El éxito en 1970 del documental Woodstock promovió la aparición de otros proyectos musicales como este Amazing Grace, el cual incluía un disco doble y una película producida por el estudio Warner Bros, ambos en torno a la figura de Aretha Franklin. A pesar de lo atractivo de la propuesta, salió bien a medias: el álbum alcanzó un triunfo rotundo, convirtiéndose en la grabación de góspel más vendida hasta el momento, mientras que la película no llegó a terminarse por problemas técnicos, debido a la ausencia de claquetas durante el rodaje. Esto hizo imposible sincronizar la imagen con el sonido, algo que se ha podido solucionar cuatro décadas después gracias a los avances tecnológicos y a la conformidad de la familia Franklin.
La recuperación de este material es importante porque Amazing Grace no es un concierto cualquiera. Se trata del regreso de la Reina del Soul a la música de su niñez, aquellas melodías religiosas que forjaron su prodigiosa garganta en la iglesia bautista donde predicaba su padre. Erigida ya como una celebridad, Aretha rinde tributo a su acervo cultural realizando durante dos días consecutivos sendas actuaciones en una parroquia de Los Ángeles, acompañada de James Cleveland y The Southern California Community Choir. La cualidad participativa del góspel y su intensidad espiritual hacen que el público se involucre y emocione hasta rozar el delirio, algo que las cámaras captan de cerca. Amazing Grace logra la excelencia en lo musical, sin embargo, en términos cinematográficos no añade grandes virtudes.
El encargado de la grabación de las imágenes fue Sydney Pollack, un director por entonces de creciente prestigio pero sin experiencia en el documental. Tal vez esto justifique los problemas que impidieron el estreno de la película y la planificación algo pobre, sin hallazgos visuales. La iluminación general y directa no ayuda demasiado al buen acabado formal, además de la propia disposición del recinto donde se celebran los conciertos. Hay operadores repartidos con cámaras en mano de 16 mm. que filman a Aretha y al coro (los músicos apenas aparecen), y otros que retratan las reacciones del público, sin duda uno de los mayores alicientes del film. La comunicación que se establece entre la artista y la audiencia genera una atmósfera muy especial, acorde con la tradición del viejo góspel. Las cámaras están ahí para reflejarlo de una manera un tanto amateur, lo que hace fantasear en cómo hubiera sido el resultado de haber contado con un equipo más preparado y una producción más ambiciosa. De hecho, se aprecia una mejora de la calidad del material rodado en el segundo día respecto al primero, como si se hubieran solventado los inconvenientes surgidos en el inicio.
Puesto que Pollack no pudo participar en el montaje de Amazing Grace, nunca se podrá saber cómo era la película que él pretendía realizar, aunque su nombre figure en los créditos junto al de Allan Elliot. La responsabilidad del film recae sobre Jeff Buchanan, el montador que ha revivido el corpus cinematográfico de este documental que, aunque muestra decisiones discutibles (el recurso breve y arbitrario de la pantalla partida, sin continuidad con el conjunto del metraje), es capaz de erizar el vello del espectador más descreído. Porque aparte de las canciones, Amazing Grace contiene también alguna intervención desde el púlpito por parte de los varones influyentes en la sala, lo cual no aminora el hecho de que Aretha Franklin oficie la ceremonia con su milagrosa voz. Lady Soul celebra su fe y su negritud a corazón abierto, en un espectáculo capaz de conmover por igual a creyentes y ateos.

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VERACRUZ. 1954, Robert Aldrich

A principios de los años 50, Robert Aldrich era un director curtido en televisión que trataba de labrarse una carrera en el cine, hasta que captó el interés de Burt Lancaster. El actor se encontraba en plena ebullición y comenzaba a producir películas que le proporcionaban papeles de mayor exigencia dramática, como el de guerrero indio en Apache. Esta es la primera película en la que trabajaron juntos, seguida de Veracruz, estrenada con el reclamo de juntar a Lancaster con Gary Cooper, quien afrontaba la recta final de su carrera con el reconocimiento de la industria y el público. El resultado es un trepidante y ambicioso film que aporta una perspectiva histórica al western y que supone uno de los grandes títulos tanto del cineasta como de los intérpretes.
A partir de un libreto de Borden Chase, uno de los renovadores del género, Veracruz desarrolla la relación ambigua entre dos buscavidas norteamericanos que se embarcan en una peligrosa misión en tierras mexicanas, con el trasfondo del enfrentamiento entre los partidarios del líder indígena Benito Juárez y el ejército del emperador Maximiliano de Austria. Aldrich despliega su habitual energía en las escenas de combate, de gran dinamismo y complejidad técnica, con el mismo acierto que las secuencias de diálogo, llenas de ingenio y agudeza verbal. Además del western, la película se mueve con fluidez en la comedia, la aventura e incluso el noir, ya que la lucha por el poder entre los dos cabecillas se asemeja a la de unos gánsters de bandas rivales, sumando la presencia de una risueña femme fatale encarnada por Denise Darcel. También aparece Sara Montiel cubriendo la cuota racial y alegrando el conjunto, en compañía de un reparto que incluye nombres tan característicos como los de Ernest Borgnine, César Romero, Jack Elam o Charles Bronson, entre otros.
Por su parte, Robert Aldrich aúna el vigor de un director joven con la sabiduría de un veterano, haciendo uso de una planificación rica que se ve reforzada por la fotografía, la música y el montaje. Cada elemento está diseñado para hacer evolucionar a buen ritmo el engranaje de Veracruz, un fabuloso espectáculo repleto de diversión y emociones, cuya capacidad de fascinar permanece intacta a través de los años.
A continuación, una de las escenas más brillantes del film, explicada en su contexto histórico a través de ciertos clichés practicados por Hollywood en su incursión a otras culturas. Una breve reflexión sugestiva y didáctica:

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EL REY. "The King" 2017, Eugene Jarecki

Uno de los conceptos más arraigados en la cultura estadounidense es el conocido como sueño americano, esa idea algo cándida que se resume en que cualquier persona puede alcanzar sus ideales con voluntad y perseverancia. Bonitas palabras, fáciles de asimilar por una sociedad que siempre ha necesitado referentes que encarnen esta aspiración, figuras míticas como Elvis Presley. Su historia relata el devenir de un niño pobre que llegó a convertirse en la estrella más relumbrante de la música popular, con tal éxito que se permitió excentricidades como comprarse, en 1963, un Rolls-Royce Phantom. Sesenta años después, el documentalista Eugene Jarecki se sube al mismo automóvil con la misión de establecer una analogía entre la vida del Rey del Rock y la evolución de los Estados Unidos durante las últimas décadas. Esta premisa sirve para ilustrar las contradicciones del sueño americano en forma de parábola, siguiendo la estructura narrativa clásica del ascenso/caída/redención.
A través de un estilo muy dinámico que otorga gran importancia al montaje, Jarecki intercala el abundante material de archivo proveniente del cine, la televisión y los conciertos con imágenes nuevas, grabadas con esmero a largo de un recorrido que parte de Tupelo (localidad natal de Elvis) y finaliza en Graceland (la mansión situada en Misisipi donde falleció). El Rey se aparta de las convenciones del documental biográfico y mezcla la road movie con el ensayo sociopolítico, el espectáculo musical y la reflexión sobre el mundo del show business, todo ello bien batido y presentado bajo una producción muy cuidada que cuenta con nombres tan variopintos como Rosanne Cash o Steven Soderbergh.
La lista de quienes aportan su testimonio a la película también es amplia y diversa, con caras conocidas del panorama cinematográfico (Ethan Hawke, Alec Baldwin, Mike Myers, Ashton Kutcher), musical (Chuck D, Emmylou Harris), además de analistas políticos y personas anónimas que completan el mosaico de El Rey. Debido a que se trata de un documental itinerante, muchos de los que participan lo hacen montados en el coche o en las inmediaciones, alternando el formato de entrevista convencional con grabaciones más frescas e improvisadas. La habilidad de Eugene Jarecki consiste en dar forma al material acumulado con coherencia, reflexión y entretenimiento, tres palabras que definen bien el conjunto. En suma, un film que recorre el paisaje geográfico y humano del país que ha sido capaz de generar a Elvis Presley pero también a Donald Trump, dos modelos contrapuestos de seres hechos a sí mismos que materializan la cara y la cruz de esa extraña entelequia que es el sueño americano, a veces convertido en pesadilla.

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UTOYA. 22 DE JULIO. Erik Poppe, 2018

Habrá que ver si, dentro de unos años, se recuerda la época presente como aquella en la que las películas pugnaban por contener el plano secuencia más largo y complejo de los filmados hasta la fecha. Una competición razonable siempre y cuando la propia naturaleza del plano esté justificada, es decir, que tenga sentido narrativo y mejore la ficción. Algo que se cumple en Utoya. 22 de julio.
El título de la película hace referencia a la pequeña isla situada en el sur de Noruega y la fecha en la que sucedieron dos atentados terroristas que conmovieron al país. El primero fue en Oslo y tuvo como objetivo un distrito de edificios gubernamentales, dañados tras la explosión de la furgoneta bomba colocada por Anders Breivik, un fanático de extrema derecha que actuaba en solitario. Dos horas después, el mismo individuo llega a un campamento juvenil organizado por el partido laborista en Utoya. Allí ejecuta una masacre indiscriminada, disparando a todo lo que se mueve hasta que es detenido por la policía. El resultado son 77 víctimas, 99 heridos graves y más de 300 afectados por traumas psicológicos de consideración. Ambos ataques son retratados por el director Erik Poppe de diferente manera. En el primero se emplean grabaciones provenientes de distintas cámaras de seguridad, sin más intervención que la del montaje. Una escena que sirve como prólogo para lo que vendrá después, el segundo ataque descrito en un único plano secuencia, con actores que recrean los hechos en tiempo real a lo largo de los 72 angustiosos minutos que duró la matanza.
Dejando a un lado las consideraciones políticas y sociales que suscita el film, y centrando los argumentos en lo estrictamente cinematográfico, hay que destacar Utoya. 22 de julio por su valentía a la hora de asumir las dificultades tecnológicas y por la implicación de los actores que interpretan a unos personajes inspirados en personas de carne y hueso. Poppe elige a una de ellas como protagonista para que el espectador tenga con quien identificarse y sienta la empatía necesaria, una responsabilidad que asume la debutante Andrea Berntzen. La entrega y el esfuerzo realizados por la actriz resultan encomiables, de una credibilidad estremecedora. Al inicio del plano secuencia, ella entra en imagen y durante un par de segundos mira de frente a la cámara, un gesto que declara al público que en adelante compartirán el mismo punto de vista. Este instante de reconocimiento con la pantalla de por medio condiciona el resto del metraje, ya que la incertidumbre y los padecimientos de la joven serán vividos por la audiencia de forma directa y sin concesiones, lo que convierte la película en una experiencia de enorme intensidad. Basta mencionar que el asesino que provoca el terror no aparece más que unos pocos fotogramas en la distancia, aunque su presencia se siente en todo momento mediante el ruido de los disparos y el pánico que invade a los acampados.
El plano secuencia es la herramienta perfecta para transmitir la inmediatez y el verismo de la acción in situ, sin la intervención de los cortes y las elipsis del montaje. Por supuesto, hay un montaje interno que el director sabe planificar para que pase desapercibido y fluya de manera natural, validando que el propio recurso del plano secuencia no caiga en el artificio ni distraiga la atención de lo importante: mostrar el horror en su forma más primaria y la incomprensión que surge del odio ciego. Aquí no hay cortes disimulados como en Birdman o 1917, todo acontece tal y como se ve en la pantalla, una hazaña que Erik Poppe consigue completar gracias a su experiencia como corresponsal de guerra en zonas de conflicto. En este caso, el virtuosismo técnico y la magnífica fotografía cuya luz evoluciona al igual que la película, no están diseñados para proporcionar placer, ni siquiera a los cinéfilos.
Hay que advertir que Utoya. 22 de julio no se puede contemplar con distancia ni ver con pasividad. Es una película que se sufre y que proporciona una constante sensación de congoja que tampoco se amortigua con la llegada del final. Los créditos que cierran el film advierten del auge de los extremismos de derechas que amenazan a Europa, algo que podemos identificar todos en el entorno. Esa es la gran virtud de la película, vivir la tragedia como propia y no adoptar la postura condescendiente de quien abre un periódico o contempla con asepsia un noticiario. Por eso, Utoya. 22 de julio puede ser considerada la perfecta película de terror, y una de las más espeluznantes jamás filmadas.

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ANDREI RUBLEV. 1966, Andréi Tarkovski

A menudo se recurre a las metáforas para tratar de describir Andréi Rublev: catedral del cine, retablo medieval en movimiento, el Guerra y Paz cinematográfico... lo que demuestra la dificultad para abarcar la magnitud de la película en unas pocas palabras. Esto se debe a que el segundo largometraje de Andréi Tarkovski no admite lecturas simples y ofrece varias maneras de acercarse a ella, ya sea desde una perspectiva histórica como artística y espiritual. Incluso admite las interpretaciones biográficas respecto a la trayectoria del propio director, ya que Andrei Rublev expone estimulantes cuestiones en torno al compromiso y el oficio de la creación.
Tras la buena aceptación internacional de La infancia de Ivan, Tarkovski y Andréi Konchalovski se dedicaron a estudiar en profundidad las circunstancias que rodearon la vida y la obra del pintor de iconos que da título al film, con la intención de plasmar en un guion tanto sus conflictos íntimos como el contexto de la Rusia del siglo XV. El resultado es una narración fragmentada en siete capítulos, además de un prólogo y un epílogo, que abarca dos décadas en el devenir de Rublev. No se trata de una película biográfica porque el personaje aparece y desaparece del relato según se abre y se cierra el foco de interés, en un arco de amplitud que va desde las dudas morales del artista hasta episodios como la invasión del ejército tártaro a la ciudad de Vladímir. De hecho, en el séptimo episodio, el protagonismo se desplaza a un joven fundidor de campanas que incide en el cambio de actitud de Rublev, lo que refuerza la idea de gran fresco histórico o de mosaico que define el conjunto (de nuevo las metáforas). Los acontecimientos y los detalles se igualan en importancia y la figura de Rublev es, más bien, el vehículo de algunas de las obsesiones del director: la coherencia entre la acción y el pensamiento, la necesidad de mantener los principios, la mirada atenta de la naturaleza humana.
La cámara de Tarkovski refleja todos estos conceptos dueña de un estilo poderoso de gran riqueza visual, con imágenes que dan relevancia al movimiento, la composición y la profundidad. Los ejes horizontales y verticales que marcan las direcciones de los planos establecen relaciones espaciales que sitúan a los personajes en los escenarios, no buscando la funcionalidad, sino el tránsito emocional y el perfil psicológico a través de las conductas y los gestos. El director vuelve a contar con Vadim Yúsov en la fotografía, quien realiza un trabajo en blanco y negro matizado y pictórico, a la manera de los grabados de la época.
El influjo estético de Andréi Rublev se expande a lo largo del metraje no como una piel o una corteza embellecedora de la historia, ya que el lenguaje cinematográfico empleado por Tarkovski materializa las ideas contenidas en el texto de partida, en un afán por volver físico lo intelectual. Esta alquimia sucede, en buena parte, gracias a la labor de los actores, con especial responsabilidad del protagonista encarnado por Anatoly Solonitsyn. El intérprete ruso está muy bien acompañado por Nikolai Grinko, Nikolái Burliáyev, Irma Raush y un largo elenco de profesionales perfectamente ajustados a sus personajes.
Se podrían escribir libros completos desmenuzando las infinitas claves de Andréi Rublev, y en todos ellos siempre faltaría algo. Porque en esta y en posteriores películas de Tarkovski fluye un misterio imposible de aprehender, que escapa a la lógica y la razón y se adentra en ese terreno intangible que tiene que ver con el subconsciente, la creencia y los sueños (cada cual puede elegir el término que prefiera). Muchos espectadores recordarán las grandes escenas de masas, otros las tormentas existenciales de Rublev, y puede que otros el lenguaje hipnótico empleado por el director (recreado luego por cineastas como von Trier o Malick). Pero lo que prevalece en el público es la sensación de estar asistiendo a una obra innovadora y única, que permite vivir durante tres horas dentro de un universo en el que se confunden lo real y lo imaginado, lo individual y lo colectivo, lo divino y lo humano.

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