La gran belleza. "La grande bellezza" 2013, Paolo Sorrentino

Transcurridos más de cincuenta años desde "La dolce vita", Paolo Sorrentino rememora los ecos de la película de Fellini convirtiendo al joven paparazzi en un escritor maduro y desencantado. En esencia, lo demás sigue igual: el mismo vacío existencial, la misma crítica a la iglesia y a la clase alta, el mismo hedonismo frustrante. Hay algo nuevo bajo el sol romano: "La gran belleza" incorpora el elemento de la edad del protagonista, lo que refuerza el aliento de melancolía.
Sorrentino despliega todo su arsenal estético para emborrachar al espectador con una cascada de imágenes inquietas y en continuo movimiento. Un ejemplo: Jep Gambardella regresa de una fiesta pantagruélica a primera hora de la mañana, se detiene para beber en una fuente y una jovencísima novicia se distrae observando sus pasos. También hay un hombre que tira de su perrito, una mujer hablando por teléfono... en resumen, un minuto de costumbrismo mañanero desarrollado en una veintena de planos, nada menos. La apuesta de esta película es la del exceso, por medio de una retórica en la que prima el adorno y el juego floral. Hay gratuidad en la forma de "La gran belleza", en el estilo que Sorrentino ha elegido para contar una historia que tampoco sigue patrones estrictos de guión.
A través de una sucesión de escenas pobladas de personajes episódicos que aparecen y desaparecen intermitentemente, Sorrentino elabora un fresco de la Roma más acomodada optando por la caricatura y el trazo grueso: poetas que no hablan, escritores que no escriben, mujeres y hombres incapacitados para el amor, condes de alquiler, chamanes cirujanos, religiosos mediáticos... una fauna que pretende abarcar demasiados perfiles distintos, como distintos son los dardos que Sorrentino quiere lanzar en su película. "La gran belleza" es acumulativa y amorfa, guiñolesca, muy ambiciosa.
A diferencia de "La dolce vita", "Roma" u "8 y medio", por citar claros referentes fellinianos, el film de Sorrentino gira constantemente sobre sí mismo cayendo en reiteraciones y en lugares comunes. Como un perro que trata de morderse la cola, el guión de "La gran belleza" persigue su objetivo y tarda en encontrarlo. Cuando al final el protagonista encarnado por Toni Servillo consigue cerrar el círculo, es demasiado tarde. Para entonces la moraleja se ha diluido, ha perdido fuerza. El director quiere contar muchas cosas en la misma película, lo que le obliga al simplismo. Ahí es donde naufraga "La gran belleza", en su obviedad crónica y en sus ganas de contentar a un público culto que reconozca los múltiples guiños cinéfilos y literarios.
Desde luego hay elementos destacables en esta película, destellos de ingenio que son sepultados por la verborrea visual de un director que ha querido hablar de la nada recurriendo al todo. La prueba de que es muy delgada la línea que separa el discurso de la perorata, la grandeza de la grandilocuencia.

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De óxido y hueso. "De rouille et d'os" 2012, Jacques Audiard

Jacques Audiard se sumerge en las sombras de la novela de Craig Davidson "De óxido y hueso", para extraer de sus profundidades un drama áspero e intenso, que tiene en la contención su máxima virtud. El cineasta francés logra domesticar los excesos de una trama siempre al borde de la catarsis, recurriendo a la prudencia para provocar emoción. Porque esta es una historia de emociones contenidas que están a punto de desbordarse en cada escena.
La película retrata a dos almas atormentadas que se encuentran en plena inflexión, dos personajes aparentemente opuestos que aprenderán a necesitarse a lo largo del relato. Marion Cotillard y Matthias Schoenaerts ponen cara al desarraigo que muestra el film, más cercano al ejercicio psicológico que al exhibicionismo sentimental.
Audiard acierta en el tono despojado de énfasis y en las imágenes crudas. Aunque no por ello se eluden los recursos simbólicos ni cierto lirismo formal, recibidos por el público como un balón de oxígeno en medio de tanta desazón. El empleo puntual de la luz y de las sombras, el intercambio de los puntos de vista, la banda sonora de Alexandre Desplat... son elementos que se suman a la retórica de la violencia física y mental, expuesta con mesura por el director. Y es precisamente en este extrañamiento, en esta capacidad para la turbación donde Audiard hace volar a la película. Por eso resulta desconcertante la complacencia con la concluye el guión. No se trata de despreciar los finales felices, sino de dotarlos de coherencia. Tal vez un desenlace menos precipitado hubiese redondeado el conjunto de una película valiente y hermosa, capaz de incomodar al espectador con su honestidad.   
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Efectos secundarios. "Side effects" 2013, Steven Soderbergh

Steven Soderbergh es un director con un pie puesto en el cine clásico, en el que se adentra con cierta regularidad ("Ocean´s eleven", "El buen alemán") y otro pie en ese terreno ambiguo conocido como modernidad ("Full frontal", "The girlfriend experience"). Ni demasiado ortodoxas ni demasiado vanguardistas, las películas de Soderbergh tienden un puente por el que transitan Alain Resnais y Wong Kar-Wai, Fritz Lang y Atom Egoyan, un puente sostenido por el carácter singular del autor de "Traffic".
"Efectos secundarios" comienza con una larga panorámica que recorre las fachadas de unos edificios en Nueva York, hasta detenerse en el plano corto de una ventana detrás de la cual se ha cometido un crimen. Cualquier aficionado puede reconocer la influencia de Hitchcock en esta imagen, un referente que está presente a lo largo de la película junto a otros cánones del thriller. Al igual que hiciese en "Un romance muy peligroso" o "El halcón inglés", Soderbergh retoma modelos antiguos y los lleva a su terreno, en un guión que mezcla la investigación de un asesinato, los intereses de las grandes corporaciones farmacéuticas y el trasfondo de la enfermedad mental. Elementos complejos que se comprimen en apenas cien minutos en los que el relato se tuerce y se retuerce, a punto de morir descoyuntado. Se requiere un visionado atento, exhaustivo, sobre todo en la última parte del film. De lo contrario, el espectador corre el riesgo de perderse en la maraña de quiebros que enturbian la película.
Soderbergh recurre a actores con los que ya había trabajado antes (Jude Law, Catherine Zeta-Jones, Channing Tatum) y se estrena con una protagonista de excepcional eficacia: Rooney Mara. Ella y Law resuelven la complejidad de sus personajes con solvencia y entrega, humanizando una trama que requiere frialdad por parte del director para resultar creíble. No en vano, "Efectos secundarios" mantiene esa atmósfera tan característica que Soderbergh suele imprimir en sus trabajos, ese aire enrarecido que no depende sólo de los escenarios o de la ambientación sonora, sino de su olfato para colocar la cámara y para pulir el montaje. Parte del atractivo visual de la película consiste en el empleo del desenfoque como recurso dramático, un truco muy efectivo que remarca la ambigüedad de los personajes y su dudosa moral.
En definitiva, "Efectos secundarios" es un estilizado trampantojo que recupera el espíritu de las añejas producciones de serie B que cimentaron el género negro, un eslabón más en la larga cadena de relatos detectivescos que añaden una coartada psicológica al elemento del crimen. Si de verdad se cumple el vaticinio de Steven Soderbergh de no realizar más proyectos para el cine (parece improbable), no cabe duda de que habremos perdido a uno de los directores más peculiares de los últimos años.



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El sirviente. "The servant" 1963, Joseph Losey

Primera de las colaboraciones entre el cineasta Joseph Losey y el dramaturgo Harold Pinter, "El sirviente" se enmarca dentro de la corriente rupturista con la que el cine contribuyó a la vorágine de los años sesenta. Después de haber sido empujado al exilio por la caza de brujas del senador McCarthy, Losey tuvo que labrarse una carrera en Europa que se iría definiendo en lo estético y en lo intelectual.
"El sirviente" refleja muy bien el ideario del director: es un estudio de las relaciones humanas llevado hasta sus últimas consecuencias, una parábola lúcida y cruel sostenida sobre los hilos de una sociedad en la que el poder y quienes lo detentan necesitan de subordinados para seguir adelante. Losey retrata la lucha de clases entre las paredes de una casa que actúa como microcosmos, el escenario de un guiñol donde los buenos y los malos, las víctimas y los verdugos, son siempre circunstanciales.
El tratamiento de la propia casa como un personaje más, la importancia del atrezzo y de los decorados, son una herencia del pasado teatral de Losey que, si bien pone extrema importancia en el argumento, no descuida menos las imágenes del film. La característica atmósfera opresiva y barroca del director se trasluce aquí en movimientos de cámara incesantes, que persiguen a los personajes y oscultan el entorno con la dedicación de un cirujano. Es tal la acumulación de símbolos en forma de sombras y reflejos, de sutiles significados en el interlineado del guión y la puesta en escena, que Losey corre el riesgo de ahogar su película bajo un exceso de información.
La retórica visual de "El sirviente" resulta a veces gratuita, cuando no directamente caprichosa: panorámicas que no conducen a ninguna parte, detalles sin relevancia en la acción, subrayados innecesarios... son los vicios adquiridos por un esteta que pudo ser el rey de los iconoclastas, pero también un bufón grandilocuente y satisfecho de sí mismo. Ese es parte del misterio de Joseph Losey. El puente entre los dos extremos es el trabajo actoral, sin duda uno de los aspectos más destacables de la película.
Sarah Miles y James Fox realizan interpretaciones muy ajustadas a la dificultad de sus personajes, son convincentes incluso cuando las situaciones rayan en lo inverosímil. Mención aparte merece Dirk Bogarde, que hace una recreación magistral del ser ambiguo y complejo que da título al film. Su trabajo es el mejor ejemplo de que algunos actores son también autores de las películas en las que intervienen.
De un tremendismo controlado, "El sirviente" pone en práctica la teoría brechtiana del distanciamiento que Losey sabe modular aplicando la emoción y la reflexión a partes iguales, sin que una devore a la otra. Una película inolvidable que, lejos de ser perfecta, ejerce como un magnífico revulsivo capaz de incomodar sin recurrir al mal gusto ni a trucos fáciles. Más de una vez "El sirviente" parece naufragar en sus propios excesos, pero al final queda la sensación de haber asistido al mal sueño que su director, Joseph Losey, tenía en mente.

        
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Gravity. 2013, Alfonso Cuarón.

Alfonso Cuarón es uno de los directores más dotados de su generación, películas como "Y tu mamá también" o "Hijos de los hombres" así lo prueban. Su capacidad para el drama y sus dotes en la planificación le revelan como un narrador nato, capaz de adaptarse a géneros y a producciones de distinto calado. "Gravity" es la quintaesencia de su estilo, la prueba de fuerza de un cineasta en plenitud de facultades.
El guión, escrito a cuatro manos con su hijo Jonás, parte de una situación límite: la lucha de una mujer por sobrevivir en el espacio exterior y regresar a la Tierra. Se trata, por lo tanto, de una historia de superación física y emocional, circunstancia que Cuarón aprovecha para desplegar un arsenal tecnológico en el que la ingravidez juega un papel protagonista. Más que una película, "Gravity" es una experiencia que justifica por sí sola le invención del 3D. Pero no conviene dejarse apabullar por la cacharrería: además de los elementos visuales, Cuarón demuestra manejar a la perfección las claves del suspense más añejo.  
"Gravity" es una película que vacía de significado la dicotomía entre el fondo y la forma, precisamente porque rompe la frontera entre ambos términos. Cuarón emplea para ello recursos técnicos y artísticos que conoce bien. La fotografía de su habitual Emmanuel Lubezki, el esmerado diseño de sonido, la implicación de los actores Sandra Bullock y George Clooney, la exuberancia de la planificación, que luce músculo en el plano secuencia. Merece la pena detenerse en el plano secuencia.
El plano secuencia es una herramienta que los directores de cine han ido abandonando con el paso del tiempo. La influencia de la televisión ha terminado por imponer un montaje cada vez más fragmentado, en el que gana importancia la multiplicidad de los ángulos de cámara sobre la composición del encuadre o la interpretación de los actores. Por eso no es de extrañar que el plano secuencia haya sido relegado, la mayoría de las veces, a una condición anecdótica, marginal. Las razones: requiere conocimientos de puesta en escena, técnicos talentosos y actores entregados. A cambio se obtiene una gran sensación de realidad, de estar asistiendo a los acontecimientos que suceden en la pantalla, en una demolición de las barreras entre el espectador y la ficción. Pues bien, "Gravity" está planteada sobre unos larguísimos planos secuencia de los que parece imposible substraerse. Nos encontramos ante la hazaña de un superdotado, comparable a lo que Hitchcock logró con "La soga". La cuestión no es cuánto dura el plano, sino hasta dónde puede llegar. Lejos del atletismo de otros cineastas, Cuarón parece rodar con un metrónomo en la mano, alcanzando un tempo que se ajusta siempre a las emociones de los personajes. Haber trasladado hasta el corazón de Hollywood este humanismo militante y estas inquietudes retóricas es un mérito que se le debe reconocer al director.
Sorprendente de principio a fin, "Gravity" es un ejercicio modélico de cine aplicado al drama, noventa minutos de tensión en estado puro que confirman a Alfonso Cuarón como uno de los grandes cineastas del momento.

   
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Synecdoche, New York. 2008, Charlie Kaufman

Después de haberse convertido en uno de los guionistas más originales y reconocibles de los últimos tiempos, Charlie Kaufman debutó en el año 2008 como director con "Synecdoche, New York", un compendio de las obsesiones expuestas en sus anteriores trabajos. Como si se tratase de un inventario, aquí podemos encontrar la crisis de identidad de "Cómo ser John Malkovich", los dilemas de la creación de "El ladrón de orquídeas", o la imposibilidad del ideal romántico de "¡Olvídate de mí!" Todo ello elevado a la enésima potencia.
"Synecdoche, New York" comprime el particular universo de Kaufman poniendo a prueba al espectador. El juego entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y su representación se vuelve aquí filigrana, a través de la historia de un director teatral que trata de poner en escena su vida cuando ésta amenaza con acabarse. El guión funciona como una sucesión de cajas chinas que se van abriendo a medida que avanza la acción, pero en sentido inverso: de la caja más pequeña se accede a otra más grande, y así hasta completar un paisaje laberíntico que logra hacer del visionado un ejercicio estimulante.
Se trata, por lo tanto, de una película exigente, que requiere la implicación del público. Kaufman no lo pone fácil, la negrura y el desasosiego están presentes durante todo el metraje. "Synecdoche, New York" es una oda a la melancolía, con una lectura pesimista de la condición humana que se ve aliviada por el característico humor negro del autor. Al final hay espacio para el consuelo: Kaufman le presta un hombro a sus personajes y deja traslucir cierto mensaje positivo en el desenlace. Pero que nadie espere concesiones ni finales made in Hollywood, la sensación después de haber visto "Synecdoche, New York" es la de haber recibido un puñetazo a cámara lenta. Esto explica, en parte, la escasa acogida que tuvo la película en su momento, o el hecho de que en algunos países como España ni siquiera conociese un estreno comercial. Resulta triste, porque todo lo que el film exige del espectador lo devuelve con creces.
El riesgo que asume Charlie Kaufman con esta película es el de mezclar intimidad con gigantismo, sentimiento con ambición. Y sale bien parado de la prueba: "Synecdoche, New York" alcanza cotas de sensibilidad gracias a la partitura de Jon Brion y a la esforzada labor de sus actores, un amplio reparto de mujeres como Catherine Keener, Michelle Williams, Dianne Wiest o Emily Watson, en torno a un inspiradísimo Philip Seymour Hoffman. El contraste se produce con el mastodóntico diseño de producción o con la exuberancia del argumento, siempre turbador y siempre al borde del exceso.
El resultado puede fascinar a unos y desconcertar a otros, esa es la apuesta de "Synecdoche, New York". Una película que mantiene viva la llama del riesgo, una experiencia que trasciende los márgenes del cine hasta horadar la cabeza de los espectadores dispuestos a participar en su juego.
A continuación, "Little person", una de las bonitas canciones compuestas por Jon Brion e interpretadas por Deanna Storey que suenan en la película. Relájense y disfruten:

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Arrietty y el mundo de los diminutos. "Karigurashi no Arrietty" 2010, Hiromasa Yonebayashi

Desde sus inicios hace tres décadas, el estudio Ghibli mantiene una producción esmerada y constante, más parecida a un taller artesanal que una fábrica de facturar películas. Fiel a una línea estética muy determinada, incombustible al paso del tiempo y ajena a los atractivos del 3D, sus films son también un alegato, una declaración de intenciones. Una reivindicación de la animación tradicional que pone especial cuidado en el diseño de los decorados y, por extensión, en la defensa de la naturaleza.
"Arrietty y el mundo de los diminutos" narra la relación entre un niño enfermo y los pequeños seres que habitan en una casa de campo. Hayao Miyazaki adapta la novela de Mary Norton en esta hermosa historia que tiene como trasfondo la selección natural y la lucha de las especies por perpetuarse. El debutante Hiromasa Yonebayashi acierta al contener las emociones del relato y al imprimir en la narración un tono pausado, que no lento, lo que aporta cierto regusto melancólico muy acorde con las situaciones que viven los personajes.
En definitiva, se trata de un bello cuento apto para públicos de todas las edades, que insiste en los aciertos desarrollados durante todos estos años por el estudio Ghibli: calidad y compromiso, sentimiento, diversión y reflexión a partes iguales.

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Ciudad portuaria. "Hamnstad" 1948, Ingmar Bergman

"Ciudad portuaria" pertenece a la primera época de Ingmar Bergman, por entonces muy influido por el teatro de Ibsen y Strindberg. Al igual que estos dos autores, con el paso de los años las inquietudes de Bergman derivaron del drama realista al simbolismo, de ahí que "Ciudad portuaria" albergue ciertas pretensiones de crónica social que en ocasiones pueden resultar algo forzadas.
Se trata de cine amargo, sin concesiones, que aborda directamente temas espinosos como la precariedad laboral, el aborto, la falsa moral o las desigualdades de clase. Viejos problemas que cada generación renueva y que protegen a "Ciudad portuaria" con un escudo de intemporalidad. A través de la relación de una pareja condenada al fracaso, Bergman esboza el paisaje ingrato de cuanto le rodea, un escenario donde se confunden los vicios privados y los colectivos. Habrá que esperar hasta el desenlace para advertir el necesario rayo de esperanza, tenue pero alentador.
Aunque los medios eran escasos y el estilo del maestro sueco todavía estaba en construcción, "Ciudad portuaria" cuenta con valores suficientes para ser tenida en cuenta: el interés por retratar realidades incómodas, cierto amaneramiento estético que dota de profundidad el relato alejándolo del folletín y, sobre todo, el fuerte carácter humanista que el director imprime en sus personajes. Por terribles que sean las desdichas y por oscuro que se vuelva el entorno, es fácil sentir empatía por las criaturas que vemos en la pantalla. Esa hazaña está al alcance sólo de los grandes narradores, como Ingmar Bergman.
A continuación, el arranque de "Ciudad portuaria". Todo un ejemplo de naturalismo nórdico capaz de hacer salivar a los espectadores desconfiados:

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Esas mujeres "För att inte tala om alla dessa kvinnor" 1964, Ingmar Bergman

Ingmar Bergman comenzó haciendo teatro y terminó haciendo teatro, por lo que no resulta raro que buena parte de su filmografía se viese afectada por el influjo de las tablas. "Esas mujeres" es uno de los ejemplos más evidentes. No en vano, la película funciona como un sainete en el que la cámara suplanta a la cuarta pared y asume la función del público. Además, sirve para derribar algunos mitos: se trata probablemente de la comedia más bufa y más desenfadada del director sueco, una rareza dentro de una carrera en la que abunda la gravedad.
El argumento aborda las dificultades de un escritor por alumbrar la biografía de un reputado músico, que vive en una mansión rodeado de mujeres. Bergman refuerza la teatralidad del conjunto mediante la puesta en escena y el trabajo de los actores. Con un cruce estético entre el vodevil y el cine mudo, "Esas mujeres" plantea una sucesión de cuadros en los que prima el artificio y donde el reparto habitual del director (Bibi Andersson, Jarl Kulle, Eva Dalhbeck, Harriet Andersson) encuentra oportunidad para el histrionismo.
Para la historia queda la curiosidad de que éste fue el primer film rodado en color por Bergman, quien parece tomarse un respiro entre dos obras de la hondura de "El silencio" y "Persona". Así con todo, detrás de la farsa y de la ligereza de "Esas mujeres" se percibe un cuestionamiento del papel del creador y de la consideración que ejerce en su entorno. Sin lugar a dudas, una película menor con forma de guiñol estilizado que demuestra que el maestro también podía relajarse y divertirse con sus compañeros.

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El cisne. "The swan" 1956, Charles Vidor

Charles Vidor fue un director laborioso y constante, que cumplía con el plan de rodaje de los estudios sin traslucir estilo alguno ni nada que le identificase como un autor. Lo que comúnmente se conoce como un artesano. En su irregular carrera pueden encontrarse cumbres como "Gilda" y películas menos destacables como "El cisne", cuya trascendencia consiste en ser el último trabajo de la hasta entonces actriz Grace Kelly.
A partir de unas premisas interesantes que no resultan bien aprovechadas, "El cisne" deja demasiado en evidencia su origen teatral. El argumento narra las tribulaciones de una familia noble que fue despojada del trono, y los intentos por recuperarlo mediante un casamiento. Lo que se prometía como una historia de amor, adquiere el tono de un sainete y termina desembocando en un inesperado drama. "El cisne" está relacionada con esa recuperación que hubo durante los años cuarenta y cincuenta del cuento tradicional ("Bola de fuego", "Vacaciones en Roma", "Sabrina"), adaptando antiguas fórmulas para insuflarles un aire nuevo. ¿Por qué "El cisne" no alcanza el mismo escalafón que sus antecesoras? Principalmente, porque la acción no consigue desligarse nunca de los diálogos, y porque la puesta en escena tiende a confundir el clasicismo con la rigidez, sin llegar a aprovechar los aciertos de un guión que empiezan pronto a diluirse en la trama. La película adolece de un sentido de la comedia que no llega a definirse por completo: los personajes faltos de carisma, el texto poco inspirado y el desenlace que traiciona sus aspiraciones de fábula, tienen buena culpa de ello.
Alec Guinness y Louis Jourdan hacen esfuerzos por dotar de contenido a sus personajes, sin obtener demasiados méritos. En definitiva, mucha producción para tan pobres resultados. Grace Kelly exhibe su proverbial fotogenia al tiempo que ensaya la vida que le estaba aguardando en la realeza, ahí comienza y termina la curiosidad por esta película que, si bien se ve con facilidad y agrado, de la misma manera puede olvidarse.
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Crumb. 1994, Terry Zwigoff

El hecho de que Terry Zwigoff y Robert Crumb fuesen amigos hizo posible la realización de este documental. De otra manera, hubiese sido imposible. Es conocido el rechazo a los focos de Crumb y su misantropía, lo que otorga a la película un valor excepcional.
Más allá de la biografía al uso o del anecdotario, Zwigoff construye un retrato del artista partiendo de lo que le rodea (sus familiares y lugar de residencia), para hacer hincapié en los aspectos psicoanalíticos del personaje. La influencia de unos padres castradores y la incapacidad para mantener una relación normal con las mujeres marca el devenir de Crumb y el de sus hermanos, aquejados por el desorden mental. La película es incisiva en las cuestiones que plantea: ¿dónde está el límite entre lo común y lo extravagante? ¿Puede considerarse sano quien se excluye de un sistema enfermo, o es al contrario?
Zwigoff expone estas preguntas huyendo de los detalles sórdidos y de la solemnidad, a la búsqueda de lo que se considera cotidiano y que a veces resulta tan difícil de asimilar. La camaradería que el director establece con Crumb traspasa la pantalla y condiciona el relato de un hombre que ha conseguido que el término contracultural sea más que un adjetivo, una opción de vida. Erigido hoy como uno de los ilustradores más importantes del último siglo y padre del cómic underground, Robert Crumb es todo un ejemplo de coherencia y de libertad. Genial, provocador, divertido, visionario... el autor es diseccionado en el documental a partir de testimonios propios y ajenos, por medio de una cámara que tiene la habilidad de fundirse con el paisaje.
En su segundo largometraje, Terry Zwigoff lleva a cabo un ejercicio de observación atenta, que deposita en la fotografía y en el montaje algunos de sus logros. En definitiva, "Crumb" es un documental apasionante y muy revelador que desentraña no sólo a un artista único, sino también a una generación mordida por las expectativas del baby boom y por los sueños truncados del estado del bienestar.
A continuación, uno de los trabajos más conocidos de Crumb: "A short history of America". Doscientos años de historia resumidos en doce viñetas sin texto. Sobran las palabras cuando hay tanto talento: 

    
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Un gato en París. "Une vie de chat" 2010, Jean-Loup Felicioli, Alain Gagnol

En el año 2010, Jean-Loup Felicioli y Alain Gagnol realizaron su primer largometraje después de haber completado un ramillete de cortos en los que dejaron constancia de su estilo. "Un gato en París" endulza las anteriores propuestas de sus directores y rebaja el contenido psicológico para acercarse al gran público, sin escamotear por ello los aspectos turbios de la trama.
Una niña enmudecida tras el asesinato de su padre por un mafioso y la fijación de la madre policía por capturarlo, conforman el hilo argumental en el que se enredan también un ladrón noctámbulo y el gato que sirve como nexo entre los personajes. Esta historia con aires de cuento conjuga el humor con el drama y el intimismo con la acción, hasta derivar en un desenlace de espectacularidad imprevista. Pero lo que otorga valor al film es su estética, más cercana a la ilustración que a la animación convencional.
El aspecto visual de "Un gato en París" define bien el espíritu de la película, sencillo y colorista, seña reconocible de sus dos autores. Bonitas imágenes para una obra de artesanía que merece ser reconocida dentro del panorama europeo de los dibujos animados.
A continuación, el cortometraje "El pasillo", de 2005. Un ejemplo perfecto de la capacidad de Felicioli y Gagnol para crear universos propios donde se confunden lo excepcional y lo cotidiano, la alegoría y el misterio. Que lo disfruten:




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¿Arde París? "Paris brûle-t-il?" 1966, René Clément

Si ya de por sí la adaptación cinematográfica de cualquier novela supone una selección del texto original, cuando se trata de filmar una obra de la magnitud de "¿Arde París?" las dificultades se agravan considerablemente. La multitud de situaciones, personajes y escenarios diferentes que se reparten a lo largo de la novela de Dominique LaPierre y Larry Collins encuentra difícil acomodo entre los márgenes de una pantalla de cine. No en vano la película, cuya duración sobrepasa las dos horas y media, debe dejarse muchas cosas por el camino. O por lo menos esa es la sensación que se tiene durante buena parte del metraje, ya que los personajes y sus motivaciones aparecen abocetados, faltos de información, lo que provoca cierto desconcierto en los espectadores legos en hazañas bélicas.
Carente de un único punto de vista, "¿Arde París?" adopta la forma de un relato poliédrico, en cuyas caras se refleja el acontecimiento histórico y la implicación de sus protagonistas, desde el panadero colaborador con la resistencia francesa hasta el mismísimo führer. La producción del film no escatima en medios ni en actores, así, se pueden descubrir los rostros de Simone Signoret, Yves Montand, Glenn Ford, Kirk Douglas, Jean-Louis Trintignant y un largo etcétera, interpretando brevísimos papeles. Esta idea de hinchar el reparto de la película con nombres de relumbrón puede terminar resultando perjudicial, ya que se corre el peligro de que el público esté más pendiente de ver cuál va a ser la siguiente cara conocida en asomarse a la pantalla, que en los propios personajes. En definitiva, se sacrifica la credibilidad del relato por el elenco de campanillas. Una opción peligrosa cuando es verosimilitud lo que persigue René Clément en el intento de construir una crónica completa de los días previos a la liberación del París ocupado por los nazis.
La película transcurre entre la acción y los diálogos, sin que ambas partes lleguen del todo a compensarse. El guión de Gore Vidal y de un veinteañero Francis Ford Coppola trata de rellenar con estrategias y conspiraciones los huecos que anteceden a la batalla, provocando que la narración gane interés cuando la cámara de Clément desciende de los despachos y se asienta sobre los adoquines de París. El cine sustituye entonces a la literatura y consigue empatizar con el espectador abrumado por los datos históricos.
A través de unas imágenes en blanco y negro cercanas al fotoperiodismo de contienda, el director atrapa la realidad intercalando planos de archivo rodados apenas veinte años antes en las mismas calles. La emoción de muchos figurantes no es fingida, y la ficción coquetea con el documental. Este es el punto fuerte de "¿Arde París?", lo que convierte su primera parte en un largo preludio del momento de la liberación de la ciudad. Clément se recrea para ello en una épica sin heroísmos, que conjuga bien lo doméstico con lo militar y el drama con el humor. Las virtudes de esta última parte alivian las torpezas y los desequilibrios del conjunto, en una película que si bien no demuestra todo el potencial de René Clément como director (se acusan ciertas tosquedades tanto en la planificación como en el montaje), sí logra reconducir las ambiciones de su producción hasta tocar la sensibilidad del público.
A continuación, un extracto de la banda sonora que Maurice Jarre compuso para la película, cuyo espíritu se sintetiza en una marcha militar desplazada por el aire del vals. Que lo disfruten:

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Monstruos University. "Monsters University" 2013, Dan Scanlon

El nacimiento a finales del siglo pasado de los estudios Pixar no sólo revolucionó las técnicas de animación, sino sobre todo obligó a revisar las cotas de exigencia del público infantil, tantas veces maltratado. Desde hacía tiempo, diversión dejaba de ser sinónimo de estupidez, la acción se supeditaba a la trama y se buscaba satisfacer por igual a espectadores grandes y pequeños. En líneas generales, consistía en que el cine familiar recuperase su verdadera acepción.
La irrupción de "Toy Story" en 1995 supuso casi un advenimiento dentro del panorama comercial, cuyo modelo hegemónico, el de los estudios Disney, se amodorraba en sus propios laureles. Después llegaron "Bichos", "Monstruos S.A." y "Los Increíbles", ejemplos de cine de calidad que cimentaron el prestigio de Pixar como fábrica de entretenimiento inteligente.
La respuesta de Disney no se hizo esperar: si no puedes con el enemigo, únete a él. La asociación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento de la animación permitió que Pixar participase del inmenso negocio del merchandising, la publicidad y los parques temáticos del imperio Disney, a la vez que éste renovaba sus viejos méritos y ganaba respetabilidad. Los resultados fílmicos tampoco se devaluaron: "Buscando a Nemo", "Ratatouille", "Wall-E", "Up"... y eso a pesar de los inevitables tropiezos (las dos películas de "Cars").
Transcurridos doce años desde "Monstruos S.A.", Pixar asume el reto de hacer la segunda parte, con los riesgos que esto conlleva: enturbiar el grato recuerdo que dejó la primera y decepcionar al numeroso público que en su día disfrutó con las peripecias de Mike Wazowski y James P. Sullivan. La prueba se supera con creces: "Monstruos University" es modélica en su armazón narrativo y deliciosa en el empaque visual. El guión acude a clichés mil veces vistos para re-interpretarlos como si fuesen nuevos, desarrollando cada una de las situaciones con inspiración y yendo a lo concreto: el crecimiento de los personajes y del argumento. ¿Se puede pedir más? Pues sí: un afilado sentido de la comedia que hará que disfruten a la par los niños y sus acompañantes adultos. En suma, un nuevo acierto que añade brillo al recorrido de una compañía que se ha hecho ya imprescindible en el terreno de la animación.
A continuación, "Day and Night", una de las joyas con forma de cortometraje que Pixar presenta siempre antes de sus películas. Escrito y dirigido por Teddy Newton en el año 2010, mezcla la animación clásica en dos dimensiones con la más moderna, en tres. Una técnica nada habitual en la compañía que dio, no obstante, un magnífico resultado. A la vista está:

    
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Mary and Max. 2009, Adam Elliot

Cuatro cortometrajes. Eso es todo lo que el director australiano Adam Elliot ha necesitado para crear un estilo propio y un universo plagado de lugares reconocibles, personajes cercanos y situaciones con capacidad para conmover sin recurrir a tópicos ni a recursos fáciles. De alguna manera, Elliot ha sido capaz de construir sus propios clichés a base de mezclar humor con marginalidad. Sus personajes están siempre al borde de la locura o directamente afectados por desórdenes del comportamiento. Son individuos que luchan por encontrar su lugar en el mundo, asediados por la soledad, en medio de historias tremendas que Elliot presenta bajo un envoltorio de comedia. Una comedia amarga, llena de negrura y que juega con las expectativas del espectador, obligándole a seguir la trama con una atención cercana a la hipnosis. Esta comunicación que se establece a ambos lados de la pantalla permite que el relato, en un principio bastante oscuro, se vuelva digerible, luminoso, ejemplarizante. Porque además de un magnífico director de animación, Adam Elliot ha demostrado ser un humanista imbatible.
"Mary and Max" es su primer largometraje y la culminación de todo lo hecho con anterioridad. El estilo de Elliot se ha ido sofisticando con los años, dando como resultado un armazón narrativo de suficiente consistencia como para sostener el esmerado acabado visual de la película. Más que un debut, se trata de un ideario, una radiografía, la congregación de los dones de su autor.
A los aspectos técnicos y artísticos de "Mary and Max" se suma la inspiración en el diseño de los personajes y los decorados, de gran belleza, aun cuando Elliot insiste en la sordidez y en la melancolía habituales en su obra. Siendo un film de indudable fuerza estética, ninguno de los elementos formales distrae al público de lo que de verdad importa, que es la historia.
El relato de un niña con problemas afectivos que vive en un pequeño pueblo de Australia y su correspondencia a través de los años con un maduro ciudadano de Nueva York, todavía más necesitado de cuidados que ella, llena el guión de secuencias entre lo terrible y lo sublime. Un difícil equilibrio que el pulso firme de Elliot logra mantener en todo momento, ofreciendo una película genial que consigue instalarse en la memoria de quienes han tenido oportunidad de verla. Porque resulta incomprensible que una joya como "Mary and Max" haya tenido una distribución tan pobre en Europa, y que ni siquiera haya conseguido estrenarse en España. Es por eso que rompo una tradición de este blog y añado un enlace para poder verla. No se arrepentirán.
A continuación, "Brother", el cortometraje que Adam Elliot dirigió en 1998 y en el que mezclaba la fantasía con algunos episodios de su propia vida. La técnica del stop-motion, el empleo de la voz en off, los personajes extravagantes y el humor negro anticipan las líneas maestras de "Mary and Max". Bastan apenas ocho minutos para revelar el talento embrionario de un autor que era capaz de lograr grandes cosas con los recursos mínimos. Que lo disfruten:



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To the wonder. 2012, Terrence Malick

Pocos son los cineastas hoy en día que aborden en sus películas temas vinculados a la religión. Terrence Malick es una de esas excepciones, pues desde el principio su cine ha mantenido una vertiente espiritual más o menos explícita, que no afecta sólo a los argumentos, sino especialmente a su puesta en escena. Es fácil encontrar reminiscencias de episodios bíblicos en sus films ("Malas tierras", "Días del cielo"), así como la presencia en toda su obra de conceptos tan judeocristianos como la pérdida de la inocencia y la expulsión del Paraíso ("El nuevo mundo", "La delgada línea roja") o el conflicto del Creador con su Obra ("El árbol de la vida"). Al igual que sucede con la pintura de Miguel Ángel o con  la música sacra de Beethoven, no es preciso conocer los evangelios para acercarse a la obra de Terrence Malick, pero sin duda resulta útil. El ejemplo más claro de todo esto es "To the wonder".
Ya desde el mismo título, Malick deja clara sus intenciones: se trata de la búsqueda de la pureza por parte del hombre, de la aspiración a un estado superior que de sentido a la vida. El guión ilustra este anhelo mediante dos personalidades en crisis. Por un lado, Ben Affleck interpreta a un personaje que desea amar y que se ve incapacitado para mantener cualquier relación afectiva. Por otro lado, Javier Bardem encarna a un párroco cuya fe se resquebraja. Ambos buscan ayudar a quienes les rodean (los vecinos de una población afectada por filtraciones tóxicas y los feligreses de un barrio difícil, respectivamente), a pesar de lo cual no consiguen establecer empatía ni demostrar amor. Fingen sentimientos como dos autómatas, y la falta de justificación de sus actos les produce un vacío existencial que puede ahuyentar al público desprevenido.
"To the wonder" no es una película complaciente. Habrá quien piense que exige demasiada predisposición, lo que la convierte en un plato difícil de digerir para estómagos habituados al cine pre-cocinado. Malick retoma el fondo y las formas de "El árbol de la vida" y los vuelve más herméticos si cabe, más crípticos. Lo mejor de ambos films es que no necesitan desvelar sus misterios para ser disfrutados: como ocurre con Resnais o con Lynch, basta abandonarse en la butaca y dejarse arrastrar por el torbellino de hermosas imágenes y sonidos que propone Malick, para participar del relato. Más que ningún otro director, Malick hace de su cine una experiencia diferente para cada espectador. Lo que para uno es un discurso poético, para otro es charlatanería pedante, y la exuberancia formal puede ser vista como esteticismo hueco según la mirada. Ojalá se planteasen en las carteleras más debates como estos.
En definitiva, Terrence Malick insiste en su retórica habitual de planos en movimiento, con una cámara que flota entre los personajes al compás de la música sinfónica. Emmanuel Lubezki vuelve a ser un aliado a la hora de ilustrar las ideas del director y de aportar plasticidad y belleza a la fotografía. Lo mismo sucede con el montaje, parte esencial del acabado de las películas de Malick, así como con el sonido, diseñado con inspiración y valentía. Elementos que se conjugan para definir la catequesis particular de este gran autor, un dinamitero que emplea los recursos más alambicados del cine para expresar conceptos esenciales: el ideal religioso del amor, libre, purificador y que exige sacrificios. Amén.
A continuación, un interesante vídeo que muestra las particularidades del trabajo del director durante el rodaje. Por supuesto, Terrence Malick no aparece:

      
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El barón Munchausen. "Baron Prášil" 1961, Karel Zeman

Al igual que hiciera Méliès décadas atrás, Karel Zeman eligió el cine como herramienta para ilustrar los sueños propios y los ajenos. El director checo nutrió su imaginario con una variedad de referencias que van desde el inevitable Julio Verne hasta los grabados de Gustave Doré, pasando por los hermanos Grimm, Cyrano de Bergerac o "Las mil y una noches". La ética y la estética de Zeman estaban más cercanas al siglo XIX que al XX que le tocó vivir, lo que no impidió que desarrollase el oficio de los artesanos antiguos en plena era de la tecnología. Decorados pintados a mano, maquetas, transparencias y algunos de los trucos visuales que ya emplearon los pioneros dan forma a su trabajo. 
Una película como "El barón Munchausen" podía parecer una extravagancia demodé en los recién iniciados años sesenta, y de hecho sigue siéndolo hoy en día. Zeman no engaña a nadie: adentrarse en su obra es como hacerlo en un túnel del tiempo que más que desafiar al calendario, lo que pretende es devolver al espectador al terreno de la infancia. La aspiración de su cine es la de proporcionar una sensación parecida al ensueño.
Como todos sus films, "El barón Munchausen" es una apología del cuento rebosante de humor, un derroche de inventiva cuya carcasa visual termina imponiéndose sobre la narración. Es fácil olvidar las historias que cuenta Zeman, como imposible es no recordar sus imágenes. Este es el cine que imaginaba Platón, el juego incesante de un niño que nunca quiso crecer:

   
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Los descendientes. "The descendants" 2011, Alexander Payne

Alexander Payne es uno de esos cineastas que ejercen como corredores de fondo. Película tras película, con el paso de los años va definiendo una carrera cuyas inquietudes avanzan parejas a la madurez de su estilo. Esto no quiere decir que "Los descendientes" carezca de la frescura de sus obras anteriores, sino que ha adquirido el poso de la novela de Kaui Hart Hemmings en la cual se basa.
El resultado es un film redondo y compacto, un perfecto ejercicio de comedia aplicada al drama y viceversa. El hallazgo de escenificar la tragedia de una madre moribunda en mitad de un paraíso como Hawai está presente en el original literario, paradoja que Payne ha sabido trasladar a la pantalla con el comedimiento que le caracteriza. Sin enfatizar las lágrimas y empleando el humor como cortafuegos, "Los descendientes" consigue mantener el equilibrio durante todo el metraje gracias a su tono mesurado y al trabajo de los actores.
George Clooney resuelve con convicción las dificultades de su personaje, un marido cornudo que trata de solucionar las diferencias con su mujer cuando ésta se encuentra en coma tras un accidente. Conflictos inmobiliarios y de linaje se suman a la relación entre el padre ausente, encarnado por Clooney, y sus hijas díscolas, lo que añade peso a la trama. Con estos ingredientes, un director menos lúcido y menos precavido que Payne hubiese cocinado un plato rico en azúcar, con su moraleja complaciente y su final aleccionador. "Los descendientes" tiene un desenlace y trata de comunicar algo al espectador, la diferencia está en que Payne sirve a sus comensales con respeto e inteligencia, algo no demasiado común en la cartelera predominante. El truco es el de siempre: una narración siempre atenta al desarrollo de los personajes y al servicio de la historia. Voilà. Alexander Payne en estado de gracia.
A continuación, "Arrondissement", el fragmento que cierra la película de episodios "Paris, je t´aime" del año 2006, en la que Payne dejó su impronta. Que lo disfruten:

  
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Escuela de sirenas. “Bathing beauty” 1944, George Sidney

En plena década de los 40, directores como George Sidney contribuyeron a edulcorar las pantallas de cine con productos diseñados para distraer al público de los horrores de la 2ª Guerra Mundial. Elevado el cine negro a categoría de crónica social, otros géneros más amables como la comedia o el musical afianzaron su condición escapista, permitiendo que películas como “Escuela de sirenas” alcanzasen un notable éxito. El objetivo era el entretenimiento sin coartadas ni rodeos, la evasión de los problemas por el precio de una entrada de cine.
En este contexto debe entenderse un film que cuenta, en perspectiva, con pocos méritos. Esbozado a partir de una anécdota mínima, el guión de “Escuela de sirenas” se reduce a una sucesión de números musicales pobremente hilvanados, en los que desfilan algunos exitosos nombres de la época: Xavier Cugat, Harry James o Red Skelton. La MGM muestra su poderío en el espectáculo de variedades y lanza a una estrella incipiente como Esther Williams en su primer papel protagonista. Los que esperen disfrutar de las coreografías acuáticas de la actriz quedarán decepcionados: apenas dos números repartidos al principio y al final de la película congregan a las sirenas del título, lo demás son gags de corte infantil aliñados con entremeses musicales.
El segundo largometraje de Sidney es honesto en su propuesta: aquí de lo que se trata es de vender sofisticación envuelta en primoroso technicolor, el artificio consagrado al paraíso del kitsch. Es por eso que los espectadores que consigan obviar la ausencia de trama y las forzadas interpretaciones podrán encontrar cierto encanto en este delirio camp que garantiza, eso sí, uno de esos números musicales que cimentaron la fama de Esther Williams como sirena del cine. ¿Exageración? Pasen y vean:

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Una pistola en cada mano. 2012, Cesc Gay

Si hay una característica común dentro de las películas de episodios, es la irregularidad. De natural dispares, estas producciones suelen contener historias que alternan la genialidad con la nadería, el hallazgo con el material de relleno. Raras son las veces en las que estos largometrajes fabricados con piezas más pequeñas alcanzan una entidad compacta, coherente, pero hay honrosas excepciones como "Una pistola en cada mano".
El cineasta Cesc Gay recupera el mismo formato practicado en "Hotel Room" y ensayado años más tarde en "En la ciudad", de nuevo con la colaboración de Tomás Aragay en un guión que plantea una sucesión de escenas independientes, con personajes y escenarios variopintos, a la búsqueda un objetivo común: radiografiar las debilidades del macho ibérico, exponer sus miserias dentro de la guerra de sexos irremediablemente perdida.
"Una pistola en cada mano" son cinco ejercicios de diálogo y un epílogo escritos con la lucidez y la naturalidad de quien pone un oído en la calle y otro en la alcoba de sus personajes. Una celebración de la palabra hablada que necesita de unos buenos actores para dotarlas de significado, algo que Gay consigue gracias al largo plantel de rostros conocidos: Ricardo Darín, Luis Tosar, Eduard Fernández, Candela Peña, Javier Cámara... y así hasta una docena de intérpretes perfectos cada uno en su papel.
La película hace sangre: el retrato que ofrece del antiguamente conocido como sexo fuerte resulta demoledor, despiadado. Una galería de fracasados en los que es fácil reconocerse no sin rubor, y que encuentra en la comedia su mejor aliado. La virtud de "Una pistola en cada mano" es por eso testimonial, la de capturar el espíritu escuálido de una generación sin horizontes definidos. Gay supera la hazaña sin recurrir a la floritura: cada plano y cada emplazamiento de cámara está destinado a favorecer la narración de manera sencilla y honesta. Cuando se tiene un guión tan sólido y unos actores tan dispuestos a defenderlo, lo contrario hubiese sido un error.
"Una pistola en cada mano" deberá ser recuperada dentro de algunos años, cuando toque hacer inventario de las incertidumbres, los temores y las derrotas de los hombres que pueblan hoy esta época incierta. Tal vez entonces, Cesc Gay sea reconocido como el cronista de los sentimientos y el director fiel a sí mismo que siempre ha demostrado ser.

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Drive. 2011, Nicolas Winding Refn

Siempre resulta curioso comprobar en qué grado puede transformarse un director cuando hace cine fuera de sus fronteras, qué conserva y qué abandona en su equipaje. O cómo influye el nuevo escenario en su puesta en escena, y de qué manera trabaja con actores de otras nacionalidades, con otros idiomas. La historia del cine está repleta de nombres que mudaron sus cámaras hacia otras tierras. Uno de los últimos ejemplos es el cineasta danés Nicolas Winding Refn, que reinterpreta el sueño americano y lo convierte en pesadilla con "Drive", una prolongación de sus obsesiones cargada de referentes propios y ajenos.
Winding Refn traslada a los Estados Unidos su maleta de violencia y desasosiego, sin que el tránsito resulte extraño. ¿Cómo podría serlo, en el país de las armas de fuego, la pena de muerte y la agresividad como espectáculo? El viaje de Winding Refn es tan natural como enriquecedor. Al fin y al cabo, "Drive" mantiene las claves del género negro tradicional, participando de las mismas sombras y los mismos conflictos que han nutrido multitud de argumentos desde el cine clásico hasta hoy. Melville, Tarantino, Fuller,  Cronemberg o Kitano son los cimientos sobre los que Winding Refn levanta un estilo genuino y muy personal, en el que las alusiones a otros cineastas quedan diluidas por su fuerte temperamento tras la cámara.
La principal baza que maneja Winding Refn en "Drive" es la del tiempo. Un tiempo que se ralentiza y se dilata, que se adelanta y se atrasa enrareciendo la narración y dotándola de una atmósfera inquietante, perfectamente acorde con el carácter del personaje protagonista. Ryan Gosling interpreta a un conductor profesional que realiza todo tipo de encargos, unos legales y otros no, hasta que tropieza con una mujer que introduce la luz en su vida de tinieblas. Surge así la posibilidad de redención, no sin antes salvar los consabidos obstáculos que vendrán a complicar las cosas. Hasta aquí la trama entra dentro de lo normal, el espectador ya la conoce de otras veces. ¿Qué hace pues, de especial, a "Drive"? Aparte de la ya mencionada concepción del tiempo, está la violencia contenida sólo en parte que flota sobre cada una de las escenas, el anuncio de que algo terrible está por suceder. Las premoniciones que anticipa el guión se van concretando hasta desembocar en un tercer acto que es un volcán en erupción. Sólo el lirismo de Winding Refn es capaz de atenuar los estragos que se ven en la pantalla y de hacerlos digeribles: la muerte en la playa, la navaja que es cuidadosamente guardada después del asesinato, la persecución de coches, son mucho más que golpes de efecto o detalles de situación. Winding Refn construye la historia a partir de cosas que vemos y de cosas que debemos imaginar. El paradigma es la indumentaria del héroe fatalista, la cazadora que luce Gosling en determinadas escenas del film. El emblema del escorpión es un símbolo bastante evidente de la naturaleza que el personaje no puede abandonar. Como dice el cuento: él es así.
De alguna manera, "Drive" supone una experiencia reveladora para el espectador dispuesto a participar en el juego brutal y lúcido que propone Winding Refn. Su realización es elegante y sobria, consigue transmitir una serenidad que nunca es estática. La cámara, siempre en movimiento, recrea la misma sensación alucinada de otro conductor legendario, el de "Taxi Driver". Estas impresiones se ven reforzadas por el montaje y por la labor de los actores, plenamente identificados con sus personajes. Gosling está rodeado de un brillante plantel de secundarios, todos ellos magníficos, y por Carey Mulligan, que vuelve a demostrar ser un prodigio de naturalidad y talento.
Los elementos técnicos y artísticos contribuyen a multiplicar la contundencia de una de las películas más estimulantes de los últimos tiempos, constatando el hecho de que algunos directores no merman sus facultades fuera de su territorio, sino que pueden potenciarlas, alterarlas, redimensionarlas. En definitiva, de darles nuevos aires.

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Asesinato en el Orient Express. "Murder on the Orient Express" 1974, Sidney Lumet

"Asesinato en el Orient Express" reúne dos tendencias muy comunes dentro del cine de los años setenta. Por un lado, la vertiente retro que películas como "El gran Gatsby", "Luna de papel" o "El golpe" desarrollaron apelando a la nostalgia por el pasado. Y por otro lado, la reunión de actores de renombre en un mismo plantel que adornó, sobre todo, las producciones de género bélico y de catástrofes. En otro terreno, "Asesinato en el Orient Express" pertenece al tipo de películas denominadas whodunits, en cuyo argumento se plantea un misterio repleto de pistas que se resolverá al final, con todos los sospechosos presentes. En resumen, la clase de historias que hicieron célebre a Agatha Christie y que el cineasta Sidney Lumet llevó a la pantalla adaptando escrupulosamente una de sus más conocidas novelas.
El resultado es bastante más literario que cinematográfico. Ni siquiera el refinado diseño de producción puede evitar la sensación de estar contemplando una postal de colores desvaídos, que conserva cierto aroma antiguo ahogado por la naftalina. La película carece de la frescura de Hitchcock y de referentes como "Alarma en el expreso", adoptando una actitud acartonada, algo grotesca, debido a la caracterización de los personajes. El amplio reparto mezcla las viejas glorias (Bacall, Bergman, Widmark) con estrellas de la época (Finney, Bisset, York, Connery), formando una galería de criaturas extravagantes que encontraría hueco en una comedia absurda, pero que tiene difícil acomodo dentro de la rigidez y del cliché a los que recurre el film. 
Hay, por lo tanto, un desajuste en el tono del relato, demasiado ligero para ser tomado en serio y demasiado contenido para proporcionar diversión. La dirección de Lumet resulta bastante rutinaria, incluso precipitada (la ausencia de contraplanos en algunas secuencias es sangrante), lo que provoca un espectáculo desapasionado, un guiñol vociferante y hueco. Da la impresión de que Lumet relegase sus labores de planificación y puesta en escena por un exceso de confianza en el texto original. El director trata de enmendarse durante la escena final del film, la de la resolución del crimen. Aquí es donde Lumet se comporta como el hombre de cine que es, para rematar su labor de forma honrosa pero tardía. El cadáver de la película para entonces ya está frío, y por muchas vitaminas que se le administren en el clímax, la reanimación es imposible.
En definitiva, "Asesinato en el Orient Express" es un intento fallido de hacer buen cine con la literatura de Christie, que desaprovecha el relumbrón de su elenco de actores y pone en evidencia la irregularidad de un director, Sidney Lumet, capaz de coronar las más altas cimas ("Doce hombres sin piedad", "Punto límite", "Network") y de hundirse en valles como el que representa este film. A pesar de todo, merece la pena recordar sus aciertos:

             
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Clandestino y caballero. "Cloak and dagger" 1946, Fritz Lang

Una de las cualidades de Fritz Lang fue su capacidad para conjugar compromiso político y emoción, primero anticipando los desastres venideros de la 2ª Guerra Mundial en películas como "Metrópolis" o "M. El vampiro de Düsseldorf", y después empleando el propio conflicto como trasfondo en "Los verdugos también mueren" o en esta magnífica "Clandestino y caballero".
El guión sigue la estructura del relato de espionaje para introducir, en el segundo acto, el componente romántico con el personaje interpretado por Lilli Palmer, provocando un eficaz maridaje entre acción y sentimiento, entre drama y suspense.
Gary Cooper encarna con convicción a un científico reconvertido en espía por las circunstancias, en medio de una trama repleta de secundarios jugosos y a través de unos decorados que saben aprovechar al máximo lo ajustado del presupuesto.
El talento de Lang como narrador y su dominio de la puesta en escena hacen de "Clandestino y caballero" un espectáculo elegante y sobrio, de una efectividad que no requiere fuegos de artificio para proporcionar emociones fuertes.
La fotografía de Sol Polito y la partitura de Max Steiner terminan de redondear el conjunto, una película menos reconocida de lo que merece y que demuestra que hubo un tiempo en el que directores como William Wyler, Howard Hawks o Fritz Lang fueron capaces de cavar trincheras con sus cámaras de cine.
A continuación, una de las escenas de acción del film en la que Fitz Lang deja patente su maestría en la planificación y algunas de sus señas de identidad: el empleo del fuera de campo y la riqueza de puntos de vista, agilizados por un montaje dinámico, la iluminación con vestigios del expresionismo que el director nunca llegó a abandonar, el tratamiento de la violencia y el uso de las escaleras no como espacio de transición sino como escenario dramático. Un breve ejemplo de las sorpresas que depara "Clandestino y caballero".

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Searching for sugar man. 2012, Malik Bendjelloul

Historias como la de Sixto Rodríguez piden a gritos ser filmadas. Este cantante pudo haberse convertido, durante la década de los setenta, en una figura referencial de la canción protesta, si su talento natural y su espíritu combativo hubiesen encontrado el eco necesario. En lugar de eso, se estrelló contra un muro de indiferencia que condenó sus composiciones al ostracismo, haciendo verdad el dicho de que nadie es profeta en su tierra. Las extrañas peripecias que sucedieron en los años siguientes conforman el relato de “Searching for sugar man”, un documental que mezcla con inteligencia el retrato social, el cine de género y la investigación periodística.
El director Malik Bendjelloul subraya el misterio que ha rodeado a Rodríguez durante todo este tiempo, dibujando un perfil del personaje que conjuga el rigor con la leyenda. No se trata de una biografía al uso, sino de los avatares de dos melómanos que parten de Sudáfrica tras la pista de una estrella que nunca llegó a iluminarse.
Bendjelloul emplea hábilmente los recursos de la intriga tradicional, mediante una historia que se va desvelando según avanza el metraje. Para ello dosifica convenientemente los elementos del drama y prepara al espectador para un clímax que concentra altas dosis de emoción. Algunas tácticas propias de la ficción (tratamiento visual, montaje enfático, efectos sonoros) consiguen que la veracidad de los acontecimientos alcance, por momentos, el calado del cine épico. Y todo esto sin cargar las tintas ni recurrir al sensacionalismo: la película intercala los consabidos testimonios de quienes han tratado a Rodríguez con escenas de su cotidianidad.
¿Qué hace entonces de especial a “Searching for sugar man”? Aparte de la historia, está su retórica alejada de las convenciones del documental, con largos planos en movimiento ilustrando las canciones de Rodríguez, y esa capacidad para capturar la atmósfera de los barrios más deprimidos de Detroit.
A pesar de que el guión escamotea algunos datos relevantes (¿qué hay de la mujer de Rodríguez? ¿por qué se desecha tan pronto el tema de los royalties?), estas lagunas no afectan al conjunto del film. En realidad, Bendjelloul opta más por el impacto emocional que por la concisión en los detalles. A lo sumo, éstos son considerados un complemento argumental. 
En definitiva, “Searching for sugar man”es una fábula de carácter universal que logra remover las entrañas del público por su humanismo militante y por la sensación de descubrimiento que otorga. Sixto Rodríguez alcanza, de esta manera, un reconocimiento tardío pero necesario. El tiempo siempre pone las cosas en su lugar.
A continuación, "Crucify your mind" de Rodríguez. Para leer la traducción de la letra, activen la opción de subtítulos:

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The Master. 2012, Paul Thomas Anderson

A Paul Thomas Anderson le han llegado a comparar con Scorsese, Altman o Kubrick. Tras quince años de carrera, el director norteamericano está legitimado para ser, ni más ni menos, que Paul Thomas Anderson. Liberado ya de las semejanzas con las que se suele recibir a cada nueva esperanza blanca en Hollywood, Thomas Anderson cumple en “The Master” un ejercicio de auto-afirmación que es a la vez paradigma y quintaesencia de su cine.
Con seis largometrajes a sus espaldas, Thomas Anderson comienza a definir claramente las líneas maestras de un estilo que, si bien es reconocible en lo formal, todavía depara sorpresas en el contenido. Se trata de una filmografía ambientada en épocas y en lugares diferentes, con inquietudes dispersas que bien se podrían resumir en la lucha por alcanzar la libertad individual de uno o más personajes, cuyo grado de extravagancia varía de unas películas a otras. A Thomas Anderson le interesan los seres excepcionales, las historias ejemplarizantes con amplios arcos de transformación. No es un humanista en el sentido estricto, porque los héroes de sus películas lo son a su pesar: son personajes fronterizos, con un pie en la predestinación y otro en la lógica, ambos asentados sobre arenas movedizas. “The Master” no es una excepción.
Para empezar, cuenta con un protagonista cuyas posibilidades de empatía se reducen al mínimo: perturbado, violento, maníaco sexual y de hábitos compulsivos, es el resultado de una familia disfuncional cuyas patologías han sido agravadas por el combate en la 2ª Guerra Mundial. En definitiva, el conejillo de indias perfecto para una secta como la liderada por el otro protagonista del film, el dirigente de una iglesia que experimenta con las supuestas vidas pasadas de sus feligreses, a la sazón clientes.
El choque de trenes que supone el encuentro entre estas dos criaturas extremas ofrece un relato de gran contenido dramático, que deja generosos espacios para la ironía y la mordacidad propias de Thomas Anderson. “The Master” ilustra el tipo de relación alumno-maestro tan del gusto del autor de “Pozos de ambición”, a través de los personajes interpretados por Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman. El primero realiza un trabajo esforzadísimo, basado en la fisicidad y en la mímesis de referentes animales, sobre todo simios. El segundo asegura su puesto en el Olimpo de los grandes actores que ocupa desde hace tiempo, gracias a una encarnación prodigiosa, con unos recursos interpretativos y una concisión que desborda los límites de la pantalla. Mención especial merece también la actriz Amy Adams, cuya hazaña consiste en no quedar ensombrecida por el talento de Seymour Hoffman y de darle la réplica con extraordinaria solvencia.
Los tres actores magnifican las virtudes de un guión que, no obstante, establece algunas dudas. Hay personajes cuyo perfil y actitudes no quedan del todo definidos (los hijos de Seymour Hoffman, con sus respectivos conatos de rivalidad y seducción), o algunas lagunas de información respecto a los problemas legales y financieros de la secta. Estas debilidades, que podrían minar la credibilidad de cualquier película, contribuyen a reforzar la atmósfera enrarecida, casi de ensoñación, que flota sobre "The Master". El don de Thomas Anderson es el de la narrativa hipnótica, provocada por una realización majestuosa, muy inspirada, que saca el mejor provecho de la fotografía rebosante de plasticidad y del cuidado diseño de producción. 
El montaje y la banda sonora completan el perfecto acabado de esta película llamada a  instalarse en la memoria del espectador. Detrás de su aspecto de gran producción de Hollywood, "The Master" es una propuesta que bordea la radicalidad, por sus riesgos argumentales y por el espíritu al que se adscribe. Se trata de una película libre, dotada de  una serenidad salvaje siempre a punto de reventar en cada escena.
El desenlace, con el protagonista escapado de los dogmas y de las supersticiones de la secta, desecha las convenciones en favor de la paradoja: Vemos a Joaquin Phoenix al borde del mar (la simbología manda), con su libertad recuperada, una libertad solitaria y doliente, pero libertad al fin y al cabo. Semejante triunfo aparece retratado con una languidez que contrasta fuertemente con los quiebros y sobresaltos de lo visto anteriormente. Es como un jarro de agua que apaga la mecha prendida, lo que puede desconcertar al público que aguardaba el estruendo de los fuegos pirotécnicos. Desde el fondo de la pantalla, Paul Thomas Anderson parece decir: Esta tal vez no sea la película que esperabas, pero es la que yo quería hacer. Bendito sea, y por muchos años.

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Diamond Flash. 2011, Carlos Vermut

Uno de los personajes de “Diamond Flash” dice en determinado momento: El problema de la gente, en general, es la necesidad que tiene de comprenderlo todo. Esta parece ser la consigna que Carlos Vermut hace extensible al público de su película. Por eso conviene acercarse a ella con la mirada limpia, soltando el lastre acumulado por tantos y tantos visionados, para tratar de olvidar los parámetros habituales con los que suele codificarse el cine. De otra manera, la sensación de desconcierto puede bloquear la percepción del film.
Para empezar, “Diamond Flash” no atiende a una narrativa convencional. Aquí no importan los hechos, sino sus consecuencias. Las diferentes historias que plantea el argumento están bien avanzadas cuando comienza la película, y aunque parezca lo contrario, obedecen a una lógica interna que el público va desentrañando según avanza el metraje. “Diamond Flash” son, en realidad, dos películas: una que se ve en la pantalla y otra que sucede en la cabeza del espectador. Algunas veces ambas películas conviven, otras no, provocando un estimulante ejercicio de hipnosis.
Con una producción austera que convierte en virtud la limitación de medios, Vermut es capaz de crear una atmósfera muy particular, casi ascética. La narración avanza con sosiego a lo largo de grandes bloques, cada uno con un clímax de la contundencia de una patada en el estómago. A veces desde el humor y a veces desde la tragedia, siempre desde el extrañamiento, Vermut plantea situaciones sin principio ni final, hace aparecer y desaparecer personajes, crea un tiempo raro en cuya quietud se agazapan la pulsión y la violencia. Todo ello a través de una estructura episódica cuya secreta ligazón oculta un misterio que se desvelará –sólo en parte- al final.
Hay  mujeres maltratadas, pedófilos, secuestradores, un super-héroe. Semejante fauna encuentra acomodo en los diálogos de Vermut, que insiste en tratar lo excepcional desde lo cotidiano. Apenas sabemos nada de estas extrañas criaturas,  y quizás por eso no podemos dejar de escucharlas. Porque “Diamond Flash” es una película de actores, un retrato coral de la desesperación magníficamente interpretado. Son rostros desconocidos con el talento suficiente como para hacer creíbles las motivaciones y los fracturas de sus personajes.
Vermut aplaca los excesos del guión mediante un estilo frío y distante que más que contener el melodrama, lo hace soportable. “Diamond Flash” fuerza sus propias expectativas y adentra al espectador por terrenos inexplorados. Se pueden reconocer ecos de Lynch, Kim Ki-duk, Haneke, del cómic y del teatro, pero Vermut demuestra poseer una personalidad que imprime en cada fotograma, un sello basado en el salto mortal sin red debajo. No se trata, desde luego, de una película para todos los públicos. Satisfará a un grupúsculo de irredentos que va a encontrar en esta película, por fin, sus plegarias atendidas. El cine español, tan poco dado a las transgresiones, tiene así su nueva obra de culto. El debut de un director llamado a sacudir el polvo de todas las convenciones. Bienvenido sea.
A continuación, el cortometraje “Don Pepe Popi”, que Carlos Vermut rodó en 2012 con el dúo cómico Venga Monjas. Humor amargo y situaciones llevadas al límite, en una pequeña pieza donde se concentra el particular universo de su autor. Que lo disfruten:

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The Brown Bunny. 2003, Vincent Gallo

Vincent Gallo parece empeñado en dilapidar los afectos cosechados con "Buffalo ´66". Cinco años después de su opera prima, Gallo escribe, produce, dirige, interpreta y monta "The Brown Bunny",  considerada en su momento por algunos críticos como la peor película estrenada nunca en el Festival de Cannes. Los motivos aducidos eran una monótona sucesión de planos de carretera, con una escena de sexo explícito al final.
El escándalo estaba servido, y empujó levemente la promoción de una película que era difícil de distribuir. Lo que es evidente es que "The Brown Bunny" no es un producto diseñado para tener éxito, incluso puede apreciarse cierta voluntad de rehuirlo. En líneas generales, se trata de una pieza de cámara hecha de forma casi artesanal, con un equipo mínimo de rodaje a modo de guerrilla. Una obra experimental que parece fabricada con los descartes de otras películas. Es como si Gallo hubiese encontrado en su mesa de montaje fragmentos de un documental sobre motociclismo, imágenes de una road movie y alguna escena de una película porno. El footage resultante sería "The Brown Bunny".
Si el espectador consigue olvidarse de los comentarios atronantes y de la mojigatería de algunos críticos, es probable que pueda apreciar este pequeño ejercicio de estilo en el que Gallo radicaliza sus propuestas hasta límites peligrosos. El director se revela como un kamikaze que pone a prueba las expectativas del público, a fuerza de manejar las introspecciones de un alma torturada. Gallo vuelve a encarnar el dolor anestesiado por los recuerdos de una pérdida. 
Los dos primeros tercios de la película asistimos a su deambular por kilómetros infinitos de carretera, dejando atrás ciudades bajo una tristeza reconocible: cualquiera que haya sufrido el abandono identificará ese estado hipnótico que proporcionan las imágenes del film. Los encuentros del personaje con diferentes mujeres van sembrando pistas sobre las razones de su amargura, desveladas sólo al final. 
El último tercio de "The Brown Bunny" en la habitación del hotel está sobredimensionado por la tan cacareada escena de la felación, sin embargo, hay un diálogo previo y otro posterior mucho más impactantes a nivel dramático. La aparición del personaje interpretado por Chloë Sevigny permite que el soliloquio mudo del protagonista pueda exteriorizarse, arrojando luz sobre todo lo visto anteriormente. El clímax del relato justifica y da sentido a la aridez inicial del metraje, transformando la escena de sexo en un grito de auxilio, una catarsis.
"The Brown Bunny" plantea también un juego formal, a base de recrear las texturas propias de una producción amateur de los años setenta. Gallo arriesga con los encuadres y emplea la música como elemento catalizador de las desdichas de su personaje. Capaz de convencer a unos pocos y de irritar a la mayoría, Vincent Gallo tiene la virtud de no repetir fórmulas ni de apostar sobre seguro. Su carrera como director demuestra no seguir más guías que las del instinto, la prueba es esta película que parece hecha para el fracaso. Es la paradoja de quien ejerce el oficio de artista maldito, exhibiéndose para ser dilapidado. Por eso resulta imposible disociar la obra del autor, y por eso conviene reconocer al menos el carácter transgresor, casi suicida, de una película tan profundamente triste como "The Brown Bunny".



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