La chica que saltaba a través del tiempo. “Toki wo kakeru shoujo” 2006, Mamoru Hosoda

Nueva adaptación de lo que es ya una novela de referencia dentro de la literatura fantástica en Japón, “La chica que saltaba a través del tiempo”, esta vez de la mano de Mamoru Hosoda. El director nipón traslada el protagonismo de la historia hacia el personaje de una adolescente que descubre su capacidad para realizar saltos en el tiempo y poder así alterar el devenir de unos acontecimientos que se ven reflejados en la pantalla con sorprendente naturalidad.
La habilidad de Hosoda es la de retratar la rutina de una etapa biológicamente convulsa, acercándose a sus personajes con cariño y con respeto, a través de una mirada atenta a los detalles que a la vez demuestra un gran poder de sugerencia, provocando que el texto y el subtexto de la trama participen el uno del otro sin tropiezos ni interferencias. Semejante derroche de naturalismo sirve como marco para una historia eminentemente fantástica, lo que provoca un contraste de géneros que convierte a la película en algo muy especial, en una experiencia alucinatoria y gozosa que captura al espectador no agarrándole por el cuello, sino tomándole de la mano y conduciéndole hasta lugares de los que le costará marcharse una vez terminada la proyección. Esa voluntad de fascinar sin estridencias da como resultado un relato intimista de tono agridulce, una joya de la animación capaz de seducir tanto en lo visual como en lo narrativo recurriendo por igual al drama y a la comedia, al ensueño y a la crónica, a la magia y a la realidad de un mundo, el de la adolescencia, que este film recupera en espíritu de forma prodigiosa.
En el aspecto estético, “La chica que saltaba a través del tiempo” insiste en las pautas habituales de la animación japonesa: líneas claras y diseños sencillos para los personajes, en unos decorados hiperrealistas que cuentan con un tratamiento de la luz muy pictórico del cual Hosoda extrae el máximo partido. Su planificación es elegante y dinámica, y recurre al montaje de manera inteligente para dotar de trasfondo y de significados nuevos a las imágenes del film. Basta la pequeña secuencia que puede verse a continuación para comprobar cómo Hosoda juega con el encuadre y la composición para obtener un resultado descriptivo en la forma y expresivo en la emoción. Nada más y nada menos.


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La vida útil. 2010, Federico Veiroj

Resulta difícil para el cinéfilo vocacional permanecer ajeno al influjo breve y sencillo de esta película. Y eso que “La vida útil” hace méritos para mantenerse alejada del espectador, tal es la aridez y lo parco del relato. Planteada como un ejercicio de minimalismo, la historia sigue los pasos de uno de los encargados de la cinemateca de Montevideo cuando la institución vive sus peores momentos. En ese sentido, la película funciona como una loa a la precariedad, lo que termina impregnando cada imagen del film: rodada en blanco y negro con una producción espartana, el eco de Jim Jarmusch y de Aki Kaurismäki resuena en algunos rincones de “La vida útil” apuntando, más que estableciendo, las comparaciones. Porque Federico Veiroj poco tiene que ver con el cineasta norteamericano y con el finlandés, a pesar de que comparte con ellos cierto gusto por la contemplación y por dotar de contenido los tiempos muertos de sus películas. La diferencia es que Veiroj carece de esa dialéctica del hastío a la que aspira “La vida útil” y no consigue transmitir la sensación de devenir que el film demanda para no terminar siendo, en sí mismo, aburrido.
El resultado tiene una apariencia en exceso amateur, y a pesar de las buenas intenciones y del interesante planteamiento de la historia, Veiroj cae víctima de su propia alegoría hasta completar una película que parece siempre incompleta, al borde del esbozo. Sin embargo, el principal problema de “La vida útil” es la improbable empatía con el personaje protagonista. Y no es que Jorge Jellinek no sea un buen actor, que no lo es, sino que la morosidad del tono del film contrasta mal con cierta tendencia a la sobreactuación que padece Jellinek. Este y otros impedimentos hacen de “La vida útil” una película fallida que, paradójicamente, el cinéfilo convencido seguirá con interés hasta el final esperando una mejoría que llegará, pero demasiado tarde. En el último tercio del film la narración eleva el vuelo y “La vida útil” se vuelve de verdad útil, pero para entonces quedan demasiadas esperanzas frustradas por el camino tras un corto pero decepcionante metraje.

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The artist. 2011, Michel Hazanavicius

“The artist” supone todo un paradigma dentro del constante revisionismo al que se ve sometido el cine, un ejercicio de nostalgia que rinde pleitesía nada menos que al cine mudo, del que adopta no sólo las formas sino también el espíritu. Y es que en estos tiempos de culto al 3D y de circo tecno-ilógico, hace falta valor para asumir el reto de realizar una película siguiendo las mismas pautas de cien años atrás, cuando las imágenes eran silentes y el color sólo un espejismo en la pantalla. La habilidad del director y guionista Michel Hazanavizius es haber encontrado una historia que, si bien cuenta con referentes directos (“Cantando bajo la lluvia” y, sobre todo, “Ha nacido una estrella”) consigue que tanto el contenido como su aspecto formal guarden una relación tan estrecha que resulta imposible disociar uno del otro. Es por eso que la aspiración de Hazanavizius no se queda en el simple homenaje sino que va más allá, trascendiendo el ejercicio de recreación del cine mudo por el de la creación sin más, gracias a un clasicismo imperecedero y a una puesta en escena en la que conviven con naturalidad lecciones académicas con destellos de inspiración, funcionalidad con frescura.
La combinación de géneros entre el drama y la comedia, aderezados por un ritmo de gran fluidez narrativa en la que la banda sonora cumple un papel determinante, hacen del film una experiencia gozosa capaz de satisfacer a creyentes y profanos.
Las interpretaciones de la pareja formada por Jean Dujardin y Bérénice Bejo insuflan vida a una película que sobre el papel se ofrecía como un proyecto suicida y que en la pantalla termina resultando un milagro en movimiento, la invocación de sagrados nombres como Griffith, Chaplin o Lubitsch del modo más sincero y honesto.


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