El fotógrafo del pánico. “Peeping Tom” 1960, Michael Powell

Las películas, igual que las personas, admiten descendencia. Una de las filmografías más fecundas es la de Alfred Hitchcock, director de prodigiosa fertilidad que ha influido en generaciones de cineastas dejando una multitud de vástagos, unos reconocidos y otros no, unos obedientes y correctos, otros irreverentes, malhablados y extravagantes. Así, se podría decir que “El fotógrafo del pánico” es el hijo retorcido y procaz de “La ventana indiscreta”. Ambos films son tratados sobre la escopofilia, disecciones del voyerismo llevado hasta sus últimas consecuencias. La diferencia es que en la película de Michael Powell, el mirón coincide con el asesino, lo que riza el rizo de la patología aplicada al drama criminal.
Vilipendiada e incomprendida en su época, “El fotógrafo del pánico” se erige hoy como un volcán de ideas de extraordinaria potencia, una obra excesiva e inspirada, hermosa y terrible sobre las esquinas más torturadas del alma humana. La historia de un hombre reprimido que sólo encuentra satisfacción observando el miedo ajeno, contiene la turbiedad suficiente como para desvelar los sueños más cándidos, sin embargo, Powell consigue el milagro de que su perversa criatura resulte cercana (la coartada freudiana siempre ayuda). La ajustadísima interpretación de Carl Boehm tiene mucho que ver en ello, además de un guión que combina el rigor de la trama policial con el simbolismo (la vecina ciega, por ejemplo) y la ensoñación.
El refinamiento formal de “El fotógrafo del pánico” es sólo comparable a la sofisticación de su argumento, un salto al vacío del que logra salir indemne. Al igual que Hitchcock, Powell resuelve in crescendo la demencia acumulada desde la primera escena, hasta concluir en un delirio sadomasoquista de brillante coherencia narrativa, un sacrificio en el que el verdugo se convierte en víctima para alcanzar la consumación sexual de los dos amantes imposibles. Y todo esto se muestra en la pantalla sin asomo de escabrosidad, rehuyendo la sangre y lo desagradable. Ahí reside la virtud de una película que esconde todo su impacto en el subconsciente del espectador, por eso la analogía del voyerismo con el hecho fílmico resulta apasionante y reveladora. “El fotógrafo del pánico” trata de un psicópata, pero es también una parábola sobre el cine, sobre la compulsión por captar imágenes para reinterpretar el mundo y las pasiones del que mira, del cineasta. Michael Powell se atrevió a ir un paso más allá y eso le costó apuntalar prácticamente su carrera con este film valiente y lúcido, un ejercicio libérrimo de amor al cine.
A continuación, una recopilación de algunos ilustres “Peeping Tom” en el cine, cortesía de La bobina de Pandora. Agudicen la mirada y disfruten:


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El niño de la bicicleta. “Le gamin au vélo” 2011, Jean-Pierre y Luc Dardenne

Cronistas del lado menos amable del estado del bienestar, los hermanos Dardenne continúan diseccionando las historias y los nombres que aparecen detrás de las estadísticas de sucesos. Familias desestructuradas, los estragos del desempleo, la inseguridad… todos esos problemas siguen presentes también en esta película, sin embargo, “El niño de la bicicleta” contiene algunas variaciones respecto a anteriores films de los Dardenne. Entre las rendijas de su celuloide seco y austero se cuela algún rayo de esperanza, un aliento de optimismo que, ahora sí, no desemboca en fatalidad. ¿Significa esto algún tipo de concesión o ablandamiento, han bajado la guardia los vigías de la conciencia social en Europa? De ninguna manera, más bien puede decirse que los Dardenne reservan en esta película espacios para el consuelo, sin caer por ello en la moraleja ni en el mensaje aleccionador. Dicho en términos musicales, se trata de variaciones sobre un mismo tema: el rechazo que lleva a cabo el sistema sobre determinados individuos que están condicionados por su entorno y procedencia. Con estos hilos se pueden coser pocas comedias, así que los Dardenne, conscientes de que el melodrama conlleva ciertos clichés con los que ellos no comulgan (rasgos estilísticos propios, subrayados musicales, narración enfática) recurren al modo documental no sólo buscando credibilidad, sino potenciando sobre todo el acercamiento con el espectador. Éste se sentirá afectado pero no agredido por cuanto sucede en la pantalla, y así, también en “El niño de la bicicleta” se obra el milagro del realismo atento y concienciado, nunca concienciador.
Los cineastas belgas invocan el espíritu de Antoine Doinel, y lo suben a una bicicleta para escapar del destino fatal al que parece abocado. Pero que nadie espere finales felices. Esos aparecen en otras películas lejos de la órbita de los hermanos Dardenne.




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Stella. 2008, Sylvie Verheyde

Las películas que reflejan el tránsito de la niñez a la adolescencia, con toda su experiencia iniciática de madurez y descubrimiento, suponen un género en sí mismo dentro de la cinematografía francesa. A los nombres de Carné, Truffaut, Malle o los Dardenne, se debe sumar el de la directora y guionista Sylvie Verheyde, que con “Stella” realiza un ejercicio de catarsis cinematográfica a la vez que dibuja un retrato sincero y emocionante de ese desastre maravilloso que es la juventud.
Verheyde demuestra su capacidad para trasladar entornos y personajes creíbles a la pantalla a través de un guión en apariencia sencillo, plagado de situaciones que se mueven entre el costumbrismo y el drama, pero que esquiva en todo momento cualquier atisbo de nostalgia o de sordidez. Y eso que lo que cuenta “Stella” permanece atento a las clases sociales más indefensas y castigadas de la Francia de los años setenta, situaciones que Verheyde recrea con la luz precisa y exhibiendo una especia de conciencia de clase, de orgullo obrero que no parece nunca impostado. El respeto por unos personajes a los que Verheyde nunca llega a juzgar permite que las imágenes del film no se hundan en la ciénaga de lo condescendiente o de lo morboso, muy al contrario, “Stella” es directa sin dejar de ser elegante, es triste y esperanzadora, es sensible y dura como la mirada de Léora Barbara, la niña protagonista, cuya excepcional interpretación pone cara y gestos a la incertidumbre de la temprana adolescencia. Ella y el resto de actores de “Stella” insuflan verismo a una larga lista de personajes que hacen de esta película un valioso ejemplo de honestidad y de belleza natural. Sin fingimientos ni maquillajes innecesarios. Como la propia Stella.

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Howl. 2010, Rob Epstein y Jeffrey Friedman

Después de una exitosa trayectoria como documentalistas, los directores Rob Epstein y Jeffrey Friedman afrontan su primer largometraje de ficción sin abandonar la perspectiva histórica ni la referencia biográfica que supone elegir como personaje a Allen Ginsberg, uno de los poetas más destacados de la generación beat. Los avatares y el proceso judicial derivado de la publicación de su poema “Aullido”, un largo grito de rebeldía en el cual el autor hizo un doloroso examen de conciencia para escarnio de censores y bienpensantes, sirve como base argumental para una película que trata de establecer diferentes niveles:
Por un lado, la causa inquisitorial del juicio, cuya función es trazar un mapa de situación respecto a la época y el contexto en el que fue escrito el poema. Por otro lado, la entrevista en paralelo que un periodista invisible realiza a Ginsberg, con una finalidad claramente testimonial, de retrato íntimo del personaje. Y por último, las imágenes que sirven para ilustrar algunos pasajes del famoso poema, empleando el recurso de la animación.
Estas tres partes aparecen bien diferenciadas y se alternan en la narración, completándose unas a otras y dibujando, en sí mismas, un perfil del poeta que se aleja de la biografía al uso. A pesar de todo, el guión de “Howl” resulta insistente, peca de cierta reiteración según transcurre el metraje y llega a caer en un tono discursivo que está a punto de arruinar una película a la que hay que reconocer, no obstante, su voluntad de escapar a las convenciones del género hagiográfico.
La dirección de Esptein y Friedman tiene buen cuidado de no cometer excesos ni supeditarse a los encantos de la trama, manteniendo una corrección apenas truncada por las escenas de animación. Los versos de “Aullido” quedan traducidos en un auténtico derroche de imaginería visual, un festival de simbolismo en ocasiones algo simple, obvio. Por lo demás, los directores de “Howl” saben perfectamente sobre qué hombros descansa el peso de la película y por eso permiten que James Franco haga suya la figura de Allen Ginsberg, elaborando el retrato de un personaje complejo y fascinante, que el actor encarna con excelencia.


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