Dos días, una noche. "Deux jours, une nuit" 2014, Jean-Pierre y Luc Dardenne

Película tras película, los hermanos Dardenne van haciendo inventario de los males que aquejan a la sociedad de mercado. En Dos días, una noche los directores belgas ponen su punto de mira en las condiciones laborales y en las tácticas de las empresas para obtener beneficios a costa de los derechos de los trabajadores. Como en anteriores films, Jean-Pierre y Luc Dardenne saben azuzar la conciencia del público sin necesidad de recurrir a soflamas ni pancartas, a través de un discurso tan sereno como combativo. En lugar de prender mechas explosivas, la insurgencia que propone su cine trata de preservar el calor del fuego. De una manera discreta pero segura.
Para ello, los Dardenne se valen de un equipo de rodaje ligero. Sobran las grúas, los travellings y las grandes estrellas... al menos hasta la fecha. En Dos días, una noche la actriz Marion Cotillard reduce sus honorarios para participar en una película que no busca al gran público, sino a los espectadores adecuados. Su interpretación de una mujer que lucha por mantener el puesto de trabajo es de las que marcan huella en cualquier filmografía: precisa, veraz, emotiva, valiente... pocos adjetivos hacen justicia a la labor de esta actriz que consigue no parecerlo.
Dentro del conjunto de la obra de los Dardenne, Dos días, una noche supone la continuidad de una forma de hacer cine que ha reportado prestigio a sus autores. La cámara sigue estando a la altura de los ojos de los personajes, no se acusan golpes de efecto ni aditivos que traicionen el estilo forjado a lo largo de nueve largometrajes. Apenas hay dos momentos musicales en toda la trama, ambos diegéticos, los únicos que permiten un respiro para tomar aliento. El resto del metraje supone un tour de force dramático tras los pasos de Sandra, la protagonista encarnada por Cotillard, en cuyo rostro sin maquillaje se dibuja el gesto del desamparo. El mismo que cubría la cara de Antonio en El ladrón de bicicletas y de Qiu Ju, una mujer china. Viejas rabias en tiempos modernos. Necesitamos cronistas como los hermanos Dardenne, para combatir los discursos oficiales y para comprender que también el cine puede ser un arma cargada de futuro.
A continuación, Dans L'Obscurite, el cortometraje que Jean-Pierre y Luc Dardenne filmaron en 2007 para la película colectiva A cada uno su cine. Un hermoso y breve homenaje a la figura de Robert Bresson. Que lo disfruten:

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Juárez. 1939, William Dieterle

Es fácil sentirse apabullado por los títulos de crédito de Juárez: producción de Hal B. Wallis, dirección de William Dieterle, John Huston en el guión, interpretaciones de Paul Muni, Bette Davis, John Garfield... una lista de nombres que haría soñar al más escéptico. El resultado, sin embargo, ofrece algunas dudas.
La mezcla de pulso narrativo y de cuidado estético define buena parte de la carrera de Dieterle, considerado por la Warner como un valor seguro a la hora de trasladar a la pantalla la vida de personajes ejemplares (Louis Pasteur, Émile Zola). En 1939 le tocó el turno a Benito Juárez, héroe revolucionario y presidente de México que contribuyó a la consolidación de la república en el siglo XIX. La película no es una biografía al uso, sino el relato de los acontecimientos que llevaron al archiduque Maximiliano de Austria a erigirse como emperador de México, y el enfrentamiento entre ambos mandatarios. La película contiene elementos suficientes para transmitir emoción: el drama de una mujer que no puede ofrecer descendencia al emperador, la épica de los ideales en combate, el mensaje de paz y concordia... Dieterle reviste todo este material de referencias literarias y pictóricas, agravando el peso del film mucho más de lo debido.
Juárez aspira a ser una película seria, tal vez demasiado. El lenguaje es tan recargado que elimina cualquier asomo de naturalidad en los diálogos, recitados por los aplicados actores con más esmero que convicción. Muni, Davis, Brian Aherne y el resto del reparto resuelven sus papeles con eficacia, pero chocan con el muro de la afectación que invade el film. Todo en Juárez resulta grave y trascendente, cada escena está atravesada por la solemnidad, lo que resta credibilidad al conjunto. En ocasiones se tiene la sensación de estar asistiendo a un hermoso libro de estampas históricas, más que a la pulsión de una obra cinematográfica.
Como es habitual en Dieterle, el acabado formal es impecable. La fotografía de Tony Gaudio refuerza las composiciones visuales, en prodigiosos blanco y negro. La película tiene ritmo, es fluida y se sigue con interés, pero requiere cierta predisposición del espectador para participar en el juego. Se trata de un pacto entre el director y el público consistente en intercambiar una lección acelerada de historia por el aprecio a los esfuerzos de la producción. La caracterización de los personajes, el diseño de decorados, la puesta en escena, la planificación... cada elemento está cuidado al detalle, pero a veces no basta sólo con eso. También hace falta chispa, ingenio, eso que se denomina alma en cualquier expresión artística. Como el momento en el que Bette Davis se adentra presa de la locura en la oscuridad de un pasillo del que no volverá a salir cuerda, o el fusilamiento de los rebeldes calcado del famoso cuadro de Goya. Destellos de vida en una película constreñida por la relevancia de lo que se narra.
En su beneficio, debe señalarse que lo mejor de Juárez es su equidistancia: el director evita emitir juicios ni tomar partido, una tentación demasiado común en este tipo de películas que sitúan los ideales en las trincheras. Se podría definir como un producto perfectamente diseñado para fabricar emociones y posicionamientos. Sobre el papel, el film aspira a ser una gran obra en la que se conjugan historia, drama y compromiso. Tal vez ahí resida su problema, en que pretende ser demasiado grande.
A continuación, la obertura que Erich Wolfgang Korngold compuso para la banda sonora de Juárez. Un derroche sinfónico que expresa la magnitud dramática del relato, pura dinamita emocional hecha música. Que lo disfruten:

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Super 8. 2011, J.J. Abrams

Lo malo de los homenajes es que suelen llegar, por lo general, demasiado tarde. Así que lo mejor es otorgárselos uno mismo. La productora Amblin rinde tributo a su propia trayectoria y al cineasta que fundó la compañía, Steven Spielberg... quien a su vez ejerce de anfitrión. Lo que podría parecer un ejercicio de autobombo es, en realidad, una pieza más del engranaje que mueve la operación nostalgia de los últimos tiempos, esa que afecta por igual a la moda, la música y el cine.
Super 8 es un producto diseñado para atraer a las taquillas al público nacido en los años setenta, quienes reconocerán entusiasmados las referencias a la obra de Spielberg como director (Encuentros en la tercera fase, E.T.) y como productor (Gremlins, Los Goonies). Lo que depara Super 8 es la recreación de unas sensaciones asociadas a la infancia, el asalto infalible a la emoción. Para ello se ha contado con un alumno aplicado que, al igual que Spielberg, adquirió relevancia en la pequeña pantalla: J.J. Abrams. Nadie más adecuado. Queda comprobada su capacidad para asimilar materiales ajenos y su idolatría militante al servicio de rentables franquicias (Misión Imposible, Star Trek, Star Wars), lo que le convierte en el director idóneo para perpetuar el legado de su mentor. Abrams carece del ingenio del primer Spielberg, no alcanza sus hallazgos visuales ni su pulsión narrativa, pero se revela como un discípulo atento y concienzudo.
La película supone un magnífico divertimento: el guión fluye con ritmo, cuenta con un esmerado diseño de producción y con un reparto acertado de nombres en su mayoría desconocidos. Super 8 conserva la misma atmósfera que sus antecesoras tanto en la forma como en el contenido, sólo cabe lamentar cierta herencia televisiva del director a la hora de establecer la relación entre los personajes, con una abundancia de planos medios y de primeros planos. Por lo demás, el film consigue lo que pretende: 105 minutos de entretenido espectáculo y una apelación a la nostalgia que ablandará el corazón de los espectadores que rebasen la treintena.

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Boyhood. 2014, Richard Linklater

Resulta difícil hablar de Boyhood en términos estrictamente cinematográficos, sin caer en la divagación ni en la verborrea filosofante. Es lo que sucede con el paso del tiempo, que puede perderse mucho tiempo reflexionando sobre él. Richard Linklater abordó el tema en la trilogía que comenzó con Antes del amanecer y que concluyó, veinte años después, con Antes del anochecer. En Boyhood, la experiencia se comprime en una sola película rodada a lo largo de doce años, un ejercicio proustiano que tiene la virtud de materializar la ambición de su idea con exquisita sencillez.
Linklater demuestra que se puede ser trascendente recurriendo a la cotidianidad y al retrato de costumbres. Se podría decir que Boyhood es al cine lo que Our town al teatro: el reflejo de una época y de una generación a través de personajes corrientes con los que es fácil sentirse identificado. El rostro del protagonista abre y cierra la película, dos planos separados por una docena de años en los que se aprecian los mismos ojos con distintas miradas. La primera contiene la inocencia de la infancia a la que alude el título. La última mirada del film anuncia la madurez y el despertar a la vida adulta. En los dos extremos de ese tránsito también encontramos dos mujeres: al principio, la madre experta en malas decisiones que borda Patricia Arquette. Al final, una novia inminente que deja al espectador con ganas saber más. Y es que los 166 minutos que dura la película se hacen cortos, porque en ellos fluye la narración y la ficción se convierte en experiencia.
La belleza de Boyhood reside en el diálogo directo con el público, en la manera de no menospreciar a su audiencia con efectos de guión ni fáciles recursos dramáticos. Linklater establece una comunicación sentimental con el patio de butacas, contando lo mismo que suelen contar las películas de iniciación más convencionales (el descubrimiento del amor, la relación con los padres, el ensayo del triunfo y la derrota...) pero sin aspavientos. La narración de Boyhood parece construida con los descartes de otras películas y teleseries mil veces vistas antes, con el material que les sobra a esos directores que confunden la realidad con el aburrimiento. Richard Linklater también ha incurrido en estos pecados a lo largo de su filmografía, por eso, Boyhood parece más una apuesta personal y un experimento afrontado desde el guión, la dirección y la producción, que un mero artefacto de estudio.
La delicadeza y el gusto por el detalle que demuestra Linklater logra conmover por su discreción, como si durante toda la película se estableciese un lenguaje secreto que atraviesa la pantalla. A la manera de Ozu o Ford, el cineasta norteamericano alcanza la profundidad desde la superficie, sin tomar atajos y sin falsas pretensiones. Un ejemplo es la escena en que la familia debe mudarse de domicilio por enésima vez, y la madre pide ayuda a los hijos para adecentar la casa antes de marcharse. Mason, el niño protagonista, se dispone a ocultar con pintura los desperfectos de las paredes y los roces en los marcos de las puertas. En uno de ellos perviven las marcas con las que la madre ha ido señalando las alturas de los hijos a lo largo del tiempo. El muchacho cubre las muescas con pintura. Este instante cargado de significación podría haber dado lugar a un asomo de melancolía, sin embargo, la austeridad del director evita los trucos de montaje (por ejemplo: una mirada del niño despidiéndose del pasado irrecuperable, un inserto de la mano que duda, una recreación en la tristeza...) En lugar de eso, la secuencia transcurre en un único plano de apenas unos segundos, sin alharacas ni subrayados que recalquen la acción. No son necesarios: el momento contiene la suficiente fuerza y evidenciarlo hubiese sido vulgar. Eso es inteligencia narrativa y una demostración silenciosa de talento por parte del cineasta.  
Además de Arquette, la película se ve beneficiada por las interpretaciones de Ethan Hawke, Ellar Coltrane, Lorelei Linklater y una larga lista de actores que van dejando su huella en el camino de esta película que concluye en un determinado momento, pero que podría continuar siempre, mientras exista el protagonista. Boyhood es El show de Truman hecho realidad, el espectáculo de la vida a veinticuatro imágenes por segundo. Más que una película, Linklater ha completado un fresco emocionante y reconocible sobre la juventud, sobre el significado de crecer y descubrir el mundo con sus glorias y sus miserias. En definitiva, una obra importante que es ya un referente dentro del género.
A continuación, el ensayo creado en 2013 para la revista Sight & Sound en torno a la figura de Richard Linklater. Como no podía ser de otro modo, el tema es el paso del tiempo y el cine. Que lo disfruten:
             
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Mommy. 2014, Xavier Dolan

¿Es posible hablar de Xavier Dolan sin referirse a su corta edad y a la aureola de genio irreverente que le acompaña desde su primera película? ¿Afecta esto a la percepción que se tiene de su cine? Probablemente sí, por eso conviene acercarse a la obra del director canadiense con la mirada libre de prejuicios y alabanzas, dos palabras presentes a lo largo de su filmografía.
Mommy es el quinto trabajo de Dolan y la continuación de sus obsesiones en torno a las relaciones familiares y la búsqueda de libertad. La historia de una mujer viuda que debe hacerse cargo de su hijo quinceañero, hiperactivo y con déficit de atención, podría haber dado lugar a un docudrama convencional en manos de un cineasta sin las ínfulas de autor que posee Dolan. Es precisamente su capacidad para intensificar el momento y para hacer que lo difícil parezca difícil lo que dota su cine de singularidad.
Además está el compromiso que adquiere de sus actores y el acabado técnico, ejes fundamentales sobre los que se sostiene Mommy. Anne Dorval, Suzanne Clément y el debutante Antoine Pilon se muestran plenamente entregados con sus personajes, en medio de un torbellino dramático en el que giran multitud de sensaciones con un denominador común: la verdad. Los tres intérpretes hacen creíbles los excesos a los que deben enfrentarse y contribuyen a que el film se siga con interés, más allá de lo extendido del metraje. Los 150 minutos de duración resultan premiosos y evidencian una necesidad de síntesis que hubiese redondeado el conjunto, afectado por cierta indefinición narrativa y un final complaciente. No por que el desenlace sea feliz en el sentido estricto del término, sino porque su carga alegórica se hunde en la obviedad.
Las escenas musicales con las que Dolan oxigena la película rompen el formato de pantalla de 1/1, semejante al de un teléfono móvil grabando en posición vertical. Este pequeño recuadro encierra a los personajes impidiéndoles compartir el mismo plano, lo que refuerza la idea de incomunicación y soledad. Es probable que sea la primera película filmada así hasta el momento, una decisión arriesgada que demuestra que la forma da sentido al contenido, y viceversa. Porque Mommy trata sobre la dificultad de las relaciones personales en situaciones adversas, con personajes que luchan contra un destino impuesto y tratan de encontrar vías de expresión y desarrollo. Xavier Dolan podría haber contado esto sin dar tantos rodeos ni cargar las tintas, sin embargo, hubiese sido otra película diferente a Mommy. Menos carismática y menos suya.

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Jesucristo Superstar. "Jesus Christ Superstar" 1973, Norman Jewison

Que la marca Jesucristo vende es algo que descubrieron el compositor Andrew Lloyd Webber y el letrista Tim Rice en los años setenta del pasado siglo. La Pasión del Mesías cristiano inspiró el primero de sus conocidos musicales, una obra que se propagó rápidamente por todo el mundo gracias al empuje de la iglesia y de sus medios afines, de los sectores hippies más domesticados y de aquellos que vieron en la ópera rock la renovación de un género que daba muestras de abatimiento. Pero sobre todo, fue el alcance popular de sus canciones lo que propulsó el inevitable trasvase del escenario a la pantalla.
Norman Jewison acababa de saborear las mieles del éxito con la adaptación de otro musical llegado de Broadway, El violinista en el tejado, un trabajo que hacía inventario de las tradiciones semitas desde el clasicismo y la pulcritud escénica. Con Jesucristo Superstar, Jewison cambia de religión y de planteamiento visual. Su labor como director consiste en colocar la cámara delante de los cantantes y los bailarines sin ocultar la naturaleza teatral del original. Se percibe cierta apatía, casi desgana, por parte del cineasta a la hora de afrontar el proyecto. La planificación resulta anodina y la puesta en escena desvela una alarmante falta de ideas, algo inusual de quien ha filmado ejercicios vigorizantes como En el calor de la noche o El caso de Thomas Crown. Para colmo, Jewison se deja seducir por los recursos ópticos de la época (zooms, congelados de imagen, fundidos por desenfoque) que terminan por envejecer terriblemente el film. Jesucristo Superstar adolece la falta de fluidez narrativa, y se limita a suceder una canción tras otra sin más pegamento entre ellas que la complicidad del público. Porque el guión no explica ni los antecedentes de la historia ni el carácter de los personajes, dando la impresión desde el comienzo de incorporase a una película ya empezada. Los espectadores que no estén familiarizados con los hechos que se cuentan, asistirán desconcertados a una catequesis intensiva y musical sobre los últimos días de Jesús.
También es justo reconocer que el director prolonga algunos de los aciertos que estaban en el musical, como es la visión humana de Jesucristo y el traslado del protagonismo a la figura de Judas Iscariote. Pero si hay algo que consigue desvincular al Jesucristo Superstar cinematográfico del de los escenarios, son las localizaciones. La decisión de rodar la película en espacios naturales de Israel consigue que, al menos durante unos momentos, el espectador olvide que se encuentra ante una mera adaptación en imágenes. En todo lo demás, el film mantiene dificultades para encontrar su propia identidad, a pesar del esfuerzo que realizan unos cantantes con evidentes carencias interpretativas. Nada de esto impidió que la película perpetuase el triunfo al que parecía destinada, y que convirtiese a Jesucristo Superstar en un icono coyuntural a su tiempo.

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