Shame. 2011, Steve McQueen

La banalización del sexo a través del cine corre pareja al grado de permisividad alcanzado con el paso de los años. A mayor apertura y normalidad, menos capacidad de riesgo, menos inventiva e imaginación. Son los síntomas de una sociedad infantilizada, que observa como conquista el haber roto las barreras entre el cine convencional y el pornográfico, al haber adoptado sus defectos (el fingimiento, el histrionismo) en lugar de sus virtudes (la realidad, lo inmediato). ¿Por qué resulta tan complicado para los directores de películas escapar de los lugares comunes, del gesto crispado, la pose acrobática o el jadeo acompasado? Son pocos los cineastas que hayan sabido abordar la experiencia sexual en la pantalla con cierto rigor e inspiración, de tal forma que muchos reyes del escamoteo (Lubitsch, Buñuel, Hitchcock, Sternberg) han terminado conformando un universo mucho más rico y sugerente en términos eróticos que los autoproclamados profesionales del escándalo (Verhoeven, Tinto Brass, Bigas Luna). ¿Es por ello lo explícito menos bueno? Hay ejemplos que lo desmienten: Patrice Chéreau rodó magnífico sexo en “Intimidad”, y Michael Winterbottom hizo lo propio en “Nine songs”, con la inestimable ayuda de Marcel Zyskind.
Todos estos condicionantes deben tenerse en cuenta a la hora de abordar “Shame”, un proyecto que sobre el papel podía haber contado con toneladas de morbo y de truculencia fácil. Carnaza para los devoradores de escándalos, que el director Steve McQueen ha sabido esquivar de la manera más interesante: contrastando lo que ve el espectador con lo que imagina, administrando sabiamente las secuencias eróticas y aplicando más que la mesura, la frialdad que el tema requiere. Porque se trata del descenso a los infiernos de un adicto al sexo que no conoce el placer sino el alivio físico, que se ve incapacitado para el afecto pero necesitado del contacto carnal, del espejismo del deseo.
McQueen retrata a su criatura con una cámara que hace las veces de bisturí, por el acercamiento medido y aséptico, casi clínico, con el que escruta al personaje interpretado por Michael Fassbender. “Shame” es el relato trágico de una compulsión, cuyo drama queda implícito en la mirada herida del actor, en sus palabras y en sus silencios. Su esforzada labor sostiene la película y encuentra la recompensa en los planos largos y persistentes de McQueen, permitiéndole desarrollar situaciones y diálogos en un ejercicio de enriquecimiento mutuo. Fassbender hace grande el trabajo de McQueen y éste le proporciona espacio y libertad para amplificar su talento, lo que hace de “Shame” una de esas obras de autoría compartida en la que cada uno asume sus propios riesgos. McQueen elude los caminos fáciles prescindiendo en muchos casos de contraplanos y reduciendo los puntos de vista, lo que otorga al espectador una condición de voyeur incómodo y ensimismado, testigo del drama que acontece en la pantalla.
La interpretación de Fassbender encuentra el contrapunto perfecto en Carey Mulligan, actriz que realiza un prodigio de vulnerabilidad y patetismo, dando vida a la hermana del protagonista. Para la historia queda su versión de “New York, New York”, tan frágil como desarmante.
Película seca y dura, “Shame” abre en su desenlace una ventana al optimismo por la que se cuela un rayo de esperanza. De nuevo la contención de McQueen evita el final cómodo y aleccionador, aunque sí positivo, que no termina de traicionar el metraje previo pero proporciona un respiro al espectador. Tal vez se trate de una conclusión postiza, impuesta para la conformidad del público, que evita la inmolación del devorador de sexo y de su desdichada hermana. Tal vez McQueen transige así con una concesión que endulza la amargura del conjunto. Tal vez “Shame” termine convirtiéndose en una parábola sobre la redención y la culpa, con una lectura más religiosa y prosaica de lo que su tema hacía prever. Tal vez. En cualquier caso, “Shame” debe ser tenida en cuenta por su capacidad de riesgo, por el trabajo portentoso de sus actores y por su forma de abordar un argumento que bien podía haber chapoteado en el lodo de la vulgaridad. En definitiva, una película valiente y dolorosa. Un hermoso grito de auxilio.

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Elefante blanco. 2012, Pablo Trapero

Introducir una cámara de cine en un barrio pobre sin resultar sensacionalista o condescendiente es tanto o más complicado que rodar una película de religiosos sin caer en el adoctrinamiento. Pablo Trapero sale indemne de estos dos retos y demuestra su versatilidad en “Elefante blanco”, un drama de fuerte contenido social que asienta su arquitectura narrativa sobre cimientos políticos.
Filmada con honestidad, consigue no tropezar en los lugares comunes (“La ciudad de la alegría”, “Ciudad de Dios”) ni derivar en el panfleto o en la militancia ciega, sino en el compromiso con los personajes y sus acciones. La historia de un pequeño grupo de curas y de una asistente social en su lucha por la dignidad dentro de una de las barriadas más conflictivas de Buenos Aires, adquiere tintes documentales por un lado y dramáticos por otro.
La parte documental retrata una realidad que no explota sus miserias en beneficio de la ficción ni tampoco las edulcora, permitiendo que la cámara de Trapero se funda y se confunda con el ambiente, de la que es testigo privilegiada y cronista atenta, exhaustiva.
La vertiente dramática aporta trasfondo y profundidad a los personajes interpretados magníficamente por Ricardo Darín, Jérémie Renier y Martina Gusman, aunque quedan inevitablemente diluidos en la frondosidad del conjunto, como figuras difuminadas en el paisaje. La parte real devora a la ficticia, y esto es debido a que la acumulación de situaciones que van tensando los hilos narrativos termina por perder fuerza, provocando que el continente se imponga sobre el contenido. En el último tercio de la película la trama tiende hacia la dispersión, no obstante Trapero recurre a un desenlace con reminiscencias de cine negro que, lejos de caer en moralejas fáciles o aleccionadoras, plantea más preguntas que respuestas: ¿Dónde termina el deber y empieza el compromiso? ¿Tiene cabida la bondad en un mundo injusto? ¿Es lícito el rencor, el deseo, en personas que han renunciado a ello? “Elefante blanco” es una reflexión velada sobre estos y otros temas realizada con brío y energía, que no se queda sólo en las buenas intenciones sino que araña la superficie del problema buscando la raíz, hurgando en las entrañas. Pablo Trapero se mancha las manos y ofrece una película dura y emocionante, un viaje no apto para turistas por los callejones más apartados de la sociedad del bienestar. Una producción argentina hermosa, terrible, pero sobre todo necesaria.


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El ídolo de barro. “Champion” 1949, Mark Robson

Cineasta inquieto y comprometido, Stanley Kramer produjo dramas de contenido social que alentaban el debate y obligaban al espectador a hacerse preguntas. Un ejemplo de ello es “El ídolo de barro”, relato arquetipo ambientado en el mundo del boxeo, que cuenta el ascenso desde la miseria hasta el éxito de un púgil que deberá pagar un precio a cambio de la gloria. La narración clásica norteamericana no tiene, en este caso, un final feliz. Aquí no hay redenciones posibles ni mensaje aleccionador: la crítica al propio deporte como mercancía de ganado humano y a los gerifaltes del negocio plantea cuestiones universales, de tintes shakesperianos. ¿Se puede alcanzar el poder manteniendo la integridad intacta? ¿Tienen los triunfadores las manos limpias? El director Mark Robson responde a estas preguntas con una negación rotunda, fatalista, haciendo de “El ídolo de barro” una parábola cruel y áspera que años después desarrollaría en “Más dura será la caída”, otro alegato que desvela la trastienda de un deporte reducido a espectáculo fraudulento.
Robson inicia la película con un primer acto vitalista que introduce elementos de comedia y funciona como contraste de lo que vendrá a continuación, dos actos cuya negrura se va acrecentando y donde el peso de los diálogos sustituye al de la acción. La narración de la primera parte resulta muy dinámica, casi eléctrica, y es sin duda lo más brillante del film, con un magnífico Kirk Douglas haciendo suyo el personaje del vividor con ambiciones. Después, el guión firmado por Carl Foreman gana en dramatismo y profundidad, pero se echan en falta unos diálogos que estén a la altura, aunque la puesta en escena extrae los mejores resultados de la sobriedad formal y del tenebrismo de la fotografía.
Película dura y sin concesiones, se trata de un relato sobre la deshumanización del éxito que tiene un trasfondo moral más que apreciable, necesario. Uno de los grandes films sobre el boxeo que abrió las vías por donde transitarían películas posteriores como “Marcado por el odio” o “Toro salvaje”, obras superiores pero que mantienen una deuda constante con “El ídolo de barro”.

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Tournée. 2010, Mathieu Amalric

El actor, guionista y director Mathieu Amalric realiza un honesto homenaje al mundo del music-hall retratando sus glorias y sus miserias desde una perspectiva impresionista. El guión de “Tounée” rehúye todos los convencionalismos y construye su argumento a base de retazos, alternando la rutina de una compañía de cabaret en gira por la costa francesa y las andanzas de su promotor a la búsqueda de una sala donde poder actuar en París, la meta soñada e inalcanzable. Tampoco los personajes caen en el tópico ni se limitan a representar un cliché, sino que resultan humanos dentro del extrañamiento que impregna la película.
El tono que adopta “Tournée” es el de un realismo insomne y en tránsito, capaz de reflejar en la pantalla con conmovedora verdad la vida breve de los hoteles de madrugada, el devenir de los trenes, la espera entre bambalinas del próximo número. Los escasos planos del público traslucen la voluntad de Amalric de situar su cámara junto a las chicas del New Burlesque, de seguir sus pasos y adoptar su punto de vista sin distraerse en detalles ni elementos que enturbien el cuadro costumbrista que “Tournée” ofrece.
El espíritu agridulce y melancólico que atraviesa la película evita cualquier atisbo de sensiblería. Amalric tiene buen cuidado de no hacer concesiones y se muestra siempre respetuoso con sus criaturas, dejando patente que a ambos lados de la cámara hay alguien que conoce el oficio de actor. Tan solo se reserva cierta crueldad con su propio personaje, un individuo que acumula integridad y hábitos compulsivos, rabia, desesperación y dulzura. Una encarnación perfecta en la que Amalric se deja la piel y convierte a “Tournée” en un juego de realidad y representación, una película triste y vitalista, hermosa, sincera y brillante como las lentejuelas bajo los focos de un escenario.

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Más fuerte que su amor. “Beyond the rocks” 1922, Sam Wood

Agradable folletín cuyos méritos históricos se superponen a los meramente cinematográficos. El hecho de que esta película supusiese la única reunión en la pantalla de dos de las estrellas del cine mudo, Gloria Swanson y Rodolfo Valentino, y de que no se conservase ninguna copia hasta la recuperada en año 2003 por el Museo del Cine Holandés, dota a “Más fuerte que su amor” de una aureola de mitomanía irreprochable.
El film, más allá de los márgenes históricos, es un correcto drama amoroso prototípico de la época que, al igual que no depara sorpresas, tampoco contiene errores. Los temas del amor imposible y de la diferencia de clases aparecen aquí de nuevo para mayor lucimiento de su pareja protagonista, en un ejemplo de la candidez y del ingenuo romanticismo que fascinaron al público de los años veinte.
Cabe lamentar un exceso de literalidad y una dependencia de los textos para seguir la trama que resta frescura a la película, dirigida con escasa entidad por un Sam Wood que contaba con una importante producción. “Más fuerte que su amor” es, en definitiva, un añejo y encantador viaje al pasado de la mano de dos de sus grandes celebridades.
A continuación, un interesante vídeo sobre el proceso de restauración de la película:


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