The deep blue sea. 2011, Terence Davies

Una mujer cierra las cortinas, dejando la habitación en penumbra. Desliza el pestillo de la puerta, cubre las ranuras y abre la llave del gas. Tendida en el suelo, se deja morir. 
Así comienza "The deep blue sea", un drama de sentimientos a flor de piel que supone un ejercicio de contención para aquellos cineastas enfrentados al reto de adaptar la obra de teatro de Terence Rattigan. Los riesgos son evidentes: cualquier concesión al impacto y a la lágrima fácil pueden distraer al espectador del verdadero meollo del asunto, que no es dibujar el enésimo triángulo sentimental, sino retratar a la clase media británica al término de la 2ª Guerra Mundial. De nuevo el relato romántico como coartada para mostrar la hipocresía de una sociedad castrante y asfixiada por las convenciones, que ha perdido la inocencia tras conocer los rigores de la batalla dentro de sus propias fronteras.
La mujer, interpretada magníficamente por Rachel Weisz, lleva en su mirada el desconcierto de quien descubre nuevos márgenes en su vida. Terence Davies se revela como el director perfecto para llevar a cabo esta historia, no en vano su cine es un tratado del comedimiento. "The deep blue sea" incluye sus señas de identidad: pasiones soterradas, retrato de costumbres y una particular forma de entender el tiempo. 
El tiempo que transcurre en sus películas no es un tiempo que puedan medir los relojes ni los cronómetros. Se trata de un tiempo irreal, casi fantasmagórico, que enrarece cuanto envuelve y convierte la narración en una experiencia cercana al ensueño. Al contrario que otros cineastas como Tarantino o Arriaga, Davies no utiliza los saltos temporales para jugar con el espectador, sino que los saltos mismos y la distancia invisible que hay entre ellos son los que construyen la trama. 
Vistas de forma inconexa, muchas de las escenas de "The deep blue sea" no tienen demasiado sentido narrativo ni parecen contribuir al argumento. Sin embargo, contempladas en su conjunto, se obra el milagro del cine y todo, cada gesto, cada palabra y cada matiz de las interpretaciones adquiere un significado trascendental. De esta manera, Davies consigue convertir lo que podría haber sido un folletín en un ejercicio riguroso de amor al cine. Y no sólo porque la puesta en escena y el diseño de producción estén cuidados al detalle, sino porque hay un relato paralelo al relato de la película que sucede en la cabeza del espectador y que ilumina cada secuencia de esta película oscura y triste.   
Por otro lado, Davies continúa exhibiendo su capacidad para conjugar imagen y sonido. En el aspecto visual, "The deep blue sea" adquiere la calidez de las ilustraciones antiguas, una evocación envuelta en sombras que remarca la oscuridad que atraviesa la protagonista del film. El trabajo fotográfico de Florian Hoffmeister es de una plasticidad fascinante, que se empasta a la perfección con la banda sonora compuesta por canciones de la época y por el "Concierto para violín" de Samuel Barber.
En suma, "The deep blue sea" es la quintaesencia de un director, Terence Davies, que recupera lo mejor de "Voces distantes" y "El largo día acaba", las dos películas que le revelaron como un cineasta único a finales de los años 80 y principios de los 90. Se pueden reconocer tras sus imágenes los ecos de Dreyer o Bergman, pero lo cierto es que el espacio de la memoria que gobierna Davies no tiene parangón, conformando un universo íntimo y emocionante cuya órbita tiene forma de elipsis. Una elipsis circular predominante en los movimientos de cámara y en la narración. El director resulta piadoso con su criatura protagonista y al final de la película, la misma mujer del principio abre las cortinas en un gesto de superación que añade optimismo al desenlace. El original literario de Rattigan era menos complaciente y, tras la marcha del amado, la mujer repetía su intento de suicidio. Davies interrumpe la película en el momento anterior a la tragedia, dando a entender que más que una concesión a la tranquilidad del público, se trata de una declaración de principios: su heroína merece seguir viviendo, y tal vez logre salvarse en el futuro.

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Ruby Sparks. 2012, Jonathan Dayton y Valerie Faris

Comedia agridulce que aborda un tema conocido, la imposibilidad del amor perfecto, desde una perspectiva que juega con lo fantástico. Seis años después de debutar con "Pequeña Miss Sunshine", los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris vuelven a desarrollar una fábula con tintes humanistas, esta vez llevando a la pantalla un guión de Zoe Kazan, actriz protagonista de "Ruby Sparks".
La historia parte de un joven escritor paralizado por el éxito de su primera novela, que inventa el personaje de una chica capaz de devolverle la ilusión hasta que ésta se hace realidad y aparece en su vida. Este argumento, que podría tener reminiscencias de "La rosa púrpura del Cairo" o de "Olvídate de mí", funciona como coartada para establecer un inventario de las distintas etapas de una relación sentimental en forma de comedia romántica. El riesgo que tanto la guionista como los directores corren es el de ir conduciendo la trama desde la ligereza y el puro entretenimiento hasta la reflexión sobre la libertad individual y la función del creador. 
Como una versión romántica de "Frankenstein" o del mito del moderno Prometeo, "Ruby Sparks" va ganado profundidad según avanza su metraje, hasta completar un drama que sorprende por lo inesperado y que bordea el relato de terror psicológico al alcanzar el clímax. Kazan y Paul Dano, el actor protagonista, tienen gran responsabilidad en ello. Sus interpretaciones son ajustadas y llenas de matices, con multitud de dificultades en cuanto a cambios de tono y de registros que son resueltas con brillantez. El peso del film descansa sobre ellos, por lo que sólo cabe lamentar que no cuenten con unos personajes secundarios que estén a la altura. El psicólogo del escritor frustrado y en especial el hermano, cumplen una misión meramente explicativa, son el contrapunto necesario para recapitular informaciones y favorecer que la acción avance, pero sin aportar grandes caracteres a la trama. Son demasiado funcionales. Ésta tal vez sea la única debilidad de un guión por lo demás inteligente y emotivo, dos cualidades difíciles de encontrar en otras películas que tratan de alcanzar la misma meta que "Ruby Sparks", pero por caminos más convencionales.
No conviene equivocarse, lo mejor de esta película es su falta de pretensiones y su retórica sencilla y directa. Lo que no le impide superar los retos de su planteamiento: hacer comedia en torno a un personaje fundamentalmente triste, en un cuento moral que aspira a divertir y hacer pensar a partes iguales. Cine exigente que no lo parece, merced a un actor de enorme talento como es Paul Dano.
A continuación, un breve ejemplo de la hermosa banda sonora compuesta por Nick Urata. Contiene las notas justas para provocar emoción, cuidadosamente envuelta en arreglos de cuerda. Relájense y disfruten:    

       
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El estudiante novato. "The freshman" 1925, Fred C. Newmeyer y Sam Taylor

Tras haber sido catapultado por Hal Roach al Olimpo de la comedia durante los primeros años del siglo XX, Harold Lloyd consiguió reunir en torno a sus películas a un eficaz equipo de rodaje entre los que figuraban los directores Fred C. Newmeyer y Sam Taylor. Junto a ellos, Lloyd llevó a cabo algunos clásicos del cine mudo como "El hombre mosca", "El doctor Jack", "¡Venga alegría!" o "El estudiante novato". 
En este film, el actor ya convertido en estrella insiste en uno de los temas recurrentes de las comedias de aquellos días: el del personaje enfrentado a un nuevo medio que le es hostil y en el que deberá salvaguardar su integridad y el amor de la chica. Aprovechando las posibilidades que ofrece un campus universitario, el guión de "El estudiante novato" alterna los gags físicos centrados en el deporte del fútbol americano, y los elementos humorísticos de una trama que transcurre con fluidez y energía.
Lloyd desarrolla brillantemente su personaje del ingenuo voluntarioso que logra superar las adversidades, y construye una comedia que funciona como un mecanismo de relojería. Eran sus años gloriosos, cuando todavía podía cuestionarle el cetro a Charles Chaplin, en una época en que películas como "El estudiante novato" reforzaron el mito que Hollywood ayudó a propagar de los felices años 20.
A continuación, "Hey there", uno de los muchos cortometrajes que Harold Lloyd rodó al principio de su carrera bajo la producción de Hal Roach. Un delicioso ejercicio de slapstick ambientado en unos primitivos estudios de cine. Que lo disfruten:

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Django desencadenado. “Django unchained” 2012, Quentin Tarantino

Quentin Tarantino es la constatación de que el cine cumple con su propio ciclo biológico. Hay películas que nacen y que mueren, y otras que consiguen reproducirse para engendrar otras películas. Así, “La jungla de asfalto” de Huston dio lugar a “Atraco perfecto” de Kubrick, y mucho más tarde, a “Reservoir dogs” del debutante Tarantino. Tal vez algún día otro director continúe completando este ciclo bajo una nueva mirada, en cualquier caso, ahí es donde reside la esencia del cine de Tarantino: en deglutir referentes cinematográficos, devorarlos hasta hacerlos suyos, de forma que sea imposible disociar el original de su revisión. Ya no se puede entender el cine negro sin hacer referencia a “Pulp fiction” o “Jackie Brown”, de la misma forma que en una retrospectiva sobre las artes marciales debería incluirse “Kill Bill”, o un estudio de cine bélico no estaría completo sin “Malditos bastardos”. En cuanto a “Death proof”… los devotos de los serial killers de serie B  todavía no han apagado las velas de sus altares. A diferencia de otros directores como Almodóvar, Scorsese o Woody Allen, Tarantino no acude a las grandes galerías de los cineastas reverenciados para tomar prestados sus referentes, sino que desciende hasta los sótanos donde se refugian los malditos y los artesanos de la marginalidad. Marginalidad en su sentido etimológico, ya que Tarantino es un cineasta que se mueve siempre en los márgenes. Es en estos territorios ambiguos donde se siente cómodo y encuentra el caldo de cultivo para su cine híbrido y transversal. A la hora de adentrarse en un género mil veces enterrado como es el western, Tarantino podría haber optado por John Ford, Howard Hawks o Antony Mann. En lugar de eso, el eterno enfant terrible se fija en dinamiteros del celuloide como Sam Peckinpah, Sergio Leone y otros directores de spaghetti western. El resultado es “Django desencadenado”.
Los tarantinófilos se sentirán reconfortados: hay diálogos jugosos, personajes inolvidables y derroche de hemoglobina. Es Tarantino explotando la fórmula que le ha hecho único, solo que esta vez adapta sus formas al estilo de Peckinpah en lo que al tratamiento de la violencia se refiere (ralentizados de imagen) y a la manera de Leone en cuanto a rasgos visuales (el uso de zooms, alternancia de tamaños en los planos y de angulaciones). Tarantino, al contrario que otros directores que gustan de mirar atrás, no se limita a copiar o -como se dice ahora- a hacer homenajes. Su habilidad para caminar sobre el alambre queda patente en su forma de jugar con el tiempo, interrumpiendo la acción con diálogos que acrecientan la tensión entre los personajes y transmiten la sensación de que los preámbulos son tan importantes como el clímax. El Tarantino director satisface al Tarantino escritor y a un texto que se recrea en sí mismo, aprovechando cada coma y cada acotación para magnificar un drama que conjuga perfectamente con las imágenes. Tras la apariencia de boutade está el trabajo riguroso de un cineasta en pleno dominio de sus facultades, que compone sus imágenes con la impronta de los clásicos. Esta es la gran contradicción de un autor que consigue ser rabiosamente moderno sin abandonar la ortodoxia. Ahí reside su grandeza. El resto probablemente es hojarasca, cortezas de un discurso que se escribe con cada nueva película y que no muestra síntomas de agotamiento.
Abundar en otros aspectos de la película es caer en la obviedad: el elemento técnico resulta impecable, con un Robert Richardson que hace gala de su magisterio en la fotografía, y la labor actoral es tan destacable como cabía esperar. Jamie Foxx, Christoph Waltz y Samuel L. Jackson extraen oro de sus personajes, creando caracteres que quedarán para el recuerdo. Mención aparte merece Leonardo DiCaprio, cuya interpretación siempre al borde del exceso es de un virtuosismo apabullante, gozoso. 
En definitiva, “Django desencadenado” es la quintaesencia de Quentin Tarantino, un director que parece disfrutar con cada plano que rueda. Más allá de la violencia en bruto que desprenden algunas de sus imágenes, se trata de una comedia ambientada en el lejano oeste que aprovecha sabiamente las circunstancias históricas del relato. La mezcolanza de géneros atraviesa el film, pero detrás siempre aparece el particularísimo humor del director (la escena del Ku Klux Klan cuestionando sus máscaras resulta antológica). Por estos y otros motivos, es probable que en alguna parte el viejo Leone se esté relamiendo al ver cómo fructifican las semillas que sus películas plantaron hace tiempo, cuando los gestos adustos cruzaban las pantallas siguiendo el olor de la pólvora, y los cadáveres rodaban por el suelo al ritmo de Ennio Morricone. 
A continuación, un cortometraje para devotos de Tarantino: “Tarantino´s mind”, que fue escrito, dirigido e interpretado por los brasileños Seu Jorge y Selton Mello en 2006. Aunque la calidad de imagen deja bastante que desear, se trata de un divertido y sentido homenaje a uno de los directores más brillantes de su generación:

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