DELIVERANCE. 1972, John Boorman

En los años setenta hubo una generación de cineastas que cruzaron el Atlántico desde el Reino Unido para contribuir al asentamiento del nuevo Hollywood. Entre ellos estaban John Schlesinger, Alan Parker o John Boorman, quienes incorporaron sobre el terreno una mirada libre de prejuicios y de condicionantes culturales, sociales y políticos. Así surgieron títulos arriesgados como Midnight CowboyMidnight Express o Deliverance, mazazos a las conciencias biempensantes que aún no habían restañado las heridas del caso Watergate y la guerra en Vietnam.

Resulta curioso comprobar cómo estos temas están presentes en muchas películas de la época sin que lleguen a aparecer en pantalla, quedando implícitos en la atmósfera y en la actitud de los personajes. Basta ver The VisitorsDog Day Afternoon Taxi Driver para darse cuenta de ello, y muy especialmente en Deliverance, una parábola amarga y desencantada que cuestiona los modelos de masculinidad tradicionales sometiéndolos a una situación de supervivencia. James Dickey adapta el guion de su propia novela situada en escenarios naturales de Georgia, un entorno boscoso a punto de ser inundado por la construcción de una presa. Hasta allí se trasladan cuatro urbanitas que pretenden hacer un último descenso en canoa por el río que cruza la región, la conquista del mundo salvaje antes de que desaparezca, sin imaginar que su arrogancia y ambición chocarán con la hostilidad de los lugareños. Cada uno de los protagonistas representa un modelo diferente de personalidad, desde el macho autosuficiente encarnado por Burt Reynolds hasta el padre de familia sensato y precavido que interpreta Jon Voight, pasando por el campechano hombre de la calle y por el intelecto creativo, ambos con los rostros de Ned Beatty y Ronny Cox. Es muy revelador asistir al comportamiento de estos cuatro caracteres distintos y a la lectura psicológica que permite que el relato de aventuras trascienda y gane profundidad hasta la llegada del tercer acto, cuando los sobrevivientes deben enfrentarse a las consecuencias de lo sucedido. El único problema de Boorman es que cae en ciertas evidencias (el personaje de Reynolds es el más estereotipado), sobre todo a la hora de caracterizar a la población rural, unos rednecks tan exagerados que bordean la caricatura.

En todo lo demás, Deliverance resulta compacta y rotunda. Boorman demuestra saber filmar la cinética de las acciones y la tensión creciente a través de la planificación y el montaje, puesto que la película contiene largos momentos sin diálogo. Hay imágenes poderosas (el traslado a hombros del primer cadáver) y un trabajo depurado en cuanto al establecimiento de miradas y de relaciones entre los personajes, además de un empleo muy acertado del zoom. Las imágenes y los sonidos conducen la narración con destreza, solo cabe lamentar lo ineficaz de la técnica de la noche americana en la secuencia del ascenso por el desfiladero del personaje de Voight, la única salvedad que se le puede poner a la fotografía casi perfecta de Vilmos Zsigmond. La luz del sureste de los Estados Unidos atraviesa este cuadro gótico americano que completa la música de Eric Weissberg, un conjunto donde conviven la crueldad humana y la belleza de los paisajes. John Boorman resuelve con habilidad la dicotomía entre la fascinación y el espanto que genera Deliverance, uno de los largometrajes más memorables de su desigual trayectoria y el primero que él mismo produce, bajo el auspicio del estudio Warner Bros. La película logró calar en el inconsciente del público, ya que muchos espectadores se dejaron arrastrar por el impacto de la propuesta sin sospechar que estaban identificando los demonios colectivos que habitaban aquella década convulsa de ficciones apasionadas.

A continuación, el tema más recordado de los compuestos e interpretados por Weissberg para la banda sonora del film. Una exhibición de virtuosismo con el banjo, que contribuyó a expandir por todo el mundo el reconocimiento de este instrumento propio del folklore. Relájense y disfruten:

LEER MÁS

REWIND & PLAY. 2022, Alain Gomis

Algunas veces, el mejor cine se encuentra donde menos se espera. Por ejemplo, en las grabaciones de un programa musical emitido en 1969 en la televisión francesa. El pianista y compositor Thelonious Monk termina en París su gira europea y es invitado a participar en Jazz portrait para interpretar unos temas en directo y someterse a una entrevista. En aquellos tiempos, pocos artistas negros viajaban en compañía de representantes o asistentes personales, por lo que Monk se enfrentaba solo a las vicisitudes de cada escenario únicamente con el respaldo de Nellie, su mujer. Ella fue el soporte del carácter singular de su marido, un comportamiento que todos consideraban extravagante sin saber que ocultaba los síntomas de una enfermedad mental que nadie sabía diagnosticar a ciencia cierta y que le conduciría por un laberinto de fármacos y medicaciones fallidas. Nada de esto se explica en el documental Rewind & Play (salvo una breve aparición de Nellie al principio, tras aterrizar en la ciudad), pero todo está implícito en las imágenes encontradas por Alain Gomis, director franco-senegalés que decidió recuperar el material íntegro del viejo programa para resignificar la historia de Monk a través del montaje.

Lo que muestra la película son tomas descartadas del intento de conversación que sostuvo Henri Renaud, el conductor del programa, con un Monk dubitativo que no sabe dar respuestas coherentes a lo que se le pregunta. El entrevistador mantiene en todo momento una actitud desdeñosa e insolidaria producto de la frustración, ya que no obtiene la charla deseada que le permita brillar frente a la cámara. La mirada perdida de Monk flota en planos muy cortos que tratan de escudriñar qué hay detrás de ese gesto quebradizo y sudoroso, a punto de desmoronarse, que solo se concentra cuando toca en solitario Crepuscule with Nellie, Monk's Mood, 'Round Midnight o alguna de sus otras piezas maestras.

Rewind & Play pertenece al género de películas de metraje encontrado que se construyen y adquieren sentido mediante la edición de imágenes y sonidos. Gomis expresa las intenciones del film de manera cauta y sutil, sin estridencias (hay apenas algunos efectos sonoros añadidos) dejando las conclusiones en manos del público. Su intervención se basa en seleccionar y distribuir los elementos en el montaje para que el espectador entienda con facilidad el relato de vulnerabilidad y egolatría que enfrenta a los dos protagonistas. Todo ello esquivando los subrayados, el dramatismo fácil y los demás trucos ajenos a la esencia del lenguaje cinematográfico, que no necesita ser explicado más que en su propia naturaleza audiovisual. Un ejercicio de representatividad que debería ser visto no solo en las escuelas de cine, también en las de periodismo.

LEER MÁS

SABEN AQUELL. 2023, David Trueba

El cómico Eugenio ha vuelto a cobrar vigencia en los últimos tiempos a través de un documental homónimo y un par de libros escritos por su hijo, Gerard Jofra. Material que sirve como base para la primera ficción que retrata a esta peculiar figura del espectáculo popularizada en los años ochenta, década en la que Eugenio suponía una excepción por su estilo y puesta en escena. Saben aquell toma por título la frase característica que daba arranque a sus chistes, a la vez que invita al público a rememorar la historia individual de Eugenio y el relato colectivo de un país recién salido de la dictadura. David Trueba escribe el guion junto a Albert Espinosa y dirige la película centrándose en la relación de Eugenio y Conchita, su primera mujer. Se trata de la etapa inicial en la carrera artística del protagonista hasta que alcanza la fama y ella sufre las consecuencias del cáncer, por lo que el relato finaliza justo cuando llegan las sombras a la vida del personaje del que, por otro lado, se conoce bastante poco de su persona.

Esta dualidad entre lo público y lo privado es representada por Trueba siguiendo las convenciones del biopic, no en su mejor acepción: Saben aquell es esquemática en el desarrollo del argumento y demasiado enunciativa, una biografía autorizada que acaricia la epidermis sin llegar a atravesarla. Se nota en exceso que Trueba ha recibido el encargo de dirigir la película porque el resultado es frío e impersonal, si bien es verdad que el protagonista contiene dificultades para aproximarse a él. Su carácter retraído y la escasa información con la que se cuenta son una barrera a saltar, por eso tal vez se hubiera requerido un abordaje con más músculo y garra. En cambio, la planificación de Saben aquell es algo aséptica e incluso tiende al lenguaje televisivo, con muy pocas imágenes que justifiquen verla en pantalla grande. No es cuestión de espectacularidad ni de sofisticación estética, sino de articular los elementos visuales y sonoros para provocar emociones sin que estas sean explicadas mediante el diálogo o la literalidad de las acciones.

Aun así, hay aspectos que se deben destacar del film, como la interpretación de los actores David Verdaguer y Carolina Yuste, ambos muy convincentes. También es reseñable la naturalidad con la que el guion va diseminando en las conversaciones la génesis de algunos chistes muy conocidos. Hay momentos plenamente afinados (el descubrimiento de Conchita del éxito de su marido) y otros disonantes (la hemodiálisis), además de incongruencias que no terminan nunca de entenderse (el talento repentino de Eugenio para el dibujo). David Trueba ha demostrado en diversas ocasiones su habilidad para dotar de humanidad a la comedia, sin embargo, Saben aquell adolece de la energía necesaria para que la historia fluya con autonomía cinematográfica, sin las ataduras que supone estar "basada en hechos reales" y los esfuerzos invertidos en la producción por recrear la época. Tal vez un poco más de riesgo y un poco menos de complacencia hubieran aportado entidad a este proyecto que se antoja enlatado y en conserva.

LEER MÁS

MOUCHETTE. 1967, Robert Bresson

Buena parte de la filmografía de Robert Bresson tiene un origen literario, ya sea de modo explícito mediante adaptaciones declaradas o de modo implícito, tomando como inspiración textos de diversa índole. Uno de los escritores que revisita es Georges Bernanos, a quien Bresson lleva al cine en 1951 con Diario de un cura rural y al que, dieciséis años después, vuelve con Mouchette. Para entonces, el director es ya un veterano con un estilo plenamente reconocible que admite pocas comparaciones. Se adivinan rasgos de Epstein y en especial de Dreyer, aunque la mayoría de sus influencias provienen de la música y la pintura, lo cual dota a sus películas de una cualidad abstracta fruto de la síntesis y la depuración de elementos. Este rigor formal ha granjeado a Bresson las calificaciones de cineasta ascético, trascendente, espiritual... y demás adjetivos que pueden hacer temblar al público que se acerque por primera vez a su obra. Por eso conviene despojarse de solemnidades y adentrarse en el universo bressoniano con la sencillez que sus películas demandan, ya que se podrían considerar piezas de orfebrería cinematográfica en las que la historia pierde importancia en favor de la mirada con las que son contempladas. O dicho de otra manera: en el cine de Bresson, el lenguaje lo es todo.

Esto se aprecia claramente en Mouchette, quintaesencia de sus voluntades como artista y pensador. Teniendo en cuenta la implicación de la fe religiosa en sus películas, se puede ver el drama de la joven protagonista que da título al film como si se tratara de un Vía Crucis en el que participan los conceptos de la culpa, el perdón, la pureza y el pecado. Bresson establece también analogías y símbolos (la caza final de las liebres, como anticipación del destino de Mouchette, o el vestido regalado que le sirve de mortaja) para dar profundidad a la historia sin entorpecerla, tal y como corresponde a un director que rechaza cualquier exceso de emotividad. En Mouchette, Bresson vuelve a poner en práctica sus teorías relativas a la imagen y el sonido de lo que él designaba el cinematógrafo, en oposición al cine convencional e imperante. Hay mucha literatura publicada sobre su empleo del montaje constructivo, la relación de escalas y de ángulos de los planos, su duración, el uso del fuera de campo, la atención por los detalles, el silencio y los ruidos como herramientas expresivas... son cualidades muy estudiadas por generaciones de analistas y cinéfilos que han visto en Robert Bresson a uno de los autores por excelencia del panorama europeo del pasado siglo. Por eso no corresponde repetir ahora lo que ya está dicho y se considera una obviedad, puesto que el lenguaje de Bresson está plenamente codificado y atiende a un rigor que disminuye las posibilidades de interpretación. El hecho de que su obra no sea demasiado amplia (trece largometrajes) refuerza este carácter monolítico del cual Mouchette es uno de los mejores exponentes, una pieza precisa y rotunda dentro de un engranaje que funciona de forma minuciosa.

Aun así, se deben destacar algunas singularidades que hacen que el recuerdo de Mouchette perdure en el tiempo: el retrato colectivo de la crueldad de los habitantes del pueblo donde sucede la acción, siempre dispuestos a agredir a los más vulnerables. La deshumanización que expone Bresson encuentra el contrapunto en la niña protagonista, víctima por su condición de pobre. Como es habitual, el personaje está encarnado por una actriz no profesional (denominada modelo, según la terminología de Bresson) que no volverá a trabajar en el cine, Nadine Nortier. Sus movimientos, gestos y miradas sobrecogen por la frialdad con la que asume la situación del personaje, ampliando la desgracia personal en universal, ya que la película denuncia la corrupción moral que ejercen quienes detentan el poder sobre quienes no pueden defenderse. Todo ello sin sensacionalismo ni moralina, con la austeridad que caracteriza a Robert Bresson, cuyo legado se ha expandido en numerosos cineastas como Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki o Jaime Rosales. También en Jean-Luc Godard, responsable en su día de hacer un particular anuncio de Mouchette que merece ser recuperado por su originalidad:

LEER MÁS

EL CHICO Y LA GARZA. "Kimitachi wa dô ikiru ka" 2023, Hayao Miyazaki

A día de hoy, el estreno de una nueva película de Hayao Miyazaki adquiere la categoría de acontecimiento, más aun cuando el director había anunciado su retirada tras realizar El viento se levanta. Una década después llega El chico y la garza, adaptación libre del clásico de la literatura juvenil de Genzaburô Yoshino, que Miyazaki desborda de fantasía. Una vez más, se trata de una historia de maduración en la que un chico se adentra en un mundo irreal donde tendrá que superar grandes pruebas y aliviar sus traumas, una metáfora de las complicaciones a las que nos somete la vida, salvables con inteligencia y valor.

Es fácil establecer comparaciones con los argumentos de El viaje de Chihiro, El castillo en el cielo o Mi vecino Totoro, ya que Miyazaki incluye referencias a su propia obra a lo largo del metraje. Así, sus seguidores reconocerán las claves temáticas y de estilo desarrolladas durante tantos años, que le han convertido no solo en uno de los autores de animación más apreciados, también en uno de los cineastas más respetados por la constancia e integridad de su trabajo. Lo cual le ha permitido contar con un presupuesto muy amplio que él retribuye doblando la apuesta en imaginación y aventura, hasta el punto de que puede haber espectadores que terminen fatigados de todo cuanto sucede en la pantalla. Son dos horas que no dan tregua y apenas dejan lugar al sosiego, como si Miyazaki quisiera enfrentar sus ochenta y dos años con un despliegue de vigor que le emparenta con el muchacho protagonista.

La belleza visual de El chico y la garza luce tan deslumbrante como de costumbre. El torrente de imágenes sobre el que transcurre el relato proporciona placer a los ojos, pero también es muy estimulante en cuanto a la percepción (la escena inicial del incendio) o la relación entre el tiempo fílmico y el tiempo vivido (las ensoñaciones y espejismos). Es un lenguaje estético reconocible y a la vez capaz de renovarse en cada película con una energía inagotable. El primer acto del guion es el más sereno de los tres, con apuntes musicales por parte de Joe Hisaishi que van construyendo la atmósfera que se solidificará después.

En suma, cabe celebrar una película como El chico y la garza por diferentes motivos: por ser la despedida (está por ver) de un maestro del anime clásico que reivindica las técnicas tradicionales, por conseguir aglutinar buena parte de su filmografía sin agotarla, por mantener la capacidad de fundir la entelequia con la realidad, por el esplendor plástico... Hayao Miyazaki sigue fiel a sí mismo y cultiva imaginarios colectivos que nunca pierden vigencia, como los cuentos que se transmiten de generación en generación.

LEER MÁS

LOS ASESINOS DE LA LUNA. "Killers of the flower moon" 2023, Martin Scorsese

La violencia es uno de los temas capitales en el cine de Martin Scorsese. Violencia ejercida en diferentes ámbitos y contextos, violencia con causas y consecuencias, violencia arraigada en la sociedad y la cultura de un país. Los asesinos de la luna describe un episodio negro de la historia de los Estados Unidos, el magnicidio de la comunidad nativa de los Osage durante los años veinte del siglo pasado por parte de blancos que quisieron apropiarse de sus tierras, una vez que se supo que contenían petróleo. Scorsese cuenta estos hechos como si se tratara de una de sus características películas de gánsteres, con las mismas relaciones entre los personajes y una estructura narrativa similar, si bien en esta ocasión atempera las acrobacias visuales y la cinética nerviosa en favor de un mayor clasicismo. Lo cual no quiere decir que el octogenario director se haya rendido a los imperativos de la edad, sino que sigue la senda de sus últimos trabajos (Silencio, El irlandés) despojados de cinismo y con una moralidad más transparente, menos ambigua. Otro rasgo que se aprecia en esta última etapa es la voluntad de trascender, de ofrecer títulos "que dejen poso", algo que ha sucedido siempre de manera natural en el cine de Scorsese pero que ahora se busca empleando artimañas un tanto cuestionables. ¿Cuándo se convierte el discurso en apología? ¿Qué valor tienen los ideales presentados como espectáculo? Los asesinos de la luna invita a reflexionar sobre algunas de estas cuestiones partiendo de los propósitos declarados por el cineasta de hacer una gran película, una obra con vocación de perdurar que trata de enmendar los errores del pasado a través del relato del presente.

No en vano, el propio Scorsese decide cerrar la película haciendo una breve intervención que, en casos similares, se suele solventar con un rótulo en la pantalla. Esta personalización del desenlace pretende ser un acto de justicia poética pero termina antojándose como un gesto autocomplaciente, que otorga el aplauso fácil al mea culpa colectivo. Más si cabe cuando el personaje principal de la película es un buscavidas rematadamente idiota que vive para complacer al poder encarnado en la figura de su tío, un terrateniente que conspira para adueñarse de los terrenos de la Nación Osage. Tal y como indica el título, Scorsese otorga el protagonismo a los verdugos mientras que las víctimas son el telón de fondo, unos convidados de piedra sin apenas profundidad humana que el guion reduce a la condición de mártires pasivos. Este es uno de los puntos más problemáticos de un film que se erige en reparador de agravios, y que marca distancias con el libro de David Grann adaptado por Eric Roth. Un texto perteneciente al género del ensayo periodístico que adopta el punto de vista de quienes realizaron las investigaciones para esclarecer los crímenes, los agentes del incipiente FBI. En la película, estos personajes irrumpen en el tercer acto para apostillar los comportamientos delictivos de los protagonistas, interpretados por dos de los actores fetiche del director, Leonardo DiCaprio y Robert De Niro. Ambos marcan el devenir de los acontecimientos con sus fuertes personalidades y asumen sus papeles de diferente manera: DiCaprio se muestra demasiado condicionado por la prótesis dental que lleva para transmitir un carácter explosivo, siempre en tensión, mientras que De Niro está mucho más matizado y reverdece los antiguos laureles que se creían marchitos. Cabe lamentar que nombres como los de Lily Gladstone (que da vida a la esposa nativa del personaje de DiCaprio) y Jesse Plemons (el oficial encargado de inspeccionar) estén desaprovechados y no puedan extraer el jugo que exigían sus personajes a causa de un guion descompensado, que deja de lado aspectos importantes de la narración (el nativo que resulta muerto y fue el primer marido de la protagonista, por ejemplo) a la vez que incide en detalles poco significativos (las reiteradas conversaciones de los matones).

Las debilidades narrativas de Los asesinos de la luna son producto de una falta de decantación que olvida la síntesis y se demora en desarrollar de manera innecesaria situaciones que no llegan a ninguna parte. Sin embargo, a pesar de las torpezas de guion, Scorsese consigue mantener la atención a lo largo de los doscientos minutos que dura el metraje, gracias al magnetismo de las imágenes. La fotografía de Rodrigo Prieto es bella, precisa y multiplica las virtudes de los apartados artísticos referidos al decorado, el vestuario y los demás elementos de época. Si bien en la película brillan algunos destellos que recuerdan al mejor Scorsese (como la introducción) es evidente que, en la última década, el estilo del director se ha ido diluyendo en un lenguaje cada vez más aséptico y plano, que articula las escenas empleando la fórmula tradicional de escalas y angulaciones de plano. No habría ninguna objeción si no fuera porque, en ocasiones, el significado de las imágenes que filma Scorsese funciona más por acumulación que por su capacidad para generar ideas por sí mismas, como si obedecieran a un transcurso mecánico de las acciones que poco tiene que ver con la inventiva de los viejos tiempos. Aun así, Los asesinos de la luna logra captar el interés y arroja luz sobre unos sucesos que hasta ahora habían permanecido en la sombra. Solo por eso merece la pena tenerla en cuenta, aunque hay otros motivos, entre ellos la música compuesta por Robbie Robertson poco antes de fallecer. A continuación pueden escuchar uno de los temas contenidos en la banda sonora, un blues que introduce instrumentos originales del folclore y que deja testimonio del enorme talento de su autor. Que lo disfruten.

LEER MÁS