Campeones. 2018, Javier Fesser

La filmografía de Javier Fesser está poblada por caricatos, histriones y toda clase de personajes excéntricos que conviven en el peculiar ecosistema de su comedia. Un universo nutrido por el cartoon, el cómic, el slapstick, la iconografía vintage y otros ingredientes que, agitados en la coctelera de su cine, dan como resultado un puñado de cortometrajes y largometrajes donde la medida predominante es el exceso. Sin embargo, la experiencia del director en el ámbito de la publicidad ha permitido domesticar y dar forma a todos los referentes que se amalgaman en sus películas, dotándolas de un acabado visual muy cuidado y de una coherencia sólida en el conjunto, bajo la denominación de Películas Pendleton.
Hasta aquí bien, pero ¿qué sucede cuando Fesser trabaja con personajes a los que se les considera especiales o diferentes ya de partida? Este es el reto que asume Campeones, una comedia que trata de normalizar la integración de las personas con discapacidad intelectual dentro de una sociedad obsesionada por la corrección y la apariencia. El tono disparatado del director madrileño trata de igualar la percepción, por parte del público, de los personajes que poseen capacidades diferentes de los que no, un objetivo loable que marca las buenas intenciones que mantiene el film durante todo el metraje. Y precisamente el terreno de los propósitos honestos es el más complicado a la hora de valorar una película como Campeones en términos estrictamente cinematográficos, ya que se tiende a confundir el mensaje con el análisis, la ética con la estética.
Así pues, si se mantienen al margen las positivas y necesarias lecciones morales que transmite la película, lo que queda es un producto diseñado para el público infantil que evita las sutilezas y convierte la obviedad en su principal herramienta narrativa. El guión, escrito por el propio Fesser a partir de una idea original de David Marqués, acumula tantas claves del género deportivo y de superación que no hay lugar para sorpresas (si acaso, el desenlace del partido final), lo que provoca que el desarrollo caiga en la previsibilidad y el automatismo. Esta sensación de recorrer caminos conocidos se ve interrumpida por algunos chisporrotazos de humor que prenden los protagonistas y por determinadas situaciones (la escena que explica sus vidas cotidianas) que permiten que Campeones esquive la complacencia y el sentimentalismo por los que muestra fijación.
En algunos aspectos, Javier Fesser vuelve a incurrir en las mismas debilidades ya expuestas en Camino: la búsqueda del elemento sorpresa mediante el aparataje y el artificio, la falta de naturalidad, el impacto a veces demasiado fácil. La partitura de Campeones ilustra de manera musical este último punto, con unas composiciones que pecan de reiteración (Ilustres intelectuales) o de vulgaridad (Triunfo). En el aspecto visual, las imágenes que elabora Fesser conservan su característico estilo colorista y brillante, aunque no se encuentre muy hábil a la hora de planificar algunas secuencias, sobre todo las de competición deportiva.
Por otro lado, los actores mantienen el tono esperpéntico que define el film, hasta el punto de sacrificar la sinceridad y la espontaneidad en favor de la afectación y el amaneramiento, dos recursos habituales en la comedia pero impropios de un intérprete como Javier Gutiérrez. El actor encarna a un exitoso entrenador que es condenado, en castigo por su soberbia, a hacerse cargo de un equipo de baloncesto integrado por personas con trastorno de desarrollo intelectual. A partir de aquí, la moraleja está servida y las llamadas a la reflexión se agolpan sin pedir paso, echándose en falta algo de mesura a la hora de trasladar enseñanzas útiles para el espectador. Mejor repartir las dosis de honradez y dignidad a cucharadas, antes que emplear la pala. El fin no justifica los medios.

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Misterio en México. "Mystery in Mexico" 1948, Robert Wise

El estudio RKO realizó durante los años cuarenta múltiples producciones de serie B que fueron la escuela de directores incipientes como George Stevens, Mark Sandrich o Nicholas Ray. También Robert Wise, quien tuvo en la compañía un banco de pruebas en el que poder desarrollar su talento, haciéndose cargo de algunas películas discretas (otras no tanto) como Misterio en México. Un film que ilustra además una corriente que se practicó en la época y que se podría denominar "noir en escenario exótico", potenciada por el éxito de ArgelCasablanca o Gilda. Este peculiar género exportaba sus intrincadas tramas desde los escenarios urbanos hasta entornos propicios a la intriga y el romanticismo, aunque la mayoría incurriesen en el artificio de los decorados creados en estudio y en las licencias culturales al gusto del espectador norteamericano.
Lo bueno que se puede decir de Misterio en México es que consigue situar la acción en lugares concretos sin que parezcan meras localizaciones de fondo, ni se aprecia demasiada imaginación en los tipismos que desfilan por la pantalla. De hecho, hay bastantes diálogos hablados en español por actores autóctonos, una práctica poco habitual por entonces. Los soleados escenarios de Ciudad de México y Cuernavaca aportan también cierto toque de aventura a la trama, en la que destaca la comedia por encima de los demás elementos. El tono desenfadado y ligero que adopta el film se convierte en su seña de identidad, en su fuerza pero también en ocasiones en su lastre. Y es que el guión destila humor en el desarrollo de las situaciones y los diálogos, pero se trata de un humor un poco ingenuo, al que le falta picardía y mordacidad. Algo que tampoco transmite la pareja de actores protagonistas, cuya candidez sitúa el tono general de la película dentro de una corrección tal vez excesiva, un tanto impostada.
Wise también recorre este mismo trazado rectilíneo y pulcro, con unos pocos destellos de ingenio pero sin asomo de la brillantez que apenas un año después exhibiría en Nadie puede vencerme. Por eso Misterio en México debe verse como parte de su aprendizaje como director, una película que no resulta memorable pero que cumple su cometido de entretener a lo largo de poco más de una hora de metraje.

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Viaje al cuarto de una madre. 2018, Celia Rico

Tal vez todavía sea pronto para analizar en profundidad un hecho que empieza a cobrar relevancia y que hasta ahora era muy escaso en la cartelera española, como es la aparición lenta pero constante de nuevas directoras de cine en una industria con predominancia masculina. A los nombres de Carla Simón, Nely Reguera o Lara Izagirre entre otras, se suma el de Celia Rico, integrante al igual que sus compañeras de una generación de mujeres con formación audiovisual y experiencia en ámbitos como la televisión y el cortometraje. La mayoría de ellas comparte además una mirada muy cercana a la realidad y una perspectiva íntima del relato, que se presenta en la pantalla mediante un lenguaje visualmente sobrio. Esta austeridad es confundida en ocasiones con simplicidad, pero en realidad es el resultado de un ejercicio de depuración y síntesis muy elaborado.
El debut en el largometraje de Rico coincide con estos mismos intereses y los desarrolla practicando un naturalismo ejemplar, hasta el punto de que Viaje al cuarto de una madre parece una película fabricada por la realidad, sin nadie que interceda para representarla frente a la cámara. No hay fingimiento ni artificio, ni siquiera parece que hubiera guión ni interpretaciones... aunque por supuesto, los hay. Esta es la gran dificultad que plantea el cine al que aspira Rico, un reto que resuelve agudizando el sentido de la observación y la empatía por los personajes. Sobre ellos se sustenta el peso del film, lo que otorga a las actrices protagonistas una enorme responsabilidad.
Lola Dueñas y Anna Castillo interpretan a una madre y su hija en plena fase de duelo. La figura del padre está ausente, nunca se sabe por qué y desde cuándo, pero no importa. Viaje al cuarto de una madre se centra en la vida que continúa cuando ya nada es igual, en la rutina nueva y extraña. La directora tiene la habilidad de no incluir flashbacks ni recursos visuales que ilustren la existencia pasada de la familia, porque no es necesario. El hecho de que el personaje fallecido se haga presente en los zapatos que aparecen en el altillo de un armario, o en las uvas de nochevieja frente a televisor, aporta mucha más fuerza al drama contenido que sufren las dos mujeres. Son pinceladas de naturaleza costumbrista, apenas unos detalles que equivalen a páginas enteras de guión que Rico evita escribir empleando la sugerencia y el subtexto fílmico que queda entre fotograma y fotograma.
Esta frugalidad narrativa tiene su reflejo en las imágenes, concisas y alejadas de cualquier propósito que no sea la observación cortés y distanciada de los personajes. Celia Rico sitúa la cámara a su misma altura, omitiendo los movimientos y las angulaciones forzadas, incluso el empleo de música diegética. Esta decisión hace que cada detalle cobre importancia y que la música extradiegética que suena en la película tenga una importancia mayor (como la escena del acordeón, un prodigio de emoción y delicadeza). En suma, Viaje al cuarto de una madre es una prometedora opera prima que consigue expresar mucho con pocos elementos, y que contiene uno de los trabajos interpretativos más verosímiles vistos en el cine español de los últimos tiempos. Dueñas y Castillo (bien acompañadas en un corto papel por Pedro Casablanc) obran el milagro de que sus criaturas adopten identidades cercanas y reconocibles, y que al menos en apariencia, la ficción deje de serlo.

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El exorcista. "The exorcist" 1973, William Friedkin

Habían transcurrido apenas dos años desde que William Friedkin saborease las mieles del éxito y el reconocimiento obtenidas con The french connection, cuando el director decidió incorporar un género nuevo en su entonces corta filmografía. Comenzaba la década de los setenta y las películas de terror con trasfondo satánico estaban en alza, empujadas por el influjo de La semilla del diablo, lo que provocó una corriente de posesiones y rituales demoníacos en las pantallas. La mayoría eran producciones de serie B y remakes encubiertos del film de Polanski, sin embargo, había un proyecto diferente a los demás, en el cual su autor llevaba tiempo trabajando. Se trataba de El exorcista, el guión que William Peter Blatty adaptaba de su propia novela y que le iba a convertir también en productor cinematográfico.
El argumento de El exorcista es de sobra conocido: la hija de una famosa actriz comienza a experimentar cambios bruscos en su comportamiento y, tras un peregrinaje por médicos y psicólogos en el que la situación se agrava de forma alarmante, se opta por pedir la ayuda de un párroco en plena crisis de fe para librar a la pequeña del asedio del demonio. Aunque la premisa se desarrolla de manera básica y sencilla, en realidad la película alberga múltiples lecturas que van desde lo social (la diferencia de clases de los protagonistas), lo filosófico (la analogía entre la degradación moral que sufren la niña y el padre Karras), y lo psicoanalítico (el anatema visto como un tránsito de la inocencia infantil a la madurez sexual adulta). Friedkin aúna estos y otros elementos en un relato que dosifica hábilmente los momentos de impacto y de tensión, provocando en el público una sensación de inquietud que no le abandonará durante todo el metraje. Esta capacidad de generar expectativas y de sorprender mediante giros imprevistos en el guión es lo que confiere a El exorcista un poder de fascinación que, aún hoy, continúa vigente.
Pero como es habitual en el género, la envoltura que recubre la historia resulta esencial para transmitir la atmósfera adecuada y crear espacios propicios para el terror. El director de fotografía Owen Roizman crea para la posteridad imágenes elevadas a la categoría de iconos modernos, cuya inspiración bebe de diversas fuentes: desde el cine mudo expresionista (la llegada del anciano exorcista a la casa) hasta el realismo urbano tan presente en las películas de los setenta. La fuerza visual de El exorcista se impone incluso a algunas torpezas narrativas de Friedkin, que son escasas pero llamativas (la conversación en la cocina entre la madre y el detective, filmada mediante planos que se acercan y alejan de los personajes de modo arbitrario) y responden a la excentricidad de una época fascinada con los zooms y otras novedades ópticas. Estas sombras no consiguen oscurecer la brillantez del conjunto, rodado con inspiración y contundencia. El director imprime ritmo a la narración mediante un montaje ágil y a veces incluso abrupto (algunas secuencias concluyen de golpe, como si hubiesen sido seccionadas antes de terminar) y una planificación rica en ángulos de cámara y en tamaños de imagen. Este cuidado era poco frecuente dentro del género, acostumbrado por entonces a las filmaciones  rápidas y los presupuestos austeros. Y también a las interpretaciones artificiosas.
Por el contrario, El exorcista cuenta con un entregado plantel de actores que aportan verdad a los difíciles personajes que representan. Un reparto que abarca desde la veteranía de Max von Sydow hasta la juventud de Linda Blair, pasando por Ellen Burstyn y Jason Miller. Todos ellos consiguen hacer creíbles los fuertes vaivenes que azotan a sus personajes, con la salvedad de Lee J. Cobb, cuyo detective queda desdibujado y carece de una argumentación sólida que justifique su presencia dentro del film. Los demás integrantes de los equipos artístico y técnico cumplen sobradamente con sus funciones, construyendo la identidad de esta película mil veces imitada y cuyos ecos resuenan todavía hoy en el cine de terror de todas las latitudes. El hecho de que El exorcista siga suscitando miedo más de cuatro décadas después de su estreno, se debe a una fórmula irrebatible que mezcla lo cotidiano (la relación de una madre y su hija) con lo excepcional (la influencia del demonio), sin que un término excluya al otro. Una vez más es la lucha del bien contra el mal, la luz y la oscuridad, el conocimiento y la superstición. La eterna dicotomía que enfrenta la inocencia y la perversidad, como requisito indispensable para alcanzar la madurez.

Fuentes consultadas: Canino
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Formentera Lady. 2018, Pau Durà

Hay un argumento que se repite periódicamente en todas las filmografías posibles, y es el de un hombre cuya vida se trastoca con la visita inesperada de un hijo, o de alguien que le atribuye la condición de padre. Es una trama que admite muchas variantes, en España basta solo recordar los ejemplos de Como un relámpago, Cachorro, Vete de míPetra...
El debut de Pau Durà en la dirección insiste en esta misma historia, con el añadido de que Formentera Lady retrata un paisanaje poco explorado en nuestras pantallas: el de los antiguos hippies que poblaron la isla balear en los años sesenta, buscando reencontrarse con el paraíso perdido entre nubes de marihuana y acordes de guitarra. O de banjo, como es el caso del personaje interpretado por José Sacristán. El veterano actor encarna a Samuel, un superviviente de aquella época que persiste en mantener el mismo estilo de vida hasta que le cae encima el peso de la responsabilidad, en forma de niño de diez años. La llegada repentina de su nieto, de quien debe hacerse cargo, coincide con el desmoronamiento de la utopía sobre la que ha construido su modus vivendi y la adaptación a los nuevos tiempos que él define como hostiles.
El guión, escrito por el propio Durà, mantiene el tono melancólico dentro de la comedia. A las consabidas escenas que ilustran la brecha generacional se suman otras con una mayor ruptura si cabe, que es la de los diferentes mundos a los que pertenecen los protagonistas. Sobra decir que Formentera es mucho más que un escenario de fondo, es la representación geográfica del alma de Samuel. Los exteriores coloridos y luminosos de la zona concuerdan con el interior del personaje que, poco a poco, se va apagando hasta dibujar el contraste. Sacristán vuelve a exhibir su talento en un personaje que parece hecho a su medida, cargando sobre sus hombros con el peso de la película. Durà, que también es actor desde más de dos décadas, confía plenamente en él y permite que gobierne el encuadre haciendo lo que mejor sabe: dotar de humanidad a un carácter difícil, un viejo irascible que asiste con desconfianza a los cambios que suceden a su alrededor.
El estilo empleado por Pau Durà en la narración es sencillo y bastante funcional, a veces deja en evidencia cierto amateurismo que Sacristán amortigua con su presencia. Y es que el actor se ha especializado en los últimos tiempos en participar en operas primas como esta Formentera Lady, lo que dice mucho de su generosidad y entrega. Por él merece la pena acercarse a este peculiar relato sobre la madurez y el desencanto, que no depara grandes sorpresas, pero que deja una sensación agradable en los ojos y al menos un par de pensamientos en la cabeza. Eso es más de lo que ofrecen algunas películas mucho más ambiciosas que esta.

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Ethel & Ernest. 2017, Roger Mainwood

Corría el año 1998 cuando el autor de cómics Raymond Briggs publicaba Ethel & Ernest, la novela gráfica que contaba la historia de sus padres a lo largo de cuarenta años de relación. El sexagenario Briggs saldaba así una cuenta pendiente no solo con sus progenitores, ya fallecidos, sino con toda una generación de británicos humildes que vadeó como pudo las turbulentas corrientes del siglo XX. Dos décadas después, la compañía Lupus Films asume la producción de la versión cinematográfica de mano de Roger Mainwood, quien ya había trabajado con material de Briggs anteriormente (en Cuando el viento soplaFather Christmas). Mainwood se involucra hasta tal punto en el proyecto que pasa ocho años dibujando el guion gráfico del que será su primer largometraje como director, después de una larga carrera dedicado a la técnica tradicional del trazo artesano. Los reconocimientos y los premios no tardarán en llegar, sin embargo, Mainwood apenas puede disfrutarlos, ya que muere recién terminado el film.
Es emocionante que el propio Briggs aparezca en el prólogo de Ethel & Ernest, filmado en imagen real, estableciendo un vínculo muy estrecho con Mainwood: ambos saben expresarse a través del lápiz, se tributan admiración en sus respectivos oficios y están llegando al final del camino, mucho más largo en el caso de Briggs. Esta es una de las tristes paradojas que sobrevienen a la película. El resto de las vivencias son todas reales y aparecen representadas en la pantalla con el característico estilo limpio y sencillo de Mainwood: líneas claras, figuras redondeadas, colores tenues y un acabado cercano a las ilustraciones de otros británicos como Beatrix Potter o E. H. Shepard. A la animación clásica que exhibe el film se suman también imágenes tratadas digitalmente (las panorámicas de la ciudad y varios vehículos en movimiento) que conviven bien en la pantalla, potenciando el dinamismo de algunas escenas. De esta manera, Mainwood emplea un lenguaje en el que se expresan el pasado y el presente de la animación, conjugados para su pervivencia en el futuro. Porque si el aspecto visual resulta importante a la hora de valorar Ethel & Ernest, no lo es menos la narración del relato.
El guion contiene numerosas situaciones separadas en el tiempo, que Mainwood hace fluir mediante elipsis y un ritmo ajustado a la alternancia de escenas cómicas y dramáticas. También hay una sucesión de acontecimientos históricos (la II Guerra Mundial, el triunfo del partido laborista, la amenaza de la guerra fría o los avances sociales y políticos que contribuyeron a la transformación del país), los cuales aportan a la película un interés que va más allá de la ficción. En medio de todos estos hechos trascendentales se encuentra el matrimonio que da título a la película y su hijo, a la sazón el autor de la obra original. Al igual que sucede en Persépolis o en American SplendorEthel & Ernest pertenece al género biográfico, con la diferencia de que aquí los protagonistas son los padres. Lo que permite a Roger Mainwood adoptar una mirada íntima y a la vez respetuosa con los personajes, aplicando un costumbrismo que pone especial atención en los detalles. La película está repleta de elementos que en apariencia parecen meros accesorios: los títulos escolares enmarcados en la pared, la radio y los periódicos que informan de las noticias, los muebles y cada rincón de la casa familiar... pero que terminan cobrando una importancia esencial en el conjunto.
Es este cuidado por parte de Roger Mainwood lo que confiere a  Ethel & Ernest una redondez impecable, que rebosa humanidad (los actores Jim Broadbent y Brenda Blethyn influyen mucho en ello, poniendo voz a la pareja protagonista) y donde se debe destacar también la composición musical de Carl Davis. El veterano autor crea una partitura bella y evocadora, que añade identidad a esta película tan inteligente como emotiva. A continuación, una muestra de la habilidad de Davis para recrear el sonido de las orquestas de jazz de la época. Relájense y disfruten:

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Lean on Pete. 2017, Andrew Haigh

Hay películas que logran sorprender sin recurrir a golpes de efecto ni a recursos fáciles. Lean on Pete es un buen ejemplo. Filmada en el noroeste de los Estados Unidos por el británico Andrew Haigh, la película tiene la habilidad de no dar al público lo que espera en cada momento, a pesar de que la sensación que prevalece durante muchas escenas es la de haberlas visto antes. Sin embargo, cuando se empieza a identificar el referente, la trama evoluciona hacia un terreno distinto e inesperado.
Haigh adapta la novela homónima de Willy Vlautin sobre el proceso de maduración de un adolescente criado en condiciones difíciles. Charley vive solo con su padre, un desastre como modelo de responsabilidad. Su única vía de escape es salir a correr, como si estuviera escapando de sí mismo (aquí podemos recordar La soledad del corredor de fondo). Hasta que un día presta ayuda a un propietario de caballos de carreras encarnado por Steve Buscemi. A partir de entonces, los intereses del joven se irán orientando hacia el mundo de los equinos y en concreto uno de ellos, el que da título a la película. La relación que se establece entre el pupilo, el maestro y la jockey interpretada por Chloë Sevigny marca la primera parte del film. Es entonces cuando Lean on Pete se encamina al género de películas de superación deportiva y de intercambio generacional de valores humanos. Pero no teman, porque la trama gira después hacia la road movie, el western contemporáneo y, finalmente, el drama social que termina imponiéndose en el conjunto.
El personaje de Charley es el de un moderno Lazarillo. El hecho de que sus peripecias resulten creíbles se debe, en buena parte, a la mirada desvalida y la naturalidad del actor Charlie Plummer. También sus compañeros de reparto contribuyen a mantener el tono realista del film (solo Travis Fimmel, quien interpreta al padre, excede los gestos y cae en el artificio), en un paisaje humano que dialoga en todo momento con el geográfico. La variedad de escenarios tiene gran importancia en Lean on Pete, no solo como un catálogo de emplazamientos donde sucede la acción, sino como una prolongación anímica de los personajes. Tanto los espacios interiores como los exteriores aparecen fotografiados con detalle por Magnus Nordenhof Jønck, capaz de retratar la América profunda con la belleza de lo cotidiano.
El director mantiene el pulso narrativo en una historia cuyo calado emocional va creciendo hasta la llegada del desenlace, una catarsis íntima coherente con todo lo anterior. El cuarto largometraje de Andrew Haigh no endulza realidades incómodas pero tampoco explota el feísmo ni el morbo por lo truculento que en ocasiones afecta a otras producciones menos sutiles que esta. Lean on Pete es concisa en las formas y estimulante en el contenido, está rodada con acierto y provoca en el espectador un efecto de reconciliación con los lugares y las personas que no suelen figurar en las listas de popularidad ni en los escaparates del éxito. Solo por eso merece la pena asomarse a este film doloroso y honesto.


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Cold War. "Zimna wojna" 2018, Paweł Pawlikowski

Cinco años después de haberse ganado el favor de la crítica internacional y multitud de premios con Ida, el cineasta Paweł Pawlikowski retoma los rasgos principales de aquella película y les da continuidad en Cold War. Una historia que vuelve a observar los fantasmas del comunismo en Polonia durante los años 50 y 60, esta vez desde la perspectiva de una pareja de amantes condenada al desencuentro. El ambiente represivo y lóbrego de la época impregna el espíritu de los personajes y dota al conjunto de un poderoso carácter romántico. No el romanticismo de los folletines ni las telenovelas, sino el que proviene del siglo XVII y que hermana el amor y la muerte.
La vocación clásica de Cold War se percibe desde el inicio: imágenes en blanco y negro, formato de pantalla en 4:3, composición armónica de los encuadres, montaje limpio y con el tempo acompasado a la trama... Los espectadores avezados podrán adivinar el influjo de Michael Curtiz, Michelangelo Antonioni o Alain Resnais, cineastas de ojo certero que delimitaron con tiralíneas las pasiones de sus personajes y que, al igual que Pawlikowski, ejercitaron la pulcritud y la elegancia estética. Es por eso que Cold War rinde tributo al propio cine, a través de una planificación que no tiene fecha ni adscripción de estilo.
El director polaco y el guionista Janusz Głowacki desarrollan el argumento mediante elipsis que separan los diferentes momentos de la pareja protagonista, con cambios de escenario que recorren Polonia, Alemania, Francia y Yugoslavia. Cada uno de estos países supone un cambio en la relación de amor y desamor que marca la vida de Zula y Wiktor, marionetas movidas por un destino incierto. Al igual que sucedía en Casablanca, el drama romántico se ve reforzado por la situación política y el contexto histórico, que no son solo telones de fondo, sino que condicionan la trama y propician la consecución del desenlace.
Los actores Joanna Kulig y Tomasz Kot encarnan con convicción a los personajes, en unas interpretaciones que se alinean con el tono de la película y a las que aportan humanidad y realismo. Y fotogenia, claro. Porque ambos rostros contribuyen también a la sensación hipnótica que desprende Cold War, película que fija para la posteridad las facciones de Kulig y Kot, bellamente esculpidas en blanco y negro por la fotografía de Lukasz Zal, quien repite con Pawlikowski tras Ida. El cuidado que pone la producción en los apartados artísticos y técnicos completa un conjunto depurado y conciso, cuya belleza visual carece de alardes, y que celebra con el espectador un ritual catártico de emoción y tristeza. En suma, el segundo film rodado por Paweł Pawlikowski en su tierra natal perpetúa los aciertos de su antecesora, y supone una de las películas más trascendentes y perfectas del reciente cine europeo.

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Petra. 2018, Jaime Rosales

Uno de los temas principales que atraviesan la obra de Jaime Rosales es la muerte. Con la salvedad de Hermosa juventud, el deceso está presente en sus argumentos desde la perspectiva rutinaria de un psicópata homicida (Las horas del día), la fatalidad de un atentado terrorista (La soledad), el fanatismo ideológico (Tiro en la cabeza) o las consecuencias de un accidente de tráfico (Sueño y silencio). A estas películas acerca de la muerte y sus secuelas se suma Petra, un drama que actualiza la tradición de la tragedia griega a los tiempos actuales. En lugar de recurrir al exceso y la declamación, Rosales ahonda en el género desde la sobriedad y la reflexión que caracterizan su cine, provocando un encuentro que él mismo ha situado entre el clasicismo y la vanguardia.
Para empezar, la estructura narrativa está divida en capítulos cuyo título hace referencia a lo que va a acontecer, eliminando así la posibilidad de sorpresa. El cineasta emplea este recurso propio de la literatura antigua para supeditar el qué al cómo, reforzando el carácter aleccionador de una historia enmarañada por las relaciones familiares. El epicentro del terremoto se localiza en el personaje de Jaume, un artista de prestigio que pervierte todo cuanto desea. Rosales derruye a través de su figura el mito del arte salvador y puro, y plantea la pregunta: ¿Puede alguien malvado ser capaz de crear belleza? La respuesta está en poder del público, el cual observa la acción mediante los ojos de Petra. Una mirada plena de humanidad gracias a la implicación y la valentía de Bárbara Lennie, actriz que vuelve a demostrar aquí la medida de su talento. La intérprete madrileña lidia con las tormentas interiores que encierra Petra desde la mesura y el ocultamiento, cualidades que también exhiben sus compañeros de reparto Àlex Brendemühl (quien se reencuentra con el director quince años después de Las horas del día), Marisa Paredes y un sorprendente Joan Botey, en su primer papel en la pantalla. Parece mentira que este último no haya interpretado personaje alguno antes de Jaume, una criatura de gran complejidad que exige importantes dosis de sangre fría.
Al estudio de personajes que contiene Petra se añade además la capacidad del director para ilustrar con imágenes sus evoluciones a lo largo de la trama. Rosales se vale de frecuentes movimientos de cámara y de los desplazamientos de encuadre de un personaje a otro para atender los diálogos, de igual modo que los silencios. Se trata de una retórica visual en la que se mezclan lo narrativo, lo descriptivo y lo dramático, y que insiste en determinados rasgos de estilo (son habituales los comienzos de escena en los que la cámara se introduce en la estancia donde están los personajes). Esta manera de contemplar las acciones otorga al espectador la función de testigo o, más bien, de juez que emite un veredicto ante lo que ve en la pantalla. Una actitud coherente con el carácter moralista de la tragedia clásica que recrea Petra. Cada uno de los giros que quiebran el guión propone al público una nueva sentencia que se va transformando hasta llegar al desenlace, el único momento en el que Jaime Rosales practica la enmienda y se muestra condescendiente con los supervivientes del drama. Después de tanta zozobra, resulta un alivio asistir a un final que esquiva el deus ex machina y se pliega a la razón, no en vano, la película está trazada con tiralíneas y presenta un conjunto acabado y sin fisuras. Petra supone un punto de inflexión en la obra de Rosales, es su película más accesible y depurada hasta la fecha, alejándose deliberadamente de la capilla del cine de autor para optar a un público más amplio, sin sacrificar por ello la exigencia que identifica su cine.
A continuación, unas interesantes declaraciones del director que sirven como perfecto complemento a la película:

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Casi 40. 2018, David Trueba

Al contrario de lo que dice el tango, veinte años sí son algo. Es tiempo suficiente para echar la vista atrás y darse cuenta de lo mucho que pueden cambiar las circunstancias y las personas. Dos décadas después de haber dirigido La buena vida, David Trueba recupera a los protagonistas de su primera película y los reúne en Casi 40, un ejercicio de síntesis narrativa (más íntima y austera que la anterior) que indaga en las relaciones personales, la supervivencia profesional y en las expectativas pasadas y presentes. Es decir: la vida de cualquier habitante del "primer mundo" cercano a la cuarentena.
En esta ocasión, Trueba prescinde de personajes secundarios que incidan en el desarrollo de la trama (hay algunos episódicos que ayudan a diversificar el discurso de los protagonistas), así como evita también la necesidad de enmarcar la historia en un contexto determinado. Las situaciones y los diálogos suceden en un tránsito que podría enmarcar el film dentro del género de la road movie, aunque ni los motivos ni el destino del viaje son aquí trascendentes. Se trata de sacar a los personajes de sus rutinas y entornos habituales para que expresen libremente aquello que les une y les separa, en un discurso que convierte al espectador en el tercer participante en escena.
Los otros dos son Lucía Jiménez y Fernando Ramallo, actores que debutaron con Trueba en la primera parte y con quien completan aquí una suerte de retrato generacional al estilo del elaborado por Richard Linklater en la trilogía de Antes del amanecer. La pareja de intérpretes consigue transmitir cercanía y credibilidad, dos condiciones indispensables para hacer verosímiles los abundantes diálogos que contiene la película y que la emparentan, también, con los cuentos de las cuatro estaciones de Éric Rohmer. El director francés parece inspirar al madrileño en cuanto al tono y el espíritu de la narración, fruto del realismo, la empatía con los personajes y la escucha atenta. A este paisaje sonoro de palabras se suman las canciones que Lucía Jiménez interpreta en directo, casi a modo de entremeses que amenizan el conjunto.
Por estos motivos, Casi 40 adopta un formato sencillo en la forma pero que guarda en el contenido sus cargas de profundidad. Una película pequeña en tamaño y ambiciones que consigue, sin embargo, eso tan difícil que es despertar la reflexión en el público y el análisis de conciencia. Y todo ello sin apelar a la nostalgia que suele edulcorar este tipo de relatos. David Trueba logra plantear cuestiones importantes de manera fresca y despreocupada, como si la vida fuese eso que ocurre entre las palabras acción y corten. Una vez más, merece la pena complementar el visionado de la película con el reportaje que el programa de TVE Días de cine le dedicó con motivo de su estreno:

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Una vida a lo grande. "Downsizing" 2017, Alexander Payne

Los buenos narradores lo son al margen de las circunstancias y los presupuestos. Buena prueba de ello es Alexander Payne, quien después de haber realizado una película tan austera e independiente como Nebraska, regresa cuatro años después con Una vida a lo grande,  la producción más compleja y ambiciosa de su filmografía. También es la más diferente. Por primera vez, el cineasta norteamericano cuenta una historia con elementos fantásticos relacionados con la ficción científica, la distopía y la fábula geopolítica.
Payne recupera a su antiguo coguionista Jim Taylor para desarrollar la parábola de un hombre común envuelto en una situación extraordinaria: la humanidad ha encontrado la fórmula que permite reducir a las personas a un tamaño minúsculo y aminorar, así, el impacto negativo contra el entorno. A partir de este momento, la población se divide en seres grandes y pequeños. Para estos últimos se crean ciudades adaptadas en las que se adquieren grandes privilegios, una Arcadia en miniatura a la que se incorpora el protagonista interpretado por Matt Damon. La película propone una interesante variedad de temas de contenido social, económico, cultural y ecológico, sobre los que flota la pregunta: ¿Cómo sobrevivir a la infelicidad en mitad del paraíso? El gran acierto de Una vida a lo grande es que no proporciona las respuestas evidentes ni las lecciones morales que abundan en Hollywood, lo que la convierte en un entretenimiento adulto e ingenioso, no exento de emoción.
Las ocurrencias argumentales de Payne van más allá del papel y se traducen en imágenes de expresividad sencilla y directa, siempre a favor del relato y con un regusto irónico que marca la distancia adecuada respecto al público. Esta distancia no es ni tan cercana como para que el director sea considerado un sentimental, ni tan lejana como para que se le tome por un autor erudito. Alexander Payne se encuentra en ese punto intermedio en el que se establecieron muchos cineastas clásicos norteamericanos, y al que ahora aspiran tantos otros sin conseguirlo. Las claves que emplea Payne son infalibles: dominio de la puesta en escena, sentido del ritmo y una buena dirección de actores.
En torno a Damon se congrega un buen número de actores eficaces, la mayoría de ellos desconocidos, con la salvedad del veterano Udo Kier y del carismático Christoph Waltz, quien compone un personaje inolvidable. El elenco artístico aporta la parte humana a una película que cuenta también con una impecable factura técnica, lo que añade calidad al conjunto. Pero lejos de buscar la pulcritud o los caminos fáciles, Una vida a lo grande toma inesperados giros narrativos que bien podrían haber derivado en fracaso. A lo largo del film hay diversos cambios de escenario, algunos de ellos contrapuestos, que evolucionan con el devenir del personaje principal. La adaptación de su punto de vista a los nuevos acontecimientos transforma el tono de la película de la comedia al drama, pasando por la sátira, la intriga o el alegato social. Un periplo lleno de riesgos que Alexander Payne sortea haciendo valer sus grandes dotes como narrador y como humanista atento al presente.
A continuación, uno de los temas musicales que integran la banda sonora compuesta por Rolfe Kent. Una delicia donde los instrumentos de cuerda ilustran a la perfección los diferentes estados de ánimo que atraviesa el protagonista. Relájense y disfruten:

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Los motivos de Berta. 1984, José Luis Guerín

Al contrario que lo sucedido en los ámbitos de la música o el diseño, apenas hubo experimentación en el cine realizado en España durante los años 80. La década anterior había sido especialmente fértil gracias al trabajo de directores como Iván Zulueta, Basilio Martín Patino, Gonzalo Suárez o Carlos Saura. Pero la implantación de la conocida como Ley Miró obtuvo los resultados opuestos a los que se buscaban: en lugar de promover modelos alternativos de producción, desplazó sobre la industria un rodillo que homogeneizaba las diversas escuelas y tendencias que coexistían en el país. A pesar de las dificultades, surgieron unos pocos nombres capaces de desarrollar su obra dentro de la vanguardia, entre los que destaca el barcelonés José Luis Guerín.
Tras haberse fogueado en cortometrajes de corte experimental en los que practicó el oficio de manera autodidacta, Guerín dirige su primer largometraje con tan solo 24 años. Los motivos de Berta es una película que si bien puede contener influencias de Víctor Erice y de otros maestros declarados como Bresson o Dreyer, muestra ya la temprana personalidad del autor. Y eso que recurre a uno de los tópicos más asentados de la filmografía autóctona: el relato iniciático en el entorno rural. Montxo Armendáriz, Manuel Gutiérrez Aragón o el propio Erice habían debutado unos años antes con argumentos parecidos, al igual que después harían Manuel Iborra, Julio Medem o Carla Simón. Todos ellos saben que un niño en la naturaleza siempre es una doble posibilidad para lo inesperado, una fábula que Guerín representa en el escenario de la planicie segoviana y en la figura de la joven que da título a la película.
El guión sigue los pasos de Berta en su encuentro con el mundo que le rodea, un paisaje adusto por donde pululan campesinos y gente del campo, un equipo de rodaje del que nada se sabe y un misterioso ermitaño de vocación romántica (sin duda el personaje más endeble del film). La narración adopta el punto de vista de la niña, que es a la vez un canal de comunicación con el público y un retrato introspectivo de la pubertad. Ya sea por temeridad o por inexperiencia, Guerín busca deliberadamente la ambigüedad y esquiva las evidencias, provocando que la información que recibe el espectador a veces esté incompleta o tergiversada. Es una forma de reflejar la realidad que se acerca a la poesía y al lenguaje meta-cinematográfico en los que el director profundizará a lo largo de su carrera. Aunque Los motivos de Berta contiene elementos del costumbrismo, no se puede considerar una película realista. Guerín juega con los símbolos (el coche varado, el pájaro en la jaula que custodia la madre) e incluso incluye escenas tan fantásticas como la de la bicicleta y el coche de juguete que se desplazan solos.
Pero todos estos atributos que hacen que el film resulte especial, casi mágico, tienen que ver con un hecho innegable, y es que el montaje original de Los motivos de Berta duraba cerca de tres horas, justo el doble de la versión que ha llegado hasta nuestros días. Este ejercicio de poda, muy poco habitual entre directores que tienden a hinchar sus películas para vengarse de sus antiguos productores, da como resultado una síntesis de atmósfera enrarecida, cercana a la abstracción. La fotografía en blanco y negro, obra de Gerardo Gormezano, estiliza la estética del film también a posteriori, ya que en principio las imágenes fueron filmadas en color. Son decisiones de un José Luis Guerín en ciernes, que no tenía miedo de asumir riesgos y de proponer un cine ajeno a las convenciones. El mismo espíritu que le mueve todavía hoy.

Silvia Gracia interpreta a la protagonista del film, en su única experiencia como actriz.

Fuentes consultadas:
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La mujer que sabía leer. "Le semeur" 2017, Marine Francen

Tras haber adquirido experiencia en los equipos de dirección de diferentes películas, Marine Francen decide ponerse al frente de su primer largometraje adaptando una peculiar obra literaria. El hombre semen es el único texto conocido de Violette Ailhaud, supuesta autora de un manuscrito que posee su propia leyenda. Aunque el texto salió a la luz pública a mediados del siglo XX, en realidad está fechado décadas antes, cuando la escritora quiso contar la historia de un pueblo sin hombres en tiempos de la represión napoleónica. Se trata de un cuento narrado en primera persona que recoge los hechos acontecidos en una pequeña localidad de la Provenza francesa, donde irrumpen las tropas leales al recién proclamado emperador para apresar a todos los adultos varones. A partir de entonces, las mujeres deberán hacerse cargo de la subsistencia del lugar, lo que conlleva las labores agrícolas, ganaderas y, claro está, la repoblación de la vecindad. La esperanza de que llegue El hombre semen al que alude el título del original literario, cuya adaptación cinematográfica ha sido titulada en España  La mujer que sabía leer, vertebra la trama y propone cuestionamientos en torno a la sexualidad y los roles de género que continúan vigentes todavía hoy.
A primera vista, el argumento de la película podría recordar a El seductor de Don Siegel (y su más reciente versión a cargo de Sofía Coppola, La seducción), pero pronto el espectador percibirá que se encuentra ante una propuesta distinta y bastante original. Francen esquiva con soltura los atajos del morbo fácil y del erotismo de sobremesa, para construir un relato elegante, sobrio y conciso. Tanto como el texto de partida, del cual la directora traslada a la pantalla la acción y, lo que es más importante, el espíritu que late en la letra impresa. La mujer que sabía leer desarrolla con herramientas visuales el potencial creado por Ailhaud, mediante un tempo pausado y sereno que aplica la observación en los detalles, y unos encuadres pictóricos que aluden a Vermeer en los interiores y a Millet y Corot en las escenas de exterior. Estas referencias artísticas se hacen evidentes desde la misma elección del formato de pantalla, el casi-cuadrado de 4:3, que el director de fotografía Alain Duplantier emplea para componer imágenes que transmiten armonía y clasicismo.
ELa mujer que sabía leer tienen gran importancia los personajes y, por lo tanto, también los actores que los interpretan. Pauline Burlet sostiene el punto de vista que conduce la historia  y elabora un personaje cuyas emociones se expresan con una gran economía gestual, contribuyendo así al tono comedido que gobierna el film. De la misma manera, Alban Lenoir, Géraldine Pailhas, Iliana Zabethsus y el resto del reparto coral son capaces de dibujar, con unos pocos trazos, el paisaje humano que se despliega en la película con humildad y respeto. La debutante Marine Francen pone en práctica estos dos términos y otros como emoción, sensualidad, drama... todos ellos aplicados con la distancia adecuada para inmiscuir al espectador sin necesidad de recurrir al exceso ni a la vulgaridad a los que se podría haber prestado el argumento.
En resumen, se trata de una sorprendente opera prima que tiene la virtud de abordar temas complejos con delicadeza e inteligencia. En adelante habrá que permanecer atentos al nombre de Marine Francen, quien realiza en La mujer que sabía leer una proclama feminista tan oportuna en el siglo XIX como en los tiempos que corren.
Las imágenes de la película se nutren de pinturas como "Des glaneuses" de Jean-François Millet (1857)
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JLG/JLG autorretrato en diciembre. "JLG/JLG autoportrait de décembre" 1995, Jean-Luc Godard

Un hombre, nada más que un hombre. No mejor que ningún otro, pero ninguno mejor que él. Con estas palabras termina el ensayo cinematográfico que Jean-Luc Godard filmó en 1995 bajo el título de JLG/JLG autorretrato en diciembre. Es importante recalcar el término autorretrato, diferente a la autobiografía. El primero ha estado desde siempre asociado a la pintura, mientras que el segundo tiene raíces literarias. Godard encuentra un espacio intermedio de naturaleza fílmica, a modo de espejo fragmentado donde se reflejan sus inquietudes intelectuales: citas de libros, diálogos de películas, reproducciones de cuadros... referencias que se acumulan como capas de sedimentos en el ideario del director.
La película mantiene una atmósfera íntima que Godard sitúa entre las paredes de su casa, en un pequeño pueblo al Oeste de Suiza. Allí el autor se muestra como una especie de monje dedicado a la oración pagana de sus múltiples idolatrías: Cocteau, Chaplin, Julien Green, Nicholas Ray... cada nombre coloca una pieza en el mosaico narrativo que propone el film. En el exterior, la naturaleza se presta también a los símbolos: las orillas del lago Léman, los caminos nevados, la luz fría y centroeuropea que apenas se cuela por las ventanas. El público erudito sacará buen provecho de todo este material que, sin embargo, puede ahuyentar a los profanos. Como los demás ensayos de Godard, su autorretrato en diciembre exige dedicación y apertura de mente.
Hay que recordar que la obra de Godard permanece siempre ligada a su experiencia vital, más allá de los géneros que aborda. En mayor o en menor medida, sus películas son una prolongación de su persona, por eso es relevante conocer las circunstancias del director en cada nuevo film. A mediados de los noventa, Godard se encontraba enfrascado en la realización de su magna Histoire(s) du cinéma, de la cual adoptó aquí su estructura caleidoscópica, además de cortometrajes y documentales que mantenían vivo su espíritu transgresor y vanguardista. Como es lógico, la rebeldía de la juventud aparece ya tamizada por la serenidad de los 65 años, lo que provoca que en sus trabajos sigan teniendo presencia las mujeres, pero ya no las pistolas. Se trata de una época fértil en la que el cineasta siente la necesidad de expresarse sin que medie la ficción, aunque JLG/JLG autorretrato en diciembre no sea un documental al uso. Tampoco es tan serio como puede parecer en un principio, al contrario: Godard se ríe en ocasiones de sí mismo, despojando de solemnidad la figura de pope de la cultura que tiene atribuida desde joven. La escena en que unos inspectores del Centro Nacional del Cine invaden su casa para controlar sus influencias, ilustra a la perfección la manera en que Godard construye su propia caricatura y redefine al personaje del que habla, incluso, en tercera persona.
En suma, JLG/JLG autorretrato en diciembre da gasolina a los detractores del cineasta franco-suizo y depara algunas perlas para sus fieles. Los que están entre medias quedarán seguramente desconcertados. A pesar de la brevedad del metraje, conviene ver la película concentrado para no perderse algunas reflexiones tan agudas como la que escribe Godard al principio: La cultura es la regla. El arte es la excepción. Todavía hoy, Jean-Luc Godard sigue siendo una verdadera excepción.

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El último verano. 2016, Leire Apellaniz

Después de haber trabajado durante años como proyeccionista, Leire Apellaniz rinde homenaje a la profesión realizando un documental que ella misma escribe, produce y dirige. El último verano retrata con autoridad un oficio que se extingue, pero también propone una reflexión personal y serena sobre los cambios del modelo de producción, el advenimiento de las nuevas tecnologías y el relevo generacional. Todo ello representado en la figura de Miguel Ángel Rodríguez, un veterano exhibidor del circuito de los cines de verano, cuyo modus vivendi sitúa la película en el género de la road movie.
El carismático protagonista conduce de una localidad a otra de la península con su furgoneta cargada de aparejos para proyectar en 35 mm, un formato que agoniza frente al avance del sistema digital. La continuidad de su profesión está en duda, mientras el personaje trata de mantener su rutina entre innumerables cigarrillos, coca-colas y charlas con cuantos personajes le salen al paso.
Apellaniz prescinde de voces en off y de entrevistas para elaborar un documental basado en la observación, cuyas imágenes hablan por sí mismas. La cámara sigue los pasos de un hombre que parece avanzar hacia el final de una época, un animal nocturno que se relaciona con los demás mediante conversaciones que giran siempre en torno al trabajo. El espectador nunca llega a saber si alguna vez estuvo casado, si tiene hijos, padres o amistades fuera del oficio. Todo lo más, que tuvo problemas con el alcohol en el pasado y que fija su residencia habitual en un municipio de Madrid. Pero estas informaciones no se visualizan en la pantalla, sino que son vagamente mencionadas en frases que vienen y van. La directora sabe bien lo que quiere contar y no se distrae con subtramas ni con el desarrollo de ningún otro personaje, dando al film una apariencia austera, casi ascética.
Por lo tanto, la elocuencia de El último verano se expresa mediante planos bien compuestos y hermosamente fotografiados por Javier Agirre, creador de imágenes que encuentran su verdadera identidad en el montaje. El ritmo narrativo y la cadencia con la que se conduce el relato pueden hastiar al público dócil, poco acostumbrado a los experimentos. En cambio, los espectadores exigentes sabrán apreciar el cuidadoso empleo del sonido (el film carece de música extradiegética), el naturalismo de muchas escenas y los concisos emplazamientos de cámara. En definitiva: un fabuloso ejercicio de cine sobre el cine, la vida y lo que ocurre entre medias.

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Zama. 2017, Lucrecia Martel

El regreso de Lucrecia Martel tras casi una década sin estrenar ningún largometraje conserva los rasgos propios de su estilo y añade algunas sorpresas. La más llamativa es que se trata de una película ambientada en el pasado. Por primera vez en su filmografía, la directora argentina abandona el tiempo presente y retrocede hasta el siglo XVIII, la época de las colonias europeas en América del Sur, las epidemias del cólera y el comercio de esclavos.
Sin embargo, Martel no se entretiene en detallar el contexto ni en hacer una exhaustiva recreación histórica. Todo lo que rodea al protagonista Diego de Zama contribuye a explicar sus turbulencias interiores, para ello, la película prescinde de las habituales secuencias descriptivas y se concentra en el perfil íntimo del personaje interpretado por Daniel Giménez Cacho. No en vano, el actor mexicano aparece en casi todas las imágenes del film, como una representación persistente del desconcierto que nace en la novela de partida. Y aquí reside otra de las novedades de Zama. Porque en lugar de ser un guión original, como en los anteriores trabajos de Martel, ahora es la propia cineasta quien adapta un texto de Antonio Di Benedetto, autor que comprimió la zozobra humana en la figura de un funcionario de la corona española destinado a esperar en la frontera de Paraguay un cambio de destino que nunca llega. Martel despoja la narración de cuanta información le es posible, dejando solo lo necesario para que el público siga la trama guiado por su intuición. No es una película fácil, ninguna de Lucrecia Martel lo es. Se trata de cine que evoca sensaciones, cine introspectivo y de atmósferas, más que de paisajes.
Martel desarrolla su sentido del encuadre mediante composiciones arriesgadas, que huyen del clasicismo pictórico que suele afectar a esta clase de producciones. Así, el espectador adopta a veces el papel de testigo de los hechos, a través de puntos de vista inesperados. La mirada del actor es la misma del público, mediante el uso de planos cortos que refuerzan la impresión de encierro y desasosiego. Por contraste, los planos más abiertos y generales permiten dar un respiro y atisbar la exuberancia de la naturaleza, tan bella como amenazante. Nada de esto sería posible sin el gran trabajo fotográfico de Rui Poças, quien dota a las imágenes del film de una identidad marcada por el empleo del color y la luz. El cuarto largometraje de Lucrecia Martel es también el primero que ha rodado en cine digital (otra novedad que aporta Zama), manteniendo la valentía y la voluntad de transgresión que caracterizan su obra. Ella es uno de los cineastas más originales del panorama actual, lo que queda patente al asomarse al misterio de esta película que lleva la huella de su autora impresa en cada imagen.

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Todos lo saben. 2018, Asghar Farhadi

Segunda película rodada por Asghar Farhadi en suelo europeo, esta vez en España y con un reparto íntegramente hispanohablante. La cuestión del idioma añade dificultad al reto que supone haber trasladado el universo tenso y dramático del director iraní hasta un pequeño pueblo de la meseta castellana, una decisión que no ha sido tomada a la ligera. Farhadi conoce el país, ha hablado con sus gentes, no es un turista que viene a retratar con su cámara los tipismos que seducen a tantos otros cineastas. Esto es algo que se aprecia al contemplar Todos lo saben. La narración del film se funde con el paisaje geográfico y humano que reflejan las imágenes, sin perder por ello la personalidad del autor y el estilo que le ha erigido como uno de los nombres más importantes del actual panorama cinematográfico.
Quien conozca la obra de Farhadi identificará los conflictos de otras películas anteriores, tanto familiares (Nader y Simin, una separación) como fraternales (A propósito de Elly) y de pareja (El viajante). Todos los saben añade una nueva variación al tema predilecto del cineasta: cómo reaccionar cuando un hecho excepcional se inmiscuye en lo cotidiano. La novedad consiste en observar este mismo argumento desde una perspectiva poliédrica, representada a través de un reparto coral que incluye nombres como los de Penélope Cruz, Javier Bardem, Ricardo Darín o Bárbara Lennie... muy bien arropados por Eduard Fernández, Elvira Mínguez, Inma Cuesta, Ramón Barea, José Ángel Egido y un largo etcétera de actores que exprimen cada frase que les corresponde del guión. Todos ellos participan de un acierto colectivo que comienza en el casting y termina en la pantalla, bajo la batuta de Farhadi, siempre hábil a la hora de conjugar diversos actores.
Todos lo saben es cine de personajes, cine que pone en relieve la historia que se cuenta sobre todo lo demás. Y al igual que sucede con las anteriores películas de Farhadi, aquí también se juega con los elementos de sorpresa y de tensión, sabiamente dosificados para asegurar su perdurabilidad hasta la llegada del desenlace. Es por este motivo que conviene desvelar lo menos posible de un argumento que comienza como una comedia costumbrista y deriva hacia el thriller rural a medida que avanza la acción. El film concentra las escenas más multitudinarias en el primer acto, lo que obliga a la cámara a moverse con mayor dinamismo y a agilizar el montaje. Pero poco a poco, según la trama se va volviendo más compleja, su visualización tiende a simplificarse hasta alcanzar la depuración final. Farhadi aplica la máxima de menos es más, invirtiendo el trayecto de esta montaña rusa de emociones soterradas que van saliendo a la luz a modo de catarsis.
Más allá de los ingenios dramáticos, la película exhibe también una técnica depurada y una planificación siempre a favor del relato, reforzada por la estética que imprime José Luis Alcaine. El veterano director de fotografía crea atmósferas donde el color, la luz y la sombra tienen presencia pero no se imponen, buscan la sutileza y la expresividad sin estrépitos.
En suma, Todos lo saben viene a completar la galería de tragedias domésticas que jalonan la filmografía de Asghar Farhadi, director que vuelve a conseguir que una ficción depurada hasta el detalle no lo parezca tanto, a fuerza de transmitir verdad y cercanía. A continuación, un conciso reportaje cortesía del programa de TVE Días de cine, que sirve como perfecto complemento al visionado de la película:

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A Ghost Story. 2017, David Lowery

El director David Lowery y los actores Rooney Mara y Casey Affleck vuelven a reunirse cuatro años después de haber filmado juntos En un lugar sin ley, esta vez para contar una historia más arriesgada e intimista si cabe. El reto no era fácil, ya que aquella era una película que nadaba a contracorriente y difuminaba los límites entre el cine y la poesía. Dos cualidades que se refuerzan hasta alcanzar el virtuosismo en A Ghost Story, verdadero ejercicio de lirismo cinematográfico con vocación kamikaze.
El planteamiento del guión, escrito por el propio Lowery, es muy sencillo. Una pareja de mediana edad ve truncados sus planes de futuro cuando un accidente termina con la vida del personaje interpretado por Affleck. A partir de entonces, el difunto permanecerá en la casa recién estrenada adoptando la identidad de un fantasma, primero para acompañar el duelo de su amada y después para esperarla cuando ella decide abandonar el hogar. Al contrario que otras películas como Always o Ghost, el tono que domina la narración es el realismo introspectivo, sin lugar para la sensiblería ni los clichés del romanticismo sobrenatural. Se podría decir que A Ghost Story es un género en sí misma, porque no se parece a ninguna otra película.
Lo primero que llama la atención es la apariencia visual del film. Lowery recupera el extinto formato casi cuadrado de 4/3 y se atreve, incluso, a redondear las esquinas del encuadre contraviniendo las dimensiones de todas las pantallas actuales. Esta decisión emparenta la estética de la película con otros soportes como la fotografía o la pintura, dejando en las retinas del público imágenes difíciles de olvidar. Una impresión a la que también contribuye la iluminación de Andrew Droz Palermo, quien realiza un trabajo de extraordinaria sensibilidad y fijación por los matices. Es importante reincidir en el sentido plástico de A Ghost Story porque se trata de una película cuyos diálogos son escasos o carecen de verdadera importancia, y porque el desarrollo de la trama se explica a través de la planificación sobria y ajustada que elabora el director. Esta es una de esas películas que hacen participar al espectador y le implican en la co-autoría del guión, ya que los acontecimientos que se narran no atienden a obviedades ni dan nada por sentado. La sensación que transmite su visionado es la de estar asistiendo a una sorpresa prolongada y parsimoniosa, una mezcla de tensión y de calma que reporta al espectador un estado parecido a la hipnosis.
Habrá quien considere exagerados estos términos, y es comprensible: hace falta predisposición para entrar en el juego que propone Lowery. Es fácil que la primera reacción al ver el aspecto fantasmal del protagonista sea la risa, ya que el diseño del personaje consiste en una amplia sábana con dos orificios en los ojos, al más puro estilo clásico. Una vez que el público ha entendido que no se trata de un chiste, se puede adivinar cierta coherencia en esta caracterización: A Ghost Story tiene un carácter atemporal y no está anclada a ninguna época determinada, de hecho, el eje sobre el que gira la narración es la propia concepción del tiempo, su elasticidad, cadencia y finitud.
Poco más se puede decir del cuarto largometraje de David Lowery que no desvele su misterio. Si acaso, insistir en el talento interpretativo de Rooney Mara, quien carga con el peso dramático del film en un ejercicio de contención acorde con el tono del conjunto. También se debe destacar la partitura del siempre fiel Daniel Hart, capaz de dotar de profundidad a la historia mediante hermosos sonidos de cuerda. En suma, A Ghost Story es una obra que transmite una atmósfera muy particular, cine de sensaciones que solo contiene una única escena discursiva (el soliloquio que mantiene el personaje de la fiesta), a modo de acotación en un entreacto. Son palabras que arrojan luz sobre una película destinada a convocar el culto a su alrededor, un culto probablemente discreto pero perdurable.

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Historia de dos ciudades. "A tale of two cities" 1935, Jack Conway

Jack Conway estaba llamado a ser uno de los grandes cineastas de los años treinta y cuarenta. Formado por Griffith, realizó numerosas películas mudas antes de convertirse en el director habitual de estrellas como Jean Harlow o Clark Gable, sin embargo, su nombre nunca adquirió el prestigio de otros coetáneos como Victor Fleming o Sam Wood. Hoy apenas ocupa algún párrafo en los libros de Historia del Cine. Tal vez la razón sea que Conway nunca llegó a dirigir un film realmente trascendente, y eso que tuvo a su cargo proyectos de envergadura como Historia de dos ciudades. Pero claro, aquí quien de verdad mandaba era David O. Selznick. El amo y señor del estudio Metro Goldwyn Mayer presumía en su lema de tener "más estrellas que en el cielo" y, por aquel entonces, el director no era ninguna estrella.
Ronald Colman sí lo era. Su nombre (y su talento) sirven como reclamo para una película que tiene como segunda referencia a Charles Dickens. Historia de dos ciudades en una de las novelas más populares del autor británico, de quien la MGM toma el músculo dramático y se queda solo con la fibra, en una reducción del texto original que provoca algunos desajustes narrativos y cambios bruscos en la evolución de los personajes. Los experimentados guionistas W.P. Lipscomb y S.N. Behrman tratan de convertir un texto que supera las quinientas páginas en una película de dos horas, en la que se abordan temas como las desigualdades sociales, el derecho a la justicia y el amor no correspondido. Todo ello dentro del marco histórico que supuso el estallido de la revolución francesa.
Los acontecimientos se agolpan en la pantalla a lo largo de tres actos bien diferenciados. El primero de ellos permite que se luzcan los actores, con las consabidas presentaciones de los personajes y el contexto. Es también el segmento que contiene mayores dosis de comedia y el más brillante en la escritura y la planificación (con algunas elipsis visuales muy ingeniosas entre escena y escena). En el segundo acto gana protagonismo la acción, gracias a una espectacular recreación de la toma de la Bastilla en la que participan cientos de figurantes. Según informan los títulos de crédito, hubo cineastas como Jacques Tourneur y Val Lewton que diseñaron algunas de estas secuencias, lo que da cuenta de la ambición del proyecto. El tercer acto de Historia de dos ciudades es el más cuestionable desde una perspectiva ética ya que, una vez que se consuma la revolución, las víctimas y los verdugos intercambian sus papeles de manera drástica y sin fisuras. Los que antes eran oprimidos adoptan una personalidad cruel y grotesca, entretanto los malvados aristócratas se transmutan en piadosas víctimas de la guillotina. La película elimina de un plumazo todo cuestionamiento ideológico y los personajes templados desaparecen en favor del maniqueísmo y la caricatura. Es la visión de Hollywood de un acontecimiento que cambió el curso de la historia europea y la transición del siglo XVIII al XIX.
Estos mismos excesos se trasladan también a la interpretación de los actores, urgidos por el ritmo que impone la acotación de la novela y sin posibilidad de desarrollar matices. Ronald Colman llena de cinismo su habitual caracterización romántica, mientras el resto del numeroso reparto se esfuerza por esbozar sus personajes con apenas unos rasgos algo toscos de expresión. Queda claro que la película no pretende hacer una versión realista de Historia de dos ciudades ni de los hechos que propiciaron la revolución francesa. La aspiración de la MGM es la de llegar a un amplio espectro del público, pero al final prevalece la duda de si Jack Conway era el cineasta adecuado para dirigir una obra de semejante calibre. O. Selznick opinaría que sí. Ambos perdieron la oportunidad de darle al original literario una adaptación cinematográfica a la altura.

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Lucky. 2017, John Carroll Lynch

Después de veinticinco años interpretando toda clase de papeles en cine y televisión (la mayoría de ellos secundarios), el actor John Carroll Lynch consigue dirigir su primera película abordando temas poco frecuentes en una opera prima: el fin de la experiencia vital, la vejez y la inminencia de la muerte. Y lo hace precisamente conmocionado por una circunstancia tan personal como es el fallecimiento de su madre. En lugar de dejarse arrastrar por la melancolía, Carroll Lynch realiza un brillante ejercicio de cine independiente norteamericano con ecos de Jim Jarmusch, en el que la reflexión y la emotividad se presentan siempre contenidas. Esta es la gran virtud de una película que esconde más de lo que muestra, y que invita al espectador a completar las ideas que se van diseminando en sus escasos noventa minutos de duración.
La clave de Lucky es expuesta durante el primer acto, cuando el anciano protagonista rellena un crucigrama y busca el significado de la palabra "realismo". Esta escena parece escrita por el propio director para desvelar al público las intenciones de la película, que no son otras que las de acompañar la rutina diaria de un hombre nonagenario en el pequeño pueblo fronterizo donde vive. El realismo de las situaciones cotidianas aparece reflejado en la pantalla con un estilo que bebe del cine de autor y de las referencias a nombres como Wim Wenders (Paris, Texas) y David Lynch (Una historia verdadera), quien tiene un breve pero jugoso papel en la película. No es casualidad que Harry Dean Stanton interprete al protagonista de Lucky, ya que el actor ha trabajado en algunos de los mejores films de ambos cineastas y comparte, además, muchos puntos en común con el personaje.
Para empezar, Dean Stanton tiene la misma edad que Lucky. El director asume el riesgo que supone trabajar con un actor tan mayor y vence la tentación (o la presión de los inversores) de maquillar a un actor más joven, una aberración que se suele aceptar con normalidad. Es por eso que los movimientos, las arrugas y la mirada del personaje no son fingidas, pertenecen al actor y dejan su verdad impresa para siempre en las imágenes. Esta aseveración cobra fuerza cuando se sabe que Dean Stanton murió al poco de terminar el rodaje, y que muchas de las inquietudes que expresa Lucky estaban también en la mente del actor, lo cual rompe los márgenes de la ficción y dota a la película de un profundo valor testimonial, a veces autobiográfico. Porque hay más coincidencias: los dos ancianos comparten cigarrillos, un pasado en la armada y el gusto por las melodías mexicanas. No en vano es Logan Sparks, el asistente personal de Dean Stanton durante los últimos años, quien escribe el guión junto a Drago Sumonja. Al igual que el director, tanto Sparks como Sumonja son actores que debutan en la escritura y realizan en Lucky un sincero homenaje a la profesión en general y a Harry Dean Stanton en particular, auténtica personificación de la constancia, la honestidad y la discreción dentro del gremio.
Si se consigue dejar a un lado todos los condicionantes que hacen de Lucky una película emotiva y atípica, lo que queda es una pequeña obra que tiene el gran mérito de hablar de manera sencilla de cuestiones importantes. Se trata de despojar a la muerte de su pomposidad y de elaborar un discurso válido para cualquier persona razonable (los creyentes están excluidos), cuya retórica permanece acorde con el contenido. Carroll Lynch no aparenta ser un debutante, maneja con fluidez los recursos de la cámara y el montaje, bien respaldado por la fotografía colorista de Tim Suhrstedt y la banda sonora de compases country. Entre el puñado de canciones que ilustran las imágenes está I see a darkness, interpretada por Johnny Cash, que parece creada para Lucky en una escena que de puro simple llega a encoger el corazón.
Hay otros aspectos destacables en Lucky: el amplio casting de actores, el austero pero muy eficaz diseño de producción, el tempo narrativo, los diálogos... todo envolviendo la presencia de Harry Dean Stanton, quien se despide en esta película de la mejor forma posible para un actor. Debemos sentirnos afortunados por presenciar semejante regalo.

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El secreto del libro de Kells. "The Secret of Kells" 2009, Tomm Moore y Nora Twomey

Corría el año 2009 cuando el estudio Cartoon Saloon estrenaba El secreto del libro de Kells, el primer largometraje de la compañía irlandesa y toda una declaración de principios dentro del mundo de la animación. Valiéndose de un estilo visual inconfundible, que denota la experiencia acumulada en los ámbitos del diseño y la ilustración, y unas historias inspiradas en el folclore tradicional, sus miembros fundadores no han dejado de acertar con cada nuevo proyecto. Dos de ellos, Tomm Moore y Nora Twomey, asumieron la dirección de esta película insólita, que situaba a Irlanda en el mapa del cine de animación internacional.
La primera sensación que acude a la mente del espectador tras ver El secreto del libro de Kells es la sorpresa. Un asombro producido por la aparente contradicción que transmiten las imágenes. Por un lado, el diseño de los dibujos tiene la sencillez de las líneas claras y las formas geométricas. Por otro lado, la suma de todos los  elementos estéticos provoca un conjunto de exuberante complejidad y calado artístico. Esta dicotomía entre ligereza y gravedad, simpleza y dificultad, tiene incidencia en la trama. También el guión parte de una premisa básica (la vida en un abadía del siglo XI que se fortifica ante el previsible ataque de los vikingos), que se va complicando según avanza la acción. El propio libro que da título a la película desarrolla su atractivo bajo esta misma dualidad iconográfica, por eso el cine de Tomm Moore resulta ejemplar en la concordancia entre imagen y narración, haciendo que el continente y el contenido sean uno.
Tal vez empujada por el ímpetu de sus autores debutantes, El secreto del libro de Kells exhibe un enorme dinamismo, a veces incluso demasiado. Moore y Twomey dotan de intensidad todas las escenas, rebosantes de comedia, fantasía, aventura... por lo que se echan en falta algunos momentos más contemplativos que permitan detener la visión en los bellísimos escenarios y en el diseño de los personajes, de gran originalidad. Está claro que se trata de una película y no de una exposición de arte, pero tal vez el temor de no interesar al público más joven obliga a los directores a convertir cada secuencia en un espectáculo. Moore se muestra dotado para enfatizar situaciones que adquieren ritmo y velocidad por momentos, algo que suaviza posteriormente en La canción del mar, reforzando el drama y la intimidad.
En definitiva, El secreto del libro de Kells supone un soplo de aire fresco dentro del cine de animación contemporáneo, que tiene la virtud de universalizar el acervo cultural irlandés y las leyendas celtas en una película deslumbrante en todos los aspectos. La mejor puesta de largo posible para un estudio como Cartoon Saloon y un director como Tomm Moore.

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Los Increíbles 2. "The Incredibles 2" 2018, Brad Bird

En los últimos tiempos, la compañía Pixar ha emprendido la continuidad de algunas de las películas que cimentaron su éxito a principios de siglo. Títulos como Toy Story, Monstruos S.A, Cars y Buscando a Nemo tratan de prolongar sus virtudes en nuevas entregas y satisfacer el recuerdo de quienes las vieron en su día y hoy acuden con sus hijos, sobrinos, primos pequeños... o en solitario, sin los absurdos complejos de la edad que la mayoría del público adulto mantiene respecto al cine de animación.
En esta ocasión le toca el turno a Los Increíbles, y resulta curioso que uno de los films más proclives del estudio a una segunda parte se haya hecho esperar tanto. Nada menos que catorce años han transcurrido desde que Brad Bird se hiciese cargo de la película primigenia, algo difícil de entender cuando los superhéroes llevan implícita en su propia naturaleza la narrativa seriada (por no hablar de los pingües beneficios obtenidos por la película de 2004). Bird repite como guionista y director retomando a los mismos personajes en el mismo punto en el que se quedaron entonces, aunque en la presente entrega se aprecian evoluciones actualizadas a los nuevos tiempos.
El cambio más destacable es el protagonismo femenino a la hora de asumir el rol heroico. Los tópicos relacionados con el género aparecen aquí subvertidos sin necesidad de consignas ni eslóganes oportunistas, sino a través del humor. Los Increíbles 2 no olvida en ningún momento su condición de película para todos los públicos, y por eso es capaz de expandir sus argumentos éticos y sociales a una audiencia global que puede divertirse a la vez que se cuestiona algunas convenciones en vías de extinción. Bird contrapone las situaciones domésticas (asumidas por el padre) con las escenas de acción (que recaen en la madre), estableciendo un discurso en el que se reivindica la épica de lo cotidiano, la paridad (tanto de protagonistas como de antagonistas), la conciliación laboral y el reparto de tareas.
Por suerte, ninguno de estos conceptos queda sepultado por la cacharrería visual que exhiben las imágenes del film. Al igual que sucedía en la primera parte, Brad Bird ofrece un espectáculo calibrado como el mecanismo de un reloj, de técnica depurada y una estética cuidada con detalle. El compositor Michael Giacchino vuelve a crear una banda sonora impresionante, que amplifica el alcance de cada escena y contribuye a definir el tono del film. En suma, Los Increíbles 2 dignifica el saturado panorama de las películas de superhéroes, acudiendo a una fórmula que consiste en tratar temas muy serios de manera divertida y emocionante. Por lo tanto, queda superado el difícil reto de cumplir con las expectativas generadas. Vistas las recaudaciones en la taquilla, ya solo queda aguardar a una previsible tercera parte.

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