Diamond Flash. 2011, Carlos Vermut

Uno de los personajes de “Diamond Flash” dice en determinado momento: El problema de la gente, en general, es la necesidad que tiene de comprenderlo todo. Esta parece ser la consigna que Carlos Vermut hace extensible al público de su película. Por eso conviene acercarse a ella con la mirada limpia, soltando el lastre acumulado por tantos y tantos visionados, para tratar de olvidar los parámetros habituales con los que suele codificarse el cine. De otra manera, la sensación de desconcierto puede bloquear la percepción del film.
Para empezar, “Diamond Flash” no atiende a una narrativa convencional. Aquí no importan los hechos, sino sus consecuencias. Las diferentes historias que plantea el argumento están bien avanzadas cuando comienza la película, y aunque parezca lo contrario, obedecen a una lógica interna que el público va desentrañando según avanza el metraje. “Diamond Flash” son, en realidad, dos películas: una que se ve en la pantalla y otra que sucede en la cabeza del espectador. Algunas veces ambas películas conviven, otras no, provocando un estimulante ejercicio de hipnosis.
Con una producción austera que convierte en virtud la limitación de medios, Vermut es capaz de crear una atmósfera muy particular, casi ascética. La narración avanza con sosiego a lo largo de grandes bloques, cada uno con un clímax de la contundencia de una patada en el estómago. A veces desde el humor y a veces desde la tragedia, siempre desde el extrañamiento, Vermut plantea situaciones sin principio ni final, hace aparecer y desaparecer personajes, crea un tiempo raro en cuya quietud se agazapan la pulsión y la violencia. Todo ello a través de una estructura episódica cuya secreta ligazón oculta un misterio que se desvelará –sólo en parte- al final.
Hay  mujeres maltratadas, pedófilos, secuestradores, un super-héroe. Semejante fauna encuentra acomodo en los diálogos de Vermut, que insiste en tratar lo excepcional desde lo cotidiano. Apenas sabemos nada de estas extrañas criaturas,  y quizás por eso no podemos dejar de escucharlas. Porque “Diamond Flash” es una película de actores, un retrato coral de la desesperación magníficamente interpretado. Son rostros desconocidos con el talento suficiente como para hacer creíbles las motivaciones y los fracturas de sus personajes.
Vermut aplaca los excesos del guión mediante un estilo frío y distante que más que contener el melodrama, lo hace soportable. “Diamond Flash” fuerza sus propias expectativas y adentra al espectador por terrenos inexplorados. Se pueden reconocer ecos de Lynch, Kim Ki-duk, Haneke, del cómic y del teatro, pero Vermut demuestra poseer una personalidad que imprime en cada fotograma, un sello basado en el salto mortal sin red debajo. No se trata, desde luego, de una película para todos los públicos. Satisfará a un grupúsculo de irredentos que va a encontrar en esta película, por fin, sus plegarias atendidas. El cine español, tan poco dado a las transgresiones, tiene así su nueva obra de culto. El debut de un director llamado a sacudir el polvo de todas las convenciones. Bienvenido sea.
A continuación, el cortometraje “Don Pepe Popi”, que Carlos Vermut rodó en 2012 con el dúo cómico Venga Monjas. Humor amargo y situaciones llevadas al límite, en una pequeña pieza donde se concentra el particular universo de su autor. Que lo disfruten:

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The Brown Bunny. 2003, Vincent Gallo

Vincent Gallo parece empeñado en dilapidar los afectos cosechados con "Buffalo ´66". Cinco años después de su opera prima, Gallo escribe, produce, dirige, interpreta y monta "The Brown Bunny",  considerada en su momento por algunos críticos como la peor película estrenada nunca en el Festival de Cannes. Los motivos aducidos eran una monótona sucesión de planos de carretera, con una escena de sexo explícito al final.
El escándalo estaba servido, y empujó levemente la promoción de una película que era difícil de distribuir. Lo que es evidente es que "The Brown Bunny" no es un producto diseñado para tener éxito, incluso puede apreciarse cierta voluntad de rehuirlo. En líneas generales, se trata de una pieza de cámara hecha de forma casi artesanal, con un equipo mínimo de rodaje a modo de guerrilla. Una obra experimental que parece fabricada con los descartes de otras películas. Es como si Gallo hubiese encontrado en su mesa de montaje fragmentos de un documental sobre motociclismo, imágenes de una road movie y alguna escena de una película porno. El footage resultante sería "The Brown Bunny".
Si el espectador consigue olvidarse de los comentarios atronantes y de la mojigatería de algunos críticos, es probable que pueda apreciar este pequeño ejercicio de estilo en el que Gallo radicaliza sus propuestas hasta límites peligrosos. El director se revela como un kamikaze que pone a prueba las expectativas del público, a fuerza de manejar las introspecciones de un alma torturada. Gallo vuelve a encarnar el dolor anestesiado por los recuerdos de una pérdida. 
Los dos primeros tercios de la película asistimos a su deambular por kilómetros infinitos de carretera, dejando atrás ciudades bajo una tristeza reconocible: cualquiera que haya sufrido el abandono identificará ese estado hipnótico que proporcionan las imágenes del film. Los encuentros del personaje con diferentes mujeres van sembrando pistas sobre las razones de su amargura, desveladas sólo al final. 
El último tercio de "The Brown Bunny" en la habitación del hotel está sobredimensionado por la tan cacareada escena de la felación, sin embargo, hay un diálogo previo y otro posterior mucho más impactantes a nivel dramático. La aparición del personaje interpretado por Chloë Sevigny permite que el soliloquio mudo del protagonista pueda exteriorizarse, arrojando luz sobre todo lo visto anteriormente. El clímax del relato justifica y da sentido a la aridez inicial del metraje, transformando la escena de sexo en un grito de auxilio, una catarsis.
"The Brown Bunny" plantea también un juego formal, a base de recrear las texturas propias de una producción amateur de los años setenta. Gallo arriesga con los encuadres y emplea la música como elemento catalizador de las desdichas de su personaje. Capaz de convencer a unos pocos y de irritar a la mayoría, Vincent Gallo tiene la virtud de no repetir fórmulas ni de apostar sobre seguro. Su carrera como director demuestra no seguir más guías que las del instinto, la prueba es esta película que parece hecha para el fracaso. Es la paradoja de quien ejerce el oficio de artista maldito, exhibiéndose para ser dilapidado. Por eso resulta imposible disociar la obra del autor, y por eso conviene reconocer al menos el carácter transgresor, casi suicida, de una película tan profundamente triste como "The Brown Bunny".



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Buffalo ´66. 1998, Vincent Gallo

Fue en la década de los noventa cuando terminó de definirse el modelo de cine independiente que conocemos en la actualidad. Lo que hasta entonces suponía una curiosidad para cinéfilos o la respuesta necesaria al gran mercado, adquirió legitimidad al convertirse en industria. Festivales como el de Sundance habían sacado al cine independiente del ostracismo, llamando la atención de los grandes estudios que veían clara la oportunidad de recuperar el prestigio perdido mediante la fórmula de vestir a Goliat con la ropa de David. De esta manera, Fox, Universal o Paramount inauguraron sus propios departamentos de cine independiente para dar salida a esos films que en primera línea hubiesen considerado arriesgados, pero que bajo sus segundas marcas (Fox Searchlight, Focus Features, Paramount Vantage) podían reportarles respeto y una aureola de pundonor. Además, claro está, de ciertos premios que de otra forma se resistían.
Pero volvamos atrás. Al igual que sucedió con la música, algunos nombres que obtuvieron relevancia como Spike Lee, Jane Campion o Quentin Tarantino enseguida fueron absorbidos por las majors, conservando mayor o menormente su integridad como autores. Otros como Hal Hartley, Abel Ferrara, Tom DiCillo o Alexandre Rockwell vieron cómo se debilitaba su estrella con el paso de los años, emergiendo esporádicamente en festivales al margen de las marquesinas y los focos de atención. Fue una época fértil e inquieta, un revulsivo contra los excesos de la década anterior que postulaba cierto compromiso de autenticidad sobre la impostura y la uniformidad predominantes.
Uno de los últimos ejemplos en participar de esta corriente fue Vincent Gallo, particular actor que debutaba tras la cámara escribiendo y dirigiendo “Buffalo ´66”. A simple vista, la película parece seguir a pies juntillas el manual del perfecto cineasta independiente: hay personajes excéntricos, escenarios urbanos, situaciones que mezclan lo cotidiano con lo excepcional y un amplio catálogo de estados carenciales. El revestimiento de una estética cuidadosamente sucia y con ínfulas de marginalidad completa la fórmula perfecta para facturar una obra destinada al culto del connoisseur. Pero estas valoraciones superficiales no deben ocultar que “Buffalo ´66” es mucho más que el capricho de un diletante que busca ser el nuevo Jim Jarmusch. No, la película tiene garra y está hecha con las tripas. O mejor dicho, con el corazón.
Gallo recurre a las enseñanzas del decano del cine independiente, John Cassavetes, aplicando humor sobre la tragedia y evitando juzgar a sus personajes. Son estos los que tiran del hilo narrativo y los que sostienen la arquitectura del guión, incidiendo en otro de los lugares comunes: la relevancia de los personajes sobre el devenir de la ficción. Vincent Gallo y Christina Ricci realizan unas interpretaciones magníficas, empleando técnicas opuestas. Gallo es puro nervio, su inquietante presencia alberga todas las tormentas posibles. Ricci, en cambio, trabaja desde la contención, es el contrapunto necesario y la armonía del binomio. Juntos dan forma a un amor imposible que pone a prueba las expectativas del público, y aquí es donde el Gallo guionista se mide con el director.
La historia parte del secuestro de una chica por parte de un convicto recién salido de la cárcel, con el objeto de presentársela a sus padres como la novia que nunca tuvo. En un principio creemos asistir a las andanzas de un demente, sin embargo, nuestras perspectivas cambian cuando la chica, los padres y todos los que rodean al demente demuestran estar en peores facultades que él. Inevitablemente simpatizamos con el demente, y a partir de ahí, todo cuanto sucede en la pantalla puede conmovernos. Hay una atención especial por los detalles y los objetos: la antigua fotografía en la taquilla, las jaulas de las mascotas en el dormitorio del amigo, el vestuario de los actores, esos zapatos del protagonista…
Bajo su apariencia distante marcada con fuerza por el sello indie, “Buffalo ´66” esconde la exuberancia romántica de los malditos, una melancolía congénita. No conviene dejarse intimidar por sus riesgos estéticos ni por la trama o los diálogos. La opera prima de Vincent Gallo es un dulce extrañamente envuelto que deja un largo y buen sabor de boca, un clásico instantáneo dentro del moderno cine independiente. Y léase moderno en el buen sentido de la palabra.
Atención al fabuloso trailer de la película, con música de Yes:

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La silla de Fernando. 2006, David Trueba y Luis Alegre

Los títulos de crédito lo dejan claro: "La silla de Fernando" es una película-conversación, improbable género que define certeramente el espíritu de este hermoso homenaje. Porque aquí de lo que se trata es de rendir tributo a uno de los grandes, Fernando Fernán-Gómez, de la manera más adecuada: a través de la palabra. Sin laureles ni pleitesías, nada más (y nada menos) que el reconocimiento a una vida plena y consecuente, de la boca de su protagonista.
Los directores David Trueba y Luis Alegre no se limitan a desmenuzar una biografía al uso, sino que sitúan la cámara delante de Fernán-Gómez para recoger el verbo fluido y la mirada de quien se sabe al final del camino. Habrá quien piense que es una tarea demasiado fácil: esa misma acusación la sufrió Wim Wenders al filmar a los músicos de "Buena Vista Social Club", o el hermano de David, Fernando Trueba, cuando hizo lo propio en "Calle 54". La enorme figura de Fernán-Gómez admite muchos y variados documentales, pero "La silla de Fernando" tiene el don de la confidencia y la familiaridad. Se nota que hay una camaradería a ambos lados de la cámara, lo que convierte el visionado del film en un placer que se hace corto.
Fernán-Gómez habla del alcohol y las mujeres, de sus padres y de Dios, de todo en general y de nada en particular. Es el gozo de la conversación cultivada como pocos lo han hecho. Dueño de un magisterio inagotable, sus palabras transitan de la reflexión a la anécdota sin caer en la solemnidad ni en el ombliguismo. "La silla de Fernando" es una película sobre la vida, realizada con un presupuesto mínimo y un equipo de amigos y colaboradores (Ariadna Gil, Natalia Verbeke, Elena Anaya) que consiguen la proeza de hacer el documental que todo cinéfilo querría ver y que a nadie se le había ocurrido hacer antes.

   
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