Formentera Lady. 2018, Pau Durà

Hay un argumento que se repite periódicamente en todas las filmografías posibles, y es el de un hombre cuya vida se trastoca con la visita inesperada de un hijo, o de alguien que le atribuye la condición de padre. Es una trama que admite muchas variantes, en España basta solo recordar los ejemplos de Como un relámpago, Cachorro, Vete de míPetra...
El debut de Pau Durà en la dirección insiste en esta misma historia, con el añadido de que Formentera Lady retrata un paisanaje poco explorado en nuestras pantallas: el de los antiguos hippies que poblaron la isla balear en los años sesenta, buscando reencontrarse con el paraíso perdido entre nubes de marihuana y acordes de guitarra. O de banjo, como es el caso del personaje interpretado por José Sacristán. El veterano actor encarna a Samuel, un superviviente de aquella época que persiste en mantener el mismo estilo de vida hasta que le cae encima el peso de la responsabilidad, en forma de niño de diez años. La llegada repentina de su nieto, de quien debe hacerse cargo, coincide con el desmoronamiento de la utopía sobre la que ha construido su modus vivendi y la adaptación a los nuevos tiempos que él define como hostiles.
El guión, escrito por el propio Durà, mantiene el tono melancólico dentro de la comedia. A las consabidas escenas que ilustran la brecha generacional se suman otras con una mayor ruptura si cabe, que es la de los diferentes mundos a los que pertenecen los protagonistas. Sobra decir que Formentera es mucho más que un escenario de fondo, es la representación geográfica del alma de Samuel. Los exteriores coloridos y luminosos de la zona concuerdan con el interior del personaje que, poco a poco, se va apagando hasta dibujar el contraste. Sacristán vuelve a exhibir su talento en un personaje que parece hecho a su medida, cargando sobre sus hombros con el peso de la película. Durà, que también es actor desde más de dos décadas, confía plenamente en él y permite que gobierne el encuadre haciendo lo que mejor sabe: dotar de humanidad a un carácter difícil, un viejo irascible que asiste con desconfianza a los cambios que suceden a su alrededor.
El estilo empleado por Pau Durà en la narración es sencillo y bastante funcional, a veces deja en evidencia cierto amateurismo que Sacristán amortigua con su presencia. Y es que el actor se ha especializado en los últimos tiempos en participar en operas primas como esta Formentera Lady, lo que dice mucho de su generosidad y entrega. Por él merece la pena acercarse a este peculiar relato sobre la madurez y el desencanto, que no depara grandes sorpresas, pero que deja una sensación agradable en los ojos y al menos un par de pensamientos en la cabeza. Eso es más de lo que ofrecen algunas películas mucho más ambiciosas que esta.

LEER MÁS

Ethel & Ernest. 2017, Roger Mainwood

Corría el año 1998 cuando el autor de cómics Raymond Briggs publicaba Ethel & Ernest, la novela gráfica que contaba la historia de sus padres a lo largo de cuarenta años de relación. El sexagenario Briggs saldaba así una cuenta pendiente no solo con sus progenitores, ya fallecidos, sino con toda una generación de británicos humildes que vadeó como pudo las turbulentas corrientes del siglo XX. Dos décadas después, la compañía Lupus Films asume la producción de la versión cinematográfica de mano de Roger Mainwood, quien ya había trabajado con material de Briggs anteriormente (en Cuando el viento soplaFather Christmas). Mainwood se involucra hasta tal punto en el proyecto que pasa ocho años dibujando el guion gráfico del que será su primer largometraje como director, después de una larga carrera dedicado a la técnica tradicional del trazo artesano. Los reconocimientos y los premios no tardarán en llegar, sin embargo, Mainwood apenas puede disfrutarlos, ya que muere recién terminado el film.
Es emocionante que el propio Briggs aparezca en el prólogo de Ethel & Ernest, filmado en imagen real, estableciendo un vínculo muy estrecho con Mainwood: ambos saben expresarse a través del lápiz, se tributan admiración en sus respectivos oficios y están llegando al final del camino, mucho más largo en el caso de Briggs. Esta es una de las tristes paradojas que sobrevienen a la película. El resto de las vivencias son todas reales y aparecen representadas en la pantalla con el característico estilo limpio y sencillo de Mainwood: líneas claras, figuras redondeadas, colores tenues y un acabado cercano a las ilustraciones de otros británicos como Beatrix Potter o E. H. Shepard. A la animación clásica que exhibe el film se suman también imágenes tratadas digitalmente (las panorámicas de la ciudad y varios vehículos en movimiento) que conviven bien en la pantalla, potenciando el dinamismo de algunas escenas. De esta manera, Mainwood emplea un lenguaje en el que se expresan el pasado y el presente de la animación, conjugados para su pervivencia en el futuro. Porque si el aspecto visual resulta importante a la hora de valorar Ethel & Ernest, no lo es menos la narración del relato.
El guion contiene numerosas situaciones separadas en el tiempo, que Mainwood hace fluir mediante elipsis y un ritmo ajustado a la alternancia de escenas cómicas y dramáticas. También hay una sucesión de acontecimientos históricos (la II Guerra Mundial, el triunfo del partido laborista, la amenaza de la guerra fría o los avances sociales y políticos que contribuyeron a la transformación del país), los cuales aportan a la película un interés que va más allá de la ficción. En medio de todos estos hechos trascendentales se encuentra el matrimonio que da título a la película y su hijo, a la sazón el autor de la obra original. Al igual que sucede en Persépolis o en American SplendorEthel & Ernest pertenece al género biográfico, con la diferencia de que aquí los protagonistas son los padres. Lo que permite a Roger Mainwood adoptar una mirada íntima y a la vez respetuosa con los personajes, aplicando un costumbrismo que pone especial atención en los detalles. La película está repleta de elementos que en apariencia parecen meros accesorios: los títulos escolares enmarcados en la pared, la radio y los periódicos que informan de las noticias, los muebles y cada rincón de la casa familiar... pero que terminan cobrando una importancia esencial en el conjunto.
Es este cuidado por parte de Roger Mainwood lo que confiere a  Ethel & Ernest una redondez impecable, que rebosa humanidad (los actores Jim Broadbent y Brenda Blethyn influyen mucho en ello, poniendo voz a la pareja protagonista) y donde se debe destacar también la composición musical de Carl Davis. El veterano autor crea una partitura bella y evocadora, que añade identidad a esta película tan inteligente como emotiva. A continuación, una muestra de la habilidad de Davis para recrear el sonido de las orquestas de jazz de la época. Relájense y disfruten:

LEER MÁS

Lean on Pete. 2017, Andrew Haigh

Hay películas que logran sorprender sin recurrir a golpes de efecto ni a recursos fáciles. Lean on Pete es un buen ejemplo. Filmada en el noroeste de los Estados Unidos por el británico Andrew Haigh, la película tiene la habilidad de no dar al público lo que espera en cada momento, a pesar de que la sensación que prevalece durante muchas escenas es la de haberlas visto antes. Sin embargo, cuando se empieza a identificar el referente, la trama evoluciona hacia un terreno distinto e inesperado.
Haigh adapta la novela homónima de Willy Vlautin sobre el proceso de maduración de un adolescente criado en condiciones difíciles. Charley vive solo con su padre, un desastre como modelo de responsabilidad. Su única vía de escape es salir a correr, como si estuviera escapando de sí mismo (aquí podemos recordar La soledad del corredor de fondo). Hasta que un día presta ayuda a un propietario de caballos de carreras encarnado por Steve Buscemi. A partir de entonces, los intereses del joven se irán orientando hacia el mundo de los equinos y en concreto uno de ellos, el que da título a la película. La relación que se establece entre el pupilo, el maestro y la jockey interpretada por Chloë Sevigny marca la primera parte del film. Es entonces cuando Lean on Pete se encamina al género de películas de superación deportiva y de intercambio generacional de valores humanos. Pero no teman, porque la trama gira después hacia la road movie, el western contemporáneo y, finalmente, el drama social que termina imponiéndose en el conjunto.
El personaje de Charley es el de un moderno Lazarillo. El hecho de que sus peripecias resulten creíbles se debe, en buena parte, a la mirada desvalida y la naturalidad del actor Charlie Plummer. También sus compañeros de reparto contribuyen a mantener el tono realista del film (solo Travis Fimmel, quien interpreta al padre, excede los gestos y cae en el artificio), en un paisaje humano que dialoga en todo momento con el geográfico. La variedad de escenarios tiene gran importancia en Lean on Pete, no solo como un catálogo de emplazamientos donde sucede la acción, sino como una prolongación anímica de los personajes. Tanto los espacios interiores como los exteriores aparecen fotografiados con detalle por Magnus Nordenhof Jønck, capaz de retratar la América profunda con la belleza de lo cotidiano.
El director mantiene el pulso narrativo en una historia cuyo calado emocional va creciendo hasta la llegada del desenlace, una catarsis íntima coherente con todo lo anterior. El cuarto largometraje de Andrew Haigh no endulza realidades incómodas pero tampoco explota el feísmo ni el morbo por lo truculento que en ocasiones afecta a otras producciones menos sutiles que esta. Lean on Pete es concisa en las formas y estimulante en el contenido, está rodada con acierto y provoca en el espectador un efecto de reconciliación con los lugares y las personas que no suelen figurar en las listas de popularidad ni en los escaparates del éxito. Solo por eso merece la pena asomarse a este film doloroso y honesto.


LEER MÁS

Cold War. "Zimna wojna" 2018, Paweł Pawlikowski

Cinco años después de haberse ganado el favor de la crítica internacional y multitud de premios con Ida, el cineasta Paweł Pawlikowski retoma los rasgos principales de aquella película y les da continuidad en Cold War. Una historia que vuelve a observar los fantasmas del comunismo en Polonia durante los años 50 y 60, esta vez desde la perspectiva de una pareja de amantes condenada al desencuentro. El ambiente represivo y lóbrego de la época impregna el espíritu de los personajes y dota al conjunto de un poderoso carácter romántico. No el romanticismo de los folletines ni las telenovelas, sino el que proviene del siglo XVII y que hermana el amor y la muerte.
La vocación clásica de Cold War se percibe desde el inicio: imágenes en blanco y negro, formato de pantalla en 4:3, composición armónica de los encuadres, montaje limpio y con el tempo acompasado a la trama... Los espectadores avezados podrán adivinar el influjo de Michael Curtiz, Michelangelo Antonioni o Alain Resnais, cineastas de ojo certero que delimitaron con tiralíneas las pasiones de sus personajes y que, al igual que Pawlikowski, ejercitaron la pulcritud y la elegancia estética. Es por eso que Cold War rinde tributo al propio cine, a través de una planificación que no tiene fecha ni adscripción de estilo.
El director polaco y el guionista Janusz Głowacki desarrollan el argumento mediante elipsis que separan los diferentes momentos de la pareja protagonista, con cambios de escenario que recorren Polonia, Alemania, Francia y Yugoslavia. Cada uno de estos países supone un cambio en la relación de amor y desamor que marca la vida de Zula y Wiktor, marionetas movidas por un destino incierto. Al igual que sucedía en Casablanca, el drama romántico se ve reforzado por la situación política y el contexto histórico, que no son solo telones de fondo, sino que condicionan la trama y propician la consecución del desenlace.
Los actores Joanna Kulig y Tomasz Kot encarnan con convicción a los personajes, en unas interpretaciones que se alinean con el tono de la película y a las que aportan humanidad y realismo. Y fotogenia, claro. Porque ambos rostros contribuyen también a la sensación hipnótica que desprende Cold War, película que fija para la posteridad las facciones de Kulig y Kot, bellamente esculpidas en blanco y negro por la fotografía de Lukasz Zal, quien repite con Pawlikowski tras Ida. El cuidado que pone la producción en los apartados artísticos y técnicos completa un conjunto depurado y conciso, cuya belleza visual carece de alardes, y que celebra con el espectador un ritual catártico de emoción y tristeza. En suma, el segundo film rodado por Paweł Pawlikowski en su tierra natal perpetúa los aciertos de su antecesora, y supone una de las películas más trascendentes y perfectas del reciente cine europeo.

LEER MÁS

Petra. 2018, Jaime Rosales

Uno de los temas principales que atraviesan la obra de Jaime Rosales es la muerte. Con la salvedad de Hermosa juventud, el deceso está presente en sus argumentos desde la perspectiva rutinaria de un psicópata homicida (Las horas del día), la fatalidad de un atentado terrorista (La soledad), el fanatismo ideológico (Tiro en la cabeza) o las consecuencias de un accidente de tráfico (Sueño y silencio). A estas películas acerca de la muerte y sus secuelas se suma Petra, un drama que actualiza la tradición de la tragedia griega a los tiempos actuales. En lugar de recurrir al exceso y la declamación, Rosales ahonda en el género desde la sobriedad y la reflexión que caracterizan su cine, provocando un encuentro que él mismo ha situado entre el clasicismo y la vanguardia.
Para empezar, la estructura narrativa está divida en capítulos cuyo título hace referencia a lo que va a acontecer, eliminando así la posibilidad de sorpresa. El cineasta emplea este recurso propio de la literatura antigua para supeditar el qué al cómo, reforzando el carácter aleccionador de una historia enmarañada por las relaciones familiares. El epicentro del terremoto se localiza en el personaje de Jaume, un artista de prestigio que pervierte todo cuanto desea. Rosales derruye a través de su figura el mito del arte salvador y puro, y plantea la pregunta: ¿Puede alguien malvado ser capaz de crear belleza? La respuesta está en poder del público, el cual observa la acción mediante los ojos de Petra. Una mirada plena de humanidad gracias a la implicación y la valentía de Bárbara Lennie, actriz que vuelve a demostrar aquí la medida de su talento. La intérprete madrileña lidia con las tormentas interiores que encierra Petra desde la mesura y el ocultamiento, cualidades que también exhiben sus compañeros de reparto Àlex Brendemühl (quien se reencuentra con el director quince años después de Las horas del día), Marisa Paredes y un sorprendente Joan Botey, en su primer papel en la pantalla. Parece mentira que este último no haya interpretado personaje alguno antes de Jaume, una criatura de gran complejidad que exige importantes dosis de sangre fría.
Al estudio de personajes que contiene Petra se añade además la capacidad del director para ilustrar con imágenes sus evoluciones a lo largo de la trama. Rosales se vale de frecuentes movimientos de cámara y de los desplazamientos de encuadre de un personaje a otro para atender los diálogos, de igual modo que los silencios. Se trata de una retórica visual en la que se mezclan lo narrativo, lo descriptivo y lo dramático, y que insiste en determinados rasgos de estilo (son habituales los comienzos de escena en los que la cámara se introduce en la estancia donde están los personajes). Esta manera de contemplar las acciones otorga al espectador la función de testigo o, más bien, de juez que emite un veredicto ante lo que ve en la pantalla. Una actitud coherente con el carácter moralista de la tragedia clásica que recrea Petra. Cada uno de los giros que quiebran el guión propone al público una nueva sentencia que se va transformando hasta llegar al desenlace, el único momento en el que Jaime Rosales practica la enmienda y se muestra condescendiente con los supervivientes del drama. Después de tanta zozobra, resulta un alivio asistir a un final que esquiva el deus ex machina y se pliega a la razón, no en vano, la película está trazada con tiralíneas y presenta un conjunto acabado y sin fisuras. Petra supone un punto de inflexión en la obra de Rosales, es su película más accesible y depurada hasta la fecha, alejándose deliberadamente de la capilla del cine de autor para optar a un público más amplio, sin sacrificar por ello la exigencia que identifica su cine.
A continuación, unas interesantes declaraciones del director que sirven como perfecto complemento a la película:

LEER MÁS