El reino. 2018, Rodrigo Sorogoyen

Aunque el cine norteamericano ha mantenido su hegemonía dentro del género policíaco a lo largo del tiempo, otros países europeos han adoptado las maneras de Hollywood y las han reconvertido a sus propias realidades a través del filtro de la ficción: el polar en Francia, el polizziotesco en Italia, el british noir en Inglaterra... también en España ha prendido la misma tradición gracias a directores que han introducido numerosas variables, desde el realismo social de Ignacio F. Iquino hasta el estilo bronco y revisionista de Enrique Urbizu. Sin embargo, una vertiente apenas explorada por nuestra cinematografía es la política y lo que se conoce como cloacas del estado, máxime teniendo en cuenta la proliferación de sucesos recientes. El reino cubre este hueco y se enmarca dentro de las películas que retratan las conjuras gubernamentales de un país avergonzado por el reverso de su marca España.
Cualquier espectador informado reconocerá los hechos expuestos en el guión por Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, su colaboradora habitual. Los diálogos, las situaciones, los personajes... son un eco de lo emitido en las noticias durante la última década, por muy exagerado o grotesco que pueda parecer. Para representar nuestra inmundicia patria, Sorogoyen emplea un estilo que adopta la influencia de cineastas como Martin Scorsese, Steven Soderbergh y, sobre todo, Michael Mann. Tanto la planificación, en la que abundan los primeros planos, como los movimientos de cámara y el montaje, de gran dinamismo y con profusión de insertos, remiten a películas vistas antes con las que el director mantiene una deuda confesa. Sorogoyen incluye también una de sus especialidades, el plano secuencia. No como muestra de virtuosismo o para suscitar el impacto, sino como forma de involucrar al espectador en la acción y de transmitir la inmediatez y nerviosismo que requieren la trama.
Sorogoyen vuelve a repetir con su equipo frecuente (Álex de Pablo en la fotografía, Alberto del Campo en el montaje, Olivier Arson en la música) y con Antonio de la Torre como actor principal. La cámara no se separa en ningún momento de su personaje, uno de los altos cargos del equipo de gobierno de una autonomía enfangada por la corrupción. De la Torre cumple con la alta exigencia de su papel y sirve como maestro de ceremonias ante el conjunto de intérpretes que le acompañan, un amplio elenco en el que brillan los nombres de Josep Maria Pou, Bárbara Lennie, Mónica López o Paco Revilla, entre muchos otros. Todos ellos siempre al borde del exceso y la caricatura, en consonancia con el tono que define la película.
Porque aunque El reino está marcada por el verismo del argumento, la manera de representarlo en la pantalla se aleja premeditadamente de la realidad. Cada imagen es consciente sí misma y obedece a una intención y un cálculo que, en ocasiones, incurre en metáforas algo burdas (la boya que el protagonista y su hija alcanzan cada mañana) o en escenas demasiado didácticas (el cliente del bar que aprovecha el despiste del camarero para simbolizar al ciudadano expuesto a la corruptela). Son momentos que participan de la sobreactuación y el subrayado que practica Sorogoyen para deleite del público, el cual asiste fascinado a un espectáculo in crescendo. La tensión dramática aumenta según avanza el relato y el director va depurando la técnica, pero hay un hecho incontestable y es que Rodrigo Sorogoyen no ha nacido en Los Ángeles, sino en Madrid. Este dato biológico solo sirve para ilustrar que existe en El reino cierta "imitación" y actitud forzada respecto a los modelos que le sirven de inspiración, lo que no resta interés al argumento. Afecta a la forma más que al contenido, y es de suponer que el cine del director irá adquiriendo una personalidad propia según gane en madurez y alcance una identidad definida y reconocible. El siguiente vídeo ilustra algunos de estos conceptos y apunta las claves del director:

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Impulso. 2017, Emilio Belmonte

Documental que refleja el proceso creativo de Caída del cielo, el espectáculo que la bailaora y coreógrafa Rocío Molina continúa representado por medio mundo tres años después de su estreno. Como es habitual dentro del género de películas que mezclan lo vital con lo profesional, Impulso hace un retrato de la artista a través de su obra, sin que se sepa a ciencia cierta dónde termina una cosa y empieza la otra.
El director Emilio Belmonte sigue los ensayos, las actuaciones y también los escasos momentos de descanso que Molina comparte con sus compañeros de proyecto, un grupo de músicos que dejan la impronta de su carácter en el film. La cámara de Impulso asiste como un integrante más de la formación, logrando capturar la intimidad y la épica de cada instante, a través de imágenes de gran belleza plástica. Con un equipo mínimo y el ojo siempre diestro para el encuadre, Belmonte consigue esquivar las convenciones del making of y completar un documental bello por dentro y por fuera: deja entrever el vasto potencial de la protagonista y, también, ofrece una sencilla reflexión acerca de la práctica del arte. Todo por medio del baile, una disciplina propicia para la pantalla por su naturaleza cinética y sus posibilidades expresivas.
Merece la pena acercarse a esta producción franco-española filmada en ambos países y que supone el primer largometraje de Emilio Belmonte, tras haberse curtido en televisión. Además de las evoluciones que conducen a Caída del cielo, la película recoge algunos pasajes de otro espectáculo de Rocío Molina basado en la improvisación, todo ello grabado y montado con habilidad. En conjunto, Impulso es una fabulosa exhibición de duende y talento que transforma cada plano en un lienzo en movimiento, un escenario donde se representan la vida, el oficio de la danza y lo que hay en medio.

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Los hermanos Sisters. "Les frères Sisters" 2018, Jacques Audiard

En su octavo largometraje, Jacques Audiard continúa visitando géneros cinematográficos y adaptándolos a su mirada intensa y realista, lejos de los lugares comunes. Los hermanos Sisters es su particular incursión en el western, a partir de una novela de Patrick Dewitt que el director francés convierte en una alegoría acerca del cambio y la posibilidad de redención.
Los protagonistas que dan título a la película ilustran la idea principal de la dualidad: Charlie y Eli Sisters están unidos por la misma sangre pero lucen caracteres opuestos. El primero es impulsivo y violento, mientras que el segundo es sereno y conciliador. Ambos se dedican a cumplir encargos para el Comodoro, ajustes de cuentas y asesinatos a sangre fría que resuelven con profesionalidad y eficiencia. El número par se duplica cuando deben dar caza a dos individuos que poseen una fórmula mágica para encontrar oro, estableciéndose un juego de espejos que contiene similitudes (el cepillo de dientes, la ambición) y diferencias (la fuerza contra la razón, la costumbre contra el progreso). La estructura narrativa adopta el modelo clásico del relato itinerante, con personajes que avanzan hacia una meta que se ve dificultada por los acontecimientos. Con la diferencia de que Audiard esquiva premeditadamente los clichés que habitan en el género, o recurre a ellos para tergiversarlos y presentarlos de manera distinta. Desde las localizaciones elegidas (en Almería, Navarra y Rumanía, entre otros lugares) hasta las motivaciones que mueven a algunos de los personajes (la fundación de una utopía democrática, la reconversión profesional), cada elemento es reconocible y supone, al mismo tiempo, una transgresión. Es decir: hay escaramuzas, tiroteos, persecuciones a caballo, buscadores de oro, salones donde se abreva el whisky... pero observados desde la mirada a veces cruda y a veces poética de Audiard. Una visión reforzada por la música de Alexandre Desplat, que logra conducir las emociones con su magisterio habitual.
El gran mérito de la película es conseguir que el espectador sienta empatía por los dos hermanos Sisters, a pesar de la frialdad con la que ejercen su oficio de matarifes y el carácter difícil que define a uno de ellos, el interpretado por Joaquin Phoenix. Su personalidad se contrapone a la del personaje que encarna John C. Reilly, aunque los dos están marcados por la tragedia familiar y por la simpleza que contrasta con la exquisitez de sus perseguidos, a quienes dan vida Jake Gyllenhaal y Riz Ahmed. En suma, un cuarteto de actores bien afinado y compacto, en el que cada uno aporta sus propias cualidades y engrandece las de los demás, dotando a la película de una profundidad poco común en los westerns.
El hecho de que Audiard emplee muchos planos cerrados y sitúe el foco en los personajes, denota el interés del director por retratar el interior de unas criaturas que escapan de los tópicos. Las imágenes son elocuentes y de gran plasticidad, gracias a la fotografía de Benoît Debie, que demuestra su habilidad para trabajar con el color y las sombras, ya que la película cuenta con importantes escenas nocturnas. El acabado formal de Los hermanos Sisters se adapta como un guante a la narración, la cual evoluciona de manera lineal y se divide en capítulos según los distintos lugares que los protagonistas recorren en su periplo. El film remite a una moderna Odisea en la que el destino del viaje coincide con el inicio biográfico de los dos hermanos, y esa curva en el espacio-tiempo provoca una asombrosa elipsis final en la casa de la familia, capaz de mostrar distintos momentos en el mismo plano. El broche final idóneo para una película que añade su título a la mejor tradición del western, ese género norteamericano por excelencia que tiene en algunos europeos como Sergio Leone o Jaques Audiard a sus más originales renovadores.

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Mary y la flor de la bruja. "Meari to majo no hana" 2017, Hiromasa Yonebayashi

Tras haberse curtido en el oficio durante dos décadas de trabajo en el estudio Ghibli, el director Hiromasa Yonebayashi emprende su propio camino en compañía de antiguos aliados para realizar Mary y la flor de la bruja. Una película que da continuidad al estilo del maestro Miyazaki tanto en el contenido como en la forma, a partir de una novela de la escritora británica Mary Stewart.
La acción se sitúa en mitad de la campiña inglesa, donde una niña se aburre esperando en casa de su tía abuela a que lleguen sus padres y comience el nuevo curso. El descubrimiento de unas flores mágicas dará un vuelco a su vida y provocará que la niña torpe e insegura del inicio de la película se vaya convirtiendo, con el devenir de los hechos, en una joven valiente y responsable. La metáfora es la habitual de casi todos los cuentos, de la misma manera que la moraleja llega con el desenlace introduciendo la nota didáctica al derroche de inventiva y emoción que contiene el relato.
El primer largometraje del estudio Ponoc depara un espectáculo que arranca con fuerza ya desde la primera escena, y que evoluciona alternando elementos de comedia, aventura y fantasía. Todo ello enmarcado en la visión de una Europa idílica heredada de Ghibli, que hace hincapié en los paisajes naturales y en el retrato de costumbres. Las referencias que provienen del estudio matriz son múltiples e inevitables: Nicky la aprendiz de bruja, El castillo en el cieloMi vecino Totoro, El viaje de Chihiro... los personajes y las situaciones de estos títulos acuden a la memoria del espectador de Mary y la flor de la bruja, estableciendo un cordón umbilical que perpetúa aquel rico legado.
Yonebayashi imprime ritmo y dinamismo a las imágenes, de gran belleza estética, y logra un resultado apto para todas las edades que congrega la tradición con la modernidad, el compromiso con el divertimento. Mary y la flor de la bruja supone el esperanzador inicio de una compañía llamada a desarrollar proyectos de calidad y a perpetuar las bondades del mejor cine de animación japonés. Bienvenida sea.

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Pasos en la niebla. "Footsteps in the fog" 1955, Arthur Lubin

Una de las escasas películas filmadas fuera de los Estados Unidos por Arthur Lubin, director que compaginó el cine con la televisión a lo largo de su dilatada carrera. Pasos en la niebla recrea el ambiente de intriga victoriana presente en títulos como Luz que agoniza y Atormentada, de hecho, es al autor de esta última a quien Lubin parece rendir tributo. La sombra de Hitchcock sobrevuela la extraña relación entre un viudo y su ama de llaves, unidos por un secreto que les conducirá irremediablemente a la fatalidad.
Tal y como manda el género, la película cuenta con inesperados giros de guión que mantienen el interés todo el tiempo, gracias en buena parte a la interpretación de la pareja protagonista. Stewart Granger y Jean Simmons logran dotar de humanidad a sus malévolos personajes, él desde la exuberancia gestual y ella desde la contención y el detalle, haciendo que el intercambio de roles entre oprimido y opresor resulte creíble y se convierta en el máximo aliciente del film. Pasos en la niebla contiene un fascinante discurso social que expone la situación de poder entre individuos de diferente clase y la autoridad que otorga la información, con un componente moral que proviene del relato de partida de W. W. Jacobs. Además, el guión pervierte el consabido cliché del drama romántico para cocinar un pastel relleno de veneno, sin los edulcorantes propios del género. El rencor y la ambición que mueven a los personajes no necesitan otra coartada que la conciencia de clase unida a los sentimientos, ya sean por defecto (por parte de él) como por exceso (por parte de ella). Granger y Simmons comparten una obsesión que se va agravando según avanza la trama y su vileza se vuelve cada vez más sofisticada.
El barroquismo argumental es atemperado por la dirección clásica y eficiente de Lubin. Su estilo no pretende añadir más leña al fuego que arde detrás de las imágenes y tiende a la discreción, con algunos aciertos formales que revalorizan el conjunto. La entrada del personaje de Granger a la casa tras el entierro, o el beso que comparte con Simmons al despojarla de las joyas son dos ejemplos de cómo acentuar el dramatismo mediante el montaje en el primer caso, y mediante la planificación en el segundo. Ambos momentos demuestran inteligencia en la puesta en escena. En resumen, Pasos en la niebla es un delicioso entretenimiento bien hecho y bien interpretado, al que tal vez le hubiera faltado un poco más de picardía y de imaginación para trascender por encima de otras películas de referencia.

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Con la pata quebrada. 2013, Diego Galán

Documental de naturaleza didáctica que repasa la visión de la mujer en el cine español, desde la sumisa candidez de los años treinta hasta la reivindicación por la igualdad y el feminismo del nuevo siglo. El director Diego Galán cuenta con una selección de 180 películas, cuyas escenas ilustran el profundo cambio social producido durante las últimas décadas y que se alternan mediante un montaje dinámico de fragmentos cortos y grafismos sencillos, de aire televisivo.
La voz del actor Carlos Hipólito conduce el relato de modo ligero y desenfadado, con la intención de que el resultado final satisfaga a un público amplio, más allá de los cenáculos de estudiosos e historiadores. Con la pata quebrada arroja una mirada amable sobre un tema que a veces resulta espinoso, como en las duras imágenes que muestran la gratuidad de la violencia machista. Además, se incluye material de archivo que ayuda a situar el contexto y tejer el hilo cronológico de los acontecimientos más notables: la guerra civil, la dictadura, la transición, la democracia...
En suma, Galán esboza un paisaje con más sombras que luces en su único largometraje estrenado en la gran pantalla, un documental valioso que en el futuro deberá ser tenido en cuenta para comprender de dónde venimos y hacia dónde debemos aspirar.

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Happy end. 2018, Michael Haneke

Hay una serie de adjetivos que acuden siempre que se habla del cine de Michael Haneke: frialdad, incomunicación, crueldad, pesimismo... todos son de nuevo convocados en Happy end, pero esta vez con algunas variaciones. El director austriaco hace una película más luminosa de lo acostumbrado y menos claustrofóbica, debido a que la acción se sitúa en la ciudad francesa de Calais. La luz del Mediterráneo aporta cierta amabilidad a los dramas constreñidos en el seno de una familia burguesa, cuyos integrantes ocultan sus miserias bajo un manto de corrección e hipocresía.
Haneke reparte el protagonismo en un grupo de destacados actores entre los que se encuentran Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz y Toby Jones, además de otros nombres menos conocidos pero igual de eficaces. El personaje que interpreta la joven actriz Fantine Harduin ejerce como vaso comunicante, y marca el tono sobrio y comedido que mantiene el film. Pero que nadie se engañe, porque Happy end contiene la violencia inherente al estilo del director, una agresividad que no es física sino moral, más impactante si cabe.
La habilidad de Haneke consiste en administrar lo visible y lo invisible en la pantalla, los diálogos con los silencios, la evidencia y su ocultación. Dándole a todo el mismo nivel de importancia en la trama, y creando una sensación de extrañamiento que obliga al espectador a completar los agujeros presentes en el guion de manera deliberada. Es como si Haneke hubiera dejado media película por hacer, cuya autoría pertenece al público. Una estrategia muy estimulante pero también arriesgada, que puede ahuyentar a la audiencia que no está dispuesta a participar en el juego.
Esta narrativa se refleja en las imágenes de Happy end, con una variedad visual que abarca grabaciones de teléfono móvil, escenas de montaje y planos secuencia. Una retórica construida sobre el sostenimiento de la mirada y la contemplación de los hechos, de ahí la longitud de los planos, que convierte a Haneke en una suerte de entomólogo observando a sus criaturas por la lente de la cámara sin emitir juicios ni tomar partido... hasta cierto punto. Haneke no hace cine militante ni combativo, pero sí político. Porque el hecho de situar la historia en uno de los principales puntos de llegada de la inmigración y de contrastar esta realidad con la que rodea a la familia protagonista, denota ya una actitud que, acorde al espíritu de la película, esquiva las obviedades. Es por eso que la felicidad a la que alude el título tiene que ver con un deseo, más que con una descripción. Michael Haneke no hace concesiones. Incluso cuando se muestra más relajado y ligero como en Happy end.

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