EL PODER DEL PERRO. "The power of the dog" 2021, Jane Campion

Uno de los temas presentes en la filmografía de Jane Campion es la incidencia del espacio geográfico en los personajes, algo que la directora ha desarrollado en los distintos países donde ha situado sus historias. En El poder del perro viaja hasta Australia para recrear la Montana de 1925, un escenario de grandes parajes abiertos que conserva todavía el estilo de vida ganadero propio del western.

La mayor parte de la acción sucede en un rancho propiedad de dos hermanos de caracteres opuestos. Uno es educado y correcto, mientras que el otro es rudo y agresivo, se intuye que el primero se ocupa de los negocios y el segundo de las tareas del campo. La grieta que existe entre ambos se abre del todo cuando el hermano más civilizado conoce a una viuda que trabaja en una fonda junto a su hijo y se casa con ella. El muchacho se marcha a estudiar medicina y la mujer se traslada al rancho en contra de la opinión de su reciente cuñado, que la ve como una oportunista. Las relaciones entre estos cuatro personajes marcan la evolución de la trama, atravesada por sentimientos soterrados y un cuestionamiento en torno a actitudes de clase y de género.

Los momentos íntimos y los espacios cerrados se alternan con las escenas de exterior en la naturaleza, de la misma manera que los diálogos conviven con las situaciones puramente físicas. El hecho de que la palabra y el gesto tengan la misma importancia pone a prueba a los actores, un elenco integrado por Benedict Cumberbatch, Kirsten Dunst, Jesse Plemons y Kodi Smit-McPhee. Todos ellos inspirados y precisos, capaces de aportar una voz propia a sus personajes y multitud de matices. Sus interpretaciones son lo más parecido a instrumentos solistas bien afinados y conducidos por la batuta de Campion, que los envuelve en una atmósfera cada vez más opresiva y de gran estilización visual, con una gramática rica en movimientos de cámara, encuadres certeros y composiciones que buscan la escala humana dentro del paisaje.

Dicha atmósfera adquiere personalidad gracias a la fotografía ocre y contrastada de Ari Wegner, sumada a la música de expresividad contenida de Jonny Greenwood, las cuales contribuyen a dar forma a ese mundo apartado de la modernidad que se muestra El poder del perro a modo de parábola bíblica (Caín y Abel) o de cuento de Borges, aunque el origen del guion se encuentra en una novela de Thomas Savage. Se trata de un drama carente de la épica del western que recupera algunos rasgos característicos del género (la confrontación familiar, el ideal vaquero representado en la figura de Bronco Henry, los códigos de conducta del Oeste) y subvierte otros (la homosexualidad, el alcoholismo femenino, el triunfo de la sensibilidad sobre la fuerza). La directora maneja con destreza estos elementos para mantener el interés del espectador durante el metraje y elaborar una intriga de hondo calado humano, bien resuelta en el aspecto técnico y que aprovecha los recursos de la imagen para generar tensión. Si acaso, solo son reprochables algunos planos aéreos en movimiento que rompen la contemporaneidad de la película, haciendo que nos preguntemos si había helicópteros o drones a principios del siglo pasado.

En definitiva, El poder del perro supone la recuperación de Jane Campion para el cine después de una larga temporada dedicada a proyectos televisivos. La sexagenaria directora vuelve con fuerzas renovadas y una mirada cargada de intensidad y plenitud, que alcanza de lleno en el subconsciente de los personajes. Bienvenida sea.

A continuación, uno de los temas musicales compuestos por Jonny Greenwood que suenan en el film. Relájense y disfruten:

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MALPARTIDA FLUXUS VILLAGE. 2015, María Pérez Sanz

En su primer largometraje, María Pérez Sanz se adentra en un lugar emblemático para el arte de vanguardia en la provincia de Cáceres, su tierra natal. El Museo Vostell de Malpartida es el sitio elegido por la directora no solo para hablar de la obra del artista Wolf Vostell y del movimiento Fluxus, sino también para reflejar la relación de los vecinos con el espacio y su asimilación dentro de la comarca. Por lo tanto, Malpartida Fluxus Village tiene interés divulgativo, social, cultural y antropológico... además de un gran valor documental.

Se trata de una película hecha con pocos medios, que aprovecha con inteligencia el material de archivo para establecer diferentes planos temporales. El pasado y el presente se cruzan en la narración generando un diálogo que ocupa la primera mitad de la película, dedicada a trazar el perfil del protagonista. El carisma de Vostell se hace dueño del relato, su poderosa presencia y sus palabras concitan la atención hasta el momento de la muerte, cuando desaparece de la pantalla. Entonces toman el relevo la esposa y los amigos. Pérez Sanz hace una analogía del tiempo vital y el cinematográfico que a primera vista puede parecer sencilla, pero como sucede con todas las cosas sencillas, responde a una elaboración muy meditada. En apenas setenta minutos, el público puede contemplar las múltiples caras del poliedro con el que la directora da forma al film, una obra vista desde diferentes ángulos que inmiscuye a familiares, vecinos y colegas de profesión.

La segunda parte se centra en la vigencia del discurso de Vostell a través de viejos camaradas de visita en Malpartida. Nada menos que Philip Corner, Ben Patterson y Willem de Ridder, fundadores de Fluxus que se reúnen para celebrar los ochenta años que hubiese cumplido su anfitrión. Ahora es Mercedes, la viuda, quien se ocupa de la dirección artística del museo y de mantener vivo el legado de Vostell, así que todos se congregan para dedicarle brindis y realizar una última performance (en el caso de Patterson es literal, ya que murió unos meses después de filmar la escena), lo que hace que la película adquiera carácter testimonial. Sin duda, lo mejor de este segundo bloque son las reflexiones de de Ridder respecto al arte, que la directora fuerza con sus silencios en conversaciones grabadas con cercanía, de tú a tú. Pérez Sanz logra momentos de intimidad que añaden emoción al conjunto y hacen que detrás de los grandes gestos y las frases llamativas se vislumbren rasgos de humanidad.

Una vez que se apagan las voces y se retiran los invitados, la cineasta vuelve a recuperar la imagen del museo en su día a día. Fuera del horario de apertura, una empleada de la limpieza recorre con un plumero las instalaciones expuestas, lo que permite a la directora cerrar Malpartida Fluxus Village con una oportuna reflexión: con el paso del tiempo, el polvo también termina posándose sobre el arte que transgrede. Es un colofón sin evidencias, que da cuenta de la mirada aguda y atenta a los detalles de María Pérez Sanz.

Si desean ver Malpartida Fluxus Village, pueden hacerlo pulsando AQUÍ.

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PICNIC EN HANGING ROCK. "Picnic at Hanging Rock" 1975, Peter Weir

La segunda película dirigida por Peter Weir permite que su nombre comience a sonar en los círculos cinematográficos, dada la particularidad y el origen del argumento. Picnic en Hanging Rock adapta la novela homónima de Joan Lindsay, basada a su vez en un suceso real ocurrido en el día de San Valentín de 1900. Las alumnas internas de una exclusiva institución se disponen a disfrutar de una jornada en el campo, visitando las inmediaciones de Hanging Rock. Lo que comienza siendo una excursión idílica se transformará en pesadilla tras la extraña desaparición de tres de las jóvenes y una tutora, sin que nadie acierte a explicar lo ocurrido.

El acierto de Weir consiste en dotar al conjunto de un aire de cuento victoriano. Se trata de un cuento con base real y sin moraleja, ya que al final lo importante no es la resolución del enigma (que nunca queda resuelto) como el mundo en el que habitan las jóvenes, lleno de apariencias y restricciones. La procedencia verídica de los acontecimientos no da lugar a sorpresas: al inicio, un rótulo informa de lo que va a pasar, seguido de una voz en off que se cuestiona si lo sucedido es realidad, sueño, o acaso un sueño dentro de otro sueño. Después asistimos al despertar de una de las protagonistas, lo cual señala la sensación onírica con la que el director impregna toda la película. Las imágenes melosas y el diseño de producción, de gran influencia pictórica, introducen al espectador en un universo refinado y de gran estilización que muchas veces bordea lo cursi (ay, esos cisnes) al estilo de las fotografías de David Hamilton. Al igual que este, Weir dota el film de sensualidad y pone el acento en desarrollar la relación entre las figuras humanas y la naturaleza, unas veces de manera armónica y otras en conflicto.

Una vez expuesto el drama principal, Weir aprovecha la segunda mitad del film para denunciar la ortodoxia de ciertas tradiciones y los sistemas represores que ahogan la autonomía juvenil. Así, Picnic en Hanging Rock tiene la destreza de moverse en diferentes niveles: tragedia, misterio, romanticismo y terror.

Es una lástima que algunos aspectos empañen el resultado. Uno de los más llamativos es la música, sobre todo los temas enfáticos, los cuales enclavan al film en su época y lo envejecen terriblemente. También se acusa la torpeza con la que Peter Weir desarrolla algunas escenas de tensión, en especial las protagonizadas por los dos actores jóvenes masculinos, muy limitados en sus interpretaciones. Son manchas en un conjunto que se deja ver con interés y cierta fascinación, ya que lo más logrado es la atmósfera singular y evocadora que ha convertido a Picnic en Hanging Rock en una película de culto y en un clásico del cine australiano.

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LOS LÍMITES DEL CONTROL. "The limits of control" 2009, Jim Jarmusch

Primera película de Jim Jarmusch filmada por entero fuera de los Estados Unidos, un hecho destacable dada la influencia en su cine de autores de Europa y Extremo Oriente. Los límites del control se sitúa en una España imaginada, territorio que sirve al director para adentrarse con mayor profundidad en la abstracción y el estímulo del subconsciente. Los escenarios son reales y han sido filmados en Madrid, Sevilla y algunos puntos de Almería, lugares que Jarmusch atrapa dentro de cuidados encuadres, buscando un sentido propio y cierto misticismo conectado con el espacio. También con el tiempo, puesto que la trama repite situaciones de manera ordenada para generar sensación de trayecto firme y recto, el que toma el protagonista en cumplimiento de una misión.

Los límites del control sigue los pasos de un individuo sin nombre que apenas se comunica con los demás. Todo quien se cruza con él, le pregunta: Usted no habla español, ¿verdad? A lo que él siempre responde con una negación. Se trata, por lo tanto, de un film en el que los silencios son tan expresivos como los diálogos, llenos de reflexiones existenciales. Sin embargo, bajo la apariencia de artefacto críptico y complicado, en realidad Los límites del control es un cuento bastante sencillo con un desenlace que puede resultar incluso infantil y que plantea la dicotomía entre lo racional y lo irracional, lo objetivo y lo subjetivo, lo controlado y lo arbitrario.

Jarmusch adopta la estructura clásica de la narración en la que el protagonista debe emprender un recorrido (al igual que los mitos de Jasón y Ulises) y se va encontrando con representaciones que encarnan conceptos: la música, la ciencia, el arte, el erotismo... todo ello bajo las claves del género negro y el influjo de cineastas como Melville, Kaurismäki y Welles. Los ralentizados y ciertos efectos ópticos recuerdan también a Wong Kar-Wai, no en vano, la fotografía corre a cargo de Christopher Doyle, colaborador habitual del director chino. Es una más de las referencias que se suman para alimentar el estilo personal y reconocible de Jarmusch, quien parece a su vez querer homenajearse a sí mismo en determinados aspectos (el protagonista guarda semejanzas con el de Ghost dog y se reconocen planos idénticos a los que dan título a Coffee and cigarettes).  

Otra constante del cine de Jarmusch que aquí se explota más que nunca es la fijación de la cámara por los detalles cotidianos: el vuelo de las palomas, los edificios, el pasar de los viandantes... y sobre todo, el empleo de recursos visuales como los reflejos, constantes durante todo el metraje para remarcar el cuestionamiento de la percepción, parte esencial del relato. Los personajes hacen alusión a ella de diferentes modos, una fauna variopinta y extravagante interpretada por un buen número de nombres conocidos: Tilda Swinton, Bill Murray, Gael García Bernal, John Hurt, Paz de la Huerta, Hiam Abbass, Luis Tosar... y otros más que intervienen de manera episódica en el camino del protagonista, encarnado por Isaach de Bankole. Algunos de ellos ya han trabajado antes con Jarmusch y otros se incorporan a la gran familia actoral del director, quien realiza aquí una de sus películas más extrañas e inclasificables. El argumento de Los límites del control está a punto de desaparecer en favor de las imágenes, lo cual puede irritar a una parte del público. Por eso es recomendable dejarse llevar por el ritmo parsimonioso y la cadencia del montaje, diseñados para envolver al espectador en una atmósfera particular y que hacen que la película sea distinta a cualquier otra. No está entre lo mejor de Jim Jarmusch, pero representa a la perfección su capacidad de riesgo y su voluntad por no acomodarse a las fórmulas que le han dado prestigio dentro del panorama independiente.

A continuación, pueden escuchar uno de los temas musicales compuestos e interpretados para la película por el trío Bad Rabbit, en el que Jarmusch toca la guitarra. La misma formación es conocida por el nombre de SQÜRL, que en esta ocasión adopta otra denominación para el proyecto sonoro de Los límites del control. Relájense y disfruten:

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DESTELLO BRAVÍO. 2021, Ainhoa Rodríguez

Tal vez el fenómeno más importante del reciente cine español sea la irrupción de un buen número de directoras que han incorporado su idiosincrasia y nuevos puntos de vista a un panorama tradicionalmente copado por los varones. A los nombres de Carla Simón, Pilar Palomero, Celia Rico, Belén Funes o María Sanz se une también el de Ainhoa Rodríguez, quien representa la vertiente más transgresora y rupturista de todas ellas. Su primer largometraje, Destello bravío, recupera algunas de las constantes de sus anteriores trabajos cortos y los hace evolucionar en el terreno de la experimentación.

La película plantea retos al espectador ya desde el inicio, puesto que la acción se sitúa en un pequeño pueblo de la Extremadura profunda cuya rutina se ve alterada por la influencia de un extraño efecto sideral. El destello bravío al que se refiere el título altera el comportamiento de los habitantes sin que se conozca cómo eran antes, lo cual impide las comparaciones y establece una confusión premeditada entre lo común y lo extraño. El film se podría describir con los términos de costumbrismo mágico, surrealismo rural, poema tragicómico... sin terminar de definirlo del todo, dado su carácter excepcional. También se adivinan las huellas de directores como Lynch, Buñuel, Fellini o Andersson, tanto a nivel narrativo como estético. Ainhoa Rodríguez destila sus referentes hasta obtener una película muy personal, que inventa un universo propio con las raíces hundidas en las tierras de Badajoz.

Este mundo gobernado por influjos místicos adquiere una identidad muy marcada en la pantalla, con una luz particular. Aunque la historia sucede en primavera, las imágenes de Destello bravío transmiten frialdad y un misterio gris que lo empaña todo. Hay escenas de diálogo y situaciones que muchas veces se muestran fraccionadas, omitiendo contraplanos y recursos en off, como si el público debiera completar lo que no entra en el encuadre. Por eso es tan importante lo que se ve como lo que no se ve pero se intuye, al igual que sucede con los personajes: apenas se sabe nada de ellos, son parte de un paisaje agreste, poco amable.

Para el público amante de las explicaciones lógicas, cabe la tentación de querer interpretar la simbología que contiene la trama y descifrar sus significados. Gran error. Destello bravío se disfruta cuando uno se abandona a la propuesta de Rodríguez. La directora desarrolla una gramática visual basada en la sucesión de planos estáticos y en la geometría de los elementos compositivos, cuyo orden contrasta con el caos de la ficción. El canal que une ambos extremos es el montaje, lleno de elipsis y de iconografías que dialogan unas con otras (muchas de ellas de contenido religioso).

Hay que destacar también el sonido, tan creativo como la imagen, y la labor de los actores, más teniendo en cuenta que ninguno de ellos es profesional. Rodríguez aprovecha las limitaciones expresivas del elenco para convertirlas en rasgo de estilo, del mismo modo que se busca el hieratismo en la planificación y la puesta en escena. En definitiva, no resulta fácil tratar de acotar con palabras una película como Destello bravío, que lleva la voluntad de desconcertar e incomodar impresa en cada fotograma, sin necesidad de recurrir a aspavientos ni golpes de efecto. De manera callada, dando alaridos al subconsciente para incidir en temas como la desigualdad de género, la despoblación y las consecuencias perniciosas de ciertas tradiciones heredadas de la España negra.

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CUANDO LOS MUNDOS CHOCAN. "When worlds collide" 1951, Rudolph Maté

Después de haber aprendido el oficio junto a cineastas como Dreyer, Hitchcock, Lubitsch o Clair, el director de fotografía de origen polaco Rudolph Maté se siente seguro para afrontar por sí mismo la dirección de películas en los Estados Unidos. A pesar de que bordea ya los cincuenta años, Maté no pretende convertirse en autor, sino en artesano capaz de asumir con solvencia los géneros más populares: western, aventuras, drama, noir... incluso hace una incursión en la ciencia ficción en Cuando los mundos chocan, título en el que demuestra su destreza para trabajar en producciones de efectos especiales. El estudio Paramount apuesta por este último aspecto, más que por incluir a actores destacados en el reparto o por contratar a profesionales de renombre: aquí lo que prima es el acabado técnico y visual, algo que Maté cumple a rajatabla en compañía del productor George Pal, todo un especialista del género.

Puede que el guion sea algo simplón (el conflicto se plantea desde la primera escena y los personajes carecen de profundidad) y que el conjunto resulte frío, a falta de impacto emocional. Para tratarse de una historia que aborda el fin del mundo inminente, se echa en falta un poco más de tensión en las situaciones y los personajes, si bien es verdad que Maté logra transmitir urgencia en el correr del tiempo. El espectador es testigo de cómo una parte de la humanidad trata de ponerse a salvo para perpetuarse en otro planeta, en una carrera contra el reloj que se vale de argumentos pseudo-científicos y aparatos diseñados con inspiración y belleza. Hay que asumir que nos encontramos ante una película de serie B que no invierte demasiado esfuerzo en dar credibilidad a la trama, porque lo importante de Cuando los mundos chocan está en los trucos ópticos y en la evolución del suspense dramático. El público capaz de asimilar esto, tendrá garantizado el disfrute.

Poco más se puede añadir: el film constata la eficiencia de Rudolph Maté como director y supone un placer para los ojos, gracias a la fotografía colorida y luminosa de John F. Seitz. No hay una música memorable, ni actores que destaquen, ni apenas giros inesperados de guion... en cambio, sí existe el gozo genuino y sencillo del sci-fi de los años cincuenta, a veces tan precario en medios como rico en imaginación.

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LA HIJA. 2021, Manuel Martín Cuenca

Manuel Martín Cuenca regresa al thriller psicológico que tan buen resultado le dio en Caníbal, de nuevo con una historia de personajes en el filo que ocultan sus turbulencias en escenarios del Sur. Otra semejanza es que el espectador asiste a ambas películas como si estuviesen empezadas, ya que los protagonistas arrastran una circunstancia que viene de lejos y que se conoce en un determinado punto de inflexión. Poco más se puede decir del argumento de La hija que no revele algunas de sus sorpresas. Martín Cuenca y Alejandro Hernández, su coguionista habitual, introducen varios giros dramáticos en una trayectoria que avanza a diferentes velocidades.

La primera parte de La hija adopta un ritmo pausado y es algo críptica hasta que el comportamiento y las motivaciones de los personajes se van concretando poco a poco. A medida que esto sucede, el ambiente se enrarece y la tensión aumenta hasta la irrupción del clímax, en un tercer acto que es puro nervio. Hay una intención por parte del director de conducir al público por los rincones oscuros del alma humana, en medio de los hermosos parajes abiertos de las Sierras de Cazorla y Segura, en la provincia de Jaén. Este contraste entre la amplitud y el encierro define la atmósfera del film, al igual que la evolución del clima que se inicia en verano y concluye en lo profundo del invierno, como metáfora de las tormentas que se ciernen sobre los personajes. Son ideas con mucho potencial cinematográfico que Martín Cuenca desarrolla con destreza, aunque su labor como director no brilla como en anteriores veces.

Durante los dos primeros actos, La hija padece cierta apatía en la planificación hasta el punto de contener errores formales (saltos de eje) en varias escenas de conversación. Son tan evidentes que parecen intencionados, como si el director pretendiera expresar así la desconexión de los personajes de manera visual mediante la falta de concordancia en sus miradas... de ser así, se trataría de un experimento fallido porque distrae del diálogo y transmite una impresión de descuido difícil de justificar. Afortunadamente, en el último tercio de la película se recuperan las habilidades narrativas de Martín Cuenca, capaz de enmendar el conjunto gracias a un desenlace poderoso y, ahora sí, ejecutado con brillantez.

No solo se aprecian desajustes en lo visual. La hija también contiene alguna incoherencia en el relato (por ejemplo, en nada incide en la trama el cáncer que padece el personaje del inspector), además de una discordancia dentro del reparto de actores, que es la gran baza del film. Los protagonistas Javier Gutiérrez y Patricia López Arnaiz están extraordinarios, así como la joven debutante Irene Virgüez, quien resuelve con naturalidad la complejidad de su personaje. Sin embargo, hay un desacierto de casting en la elección del actor que interpreta a Osman, ya que este debería proyectar sensación de conflicto y amenaza (al menos así se verbaliza antes de que aparezca), lo cual nunca sucede.

Estas grietas en la película no provocan que el conjunto se desmorone, debido al interés que mantienen los actores principales y a la intriga que se va cocinando con lentitud desde el principio hasta la ebullición final, sin duda lo mejor de La hija. Una película imperfecta que cumple su cometido de generar emoción y que se asoma a la realidad de los centros de menores desde la perspectiva de la ficción y con la mirada siempre particular y sugestiva de Manuel Martín Cuenca.

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TODOS VOSOTROS SOIS CAPITANES "Todos vós sodes capitáns" 2010, Oliver Laxe

La experiencia vital de Oliver Laxe está íntimamente unida a la cinematográfica, es un periplo que comienza en París y recala en La Coruña, Barcelona, Londres... lugares donde va adquiriendo formación y elaborando un estilo siempre en proceso que dura hasta hoy. Una de estas ciudades es Tánger, allí da forma al proyecto de crear un taller de cine para niños magrebíes sin recursos con los que filma Todos vosotros sois capitanes, su primer largometraje.

Al igual que sus anteriores trabajos cortos, Laxe rueda en blanco y negro con una cámara de 16 mm, en escenarios naturales y sin actores profesionales. La película opta por la inmediatez y por un modelo productivo de guerrilla, con un equipo de filmación muy limitado que captura imágenes crudas, a medio cocinar. El conjunto se podría clasificar dentro de ese cine pobre al que aludía Humberto Solás en su manifiesto de 2001, en el cual predomina el naturalismo sobre el artificio, y la estética está siempre sometida al aquí y al ahora. Esto no quiere decir que Laxe no emplee los recursos de la ficción para contar una historia en la que él mismo participa como personaje principal ya que, tratándose de un documental, hay una elaboración en la puesta en escena y en la recreación de situaciones.

En este sentido, Todos vosotros sois capitanes contiene un giro decisivo en la trama cuando los jóvenes deciden continuar la película prescindiendo de Laxe, acusándole de ser demasiado intrusivo y de querer instrumentalizarles. El director desaparece entonces de la pantalla y el film toma otro rumbo, más abierto a los paisajes, con un ritmo distinto... y en el que los verdaderos protagonistas del relato se erigen como capitanes. La película adquiere así categoría de ensayo, porque propone al espectador reflexiones (implícitas, nunca directas) en torno al ejercicio narrativo y la naturaleza del cine.

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SPENCER. 2021, Pablo Larraín

Un lustro después de haber llevado a la pantalla la figura de Jacqueline Kennedy, el director Pablo Larraín vuelve a representar las dificultades de una mujer por compaginar el drama personal con las exigencias de un cargo expuesto al escrutinio público. Spencer es un acercamiento íntimo a la personalidad de Diana de Gales durante una etapa de su vida en plena crisis, comprimida en tres días que la protagonista pasa en la Casa de Windsor para cumplir con las tradiciones navideñas junto a la familia real.

Al inicio del film, un rótulo anuncia que nos encontramos ante la fábula de una tragedia real. Larraín no pretende hacer un biopic ni la adaptación fiel de unos hechos, sino que toma a Lady Di para transponer un mito popular que ha sido reflejado en infinidad de cuentos: la princesa cuya libertad es aplastada por el peso de la corona y que lucha por mantener su identidad. Existe un riesgo en esta idea y es que el espectador se sienta tentado a comparar al personaje con la persona, y ha rebatir que lo que muestra la película nunca sucedió. Spencer no es una película para verosimilistas porque aquí la realidad es solo la excusa para inventar una ficción. Por lo tanto, la mejor manera de asimilar la propuesta de Larraín es abandonarse a la elocuencia de su narrativa visual, llena de fluidos movimientos de cámara, encuadres precisos, imágenes montadas con esmero... y sobre todo, a la soberbia interpretación de la actriz principal.

Kristen Stewart no se limita a replicar la voz y los gestos de Diana, sino que hace una actuación creativa y muy matizada que posee el don de la naturalidad. Es una labor que va de fuera hacia dentro, hasta zambullirse en las entrañas de su fuente de inspiración. Stewart resuelve el reto de huir del cliché y dar humanidad a un personaje convertido en icono, que todavía permanece fresco en la memoria colectiva. También aquí la película se atreve a dotar lo conocido de un carácter nuevo. Stewart está muy bien rodeada por un plantel de nombres británicos en el que sobresalen Timothy Spall y Sally Hawkins, ambos tan brillantes como de costumbre. 

Aún valorando todas las virtudes del film, también se deben señalar sus debilidades. Tal vez la más evidente sea la insistencia por parte del director de subrayar ciertos símbolos (las analogías con Ana Bolena, el espantapájaros y los faisanes), así como el recurso algo simplón de la escena nocturna en la antigua casa de la protagonista. Son momentos en los que la película se tambalea peligrosamente, si bien el conjunto permanece en pie gracias al poderoso influjo de las imágenes fotografiadas por Claire Mathon y la música de Jonny Greenwood. Ellos hacen que Spencer sea una película distinta en su género. Los colores desvaídos y la iluminación de bajo contraste aportan una atmósfera singular, que la música conduce a otra dimensión, de gran expresividad y belleza. Mathon y Greenwood, dirigidos por Larraín y con Stewart en el epicentro de todo, logran que el resultado obtenga una fuerza inusual, capaz de sellar las grietas que se aprecian en ocasiones.

En suma, Spencer es una extraña producción chilena en torno a uno de los más relevantes capítulos de la historia reciente del Reino Unido. Una parábola sobre la fragilidad humana contrapuesta a la rigidez de una institución anclada en sus principios, capaz de dar alas a cualquier discurso republicano y de sentido común. Valga la redundancia.

A continuación, una prueba del magisterio de Jonny Greenwood. A partir de una base clásica de instrumentos de cuerda, el músico desarrolla una melodía de sonoridades jazzísticas que describe los estados de ánimo de la protagonista. Relájense y disfruten:

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MIMOSAS. 2016, Oliver Laxe

Segundo de los dos largometrajes que Oliver Laxe dirige en Marruecos, esta vez dentro del terreno de la ficción y bordeando el cine de género. Al menos así es como define Mimosas el propio autor, que se refiere a ella como un western metafísico. Lo cierto es que resulta difícil clasificar una película que escapa de lo convencional e indaga en la experimentación, tanto a nivel formal como narrativo, y que practica el riesgo ya desde la misma estructura. Laxe parte de una situación que ya ha dado comienzo al inicio del film y que al final no habrá terminado, es el fragmento de una aventura a través de las montañas que involucra a una expedición y un anciano que busca el lugar donde morir.

Esta peripecia ambientada en el pasado se mezcla con otros hechos del presente en los que coinciden las mismas caras y escenarios, son dos planos temporales que se cruzan en la pantalla buscando una conexión que aspira a lo trascendente. Hay una lectura religiosa que atraviesa el relato y que otorga al viaje cualidades de peregrinaje, así como el personaje del guía asume la función de ángel custodio con referencias constantes a la fe. Todo en Mimosas está teñido de espiritualidad y de misterio, hasta el punto de que no es tan importante lo que se cuenta como las impresiones que provocan las palabras y los actos de los personajes, siempre relacionados con el paisaje. Las cordilleras rocosas y los caminos polvorientos son mucho más que las localizaciones en las que sucede la acción, porque son la acción en sí.

El director articula las imágenes como cuadros en movimiento que invitan a la hipnosis. Los colores terrosos y las luces naturales que Mauro Herce emplea en la fotografía dotan al film de una atmósfera singular, que Laxe potencia mediante emplazamientos de cámara en apariencia sencillos, si bien poseen una voluntad ascética que aspira a la desnudez sin artificios. Es evidente que el director emplea en ocasiones ciertos trucos visuales y sonoros (ausencia del contraplano para provocar efectos dramáticos, algunas secuencias en silencio), pero en conjunto predomina un lenguaje cinematográfico basado en la economía de recursos y en la búsqueda de la esencia por medio de la armonía en los encuadres y de un tempo preciso, acorde con el devenir de los protagonistas.

Los actores no profesionales transmiten frescura y veracidad, lo cual otorga a Mimosas cierto aire documental en las escenas de conversaciones. Sin embargo, teniendo en cuenta todas las virtudes enumeradas, es difícil entrar en la película. Oliver Laxe y su coguionista, Santiago Fillol, toman elementos reconocibles para crear una obra críptica que se completa en la cabeza del espectador a través de sensaciones, más que pensamientos. Esto no conllevaría problemas sino fuese porque, al mismo tiempo, Mimosas se antoja como un ejercicio de fuerte carga intelectual. Para asimilar con plenitud la complejidad del film se requieren nociones de filosofía sufí y una predisposición que puede ahuyentar a una parte del público... es por eso que Mimosas nace con vocación minoritaria y el propósito de transitar por caminos que no son cómodos, aunque la belleza natural de las vistas resulta abrumadora.

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EL ASESINATO DE DOS AMANTES. "The killing of two lovers" 2020, Robert Machoian

La primera película dirigida en solitario por Robert Machoian es también la declaración de principios de un cineasta que busca formas alternativas de narrar una historia. Ya desde el mismo título se juega con el despiste: El asesinato de dos amantes no es un thriller, aunque el film comienza con la escena de un hombre apuntando con un revólver a su mujer y al amante de esta mientras duermen en la cama. Se trata más bien de un drama íntimo con una profunda vocación realista y carácter independiente, tanto en el estilo como en la producción.

Machoian escribe, dirige y monta esta pequeña pieza de cámara con pocos personajes y rodada en una pequeña localidad de Utah, al Oeste de los Estados Unidos. Una tierra extensa y poco poblada que define el tono del conjunto, deliberadamente frío. Las calles desiertas y las tiendas con el cartel de se vende son el escenario donde transcurre la historia de un padre de familia que trata de recomponer su matrimonio, en vías de separación. Las situaciones y los diálogos están filmadas sin énfasis y buscan siempre la cercanía sin interferir en la acción, situando al espectador en la posición de testigo incómodo de los hechos. El director emplea un tono naturalista que evita cualquier recurso con fines estéticos: la cámara se sitúa a la altura de los personajes y los tamaños de plano cumplen una función expresiva. Los planos generales, por ejemplo, amortiguan la empatía poniendo distancia con los personajes e ilustran su soledad en medio de los paisajes. En cambio, los planos cortos expresan emociones contenidas a través de miradas y gestos que nunca resultan evidentes, conformando un lenguaje austero y minimalista, acorde con el relato.

El asesinato de dos amantes es una película árida en todos los sentidos, que crea desasosiego gracias a las interpretaciones de Clayne Crawford y Sepideh Moafi. Ambos actores logran transmitir verdad con una gran economía de gestos y una precisión casi quirúrgica, que desprende humanidad. Sus personajes tratan de salir adelante y enmendar los errores del pasado en un lugar que no ofrece grandes oportunidades para cambiar de vida. Tal vez lo más destacable sea la relación de estos con el entorno, la manera de ocupar el espacio y cómo se traduce en términos de imagen mediante el encuadre y el montaje. Robert Machoian filma la película en formato de 4/3, evitando la amplitud de la pantalla para restar aire a los personajes y acentuar la sensación de claustrofobia que sienten en mitad del vacío. Con esta y otras decisiones, el director se revela como una promesa con voz propia a la que habrá que seguir en sus próximos pasos. Bienvenidos sean.

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KAREN. 2021, María Pérez Sanz

El universo particular y sorprendente de María Pérez Sanz se expande en Karen, su primer largometraje de ficción. Aunque se trata de una ficción relativa, ya que la directora refleja un breve periodo en la vida de Karen Blixen, los últimos días que pasó en Kenia antes de volver a Dinamarca y convertirse en escritora. Hay un poso de verdad en esta película que no busca la recreación de unos hechos sino captar la intimidad de una mujer a punto de cambiar de vida, empujada por las circunstancias.

Para ello, Pérez Sanz aplica un estilo muy marcado tanto en las imágenes como en el desarrollo dramático. Karen está filmada en 16 mm, lo cual permite que Ion De Sosa despliegue en la fotografía una paleta de colores y texturas en la que predominan los tonos pálidos y terrosos, sin demasiado contraste y con luces que provienen de fuentes naturales. Esta ausencia de artificio contrasta con el cuidado con el que están compuestos los encuadres, muchos de ellos de influencia pictórica en cuanto a frontalidad y falta de profundidad en el plano. A pesar de que la historia se ambienta en África, no abundan los paisajes. La directora rodó casi todo el metraje en su Extremadura natal, influida por las similitudes geográficas pero sin preocuparse por las diferencias entre un lugar y otro (hay un momento en el que los protagonistas contemplan una manada de toros entre las encinas). El interés de Pérez Sanz se centra en el rostro y la figura de Christina Rosenvinge, quien interpreta a Blixen, en compañía del actor Alito Rodgers dando vida al criado nativo. El reparto se completa con Isabelle Stoffel, que interviene en una única secuencia, puesto que todo en Karen adopta una forma mínima... incluso la duración, que apenas sobrepasa los sesenta minutos.

La presencia de Rosenvinge es casi constante en la pantalla. Sus gestos y palabras conducen el relato a través de pequeñas escenas contemplativas, livianas en apariencia pero que contienen reflexiones de calado espiritual. Vemos a Blixen despertando, lavándose, desayunando y otros instantes cotidianos en los que no es difícil adivinar ideas en torno al tiempo, la soledad, la búsqueda de una identidad precisa. Algo que se materializa en el desenlace del film, cuando la cámara muestra el presente de la casa recorrida por los turistas. Entonces Karen reconfigura su significado y adquiere una dimensión profunda, capaz de iluminar el misterio impreso en los fotogramas.

Hay que saludar la capacidad de experimentación de María Pérez Sanz, que no está reñida con la cercanía y la comprensión de lo que sucede. Karen se puede ver como un ejemplo de cine de autor con una fuerte voluntad de estilo, y también como una parábola sencilla sobre las cosas comunes. Es una película que aspira a lo esencial, creada con pinceladas leves a modo de un cuadro impresionista, con una estética muy sugerente y cuyos diálogos están extraídos de fragmentos literarios de Blixen. En suma, un homenaje honesto que celebra a la mujer justo antes de nacer como escritora.

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LINCOLN. 2012, Steven Spielberg

Dentro de la extensa filmografía de Steven Spielberg, hay una parte significativa dedicada a narrar capítulos históricos de relieve internacional: El imperio del Sol, La lista de Schlinder, Salvar al soldado RyanEl puente de los espías... También hay títulos que se centran en las desigualdades raciales sufridas en el pasado por la población negra y su voluntad de emancipación: El color púrpura, Amistad y Lincoln. Esta última aglutina a la perfección las dos vertientes, tanto la crónica de un tiempo determinado como la reivindicación social, a través de la figura del reverenciado presidente de los Estados Unidos. Spielberg dirige la que probablemente sea su película más adulta y más política hasta la fecha, si bien se cuida de darle cierta estructura de thriller para aligerar la densidad de la trama.

El guion de Tony Kushner, quien repite con el director después de Munich, adapta el libro escrito por Doris Kearns Goodwin en el que se cuenta el proceso llevado a cabo para la abolición de la esclavitud en 1865. Un camino lleno de obstáculos que Abraham Lincoln tuvo que sortear mientras la Guerra de Secesión seguía sumando bajas y las distintas orientaciones de los partidos pugnaban por imponer sus condiciones para llegar a la paz. Se trata, por lo tanto, de un relato prolijo de ciento cincuenta minutos de metraje en los que se acumula mucha información, lo cual obliga al espectador a prestar atención. La capacidad de Spielberg para dotar de interés semejante maraña de datos y de nombres, permite que el conjunto no resulte árido y que el factor humano conviva con el historiográfico.

A priori, una de las dificultades consiste en hacer creíble una personalidad tan icónica y unos rasgos tan marcados como los del protagonista. El actor Daniel Day-Lewis consigue escapar de la caricatura sin borrar las líneas generales que definen a Lincoln, construyendo su interpretación desde el cuerpo y la voz. La visión de Spielberg y de Day-Lewis aspira a la cercanía, y por eso se insiste en las escenas familiares y en las conversaciones, no solo en los discursos. En el largo reparto se encuentran nombres de ilustres veteranos como Tommy Lee Jones, Sally Field o David Strathairn, entre muchos otros. Todos bien ajustados a sus personajes y con caracterizaciones que evidencian el cuidado puesto en la producción del film.

La fotografía de Janusz Kaminski es más oscura y contrastada de lo habitual, dando a entender que las sombras que predominan en las imágenes son las mismas que asediaban a Lincoln para llevar a cabo su empresa. Cabe destacar que Spielberg omite en la pantalla algunas de las situaciones de mayor calado dramático, como la resolución de la votación o el asesinato del protagonista, que suceden en off. El director atempera su tendencia natural a la épica y sitúa el foco en los hechos cotidianos que atañen al argumento central, ya que no se trata de una biografía ni de un panegírico. A pesar de todo, hay secuencias que ilustran la magnitud del personaje homenajeado, a veces con elegancia y mesura (la primera aparición junto a los soldados) y otras más obvias pero igual de necesarias (las alocuciones que pronuncia en distintos momentos). A Spielberg se le va la mano al final, cuando incurre en un efecto tan bochornoso como es mezclar la imagen del presidente con el resplandor de una llama, un recurso casi infantil más propio del primer cine mudo.

Salvo esta última excepción, el resto de la película transcurre con el estilo dinámico y elocuente tan característico del cineasta: movimientos de cámara fluidos, alternancia de ángulos y de tamaños en la planificación, dominio de la puesta en escena... en resumen, un Spielberg plenamente reconocible, aunque más solemne de lo acostumbrado. Así lo pedía Lincoln, una película que merece el reconocimiento de su actor principal y el intento (acertado) por humanizar a un personaje de altura casi mitológica.

A continuación pueden escuchar uno de los temas que integran la banda sonora, obra del maestro John Williams. El compositor emplea primero los metales y luego las cuerdas para desarrollar una melodía directa y suntuosa, que va creciendo mientras los instrumentos dialogan, una idea musical que refuerza el concepto de democracia sobre el que se asienta Lincoln. Relájense y disfruten:

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EL ÍDOLO DE ACAPULCO. "Fun in Acapulco" 1963, Richard Thorpe

Una de las muchas películas en las que Elvis Presley participó en la década de los sesenta, esta vez bajo el influjo latino que caló en la cultura popular norteamericana. Es el segundo de los dos títulos en los que Richard Thorpe dirigió a la estrella del rock, esta vez bajo el auspicio del productor Hal B. Wallis y el estudio Metro-Goldwyn-Mayer. Una asociación que se repetirá en diversas ocasiones, ya que El ídolo de Acapulco es un producto meramente comercial con una finalidad muy precisa: convocar a las legiones de fans de Elvis y asentar su fama entre el público hispano.

El film explota todos los tipismos posibles mexicanos: el tequila, los mariachis, la siesta, los toros... todo bien distribuido como en un muestrario de souvenirs y manufacturado desde Hollywood, puesto que fue allí donde se localizaron los escenarios y se reprodujeron en platós. El resto del metraje fue rodado con dobles del artista y segundas unidades que señalan el carácter artificial del conjunto. Esto no debe ser entendido como un desprecio, al contrario... El ídolo de Acapulco es un delirio autoconsciente que desprende alegría e ingenuidad y que provoca comedia incluso sin pretenderlo. Todo es deliciosamente banal y postizo, desde las situaciones a los personajes y sus respectivas interpretaciones. Una postal turística diseñada con vivos colores que en el centro tiene a Elvis, entonando canciones de aroma folclórico. Tal vez la única reseñable sea Bossa Nova, lo cual dice mucho de la incoherencia cultural que la película exhibe sin pudor alguno.

Para disfrazar el descarado hedonismo que lucen las imágenes, el guion contiene también un drama familiar que pesa sobre el protagonista y tímidos apuntes sociales en torno a la inmigración y las maniobras que los mexicanos deben inventar para salir adelante, nada que consiga opacar el desenfado y la intrascendencia de El ídolo de Acapulco. En suma, una pequeña película que debe disfrutarse sin complejos y que cuenta con el atractivo de contemplar a Elvis Presley y Ursula Andress en el mismo plano. Dos maravillas de la naturaleza en un escenario no menos seductor.

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LA CRÓNICA FRANCESA. "The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun)" 2021, Wes Anderson

Era cuestión de tiempo que Wes Anderson hiciera una película ambientada en Francia. El director ha fijado allí su residencia desde hace años y una parte de su acervo cultural proviene del país galo, sin embargo, la Francia de Anderson es como los demás emplazamientos de su filmografía: irreal, idealizado, fabuloso. ¿Quién quiere conocer el mundo de verdad pudiendo visitar el universo fantástico de Wes Anderson? La crónica francesa contiene fragmentos de guías de viaje, postales históricas y un sinfín de material narrativo y gráfico que se acumula durante el metraje, hasta el punto de que resulta imposible asimilarlo por completo.

La idea consiste en estructurar el argumento a modo de revista con diferentes apartados: un obituario, un viaje guiado y tres artículos de fondo. Cada uno narrado por un periodista perteneciente a la redacción de The French Dispatch, publicación inspirada en el New Yorker del siglo pasado. Ya se sabe: portadas con ilustraciones bonitas, reportajes de fondo y calidad literaria. Estos conceptos convertidos en película son la esencia de La crónica francesa. Wes Anderson recarga más todavía si cabe el habitual estilo barroco de sus películas mediante la suma de elementos dentro de la imagen, jugando con los movimientos de cámara, la profundidad de campo y el montaje para abarcar múltiples acciones y personajes. Los dos ojos del espectador no son suficientes para seguir al detalle todo lo que muestra la pantalla a velocidad de vértigo, generando una sensación que puede fascinar a unos y fatigar a otros. El cine de Anderson no engaña a nadie, proporciona a sus seguidores lo que ellos esperan y propone nuevas experiencias: en este caso, la división por capítulos independientes sin continuidad, los cuadros vivientes en determinadas situaciones de conjunto y la mezcla de tamaños de encuadre y otros recursos visuales (color/blanco y negro, imagen real/animación, cine/teatro...) Lo mismo sucede con el relato, que divaga de manera deliberada y adopta la forma de un laberinto para seguir no solo las tramas principales sino también sus alrededores, muchas veces bajo la consigna del capricho y el placer de contar.

En este sentido, La crónica francesa exhibe una libertad al alcance de pocos cineastas. Wes Anderson engorda su propio imaginario hasta límites exagerados, ya que la película fuerza en todo momento su vocación por la desmesura sin que ello merme la sensibilidad y el calado que subyace en algunas escenas de modo menos evidente. Es fácil quedarse en la superficie y dejarse deslumbrar por la estética manierista y los fuegos artificiales del director, pero quien se moleste en ir un poco más allá para ahondar en la poesía que late en el film, encontrará perlas de gran valor. Valgan los ejemplos del diálogo del cocinero japonés tras haber descubierto el sabor del veneno, o la elipsis en la que el joven personaje de Moses Rosenthaler le da el relevo al mayor, interpretado por Benicio del Toro.

Junto al actor puertorriqueño hay un larguísimo reparto con nombres habituales del director (Bill Murray, Owen Wilson, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand...) y otros que se añaden a la familia (Timothée Chalamet, Jeffrey Wright, Steve Park...) todos a medio camino entre la caricatura y la representación de ciertos personajes-tipo propios de la cultura europea (el revolucionario de universidad, el artista bohemio atormentado, el cronista sórdido de la realidad) casi siempre próximos al cartoon.

Otros colaboradores frecuentes de Anderson son el director de fotografía Robert D. Yeoman, el músico Alexandre Desplat, la diseñadora de vestuario Milena Canonero y el diseñador de producción de Adam Stockhausen, personas con gran responsabilidad en la identidad del film y cuyo trabajo contribuye a reforzar el genio del autor. La crónica francesa derrocha creatividad y belleza sin abandonar nunca la comedia característica de Wes Anderson, ya que el humor y el delirio son el disfraz perfecto para soterrar la melancolía y la rabia que poseen los personajes. Es evidente que la película podría ser mucho más sencilla, que podría tener menos planos y que estos podrían ser más naturales y menos estilizados... pero entonces no sería de Wes Anderson. El director imprime su sello con intensidad en cada cosa que hace, y La crónica francesa no es una excepción.

A continuación, el cortometraje animado dirigido por Anderson con las ilustraciones del artista español Javi Aznarez y la interpretación musical de Jarvis Cocker. Relájense y disfruten: 

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EL BUEN PATRÓN. 2021, Fernando León de Aranoa

Después de haber viajado en la ficción a la guerra de los Balcanes o a la Colombia del narcotráfico, Fernando León recupera la actualidad española en El buen patrón. Una película que supone, además, su regreso a la tragicomedia de costumbres que le dio prestigio dos décadas atrás en títulos como Barrio y Los lunes al sol. León escribe, produce y filma una sátira en la que retoma uno de sus temas predilectos, el empleo, pero en esta ocasión cambia de perspectiva y adopta el punto de vista de quien se sitúa en un escalafón por encima de los trabajadores.

La película comienza con el discurso del jefe de una compañía de básculas. Las palabras pronunciadas sobre una plataforma le colocan en posición de superioridad física respecto al personal de la fábrica, en contra del mensaje que pretende transmitir: "Todos estamos juntos en esto, somos una familia..." Esta idea será repetida a lo largo del metraje. No es casualidad que los términos patrón y padre compartan la misma raíz latina, algo que el director aprovecha para retratar las prácticas laborales asociadas al comportamiento humano, los niveles de jerarquía y los mecanismos del poder.

El buen patrón construye su armazón narrativo en torno a la figura del protagonista, interpretado por Javier Bardem en su tercer encuentro con León de Aranoa. El actor adapta sus recursos expresivos al tono de parodia mordaz que predomina en el film, desplegando un catálogo de gestos y tics que moldean al personaje de Julio Blanco, fácil de reconocer por cualquier espectador con experiencia en la empresa privada. Bardem resulta genial y excesivo, sin perder por ello ni un ápice de credibilidad. Lo mismo se puede decir de sus compañeros de reparto: Manolo Solo, Almudena Amor, Sonia Almarcha, Óscar de la Fuente y muchos más, todos igual de eficaces y precisos. La habilidad de Fernando León para los diálogos queda reforzada por este conjunto de rostros que representan, cada uno a su manera pero siempre en sintonía, un amplio abanico de actitudes y caracteres.

En una película como El buen patrón, el reparto no está al servicio del director sino que se establece una alianza creativa que va en favor del conjunto. Así, León de Aranoa planifica las escenas teniendo en cuenta la relación de los personajes con la cámara (por ejemplo, en el travelling circular que acompaña el movimiento de Bardem en una de sus elocuciones) y el significado de los elementos que componen la imagen (el muro fraccionado al fondo de los personajes de Bardem y Solo mientras cenan, como símbolo de su separación). Se trata de conceptos más o menos sutiles que aportan profundidad a la película e ilustran la destreza discreta de León de Aranoa como cineasta, rodeado de un equipo que aporta coherencia: Pau Esteve Birba es responsable del realismo de la fotografía, y Zeltia Montes de la música vivaz que apunta el humor de muchas situaciones.

En definitiva, hay que celebrar que Fernando León haya recobrado el interés por ser cronista de un país extraño y fascinante como es España. Al igual que otros trabajos del autor, El buen patrón quedará como testimonio para la posteridad de ciertas dinámicas empresariales que disfrazan la explotación de progreso.

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EL PASADO. "Le passé" 2013, Asghar Farhadi

Después de una década y cinco largometrajes filmados en su país de origen, Asghar Farhadi sale de Irán con su primer Oscar recién obtenido y se traslada hasta Francia para realizar El pasado. Una película que conserva los rasgos principales de su estilo: una historia de gran intensidad dramática, con giros inesperados que van desvelando informaciones relevantes para los personajes. Esta fórmula, que se ha mantenido inalterable desde el inicio de la filmografía del director, se vuelve en esta ocasión más compleja y barroca respecto a otros títulos, lo cual provoca que el impacto resulte algo menos contundente. Pero El pasado sigue generando emociones a flor de piel y un apasionante estudio de la psicología de los personajes, que son el verdadero motor del film. Hasta el punto de que la elección de los actores es esencial para hacer creíble la tragedia íntima que viven los protagonistas.

Ellos son Bérénice Bejo, Ali Mosaffa, Tahar Rahim y Pauline Burlet, quienes resuelven las dificultades de sus papeles con gran dominio de los recursos interpretativos. La precisión que demuestran frente a la cámara se corresponde con la misma que practica Farhadi detrás de ella, en un diálogo generoso y atento entre el director y los actores. Dada la importancia de los diálogos y los gestos que no contienen palabras pero son igual de elocuentes, esta relación simétrica condiciona la película y la lleva a buen puerto, a pesar de los riesgos que asume en su desarrollo.

Estos riesgos tienen que ver con el manejo de la información que Farhadi va diseminando a lo largo del relato. Cada personaje, por secundario que pueda parecer en un principio, abre un acceso en el laberinto que envuelve la trama. Todos tienen algo que aportar y que ocultar a los demás, lo que hace que el espectador difícilmente se pueda anticipar a los acontecimientos o guarde expectativas acerca de lo que está viendo. Así, la historia en el primer acto sobre el reencuentro de un matrimonio roto, se convierte en el segundo acto en la difícil relación de una hija con sus padres, hasta derivar en el tercer acto en la tragedia de un hombre atormentado por las circunstancias que indujeron al estado de coma de su mujer. Para que el público no se pierda en medio de este embrollo narrativo, Farhadi opta por un lenguaje cinematográfico eficaz y directo, que pone atención a la expresión de los actores y otorga gran importancia a los escenarios, casi siempre interiores domésticos. Más que cercanía, la película debe transmitir sensación de intromisión en la intimidad de los personajes, algo que logra gracias a los elementos que integran la puesta en escena: la fotografía, la dirección artística, el vestuario, la planificación... todo juega en favor de El pasado y adquiere consistencia en el montaje.

En suma, Asghar Farhadi afina aquí sus recursos como cineasta y, si bien no alcanza por ello su mejor título, al menos logra elaborar un drama que estruja los sentimientos desde las primeras escenas y no los suelta hasta el final, en un plano secuencia que es un derroche de virtuosismo. Solo la llegada de los títulos de crédito permite recuperar el aliento robado durante más de dos horas que se sufren y disfrutan a partes iguales.

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EL ROCK DE LA CÁRCEL. "Jailhouse Rock" 1957, Richard Thorpe

Tercer largometraje elaborado por y para el lucimiento de su estrella principal, Elvis Presley, quien sigue la estela de otros músicos exitosos de la época bifurcando sus pasos en el cine. Una trayectoria que abarca una treintena de títulos entre los que destaca El rock de la cárcel, película que desvela las glorias y las miserias del mundo del espectáculo.

El guionista Guy Trosper actualiza el argumento de Ha nacido una estrella y escribe una versión encubierta, más cándida que su antecesora, que Richard Thorpe dirige con su habitual eficacia. Aunque se trata de un producto destinado a movilizar a la legión de fans de Elvis, El rock de la cárcel mantiene la dignidad durante todo el metraje y contiene algunas escenas memorables, como el número musical que da nombre al film. Las canciones no abundan en la trama y están siempre justificadas dentro de la narración, algo poco habitual en estos casos. Thorpe no se conforma con realizar una simple promoción del artista que tiene entre manos y cuida la evolución dramática y los personajes que rodean al protagonista.

Es evidente que Elvis no es un buen actor, pero incluso sus limitaciones interpretativas se convierten en un aliciente, porque refuerzan el encanto y la ingenuidad propias del carácter de su personaje. Un chico con aspiraciones de éxito cuyo ímpetu le trae problemas y que conoce muchos de los sinsabores que afectaron al mismo Elvis: el origen humilde, el peregrinaje por los despachos de los productores, el despegue en la radio, los contratos abusivos y el engaño del manager... de alguna manera, es como si el cantante estuviese contando su historia disfrazada de ficción, lo cual otorga una resonancia especial a la película.

En conjunto, se puede decir que El rock de la cárcel no posee ningún elemento demasiado llamativo: la fotografía en blanco y negro es algo uniforme y aséptica, la planificación rehúye los alardes y busca la funcionalidad, y los actores no van más allá de la mera corrección. Sin embargo, tampoco hay nada que falle y consigue mantener la atención en todo momento, llegando a proporcionar una sensación gozosa por su estética de los años cincuenta y su sencilla parábola moralista de caídas y ascensos. Los admiradores de Elvis Presley tienen una cita obligada con esta película que contiene material suficiente para alimentar su mitomanía. El resto del público disfrutará también con este entretenimiento delicioso e intrascendente, que alcanza cotas más altas que otras películas de argumento semejante con mucha mayor ambición.

A continuación, Elvis Presley en toda su esencia interpretando Jailhouse Rock, la secuencia musical por la que siempre será recordada esta película. Suban el volumen y prepárense para rugir:

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EL CAMINO. 1963, Ana Mariscal

La primera adaptación al cine de una novela de Miguel Delibes es también de las más acertadas de cuantas han venido después. Hoy puede parecer fácil hacer una buena película (o al menos una interesante) con el rico material literario que contiene
El camino, sin embargo, en 1963 el universo de Delibes estaba por explorar y las claves de su narrativa no estaban todavía tan asimiladas. Entonces había lecturas por descifrar y personajes a los que acercarse de manera novedosa, casi intuitiva. Ana Mariscal emprende esta tarea abarcando los márgenes entre los que se movía el escritor vallisoletano: por un lado el costumbrismo y la tradición del argumento, y por otro lado la mirada que presencia los acontecimientos desde el presente, con afán de progreso. Un punto de vista que concita la denuncia y el reconocimiento a partes iguales, que no se explaya en el rencor de los tiempos oscuros y se muestra humanista, reconciliadora.

Este es el espíritu que atraviesa El camino y que le costó a la directora el menoscabo de los poderes oficiales relacionados con la industria. Mariscal no endulza el retrato de la España rural ni cae en convenciones amables, el pueblo castellano que sirve de escenario no es ese paraíso folclórico de las producciones de Cifesa. Aquí hay padres alcohólicos, niños que defecan en las vías del tren, beatas empeñadas en interrumpir los escarceos de los amantes, inocentes que mueren... y sin embargo, se trata de un film que contiene grandes dosis de sensibilidad y belleza. Mariscal resuelve el reto de conjugar el drama y la comedia midiendo con precisión el tono de cada escena y su repercusión en el conjunto, un mosaico lleno de momentos y personajes que vienen y van, en una evolución constante.

Así, el guion adopta una estructura episódica que acumula situaciones que se van conectado unas con otras, hasta alcanzar el desenlace. Aunque suceden situaciones bondadosas y terribles, nunca se hace hincapié en la lírica ni en la tragedia, lo cual demuestra la destreza de la directora para dar credibilidad a lo que relata primero en el papel, al traducir el texto original en secuencias, y luego frente a la cámara, al convertirlo en imágenes. El camino luce una técnica impecable y una cuidada fotografía en blanco y negro obra de Valentín Javier, compañero profesional y personal de Mariscal con quien fundaría Bosco Films, la productora que alberga sus proyectos comunes.

Pero si hay algo que denota que detrás de la cámara hay una actriz, además de una directora, es el trabajo interpretativo del extenso reparto de El camino. Los nombres de Julia Caba Alba, Maribel Martín, Joaquín Roa, José Orjas, Maruchi Fresno... y un largo etcétera, acompañan a los tres jóvenes protagonistas que ponen cara al Mochuelo, el Moñigo y el Tiñoso. Todos ellos ajustados y precisos, capaces de dar vida al amplio abanico de caracteres que pueblan la película y obligan a la directora a emplear un lenguaje visual muy dinámico: los encuadres cambian de escala en el mismo plano, o establecen relaciones de correspondencia en el montaje, con composiciones siempre armónicas y compensadas... dicho de otro modo: Mariscal logra una planificación fluida que equilibra el estímulo de la palabra con el de la imagen.

Por estos motivos, hay que situar El camino en un lugar preeminente dentro de los relatos iniciáticos en entornos campestres que existen en el cine español (El espíritu de la colmena, Secretos del corazón, La lengua de las mariposas y tantos otros). Ana Mariscal consigue uno de los mejores títulos de su filmografía gracias a su habilidad para trenzar historias en apariencia pequeñas, en las que la anécdota adquiere la misma importancia que los hechos relevantes y los personajes se erigen como elemento principal. Algo semejante a la vida, con el aliciente de que aquí la palabra Fin invita al espectador a completar la ficción con su propia experiencia y a comparar sus recuerdos de infancia con lo que revela la pantalla.

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MAIXABEL. 2021, Icíar Bollaín

En los últimos cuarenta años, el cine ha reflejado el conflicto vasco de diversas maneras. Ya sea recreando situaciones determinadas (La fuga de Segovia, Yoyes), como vistiendo géneros (Días contados, El lobo) o mediante historias tangenciales (Sombras en una batalla, La soledad). Toda una filmografía poblada por directores que tratan de abarcar la magnitud del drama, conscientes de estar hurgando en heridas todavía abiertas. Ahora que se cumplen diez años desde que la organización terrorista ETA anunciase "el cese definitivo de la actividad armada", parece que ha llegado el momento de hacer películas con la complejidad que el tema requiere. Al menos este es el propósito de Icíar Bollaín, quien se atreve a abordar la cuestión desde la perspectiva de las víctimas. Un atrevimiento que tiene que ver con la dificultad de no caer en la condescendencia ni abusar de la sensibilidad, ya que la condición de víctima es amplia e incluso ambigua (también afecta de modo indirecto a los compañeros de partido y a los familiares del victimario, entre otros).

Icíar Bollaín e Isa Campo escriben el guion basándose en la peripecia vital de Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, gobernador civil de Guipúzcoa de 1994 a 1996 que fue asesinado por un comando que operaba en Donosti. La labor de documentación llevada a cabo en la producción de la película es ardua y precisa, lo cual no enfría el resultado: Maixabel despliega un torrente de emociones que golpea al espectador sin ceder al sentimentalismo ni a la lágrima fácil. Bollaín es consciente de lo delicado del asunto y ejercita su sentido de la mesura con rigor y respeto por las personas a las que se alude en la trama, mediante una planificación sobria que busca la eficacia narrativa y evita la superficialidad. No obstante, el montaje recurre a algunos recursos sonoros (los disparos y el timbre del teléfono que se recrean en la memoria de los protagonistas para anticipar la tensión de ciertos momentos) que tienen como fin exteriorizar pensamientos. Aún así, el lenguaje cinematográfico empleado por la directora con la complicidad de Javier Agirre Erauso en la fotografía es naturalista y captura la luz y la atmósfera de los escenarios reales de San Sebastián. El equipo de filmación ha rodado en los mismos emplazamientos donde sucedieron los hechos, y eso dota a la película de una verdad que atraviesa la pantalla.

Pero la apuesta de Maixabel está en el reparto de actores, ya que ellos dan credibilidad a las acciones y los diálogos capaces de sostener el conjunto. Las escenas de conversaciones son las más importantes y depositan una gran responsabilidad en las interpretaciones de Blanca Portillo, Luis Tosar, Urko Olazabal, María Cerezuela y Tamara Canosa, entre otros. Todos magníficos, inspirados, concisos y un sinfín de adjetivos más para abarcar el paisaje humano donde se concitan gestos y reacciones expresadas con la sabiduría de los buenos profesionales. Solo por esto merece la pena asomarse al abismo de este film que deja un nudo en la garganta y que recupera lo mejor de su directora, Icíar Bollaín.

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HARDCORE. 1979, Paul Schrader

A mediados de los años setenta, Paul Schrader logra destacar como uno de los guionistas más prometedores del nuevo Hollywood por su trabajo en películas de Pollack, De Palma y Scorsese, especialmente tras haber colaborado con este último en Taxi Driver. Es entonces cuando Schrader decide lanzarse a la dirección, inaugurando una carrera llena de cimas y valles que dura hasta el presente. El segundo título de su filmografía es Hardcore, la cual contiene algunas de las características del mejor cine de la época: un tema controvertido, una puesta en escena vigorosa y un afán de realismo en las interpretaciones y en los escenarios.

Schrader narra la búsqueda de una joven desaparecida por parte de su padre, a través de los bajos fondos de diferentes ciudades de los Estados Unidos. Este detonante de la acción, ya de por sí dramático, se agrava con la contradicción entre la estricta moral del personaje interpretado por George C. Scott y el mundo de la pornografía al que conducen las pistas. Una sucesión de garitos, moteles y establecimientos oscuros donde el director adentra la cámara con la voluntad de mostrar lugares poco frecuentados por el cine convencional, rincones vedados a la sociedad biempensante que ilustran la cara oculta del sueño americano. Así pues, el atractivo de Hardcore reside en la antinomia de contemplar a un personaje fuera de su elemento, algo que el director y el actor protagonista logran desarrollar con convicción y energía, en una labor de creación conjunta que hace que la película trascienda la condición de thriller para adultos. Es también una parábola tenebrosa sobre la pérdida de la inocencia de una sociedad entregada al mercantilismo, la indefensión del individuo dentro de un sistema cada vez menos humano, así como la lucha de las viejas costumbres por su subsistencia.

Para representar estos conceptos, Schrader moldea personajes ambiguos bien interpretados por Season Hubley y por el carismático Peter Boyle, entre otros. Además, el director se rodea de profesionales muy representativos del momento: Jack Nitzsche en la composición musical, Tom Rolf en el montaje y Michael Chapman en la fotografía, quien dota de carácter al film gracias al empleo de colores densos y contrastes lumínicos. Hardcore posee el aroma del cine de su tiempo y ejerce una fascinación de la que es difícil sustraerse, a pesar de las turbiedades que revela la pantalla.

Se trata, en definitiva, de una de las películas más interesantes de Paul Schrader, aunque no sea de las más conocidas. Hardcore exhibe las cualidades de un estilo que no busca agradar al espectador, sino todo lo contrario: el director plantea cuestiones incómodas y sitúa al público en la piel del torturado protagonista encarnado con talento por George C. Scott. Él es el guía perfecto para visitar los sótanos del estado del bienestar, una excursión temible y a la vez tentadora.

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DUNE. 2021, Denis Villeneuve

Después de Blade Runner 2049, Denis Villeneuve vuelve a retomar otro icono de la ciencia ficción de los años 80, nada menos que Dune. Un proyecto abordado antes por dos directores de fuerte personalidad, Alejandro Jodorowsky y David Lynch, quienes encontraron múltiples dificultades debido a la envergadura de la producción. Villeneuve exhibe un perfil muy distinto al de sus antecesores: además de ser un director curtido, es un inteligente hombre de negocios y un cineasta inquieto que no busca expresarse como artista, sino como profesional al servicio de la película que tiene entre manos. A priori, estas parecen ser las mejores condiciones para afrontar el reto de trasladar a la pantalla la novela homónima de Frank Herbert, el inicio de una saga interplanetaria con aires de ópera y tragedia clásica. La densidad narrativa del film hace que se divida en dos partes de extensa duración, financiadas con capital de cuatro países diferentes y la responsabilidad del estudio Legendary, una de las piezas que ha hecho girar la maquinaria mainstream de Hollywood durante las últimas dos décadas.

Conviene tener en cuenta estos elementos para valorar la nueva adaptación de Dune. No porque condicionen el resultado, sino porque dan coherencia a lo que se muestra en la pantalla: un espectáculo dirigido al gran público que aporta una visión más adulta que la ofrecida en la franquicia de Star Wars, por buscar un ejemplo de temática similar (ambas sagas contienen traumas familiares heredados de padres a hijos, conflictos políticos entre civilizaciones que derivan en enfrentamientos militares, la hegemonía de un sistema imperial en contraposición a quienes representan la libertad y la justicia). Al igual que sucede en la creación de Georges Lucas, es fácil adivinar en Dune las connotaciones religiosas en general y bíblicas en particular que alimentan la trama, además de ciertos patrones de la narración antigua que tienen que ver con el advenimiento de un héroe destinado a guiar los pasos de un pueblo oprimido por fuerzas superiores. Villeneuve y el guionista Eric Roth siguen a pies juntillas las pautas de estos relatos que ensalzan los valores del honor, la responsabilidad, la fraternidad... impregnados de un tono muy oscuro que añade solemnidad al conjunto. En su intento por aproximarse a un tipo de espectador más exigente del que suele consumir estas grandes producciones, Villeneuve construye la película con gravedad y un enfriamiento premeditado de las acciones, que se demoran con un ritmo más pausado de lo común. Las pasiones laten en Dune de manera siempre contenida, sin que los personajes se dejen arrastrar por los arquetipos que representan.

El largo plantel de actores contribuye a dar credibilidad al film, con nombres que reúnen a estrellas del nuevo firmamento (Timothée Chalamet, Zendaya), intérpretes consagrados (Oscar Isaac, Josh Brolin) y figuras europeas de prestigio (Charlotte Rampling, Stellan Skarsgård, Javier Bardem). Entre todos ellos cabe destacar a Rebecca Ferguson, quien carga con el mayor peso dramático. Su rostro y el de los demás dibujan el paisaje humano de una película que da especial valor a los espacios abiertos y a la naturaleza del desierto como escenario no solo físico, también trascendental. La fotografía de Greig Fraser tiene personalidad y saca el máximo partido de los escenarios y el vestuario, elementos muy cuidados que conviven bien con los numerosos efectos especiales. Dune luce un diseño artístico que suma aciertos a las versiones anteriores y transporta al público a un mundo sugestivo y rico en ideas visuales. Lo mismo vale decir del apartado sonoro y de la música de Hans Zimmer, que mezcla con inspiración abundantes texturas y referencias, aunque en ocasiones adquiere demasiada presencia.

Habrá que ver la segunda parte de Dune para hacer una valoración completa de esta obra cinematográfica ambiciosa y exuberante, que está a punto de desfallecer en algunos momentos sepultada por la grandilocuencia, pero que la prevención y el pulso firme de Denis Villeneuve saben conducir a buen término. Puestos a señalar alguna debilidad, si acaso la misma que aqueja al cine contemporáneo predominante: la sobresaturación de planos en el montaje, que provoca un empobrecimiento del lenguaje en lugar de la riqueza que se quiere hacer ver, porque desprecia la intuición del espectador y explica más de lo necesario... así, cada plano tiene siempre su contraplano y cada acción su reacción, desatendiendo el significado que dan a la escena. 

A continuación, pueden escuchar uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Zimmer. El autor alemán despliega su paleta de sonidos majestuosos, agravados por la intensidad emocional de las voces y la mezcla de instrumentos arcaicos y electrónicos. Que lo disfruten:

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THE DEVIL AND DANIEL JOHNSTON. 2005, Jeff Feuerzeig

La vida de Daniel Johnston contiene material suficiente para alimentar una película, un libro o cualquier ficción que se precie. Al igual que otros artistas como Van Gogh, Glenn Gould o Alejandra Pizarnik, en la figura de Johnston se concitan la creatividad innata y el trastorno mental, una combinación que aleja al personaje de las convenciones predominantes en el entorno conservador donde creció. Sin duda, este carácter excepcional parece el mejor punto de partida para un documental, pero también existe el riesgo de dejarse arrastrar por el torrente de sensaciones que sugiere el protagonista y no encontrar el tono preciso para escapar del sensacionalismo y la superficialidad tan comunes en este tipo de producciones. El director Jeff Feuerzeig resuelve el reto y logra un film exhaustivo y emocionante, gracias a su capacidad para canalizar los múltiples elementos que se extienden en la trayectoria vital y artística de Johnston: unos padres cristianos ortodoxos, la efervescencia cultural de Austin en los años ochenta, su experimentación con el cine y las grabaciones caseras, el consumo de sustancias lisérgicas, los amores no correspondidos, los delirios religiosos... todo cabe en The Devil and Daniel Johnston.

La estructura argumental coincide con la mayoría de biopics sobre personalidades célebres, y a la vez es la misma odisea que atraviesan los héroes clásicos desde la antigüedad: el despertar de la conciencia y la encomienda de una misión, seguida de la etapa de madurez y la consecución de éxitos, antes de la caída final y el proceso de redención en el desenlace. Daniel Johnston sigue cada uno de estos pasos a lo largo de la trama, salvando los sucesivos contratiempos. La particularidad es que el antagonista de esta historia reside dentro de él, ya que desde temprana edad padeció brotes maníaco depresivos que se fueron agravando y condicionaron su existencia en todos los ámbitos. Una circunstancia que ha situado al personaje dentro de la más radical independencia y le ha elevado a la categoría de culto, no solo por sus canciones sino también por las ilustraciones de naturaleza naif que se exponen en las galerías de arte.

Feuerzeig muestra gran habilidad para manejar con soltura el ingente material acumulado del pasado y el presente, con imágenes recuperadas, entrevistas, dibujos, actuaciones... son fragmentos de un collage cuyo resultado es apasionante. El director imprime fluidez en el montaje y vigor narrativo sin dar tregua al espectador, quien puede terminar sobrecargado de información y estímulos. Hay urgencia en The Devil and Daniel Johnston, al igual que la hubo en la experiencia propia del personaje. Por lo tanto, la premura y el dinamismo que expresa el director no son fruto del capricho, sino la manera más acorde de introducirse en la mente de Johnston sin abandonar la fidelidad a los hechos. Feuerzeig encuentra soluciones imaginativas para visualizar conversaciones a través de planos cortos de casetes en funcionamiento, así como la recreación de situaciones mediante planos subjetivos filmados en escenarios reales.

En conjunto, se podría decir que Jeff Feuerzeig da con la fórmula adecuada para narrar la excepcional peripecia de Daniel Johnston. Un cantautor atípico que necesitaba un exorcismo como este documental para obtener el reconocimiento definitivo, ya que le sirvió como lanzadera para encarar la última etapa de su carrera, más controlada y serena que las anteriores. The Devil and Daniel Johnston propone también una lúcida reflexión sobre los mecanismos de la creación que permiten que una persona sea capaz de expresar emociones y compartirlas con los demás, incluso aunque su percepción de la realidad esté alterada. O tal vez precisamente por ello.


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