Calvary. 2014, John Michael McDonagh

El cine ha observado la religión cristiana con una gran amplitud de miras. Desde el panegírico de Nicholas Ray (Rey de reyes) a la sátira de los Monty Python (La vida de Brian), pasando por la actualización de Godard (Yo te saludo, María), el humanismo de Pasolini (El evangelio según San Mateo), o el cuestionamiento de Scorsese (La última tentación de Cristo). A la larga lista de películas se incorpora Calvary, de John Michael McDonagh.
Sin ser la recreación de ningún episodio bíblico, Calvary narra los últimos días de un hombre que difunde la palabra de Dios en medio de una comunidad hostil. El hombre es un párroco amenazado de muerte, y el entorno, un pequeño pueblo en la costa de Irlanda habitado por personajes excéntricos. Todos parecen tener razones para matarle, pero solo uno se reunirá con él en el monte del Calvario al que alude el título, esta vez con forma de playa. Aunque la película no pretende reproducir los últimos días de Jesucristo, muchos creyentes identificarán los símiles que el director va diseminando a lo largo de la trama.
Lo que plantea McDonagh es una interpretación libre y valiente de los acontecimientos religiosos, una llamada a la conciencia de los cristianos carentes de prejuicios y una crítica a los estamentos que rigen la iglesia. Todo a través de una historia en la que se mezclan el drama, la comedia y el suspense. El director irlandés demuestra tener pulso a la hora transmitir el desasosiego que sufre el protagonista. Es un desasosiego calmo, casi resignado. El padre Lavelle afronta su destino cargando con el peso de los pecados de sus conciudadanos: maltratadores, suicidas, adúlteros, obsesos... Calvary cuenta con ingredientes suficientes como para atiborrar un gran drama, sin embargo, el punto de vista del director se decanta hacia el humor negro. La película logra situarse en el terreno intermedio entre ambos géneros, propiciando una atmósfera enrarecida y tensa, muy acorde a los devenires que sufre el protagonista. Ni más ni menos que un Brendan Gleeson en estado de gracia.
El actor perfila un personaje inolvidable, lleno de matices y tan pegado a su piel que cuesta distinguir dónde termina uno y empieza el otro. La presencia física de Gleeson, su forma de mirar y de moverse, sumada a la credibilidad con la que dice los diálogos, logra que Calvary no se quede en el experimento y se convierta en una estimulante propuesta. Para ello, Gleeson vuelca en el padre Lavelle toda su experiencia. Sin aparentar esfuerzo alguno, como hacen los grandes intérpretes. Actor y director defienden por igual su condición de autores, cada uno a un lado de la cámara, en perfecta sintonía y siempre a favor del relato.
Junto a Gleeson hay un amplio elenco que sabe ajustarse al tono del film, excesivo y tragicómico. Todos conforman una fauna con la que McDonagh denuncia los vicios de una sociedad insensible, conformista y alienada. El director sabe que no hay píldora como el humor para ayudar a digerir los males que encarnan sus personajes, y es que el retrato más fiel no siempre es el más amable. Por eso emplea la pantalla como un espejo que devuelve al público su propia imagen deformada. Calvary no es una película cómoda ni dócil, en cambio, depara momentos divertidos y de gran emoción.
El árido paisaje humano que revela el film contrasta con la belleza del paisaje geográfico, y es en esta diferencia donde también reside su poder de fascinación. Calvary es una película que no se parece a ninguna otra, una rara avis que al principio puede provocar desconcierto, pero que poco a poco va atrapando al espectador por medio de su discurso iconoclasta y sus elaboradas imágenes. Al impecable trabajo de McDonagh solo se le puede achacar cierto regodeo en lo escabroso y una fijación por maltratar al protagonista que raya en el sadismo, semejante a la Pasión de un Jesucristo con sotana. Así con todo, la religión católica (y las demás religiones) necesitan películas como ésta, capaces de recuperar la dimensión humana de sus oficiantes y de sembrar algunas dudas en medio de tanta certeza.

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Envuelto en la sombra. "The dark corner" 1946, Henry Hathaway

A pesar de que Henry Hathaway no figura en ninguna lista de los grandes directores de Hollywood, fue uno de esos cineastas considerados artesanos que contribuyó al engrandecimiento de la industria en sus años dorados. Nunca alcanzó la categoría de Raoul Walsh, Anthony Mann o Howard Hawks, pero tuvo el talento suficiente como para realizar obras importantes en casi todos los géneros. Envuelto en la sombra es el ejemplo que ilustra sus virtudes dentro del film noir.
Narrada con fluidez y contundencia visual, la película es el perfecto manual del cine negro. El guión contiene muchas claves conocidas: el detective privado de pasado turbio, el matón, los confidentes, el antagonista poderoso, la ambición, el engaño... todo representado a través de una estética basada en el contraste entre luz y oscuridad. Ni el título original en inglés ni su interpretación al español dejan lugar a dudas, se trata de un depurado ejercicio de estilo en el que Hathaway materializa el rico imaginario del género. Envuelto en la sombra es además una demostración de la versatilidad y el ingenio de Joseph MacDonald, cuya fotografía saca el máximo provecho de ventanas, lámparas, farolas y demás fuentes de luz para construir la atmósfera que requiere el relato.
Hathaway pone especial interés en el envoltorio del film, probablemente a sabiendas de que carece de un gran contenido. La historia que cuenta no depara sorpresas ni emociones de infarto, y salvo algún destello puntual (la muerte del personaje de Jardine), el conjunto está siempre al borde de lo anodino. Los actores tampoco aportan suficiente personalidad. En ocasiones se tiene la sensación de estar presenciando una película de serie B, hecha con una factura de clase A. Sin embargo, Envuelto en la sombra resulta especial. Pese a sus imperfecciones, o tal vez a causa de ellas, consigue transmitir un magnetismo que sobrepasa el argumento. Está en las imágenes del film, en la forma en la que se retratan las calles, los bares, las salas de fiesta, los rellanos de las escaleras... y en la galería de rostros de quienes los pueblan. El cine negro buscaba por aquel entonces un mayor verismo, un reflejo más fiel de los escenarios que se consumaría apenas dos años después en La ciudad desnuda de Jules Dassin. Es en esta mezcla de crudeza documental y estilización noir donde películas como Envuelto en la sombra alcanzan la cumbre, más allá de las comprobadas capacidades narrativas de Henry Hathaway.
En definitiva, se trata de una joya para los amantes del cine negro repleta de diálogos afilados y arquetipos. No llega a ser una obra fundamental, pero sin duda merece la pena recuperar esta película por su iconografía y su capacidad de teñir la pantalla con la más bella y concisa de las tonalidades negras.

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La piedra de la paciencia. "Syngué sabour" 2012, Atiq Rahimi

Atiq Rahimi es un creador que intercala formatos narrativos y aborda las historias desde diferentes puntos de vista. De sus cuatro novelas publicadas hasta la fecha, él mismo ha adaptado dos de ellas al cine. Y no son precisamente textos fáciles. La piedra de la paciencia tiene la estructura de un monólogo, semejante a Cinco horas con Mario de Delibes o Diatriba de amor contra un hombre sentado de García Márquez. Se trata de la larga conversación que mantiene una joven mujer con su marido, quien nunca le responde. Es, por lo tanto, una conversación consigo misma, un examen de conciencia en el que la protagonista hace balance de su vida frente al cuerpo inmóvil de su esposo, en coma tras una reyerta.
Rahimi logra romper la unidad del espacio sacando la cámara de la habitación e incorporando a personajes diversos: la tía de la protagonista, el mulá, los vecinos, los soldados... cada uno representa el eslabón de una cadena siempre tensa por los conflictos sociales, políticos y religiosos que asfixian la zona. Podría ser Afganistán, Siria, Irán o Pakistán, el director omite la localización exacta por no limitar el alcance de la historia. Tampoco se hace mención al nombre de la protagonista. De esta manera, ella encarna a todas las mujeres que padecen el mismo sistema patriarcal que las relega a una condición de servidumbre e inferioridad. Son mujeres a las que se les impone desde niñas el oficio de víctimas, un destino contra el que La piedra de la paciencia eleva su grito de protesta. Sin altavoces ni pancartas, por medio del drama del personaje principal, que es el de muchos otros. Rahimi sabe concentrar la barbarie colectiva en un único rostro. Y no es un rostro cualquiera.
La actriz Golshifteh Farahani atraviesa con su profunda mirada cada imagen del film, imprimiendo en todos los planos su rotunda fotogenia. Dueña de recursos interpretativos que van de la intensidad al comedimiento, Farahani posee una calidez casi animal, que contrasta con su escasa envergadura. Sin embargo, el peso que soporta es enorme, y hace de su papel una verdadera prueba de fuerza. Ella sostiene esta piedra de la paciencia que sin su labor sería otra película.
El director hace también esfuerzos por dotar el film de dinamismo, cuidando la planificación y el aspecto visual. A pesar de contar con pocos elementos narrativos, Rahimi los maneja con destreza y les saca el máximo partido gracias a su atención por los detalles. Es aquí donde se nota que tras la cámara hay un escritor. Aunque no está solo. El veterano Jean-Claude Carrière le ayuda en la adaptación cinematográfica y ambos consiguen una película bella y terrible, estremecedora. Una llamada a la emancipación de las mujeres silenciadas por el extremismo religioso y un grito de libertad individual que engloba a una sociedad entera. Cine trascendental y combativo. Cine necesario.

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