Demonios tus ojos. 2017, Pedro Aguilera

El hecho de que un autor tenga una buena idea no garantiza que sea la persona más adecuada para llevarla a cabo. En Demonios tus ojos, Pedro Aguilera demuestra ser un cineasta valiente con una buena idea de la que no consigue extraer todo su potencial. No era una tarea fácil, porque se trata de una propuesta arriesgada y compleja, una prueba de fuego para cualquier director con vocación de kamikaze.
La principal dificultad reside en el desarrollo del argumento que plantea la película. El guión narra la obsesión que siente un director de cine por su joven hermanastra, tras descubrirla en un vídeo alojado en una página web de contenido pornográfico. Este hecho provoca que Oliver, el protagonista, regrese a España desde Los Ángeles para reencontrarse con ella después de una larga ausencia. La relación entre ambos está condicionada por los límites de la razón y el deseo, la realidad y su manipulación. Porque además del drama expuesto, Demonios tus ojos sugiere una reflexión acerca de la imagen y la incidencia de la mirada, del voyeurismo asociado al acto creativo... temas que conciernen a la naturaleza misma del cine y de los que Aguilera no logra exprimir el suficiente jugo. Y es que finalmente se impone la solución más fácil, que es optar por el morbo dejando la perturbación a un lado. En otras palabras: la película se abandona a la presencia exuberante del personaje de Aurora, y se olvida de profundizar en la mente de Oliver, permitiendo que la cámara se rinda sin condiciones a la fotogenia de Ivana Baquero.
No es para menos. La actriz desestabiliza el encuadre con su rotundidad física y revela cualidades interpretativas que dejan en evidencia a su compañero de reparto, Julio Perillán. Un actor que carga con el peso de un personaje cuyas complicaciones no termina de resolver, bien sea por un error de casting, por una indefinición del personaje o por ambas cosas a la vez. El caso es que la fijación y la inquietud que debería transmitir quedan diluidas por la frialdad que domina el tono del relato, como si Aguilera prendiese una llama que calienta sin llegar a quemar.
Así pues, una película de estas características hubiese necesitado mayores dosis de extrañamiento, cierto aire de peligrosidad que se apunta pero que no termina de definirse más que en las acciones algo mecánicas de los personajes. En definitiva: se echa en falta más humanidad, aunque fuera insana. Sin ser una producción desdeñable, Demonios tus ojos ofrece menos de lo que promete, y eso le impide volar alto. Aun así debe apreciarse la voluntad de riesgo de su director para cuestionar determinados tabúes, dejando para el recuerdo la presencia magnética y turbadora de Ivana Baquero. Por ella merece la pena asomarse al abismo que se intuye bajo la superficie de esta película afectada por la precaución. Pasen y vean:

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Maudie. 2016, Aisling Walsh

El cine de ficción siempre ha proyectado una imagen del artista como personaje atormentado que combate sus demonios interiores con el pincel. Son historias en las que el protagonista en cuestión debe resolver sus carencias, desamores, adicciones, etc, mediante el impulso de su espíritu creador, en una dicotomía que enfrenta la pasión contra el intelecto, el arte contra la rutina. Maudie no es una excepción. La diferencia que establece esta película respecto a otras del mismo género es su ausencia de pretensiones a la hora de representar el hecho artístico y de incluirlo dentro de lo cotidiano, como un alivio a las desgracias que sufre la protagonista. Representante del arte folclórico, la pintora canadiense Maud Lewis llenó de color su existencia en el sentido literal de la expresión, pintando las paredes, los escalones y los cristales de la minúscula casa donde vivía en mitad de la campiña de Nueva Escocia. Como si de esta manera estuviese tiñendo de una nueva realidad las limitaciones derivadas de sus problemas de salud y su falta de habilidades sociales. Pero en contra de lo esperado, Maudie no es un melodrama ni una tragedia íntima, sino un sencillo relato costumbrista con ribetes de comedia y un aire tristón que emana del padecimiento de los personajes.
La película narra la vida en común de Maud y Everett, primero como empleada y jefe, y después como esposa y marido. Una relación complicada que se prolonga durante tres décadas y cuyas evoluciones describe el guión a través de una convivencia marcada por el carácter de la pareja: ambos comparten sus soledades, traslucen la crudeza del paisaje que les rodea y son, como ellos mismos dicen en una de las escenas, "un par de calcetines sueltos". Sin discursos ni evidencias, la película contiene oportunas reflexiones acerca de las diferencias de género y de lo que Virginia Woolf describía como "la necesidad de tener una habitación propia", es decir, un espacio de libertad y de autonomía personal. Maud no lo tenía, así que pintaba apoyada en cualquier sitio sobre pequeñas tablas que iba encontrando.
La directora Aisling Walsh logra esquivar las tentaciones lacrimógenas que pudiera esconder la trama a base de comedimiento, honestidad y respeto por los personajes. Unas criaturas magníficamente interpretadas por Sally Hawkins y Ethan Hawke, quienes salen indemnes del reto que supone dar vida a semejantes temperamentos. Siempre al borde del exceso pero sin llegar a cruzarlo, los dos actores sostienen la película mediante el gesto y la palabra, los diálogos y los silencios. El final de la película incluye una breve grabación real de la pareja, y es entonces cuando el público comprende que los actores no sólo no han sobreactuado, sino que se han quedado cortos: hasta ese punto Maud y Everett eran prototipos de lo que se podría llamar el "gótico canadiense".
Los demás elementos cinematográficos (la música, la fotografía, el montaje) mantienen el mismo tono directo y preciso que conduce la narración, a cuyo mando Walsh demuestra sensibilidad y oficio, a pesar de que éste sea su segundo largometraje. La directora irlandesa se mueve con soltura tanto en los espacios abiertos como en los cerrados, capturando la atmósfera adecuada para cada secuencia y prestando atención a los detalles. Por eso, más que una biografía de la pintora, Maudie es el retrato de su intimidad y la prueba de que es posible aproximarse a la pulsión del acto creativo sin solemnidad ni trascendencia.
A continuación, un ejemplo sonoro que ilustra todo lo anterior. La banda sonora compuesta por Michael Timmins transmite expresividad con los mínimos elementos, al inicio en forma de boceto que se va completando según avanza la música y se suman los instrumentos. Que la disfruten:

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Ana de los mil días. "Anne of the thousand days" 1969, Charles Jarrott

Resulta difícil entender cómo un proyecto tan ambicioso como Ana de los mil días fue encomendado a un director novel que únicamente tenía experiencia en televisión. Charles Jarrott debuta en una de esas películas que han forjado el tópico de la calidad y el rigor asociados al cine británico, una producción histórica de cuidada ambientación y con actores de prestigio. O tal vez lo que buscaba Hal B. Wallis, responsable de todo el tinglado, era mantener el control contratando a un realizador obediente que no le diese problemas. No en vano, Wallis pertenece a esa estirpe de antiguos productores que no dejaban que la creatividad de ningún artista se interpusiese al beneficio económico ni al reconocimiento de su autoría en los créditos iniciales.
Vista hoy, Ana de los mil días se antoja como un fastuoso espectáculo de época, una sucesión de referencias pictóricas ordenadas en la pantalla con pulcritud y esmero. La película narra la tormentosa relación entre el rey Enrique VIII de Inglaterra y Ana Bolena, adaptación de un obra de teatro firmada por Maxwell Anderson, que incluye las luchas de poder y las conspiraciones que se urdían en la corte del siglo XVI. La película conserva el poso del original literario, con abundantes batallas dialécticas y varios giros dramáticos que hacen que sus dos horas y media de metraje transcurran sin perder interés. Eso sí: que nadie espere combates cuerpo a cuerpo, sangrientos asesinatos ni escenas de sexo, tal y como se estila en los actuales relatos ambientados en la Edad Media. En Ana de los mil días la violencia es siempre verbal y refinada, y tanto las ejecuciones como los coitos se resuelven mediante elipsis. Lo que no resta contundencia al conjunto, al revés: Wallis y Jarrott saben que no hay nada más excitante que la mente estimulada del espectador.
Así pues, lo que prima en el film son los sentimientos, representados por un elenco que incluye a actores de relumbrón como Richard Burton, Irene Papas y Anthony Quayle, y a una joven Geneviève Bujold que despunta como protagonista. Burton vuelca en su interpretación de Enrique VIII los excesos e incontinencias del personaje, hasta el punto de caer en ocasiones en el tic teatral y en la caricatura. Se nota que ha tenido en cuenta la recreación que hizo Charles Laughton casi cuarenta años antes en La vida privada de Enrique VIII, película que proyecta su sombra sobre ésta. Aunque si en algo se debe destacar a Ana de los mil días es en su habilidad de actualizar la moraleja del relato: la película termina con una proclama en favor de la autonomía femenina, que deposita en las generaciones de futuras mujeres la capacidad de elegir sus destinos y de tomar el poder que les corresponde.
En suma, la opera prima de Charles Jarrott se erige como un pulcro ejercicio de cine histórico que, tal vez, hubiese necesitado a un director con mayor personalidad y carácter para aprovechar todo el potencial que contiene el texto original. Porque la película está rodada con corrección, pero no termina de ser memorable, tiene inteligencia pero le falta pasión... y esto se debe en parte a su calculada indefinición respecto al género. Cuando Ana de los mil días teme resultar aburrida opta por la comedia, y cuando quiere trascender deriva hacia el drama, siempre en ambos casos con el componente romántico y la rigurosidad de la recreación histórica. Demasiados condicionantes que provocan algunos desajustes en cuanto al tono y a la densidad del acabado. Nada que justifique el olvido al que se ha visto relegada Ana de los mil días, una película que merece ser rescatada aunque sólo sea para aproximarse de manera amable y entretenida a uno de los episodios que definieron el pasado de la vieja Europa.
A continuación, el tema musical que Georges Delerue compuso para el personaje de Ana Bolena. Una bonita melodía que, al igual que el resto de la banda sonora, evoca el espíritu de la época medieval con instrumentaciones de cuerda. Que la disfruten:

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Tres anuncios en las afueras. "Three billboards outside Ebbing, Missouri" 2017, Martin McDonagh

En el fondo, los consumidores de ficción nos parecemos a los niños pequeños. Tendemos a rechazar lo que no comprendemos porque nos hace sentir inseguros o estúpidos. Necesitamos reconocer en novelas, obras de teatro y películas una serie de rasgos comunes que nos ayuden a situar la historia, unas convenciones que nos garanticen el entendimiento, la empatía, la placidez al fin y al cabo. Es por eso que, a lo largo del tiempo, los narradores han ido estableciendo unos códigos basados en clichés y en lugares comunes que el público identifica dentro de los diversos géneros. Así, en una película de aventuras se espera que haya emoción y que los personajes pongan sus vidas en riesgo, en una comedia habrá risas y el protagonista deberá extraer algún tipo de lección moral, y en un drama incluso se acepta la muerte del héroe, siempre y cuando realice un sacrificio a cambio. Sin embargo, también hay creadores que se atreven a subvertir estos convenios y nos invitan a la transgresión. Algunos de ellos (los que buscan la notoriedad o la provocación vacía de contenido) fracasan, mientras que otros son capaces de proponer caminos alternativos a los que ya están trillados, marcando pequeños pasos hacia su evolución.
Conviene tener todo esto en cuenta a la hora de valorar una película como Tres anuncios en las afueras, ya que su autor, Martin McDonagh, juega a manipular los tópicos asociados a diversos géneros como son la comedia, el drama y el thriller rural. El argumento contiene muertes violentas, palizas, violaciones, racismo, familias desestructuradas... sin dejar de ser por ello una comedia. También hay diálogos y escenas divertidas, momentos absurdos y un cierto aire desenfadado que le resta severidad al conjunto sin caer en la banalización, teniendo en cuenta que el trasfondo es muy dramático. Además hay una investigación en curso, policías de dudosa ética, un crimen sin resolver con pistas falsas y sospechosos que se van cruzando por la pantalla. Pero la hibridación de géneros no se ha inventado en esta película (los hermanos Coen, a quienes McDonagh rinde tributo, la han practicado muchas veces). Lo que hace que Tres anuncios en las afueras sea original es su forma de desconcertar al espectador mediante giros inesperados de guión que ofrecen siempre la solución más inteligente y la más imprevista.
El texto del propio McDonagh es de una enorme complejidad, de hecho, lo primero que llama la atención es que no esté basado en ninguna novela, ya que el guión contiene situaciones perfectamente trabadas, personajes construidos con profundidad y un escenario que incide de manera directa en la trama. Esto es lo segundo que llama la atención: que siendo una producción británica, retrate con tanta concisión y detalle la idiosincrasia de una población muy localizada en el Medio Oeste de los Estados Unidos. La sociedad que retrata el film responde con agresividad a sus frustraciones y llena el vacío vital con alcohol y chismorreos, en una actitud crítica poco habitual en las carteleras. McDonagh escupe bilis en cada fotograma, con apenas algún momento de respiro (la aparición del ciervo hembra junto a los carteles), entre los estallidos de brutalidad verbal (el flashback familiar) y física (el plano secuencia en el que el policía ataca al dueño de la empresa publicitaria). Tres anuncios en las afueras elude cualquier atisbo de amabilidad y positivismo, en cambio, supone todo un alegato en favor de la autonomía de la mujer, la constancia y la esperanza. ¿Cómo interpretar esta contradicción? Muy fácil: como un ataque frontal a la corrección política y al buenismo que enmascara la podredumbre del estado del bienestar.
Para que todo esto cale en el público, es necesario que la palabra se haga carne a través de un reparto capaz de representar los sentimientos extremos que se exponen en el film. Y aquí el milagro sucede ante nuestros ojos por obra y gracia de Frances McDormand, Sam Rockwell, Woody Harrelson y un buen número de actores que dan credibilidad a semejante fauna de personajes. El director consigue domesticar los excesos con los que están perfiladas sus criaturas y mantiene un tono cercano al esperpento que, no obstante, resulta veraz (no confundir con realista). McDormand gobierna con soltura el encuadre, es el alma mater de la película y carga con la responsabilidad de crear un vínculo difícil, casi imposible, con el patio de butacas. Su manera de mirar (la escena de su acoso en la tienda) y de recitar los diálogos (la diatriba al cura) son de las que fijan a un personaje en la memoria y justifican, por sí solas, la veneración a una película importante como es Tres anuncios en las afueras. Sin duda, la confirmación de que en Martin McDonagh hay un cineasta relevante.
A continuación, el tema principal perteneciente a la banda sonora compuesta por Carter Burwell. El músico vuelve a trabajar con McDonagh después de sus dos anteriores largometrajes, en una obra de gran poder atmosférico. Que la disfruten:

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La profesora. "Učiteľka" 2016, Jan Hrebejk

El cine es un vehículo perfecto para acercarse a la historia y para conocer no sólo las grandes gestas, sino también esos otros acontecimientos en apariencia menos relevantes que ayudan a definir el pasado. A esta segunda categoría pertenece La profesora, una producción eslovaca que retrata el ambiente de opresión y vigilancia establecido bajo el régimen comunista en la tardía década de los ochenta.
La película refleja el intervencionismo del estado sobre las libertades individuales, la corrupción y el abuso de poder que se extendía de manera tentacular en torno a la población civil. Todo ello representado en la figura de una profesora que somete a su voluntad a alumnos y familiares, amparada por su posición en el partido.
La profesora comienza con el plano general del exterior de un colegio, en cuya fachada cuelga un cartel donde se lee la frase "Paz mundial". Pronto se descubrirá la paradoja de esta sentencia, pues el colegio y la profesora sirven como metáforas del estado y sus dirigentes. Por su parte, los alumnos simbolizan a la ciudadanía divida entre disidentes y afines. La lucha de los primeros por restablecer la razón y la justicia hace evolucionar la trama de manera no lineal, mediante narraciones paralelas, elipsis y saltos en el tiempo que hacen que el visionado de La profesora resulte muy estimulante. El director Jan Hrebejk vuelve a contar con su guionista habitual, Petr Jarchovský, para elaborar un drama de denuncia que contiene elementos de comedia y de tensión, gracias al sentido del ritmo que ambos imprimen desde la imagen y los diálogos.
Hrebejk emplea un lenguaje visual muy dinámico, que se desenvuelve bien en los espacios cerrados, con abundantes movimientos de cámara y una planificación rica en tamaños y ángulos. Son recursos de estilo para transmitir al espectador la sensación de incertidumbre y agresividad que requiere la historia, a lo que contribuye también el montaje. Para aliviar el oscurantismo que se critica en La profesora, Hrebejk se vale de una fotografía colorista y de una hermosa banda sonora que ofrecen el contraste necesario para que la película no acuse el exceso de severidad y sea accesible a un público amplio.
Pero si hay un nombre que incide en el resultado final de la película, es el de Zuzana Mauréry. La actriz protagonista llena de matices al personaje de la profesora y compone una interpretación compleja y veraz, que hace parecer fácil lo que en realidad es un ejercicio de virtuosismo. Mauréry está bien respaldada por sus compañeros de reparto, numerosos y de todas las edades, algunos profesionales y otros que debutan en este film. Todos ellos dibujan el paisaje humano de una película que tiene la virtud de trascender la anécdota, y de expandir los límites de un microcosmos hasta abarcar los miedos y las inseguridades de toda una nación.
A continuación, el tema principal de la banda sonora creada por Michal Novinski. Una delicia con arreglos de cuerda y piano que evoca sonoridades de la vieja Europa y de una infancia privada de candidez. Que la disfruten:

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The disaster artist. 2017, James Franco

A pesar de su juventud, el actor James Franco ha sido capaz de desarrollar una trayectoria como director que suma una docena de largometrajes en poco más de una década, además de cortometrajes, documentales y trabajos para la televisión. Pero cantidad y calidad no deben confundirse, puesto que la mayoría de esas películas no han alcanzado ninguna repercusión... Hasta el estreno en 2017 de The disaster artist. La prueba de que la materia prima indispensable para construir un buen film es una buena historia. Y lo curioso es que, además de buena, la historia que cuenta Franco es verídica.
Todo surge a partir de un icono del cine basura, un subproducto elevado a los altares de la mediocridad por los amantes de las rarezas y que responde al título de The room. Filmada en 2003, la película luce el dudoso mérito de ser "la peor jamás filmada", una condición que se explica al aproximarse a la figura de su autor, el debutante Tommy Wiseau. El propio James Franco da vida al peculiar personaje, en una interpretación que es en realidad un perfecto ejercicio de mímesis tanto físico como de carácter. Lo mismo se puede decir del resto del elenco, con Dave Franco, Alison Brie, Seth Rogen y un puñado de rostros conocidos en pequeñísimos papeles como Sharon Stone, Melanie Griffith, J.J. Abrams o Zac Efron. Conviene destacar la labor del reparto porque The disaster artist es, por encima de todos los aspectos, una película de actores.
Ni la fotografía granulosa, ni la banda sonora con ecos de los años noventa, ni la narración atropellada, ni la planificación o el montaje a veces toscos, hacen que la película resulte memorable. Esta cualidad la reportan los actores, quienes saben lustrar el diamante en bruto que contiene la historia original. Es más, se diría que en su afán por recrear el espíritu entusiasta que impulsó a The roomThe disaster artist termina contagiada por algunos de sus achaques: los actores se muestran histriónicos y hay un cierto amateurismo que impregna el conjunto. Es evidente que este contagio está premeditado por Franco, una opción arriesgada sobre todo en la primera parte del film, cuando todavía no ha salido a relucir la verdadera personalidad del protagonista. A diferencia de Ed Wood, donde Tim Burton retrataba la vulgaridad desde la excelencia, en The disaster artist James Franco se identifica tanto con su personaje que, en ocasiones, está a punto de chapotear en su misma ciénaga. Pero siempre sale a flote gracias a su instinto para la comedia y a la caricatura que hace del artista atormentado y sin talento.
La película ofrece una reformulación del esquema clásico del héroe norteamericano (ascenso-caída-superación), con la novedad de que aquí el héroe es, en realidad, un antihéroe. Sus motivaciones no obedecen al bien de la comunidad sino al narcisismo, y su redención final es fruto de la casualidad y no de la enmienda. Por eso, The disaster artist está contada desde el punto de vista de Greg, el amigo y co-protagonista de Tommy, con quien el espectador puede establecer una relación de empatía. Este acierto del guión hace que la película adopte el tema de la amistad y la complejidad de las relaciones humanas, asuntos que Franco refleja con una mirada honesta y distanciada por el sentido del humor. Pero también hay una implícita reflexión sobre las trastiendas del cine, ese territorio donde el artista del desastre trata de integrarse como forma de aceptación colectiva. Es entonces cuando surge la moraleja del film: no se puede cambiar la naturaleza de los inadaptados, pero sí reconducirla y canalizar su fuerza para convertirla en algo productivo.

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It. 2017, Andrés Muschietti

No es casualidad que en pantallas de diferentes tamaños coincidan producciones con características tan similares como It y Strangers things. Sus autores aprendieron de los mismos maestros y hoy les rinden un tributo generacional: Spielberg, Cameron, Carpenter, Craven... son nombres de referencia que tanto el argentino Andrés Muschietti como los hermanos Duffer recuperan en el presente contagiados por la fiebre de los años ochenta. Pero no se trata sólo de una moda. Hay algo edípico en este afán por superar al padre como método de auto-afirmación, de demostrar que los alumnos pueden contar las mismas historias pero con mayores dosis de espectacularidad. Es el signo de los nuevos tiempos: parecer más grande y más fuerte por el uso de los anabolizantes que reportan los efectos especiales.
Muschietti emplea las nuevas tecnologías con la inteligencia y el respeto que le merecen la novela original de Stephen King, otro icono de la época. Para ello divide el texto de partida en dos películas, de las cuales ésta es la primera parte y se corresponde con la infancia de los protagonistas. Un grupo de muchachos que se traslada de un lugar a otro en bicicleta, con perfiles diferenciados y que recuerda a los que aparecían en Los Goonies o E.T. Sobre ellos se cierne la amenaza de un inquietante ser con forma de payaso que provoca la desaparición de otros niños de la localidad, un personaje con la habilidad de despertar el terror más íntimo de cada persona. Al igual que en películas como Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street, los miembros de la pandilla son atacados en los momentos de mayor vulnerabilidad (normalmente cuando están solos), mientras que en compañía son capaces de hacer frente al slasher. Esto convierte a It no solo en un film de terror sobrenatural, sino también en una alabanza a la amistad con ribetes de comedia y de costumbrismo al estilo del gótico americano.
Más allá de los elementos coyunturales y de las apelaciones a la nostalgia que ofrece It, lo que finalmente queda es un brillante ejercicio de género capaz de mantener la tensión durante todo el metraje, con una factura técnica impecable y unos actores que cumplen a la perfección con sus personajes. La banda sonora compuesta por Benjamin Wallfisch y la fotografía de Chung Chung-Hoon contribuyen a la creación de una atmósfera muy elaborada, que revisa lugares comunes sin dejar de aspirar por ello a la belleza. En suma, It es una de las propuestas más estimulantes del cine de horror surgidas en las últimas temporadas, al tiempo que consagra a Andrés Muschietti como un director que no se contenta sólo con asustar a los espectadores adolescentes, sino que trata también de agitar los nervios de los adultos valiéndose del talento narrativo y de su capacidad para mover los resortes de la memoria cinematográfica.

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El protegido. "Unbreakable" 2000, M. Night Shyamalan

Un año después de haber alcanzado el éxito con El sexto sentido, M. Night Shyamalan vuelve a contar con el actor Bruce Willis para elaborar un drama sobrenatural de impacto contundente pero sereno. Ambas películas están atravesadas por un aire de melancolía bastante inhabitual para un director de la juventud y el empuje de Shyamalan, sin embargo, las dos suponen el punto álgido de su carrera. El protegido es un emotivo y sincero homenaje al mundo de los cómics en general y los super-héroes en particular, una aproximación adulta y realista que contiene agudas reflexiones y que trasciende la consideración de los tebeos de la cultura popular a la alta cultura. Y todo a partir de un guión en apariencia sencillo que sugiere más que muestra.
La película comienza con un rótulo que aporta información sobre las ventas de cómics en Estados Unidos y su influencia en los lectores. Después asistimos al proceso de revelación de un guardia de seguridad quien, a raíz de un accidente de tren del que es el único superviviente, descubre que tiene capacidades sobrehumanas. A través de un singular personaje aquejado de una enfermedad que hace que sus huesos sean especialmente vulnerables, el protagonista irá tomando conciencia de sus habilidades mientras trata de recomponer su matrimonio en crisis. Al contrario que en las producciones habituales del género, que depositan su interés en espectaculares escenas de acción, en El protegido los momentos de mayor conmoción son resueltos mediante elipsis (el accidente ferroviario) o sin cargar las tintas emocionales (cuando el protagonista descubre su fuerza levantando pesas). Shyamalan posterga para el final las secuencias enérgicas, y lo hace sin recurrir a montajes atropellados o golpes de efecto. En el escenario del crimen, la cámara recoge en plano general la única confrontación física que aparece en la película, y el momento de mayor peligro (el hundimiento en la piscina) es filmado desde un punto de vista subjetivo en el que apenas se distingue nada. Son recursos que el director emplea para que el espectador no se distraiga de lo verdaderamente importante: las incertidumbres del protagonista asimilando su naturaleza especial y los cambios que esto conlleva dentro de su vida familiar.
pesar de lo dicho, Shyamalan también se permite juegos con la cámara bastante ingeniosos que revelan su impronta como creador de imágenes. Buen ejemplo son la conversación en el tren o el giro del plano cenital sobre el cómic que la madre le regala a su hijo en el parque. Pero una cosa es la retórica formal, y otra el ritmo interno que sostiene el film. Antes de que acontezca el clímax, Shyamalam mantiene un ritmo pausado y una equidistancia que puede ser confundida con frialdad, pero bajo cuya superficie fluyen la tensión y el desconcierto que definen la personalidad de David, el protagonista del relato. Sirva como ejemplo el largo plano en el que despierta en el hospital y responde a las preguntas del médico. El espectador asiste a esta escena primero desde la distancia, en una única imagen que poco a poco se va aproximando según los personajes van completando la información. El trabajo interpretativo de Willis, así como el de Robin Wright, quien da vida a su mujer, refuerzan desde el comedimiento la sensación triste que destila el film, esa atmósfera de calma tensa. Por contraste, el personaje de Mr. Glass interpretado por Samuel L. Jackson ofrece el contrapunto necesario para suscitar inquietud, es más elocuente y expresivo que sus compañeros de reparto. Además su historia transcurre en un tiempo diferente, ya que hay una narración lineal para el presente y una sucesión de flasbacks que cuentan su pasado, un procedimiento bastante común en el lenguaje del cómic moderno.
Por lo tanto, una de las claves que marcan la diferencia de El protegido reside en el tono, lacónico y apagado, al que contribuyen de manera decisiva la fotografía de Eduardo Serra y la música de James Newton Howard. Ambos artistas ayudan a elevar la grandeza de la película y a convertirla en una excepción dentro del previsible universo de los super-héroes cinematográficos. De la misma manera que sucedía en El sexto sentido, en El protegido también hay un desenlace sorpresa que el guión va construyendo durante todo el metraje, en un ingenio de arquitectura dramática que no se queda sólo en la anécdota, sino que ilumina los rincones oscuros de una película que devuelve al espectador la confianza depositada previamente. Es cine que implica al público y le invita a participar, cine que revierte el gozo del patio de butacas. En suma, El protegido es una joya que brilla sobre las demás en la trayectoria de M. Night Shyamalan y que logra el milagro de emocionar sin que lo parezca.

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El fantasma del paraíso. "Phantom of the Paradise" 1974, Brian De Palma

En términos musicales, uno de los fenómenos más llamativos surgidos durante los años setenta fue el glam rock, aquella corriente que daba la misma importancia al sonido y a la estética, y que celebraba el barroquismo como una opción vital. El medio adecuado para que el joven director Brian De Palma pudiese canalizar algunas de sus obsesiones en torno al éxito y el fracaso, la integridad del artista y el ideal romántico del mito de Pigmalión. Pero además, en El fantasma del paraíso se congregan otras referencias como Fausto, El retrato de Dorian Grey y, claro está, El fantasma de la ópera. A lo largo de su carrera, De Palma siempre ha bebido de diversas fuentes, delimitando una fina línea entre lo propio y lo ajeno. Son tantas las influencias de sus películas que, muchas veces, la personalidad del autor queda desdibujada entre el homenaje sincero y la copia desvergonzada, no así en el caso de El fantasma del paraíso. Porque las alusiones son más bien intelectuales, de contenido literario, y menos cinematográficas (que también las hay).
De Palma supo impregnar su séptimo largometraje con la energía y la pulsión del momento, anticipándose un año antes a otra película de culto, The Rocky Horror Picture Show. Al igual que ésta, El fantasma del paraíso posee frescura, provocación, nostalgia, irreverencia... y otras cualidades menos favorecedoras, como son la ingenuidad, la pobreza de medios y la escasa calidad en los apartados técnico y artístico. Así que más allá del emblema contracultural y del espectáculo desenfadado, lo que subyace es una realización torpe y arbitraria, unos actores carentes de credibilidad, un guión de ritmo irregular, una trascendencia infantil... y unas canciones de dudoso gusto. Tratándose de un musical, esta última estocada resulta mortal, ya que las composiciones de Paul Williams tienen gran importancia en la trama. Salvo alguna excepción (Old souls), el grueso de las canciones acusa el paso del tiempo o se presenta como una caricatura de grupos del momento... y es que si algo define El fantasma del paraíso es su actitud desenfadada y su vocación contestataria. El problema es que toda la bilis que la película contiene en contra de los tejemanejes de la industria discográfica y del mundo del espectáculo carece del humor necesario para que la denuncia resulte efectiva. De Palma no es un director de comedia, así lo ha demostrado a lo largo de su dilata carrera. Y El fantasma del paraíso no resulta divertida más que para su entusiasta legión de admiradores, quienes aplauden los chistes de parvulario y los números musicales como si la película fuese otra cosa que un tosco ejercicio de iniciación. Brian De Palma todavía no había alcanzado el reconocimiento que apenas dos años después obtendrá con Carrie, y durante esta primera etapa todavía se encontraba a la búsqueda de un estilo y de una manera de hacer cine que iría definiendo en lo sucesivo. Así, la película conserva cierto encanto amateur, pero requiere de la predisposición del espectador para apreciar sus delirantes propuestas.
A continuación, un apasionado recorrido por la filmografía de Brian De Palma, cortesía de Romain Lehnhoff. Que lo disfruten:

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