LA CARTA QUE NUNCA FUE ENVIADA. "Neotpravlennoye pismo" 1960, Mikhail Kalatozov

Tres años después de realizar su obra magna Cuando pasan las cigüeñas, Mikhail Kalatozov vuelve a narrar una gesta heroica que ensalza los valores de la revolución soviética, pero esta vez a pequeña escala, con mayor capacidad de síntesis y abstracción. La carta que nunca fue enviada se centra en un pequeño grupo de geólogos en busca de un yacimiento de diamantes en mitad de Siberia, una odisea a través de la taiga que parte de una historia escrita por Valeri Osipov. El hecho de que el drama afecte solo a cuatro personajes no resta épica al conjunto, puesto que la identificación con los padecimientos físicos y mentales que sufren los protagonistas es inmediata, gracias a la destreza del director y la entrega de los actores.

Kalatozov cuenta de nuevo con Tatyana Samojlova, actriz que sigue deslumbrando por su trasparencia para proyectar emociones. Tanto ella como sus compañeros de reparto superan la prueba que suponen los continuos primeros planos con los que el director iguala la importancia de los rostros con el paisaje. El contraste entre lo humano y lo terrenal, entre la cercanía y la amplitud, define la película. Es una decisión estética que toma forma mediante los emplazamientos de cámara y el montaje, pero es también una decisión ética, que cuestiona la magnitud del hombre ya desde la apertura del film, cuando la cámara se aleja volando y evidencia la insignificancia de los personajes en medio de la naturaleza.

La carta que nunca fue enviada constituye la tercera de las cuatro colaboraciones que Kalatozov realiza con el director de fotografía Sergei Urusevsky, un binomio que conjuga técnica y creatividad para generar imágenes que continúan siendo modernas todavía hoy, seis décadas después de haber sido filmadas. Es difícil no dejarse maravillar por el dinamismo y las angulaciones visuales, por los planos de seguimiento, la luz, la profundidad, las composiciones... y por el empleo del fuera de campo, ya que los actores miran en todo momento hacia puntos que permanecen fuera del encuadre y que el espectador imagina sin dificultad. Incluso determinados objetos como la estación de radio en el interior de la tienda de campaña adoptan presencia sin que lleguemos a verlos, por medio del sonido y la interpretación de los actores. Hay otros recursos ópticos (los flashbacks fundidos con el fuego, la aceleración de algunas acciones manipulando la velocidad de obturación) que están bien integrados en la narración y refuerzan el creciente conflicto psicológico que experimentan los protagonistas, víctimas no solo del entorno, también de sí mismos.

En suma, La carta que nunca fue enviada es uno de los más ilustres ejemplos de película de supervivencia, género capaz de convertir bellos espacios naturales en escenarios de pesadilla donde transcurren situaciones extremas. Es cine que apela directamente a los sentidos y que Mikhail Kalatozov depura en esencia, generando emociones intensas con los elementos mínimos. Cine genuino y en estado puro que depara gozosos momentos de sufrimiento (valga la paradoja).

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O CORNO. 2023, Jaione Camborda

O corno comienza y termina con sendas escenas de alumbramiento. Un círculo cuya línea atraviesa la frontera entre dos países y traza el camino de una mujer, María, a principios de los años setenta. Ella ayuda a dar a luz en un pequeño pueblo gallego donde los nacimientos se producen en casa y los abortos son clandestinos. Jaione Camborda rueda ambas situaciones haciendo coincidir el tiempo real con el tiempo fílmico, centrándose en los rostros mediante primeros planos. Lo importante no es la acción en sí, sino las reacciones que tanto se parecen: el miedo, la incertidumbre, el dolor. Porque O corno trata sobre el dolor y los diferentes tipos de violencia que padecen las mujeres, ya sea institucional, laboral o sexual.

María está interpretada por Janet Novás, bailarina y creadora que debuta como actriz en esta película en la que muestra su dominio de la expresión corporal. Su personaje no necesita demasiados diálogos porque lo dice todo con la mirada, es su vínculo con lo que le rodea y la herramienta que emplea la directora para trabajar con los símbolos. Sirvan como ejemplo los dos momentos en los que María mira desde la ventana la figura de mujeres a las que teme parecerse: una es una portuguesa madura que se aleja ahogada de alcohol y de nostalgia, otra es una prostituta que sale a buscarse la vida tras dejar a su hijo en casa. Camborda va sembrando el metraje de analogías, algunas sutiles y otras evidentes, que podrían saturar de signos la narración si no fuera por la austeridad dramática y la contención en el tono.

O corno supera el peligro de caer en el exceso gracias al lirismo seco y contundente que aplica Camborda, primero desde el guion y luego mediante la puesta en escena. La película posee una capacidad de sugerencia que invita a participar al espectador, sin dar nada por hecho: el pasado de la protagonista, su sentimiento de culpa, su transformación... son incógnitas que el público desvela mediante pistas diseminadas en la trama. También la imagen contribuye a ahondar, con decisiones visuales que inciden en el relato, encuadres precisos y un montaje cronométrico que firma Cristóbal Fernández. Basta contemplar la larga secuencia del parto que abre el film, contada en planos cortos en los que intervienen distintos personajes, cada uno con un nivel de relación. La luz íntima de este decorado interior contrasta con la luz exterior de las siguientes escenas, natural y norteña, un trabajo de fotografía de Rui Poças que se complejiza en las partes nocturnas.

Siendo una película de presupuesto modesto hecha en régimen de coproducción, O corno proporciona a Jaione Camborda su consagración como cineasta, después de dirigir tres largometrajes en apenas cuatro años. Una obra que evita los temas fáciles y que sitúa a la mujer en el centro, poniendo cuidado en los detalles y en el acabado formal. Pero sobre todo, logrando convertir en universal una historia de arraigo local, que tiene fuerza, carácter poético y eso tan extraño que llamamos misterio.

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PORTRAIT D'UNE JEUNE FILLE DE LA FIN DES ANNÉES 60 À BRUXELLES. 1994, Chantal Akerman

En los años noventa, la productora Chantal Poupaud pone en marcha una serie de telefilms para el canal Arte, realizados por distintos autores que muestran sus respectivas miradas sobre la juventud. Una de las cineastas invitadas es Chantal Akerman, quien sitúa en su Bruselas natal Portrait d'une jeune fille de la fin des années 60 à Bruxelles. Lo curioso es que la historia no está ambientada en los 60 sino en el presente en el que se filma la historia, debido a que Akerman se basa en algunos recuerdos de cuando era adolescente y deambulaba por aquella misma ciudad.

Eso es lo que cuenta la película: el incesante paseo de una muchacha que ha decidido ausentarse del instituto y, a lo largo de un día, recorre tiendas de discos, establecimientos de comida, calles y más calles, en compañía de un chico al que conoce en un cine. Ambos no paran de conversar sobre lo divino y lo humano, mediante diálogos a veces densos (ella adora a Sartre y cita de memoria a Kierkegaard) con una visión crítica de la realidad. En verdad, todo es un prolegómeno hasta la salida de clases de su mejor amiga, con quien pretende asistir a una fiesta. Akerman aprovecha la situación para tratar algunos de sus temas predilectos: la incomunicación, el amor, la familia, el conocimiento frente a la banalidad... a riesgo de caer en cierto tono discursivo, que resultaría demasiado literario si no fuese porque la directora emplea un lenguaje cinematográfico rico y lleno de movimiento.

Más allá de la exuberancia verbal contenida en el guion, este retrato firmado por Akerman es una lección de cómo concordar lo visual con lo narrativo. Tanto la planificación como el montaje encajan con las intenciones que expresa el relato, así, por ejemplo, hay una elección en los encuadres de aislar a la protagonista respecto a los personajes que se relacionan con ella, remarcando su dificultad de conectar con el mundo. Esto provoca un uso ejemplar del fuera de campo que se aprecia, sobre todo, en la secuencia final del baile en la fiesta. Akerman mantiene la cámara sobre el primer plano de su heroína sin necesidad de una correspondencia subjetiva porque todo está ahí, en los ojos de la chica decepcionada. Hay más muestras de este efecto durante el metraje que favorecen el reconocimiento del espectador con la protagonista, una identificación que la directora desarrolla con un gran sentido del movimiento y la composición de los elementos en la imagen.

Pero nada de esto funcionaría sin la frescura y el talento de Circé Lethem, actriz debutante que sostiene el peso del film. Chantal Akerman encuentra en ella a su perfecta alter ego juvenil, bien secundada por Julien Rassam. La pareja de intérpretes dota de humanismo y naturalidad a esta película que consigue escapar de las convenciones del telefilm para ofrecer un resultado que es puro cine, uno de los trabajos más redondos de una directora siempre interesante.

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DISPARARON AL PIANISTA. 2023, Fernando Trueba y Javier Mariscal

Una década después de Chico y Rita, el director Fernando Trueba vuelve a aliarse con el artista Javier Mariscal para emprender un nuevo viaje musical, esta vez al corazón de la bossa nova en Brasil. No es el único escenario de Dispararon al pianista, ya que la acción también se traslada a Argentina, lugar donde concluye la biografía del músico Tenório Jr. Un nombre poco conocido al que esta película rinde homenaje, situándolo en el lugar que merece dentro de la cultura popular. En el momento de su muerte, Tenório era componente de la banda que acompañaba a Vinícius de Moraes y Toquinho, siendo uno de los máximos exponentes de la samba-jazz hasta que, una noche de marzo de 1976, "fue desaparecido" por el terrorismo militar de Videla recién impuesta la dictadura. Trueba y Mariscal no realizan un biopic al uso sino un documental de animación que utiliza como hilo conductor a un escritor que investiga la historia de Tenório para elaborar un libro, siguiendo los pasos del pianista y entrevistando a las personas que tuvieron relación con él.

En Dispararon al pianista quedan representadas algunas de las personalidades más destacadas de la música brasileña de la segunda mitad del siglo XX, quienes prestan su testimonio para dar veracidad a la historia y completar el paisaje de una época efervescente. Un coro de voces que el equipo de Mariscal ilustra con un estilo a la vez realista y sencillo, con pocas líneas muy marcadas y un tratamiento del color de gran expresividad. Aunque el aspecto visual es menos elaborado que el de Chico y Rita (algo que se aprecia sobre todo en el movimiento de las figuras y en la técnica de animación, más tosca y cercana al boceto), es difícil no dejarse seducir por la policromía de las imágenes. Hay secuencias como la interpretación de Embalo que son un regalo para los ojos, además de para los oídos. Los dos directores imprimen su hedonismo militante en esta oda al placer y el talento, en contraposición a la oscuridad y el terror que se denuncian a propósito de la Operación Cóndor, que asoló gran parte de América Latina durante los años setenta y ochenta. Una vez más, la música ejerce como escudo contra la barbarie y la voz de los supervivientes es el remedio contra el silencio y el olvido que los represores quisieron implantar.

Detrás de la belleza estética del film hay una intensa labor de documentación que da solidez al conjunto, aunque en ocasiones pueda haber un exceso de información que termina por alargar el metraje. Algunas declaraciones se antojan reiterativas, con insistencia en remarcar el genio de Tenório y las extrañas circunstancias que rodearon su muerte. Son evidencias que aminoran el vuelo de la película sin llegar a frenarlo, puesto que sus virtudes son obvias: un relato que mantiene el interés, un diseño creativo muy inspirado y una correlación entre ambos natural y fluida. Pero sobre todo, Dispararon al pianista es un gozoso tributo a los músicos de un género que logró conquistar el mundo.

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CERRAR LOS OJOS. 2023, Víctor Erice

Se puede decir que, cumplidos los 82 años y tres décadas después del estreno de El sol del membrillo, nadie esperaba una nueva película de Víctor Erice. Pero el cineasta vizcaíno nunca hace lo que se espera de él. Su manera de trabajar es semejante a la de un orfebre que va puliendo cada pieza hasta dejarla en su esencia, sin prisa y con obstinación, a fuerza de depurar las ideas y el lenguaje con que expresarlas. Solo así se explican los periodos tan prolongados que separan sus largometrajes (entre medias hay creaciones más breves como cortometrajes y vídeo instalaciones, además de dedicarse a la literatura y la docencia), sumado a los proyectos abortados por dificultades de financiación... esto ha provocado que sus películas obtengan una condición excepcional, no solo por la calidad con la que están hechas, también por la escasez del conjunto.

Por eso, la llegada a las carteleras de Cerrar los ojos debe ser considerada casi como un milagro profano. El concepto de milagro está incluido en uno de los diálogos del film, cuando el personaje del montador interpretado por Mario Pardo dice: "Yo no creo en los milagros desde que Dreyer dejó de hacer películas". El cine está muy presente en Cerrar los ojos, el cine como espacio de memoria y pensamiento, como dimensión donde el tiempo se bifurca y adopta posibilidades narrativas. Los protagonistas son un director retirado en busca de un actor que fue viejo amigo suyo, interpretados respectivamente por Manolo Solo y José Coronado, una relación interrumpida de forma enigmática que añade al drama un componente de misterio. Las pesquisas son desarrolladas por Erice con un tempo sosegado poco habitual en las pantallas actuales, las secuencias transcurren con ritmo moroso y en ocasiones se suceden mediante fundidos a negro que añaden pausa a las escenas. Son instantes suspendidos que empujan al espectador a valorar los silencios y, sobre todo, las miradas, de ahí el título Cerrar los ojos. La película mantiene una trama hasta cierto punto sencilla, cuya anécdota se explica incluso con insistencia, y una lectura subterránea más compleja, que apela al subconsciente mediante símbolos contenidos en la imagen. Así, por ejemplo, una figura de ajedrez o una lámpara fundida en un trastero adquieren un significado que corresponde desvelar al público, convirtiéndose en partícipe del argumento.

Esta encriptación del mensaje a veces puede ser muy sutil y, a veces, también algo obvia, con modismos ya conocidos de anteriores películas: el uso de fotografías y de músicas para activar la memoria, los diferentes escenarios geográficos como etapas vitales del protagonista, la literatura como discurso interior... son estilemas que ya intervenían en El espíritu de la colmena y El sur, no en vano, Víctor Erice habla de sí mismo y de su posición artística y filosófica en Cerrar los ojos. Más que una ficción, es un tratado íntimo de las ideas y obsesiones de un creador que se sitúa en el terreno del clasicismo, a nivel narrativo y estético. Las referencias a otros autores son constantes: Pío Baroja, Juan Marsé, Edward Hopper, Nicholas Ray, Fritz Lang... y así infinidad de nombres que desfilan por alusiones directas o indirectas, conformando el universo de influencias de Erice. Son alusiones que se mezclan con su propia filmografía, de ahí la inclusión de Ana Torrent en el reparto, de nuevo interpretando a la hija desconectada del padre. Esta confusión premeditada entre el cine y la vida es la sustancia de Cerrar los ojos, el resumen del legado de uno de los cineastas españoles más importantes y singulares.

Lo cual conduce a la pregunta: ¿está el cuarto largometraje de Víctor Erice a la altura de su obra anterior? La respuesta, aunque incómoda, parece evidente: no. Cerrar los ojos es una buena película que resulta irreprochable, pero carece del genio que latía detrás de cada uno de los fotogramas filmados en un pasado que, tal vez, quede ya demasiado lejos. El guion de Erice redunda en situaciones que no ayudan a que el relato avance (las dos visitas al trastero, el encuentro con el personaje interpretado por Soledad Villamil que se intuye como la cuota argentina que debe asumir el régimen de coproducción), lo que hace que el tercer acto se demore en exceso. Además, las llamadas a la abstracción que hace la película se ven interrumpidas por una sobreabundancia de explicaciones que restan sugerencia al film, lo vuelven enunciativo y literario. Esto no supone un problema por sí mismo, salvo que se pretenda ahondar en la naturaleza expresiva del cine, como aspira a hacer Erice en las imágenes fotografiadas por Valentín Álvarez. El cuidado en la luz y los encuadres no se corresponde siempre con la concreción del texto, que tiende a dispersarse y dar vueltas sobre sí mismo, aprovechando la estructura episódica y la incorporación de personajes encarnados por Josep Maria Pou, María León, Petra Martínez o Helena Miquel, entre otros. Así pues, cabe abandonarse a Cerrar los ojos con la conciencia de que Víctor Erice no conserva la fuerza de antaño pero sí la misma voluntad de caminar a contracorriente y por sendas hoy poco transitadas. Aunque solo fuera por ello, merece la pena atender a este último tramo de su recorrido, una trayectoria que vista en perspectiva tiene un valor incalculable y una profundidad imposible de sondear.

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