NO MIRES ARRIBA. "Don't look up" 2021, Adam McKay

No mires arriba sigue la estela de aquellas películas de catástrofes que proliferaron en los años setenta bajo una fórmula muy pautada, que aquí se rememora en clave de sátira. Los ingredientes eran: la descripción de una tragedia de origen natural o mecánico cuya tensión avanza in crescendo, la mezcla de géneros (drama, acción, romance) para acceder a un público amplio, y un reparto intergeneracional de estrellas. La habilidad de Adam McKay consiste en elaborar con estos elementos una incisiva crítica al sistema político, económico y social que rige el presente, sin abandonar el punto de vista de la comedia y con hechuras de gran producción.

Así pues, el humor que siempre ha recorrido la filmografía de McKay da un paso más en la búsqueda de mayor profundidad y sofisticación en el argumento, a pesar de lo abrupto de su estilo como director. No mires arriba es atropellada y algo errática en la narración, acumula más ideas de las que puede desarrollar y la planificación es en ocasiones deslavazada... lo cual no evita que el conjunto se siga con interés. El motivo es la capacidad que tiene el film para reflejar las miserias de una realidad demasiado reconocible. Por el metraje desfila una fauna de personajes que, no por caricaturescos, pierden verosimilitud: políticos conservadores en lo ideológico y en el poder que ostentan, periodistas capaces de trivializarlo todo con tal de contentar a la audiencia, patriotas de manual, grandes empresarios con vocación de mesías, masas de gente anestesiadas por las consignas que propagan los medios... todos ellos en contraposición a los representantes de la ciencia y el conocimiento, quienes tratan de advertir sin éxito del impacto inminente de un cometa cuya órbita le encamina hacia la Tierra.

De cuando en cuando, McKay introduce en el montaje imágenes que suceden en el resto del planeta: habitantes humanos y animales enredados en sus rutinas, ajenos a los desmanes de la Casa Blanca. Es una manera de mostrar que mientras los poderosos juegan a designar sobre la población, la vida sigue su curso. Esta decisión cinematográfica por parte del director se convierte también en una decisión política, que propone reflexiones mediante recursos visuales más allá de los diálogos y los gags.

Otra razón que revaloriza el peso de No mires arriba es la reunión de intérpretes formada por Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Cate Blanchett, Mark Rylance, Jonah Hill, Ron Perlman, Timothée Chalamet... un plantel inabarcable de rostros conocidos y otros que no lo son tanto, pero que cumplen igual de bien. Todos en el registro de comedia adecuado, unos más expresivos y otros más moderados según las exigencias de sus personajes. Resulta admirable la capacidad de McKay para reírse hasta de las figuras reverenciadas por la cultura popular (Steve Jobs) o de sus propios compañeros de oficio, que aprovechan la desgracia para hacer una película de éxito. Es evidente que el director ha ideado el film al calor de las amenazas medioambientales y las crisis políticas que asoman todos los días en los informativos, provocando que No mires arriba destile una rabia sana y necesaria que no abunda en las producciones de Hollywood. Solo por eso merece la pena tener en cuenta esta película irregular e imperfecta, que avanza a trompicones movida por el combustible de la bilis.

A continuación, una muestra de la música compuesta por Nicholas Britell para el film. Sonidos enérgicos con arreglos de jazz para recibir el fin del mundo con una sonrisa. Relájense y disfruten: 

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EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS. "Nightmare Alley" 2021, Guillermo del Toro

Cuatro años después de La forma del agua, Guillermo del Toro continúa visitando el santuario de sus referencias cinéfilas con una nueva versión de El callejón de las almas perdidas, película que Edmund Goulding dirigió en 1947 a partir de la novela de William Lindsay Gresham. La excelencia de esta primera adaptación convierte la revisión en un reto que del Toro resuelve con inteligencia, ya que no trata de replicar el antecedente, sino de llevarlo a su propio terreno y explorar los aspectos de la historia más identificados con su cine. Así, hace que el primer acto en el circo cobre mucha mayor importancia y se regodea en los seres excéntricos que allí habitan. También potencia los aspectos oscuros de la trama y la violencia que estalla en la parte final, lo cual le otorga una personalidad distinta al film de Goulding, haciendo que sea más hipervitaminada y aparatosa según dictan las tendencias del presente.

El callejón de las almas perdidas está marcada por el estilo de del Toro, para bien y para mal. El director mexicano posee una gran capacidad para crear atmósferas y generar inquietud mediante recursos narrativos y de puesta en escena, un lenguaje que él domina y que alcanza aquí el manierismo. Las imágenes bellamente fotografiadas por Dan Laustsen emborrachan los ojos del público y se imponen sobre el relato, hasta el punto de llegar a ahogarlo en alguna ocasión. La cámara se crece y devora el escenario, sobrevuela sin cesar a los personajes y evita toda quietud, algo que se puede confundir con destreza visual, cuando en realidad la mayor parte de las veces obedece al capricho del cineasta. Se trata de un dinamismo arbitrario que entretiene la mirada, seduce, se recrea... esta actitud, demasiado habitual en los tiempos que corren, asume el riesgo de practicar una estética sin contenido. O dicho de otro modo: basta que todos los planos conlleven movimiento para que el movimiento pierda significado.

¿Es El callejón de las almas perdidas una mala película? De ninguna manera. Del Toro insufla energía de principio a fin, sabe desarrollar emociones y tiene sentido del misterio. Sus habilidades técnicas juegan a favor del conjunto, y logra involucrar al reparto de estrellas que le acompañan. Es verdad que Bradley Cooper no tiene el carisma de Tyrone Power, y que algunos secundarios son especialistas en robar protagonismo a los principales (Willem Dafoe, Ron Perlman, David Strathairn, Richard Jenkins). Cate Blanchett y Toni Collette brillan como siempre, mientras que Rooney Mara continúa llenando cada encuadre con su pequeña presencia, casi mágica. El paisaje humano de la película conjuga bien con el espacio físico que Guillermo del Toro inventa con sumo detalle, un espacio que nada tiene que ver con la realidad sino con el cine. La naturaleza de las imágenes de El callejón de las almas perdidas es premeditadamente artificiosa y busca trasladar al espectador a un universo onírico gobernado por las sensaciones, más que por los razonamientos. Es cine diseñado para satisfacer el placer de los cinéfilos, cine hedonista a pesar de la turbiedad de lo que cuenta.

En definitiva, El callejón de las almas perdidas es una evolución lógica en la trayectoria del director después de La forma del agua. Ambas películas miran atrás y reinterpretan el cine que gusta a del Toro, con una mezcla de veneración y apropiación que ojalá sirva para que las nuevas generaciones descubran aquellos títulos y géneros que no deberían caer en el olvido. A continuación, uno de los temas que integran la música compuesta por Nathan Johnson. Pura evocación sonora y melodías sugerentes que son el perfecto contrapunto a las imágenes. Relájense y disfruten:

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ESA PAREJA FELIZ. 1951, Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga

A principios de los años cincuenta, Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem terminan su formación en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid, donde han compartido experiencias siendo parte de la primera promoción. Así que ambos deciden asociarse junto a otros compañeros para crear Altamira Films, con el propósito de escribir y dirigir el largometraje Esa pareja feliz.

Bardem y Berlanga son alumnos aplicados, antes de filmar idean toda la película en storyboards, hacen confluir sus influencias cinematográficas y contratan a un actor en alza, Fernando Fernán Gómez, todo ello con un propósito ambicioso: ventilar la cerrada industria del cine español y renovar tanto la forma de hacer películas como sus narrativas. No es casualidad que la primera escena de Esa pareja feliz suceda en un estudio donde se está rodando una de aquellas producciones históricas de aspecto teatral y voluntad moralizante que tanto gustaban al régimen. Desde el inicio, Bardem y Berlanga dejan claro qué es lo que quieren cambiar y lo satirizan, como hará el segundo muchas veces más a lo largo de su carrera.

La película, en cambio, no es una crítica a la totalidad sino una propuesta de renovación construida de manera amable y ligera, puesto que se trata de una comedia. El guion cuenta las vicisitudes de una pareja por salir adelante en un Madrid que sufre las carestías de la posguerra, un ambiente en el que la chapuza está institucionalizada y la desigualdad afecta a todos los ámbitos. Los protagonistas tienen sueños que les consuelan: él hace un cursillo de radio por correspondencia y ella participa en concursos probando a cambiar su suerte. Elvira Quintillá acompaña a Fernán Gómez en medio de un buen número de actores carismáticos: José Luis Ozores, Félix Fernández, Rafael Alonso, Manuel Arbó... rostros que completan un paisaje costumbrista en blanco y negro. Los directores capturan a la perfección el ambiente de la época y logran alcanzar el realismo que pretendían filmando en una gran cantidad de escenarios urbanos y populares. Así, las acciones se solapan unas a otras en el montaje, con ritmo ágil y constantes elipsis de espacio y tiempo que sitúan a la pareja en diferentes momentos de su relación. A pesar de que el tono obtenido es muy divertido, hay una sombra de patetismo que lo tiñe todo y que representa la idea de una felicidad imposible, a la vista solo en pantallas de cine y en anuncios de jabón.

No importa que los directores sean primerizos, Esa pareja feliz contiene una técnica impecable, interpretaciones sobresalientes y una historia que no ha perdido su capacidad de conmover. Por eso cuesta entender que la película no despertase interés en su momento (salvo para un sector de la crítica poco influyente) y que el estreno se retrasase hasta más tarde, al calor del éxito de Bienvenido, Míster Marshall. Película que supuso el divorcio profesional de los dos directores y con la que debutó en solitario Luis García Berlanga, dos años después. Muchas de las cosas de este título genial se ensayan en Esa pareja feliz, sin duda una de las operas prima más memorables del cine español.

A continuación, un breve recorrido por la obra de Berlanga, cortesía del Instituto Cervantes con motivo del centenario del autor. Relájense y disfruten. 

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VIDEODROME. 1983, David Cronemberg

Resulta curioso que, en menos de un año, se estrenaran a principios de los ochenta dos films de terror que advertían de los riesgos del consumo creciente de televisión. Uno es Poltergeist y el otro Videodrome, ambos de naturaleza distinta pero que sin duda contribuyen a fijar el espíritu de los tiempos en relación con el mundo audiovisual, cada vez más presente en todos los ámbitos.

Videodrome es un título representativo de la primera etapa de David Cronemberg, todavía centrada en el horror físico (con ribetes de gore) y que empieza a potenciar el aspecto psicológico en tramas que ganan en complejidad y poder metafórico. Se aprecian las constantes de su cine: la transfiguración del cuerpo (el concepto de la nueva carne), el sexo como fuente de placer y dolor, la posibilidad de mundos alternativos y paraísos artificiales... la propuesta del autor canadiense es un viaje al subconsciente del protagonista, el responsable de un modesto canal de televisión que trata de obtener público emitiendo contenidos polémicos. En su búsqueda de programas con carga erótica y violenta encuentra, a través de una señal pirata, algo titulado Videodrome que empieza a ejercer un poderoso influjo sobre él, hasta llegar a alterar su percepción de la realidad y sumirle en peligrosas alucinaciones. Cronemberg establece así una analogía entre la representación catódica y los bajos instintos del ser humano, una crítica que no solo no ha perdido vigencia sino que ha reforzado sus argumentos con el transcurso del tiempo.

Bien es verdad que el guion escrito por el propio Cronemberg a veces resulta arbitrario, y que James Woods muestra sus limitaciones como actor en un papel exigente, acompañado entre otros nombres por una hierática Deborah Harry. Las debilidades de Videodrome son superadas gracias al estilo enérgico del director y el dinamismo de la puesta en escena, con movimientos de cámara y soluciones estéticas de gran expresividad. Algo a lo que contribuye la fotografía de Mark Irwin, colaborador habitual de Cronemberg en aquella época. Otro miembro del equipo que se ha mantenido inalterable hasta el presente es Howard Shore, compositor de una banda sonora que recoge los sonidos característicos de entonces, con sintetizadores oscuros y un acentuado sentido de la atmósfera que aporta identidad al film.

Vista hoy, Videodrome es una irresistible extravagancia que remite al cine de terror de serie B de la década de los cuarenta, pasado por el filtro siempre personal y extraño de David Cronemberg. Un director que ya concitaba el culto del público amante del género y que con Videodrome firma uno de sus trabajos más interesantes, una película arriesgada y premonitoria de la sociedad adicta a las imágenes que se ha implantado después. No se pierdan el anuncio con el que se promocionaba el film, una pequeña joya con todo el regusto de los años ochenta:

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LA FELICIDAD. "Счастье" 1934, Alexandr Medvedkin

Una vez terminada la experiencia del cine-tren, que permitió a Alexandr Medvedkin realizar numerosos cortometrajes de propaganda política sobre los raíles y bajo la consigna "hoy filmamos, mañana exhibimos", el director ruso afronta su primer largometraje de ficción, si bien es verdad que este término siempre es relativo en su cine. Aunque sus historias siguen los preceptos del realismo socialista impuesto en el cine soviético de la época, el punto de vista de Medvedkin difiere de sus camaradas directores y se tiñe de humor, ya sea en forma de comedia o de sátira. Su título más destacado en este concepto es La felicidad, una obra radical y libre que todavía hoy sigue sorprendiendo.

Lo primero que llama la atención es que se trata de una película muda. Al igual que Chaplin, Medvedkin rehuye el sonido en plenos años treinta, y no es esa la única similitud con el cineasta británico. La felicidad también posee un sentido de la comicidad basado en el gag visual, con un personaje carismático que trata de medrar enfrentado a situaciones que siempre se vuelven en su contra. Según rezan los créditos de inicio, la película está dedicada "al último holgazán koljosiano", un pobre campesino que es obligado por su mujer a buscar la anhelada felicidad a la que se refiere el título, que no es otra cosa que dinero para comer y salir adelante. El guion del propio Medvedkin relata los infructuosos intentos del protagonista por conseguir una meta imposible, rodeado de variopintos personajes que representan diferentes extractos de la sociedad: mujeres explotadas, clérigos avariciosos, novicias libidinosas, campesinos crueles, ladrones... nadie permanece a salvo de la mirada despiadada y certera del director, que emplea el humor absurdo y la teatralidad para suavizar la crítica. A pesar de ello, el resultado no contó con la aprobación de las autoridades y La felicidad fue relegada al olvido durante largo tiempo, hasta que Chris Marker y otros autores franceses restituyeron muchos años después su valor artístico, intelectual y cinematográfico.

Además de la ausencia de diálogos hablados (hay intertítulos y música compuesta para el film que fue añadida cuatro décadas después del estreno), La felicidad incluye de manera deliberada elementos que potencian el artificio y le dan un aire de cine primitivo: maquillajes exagerados, caracterizaciones grotescas y decorados que huyen del realismo, lo cual redunda en la farsa a la que aspira Medvedkin. El director también desarrolla un sentido de lo fantástico que hace que la película se aparte del resto de producciones de la URSS que trataban de propagar un mensaje. Así, vemos un caballo capaz de trepar a un techado de paja para saciar el hambre, o una mujer que se ahorca aprovechando el movimiento de las aspas de un molino y otras muchas secuencias que más allá del ingenio visual, revelan una intención mordaz y combativa que equivale a discursos enteros. Aunque el reconocimiento de Alexandr Medvedkin es muy inferior hoy en día al de otros cineastas coetáneos, es evidente que La felicidad es una de las comedias más lúcidas y originales jamás filmada, uno de esos raros ejemplos en los que ideas cargadas de significado confluyen en imágenes expresadas con ligereza. En resumen, todo lo que debería ser una buena comedia.

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FESTIVAL EXPRESS. 2003, Bob Smeaton

Bob Smeaton es un realizador de documentales musicales especializado en trazar el recorrido de bandas y solistas del pasado: The Beatles, The Doors, Pink Floyd, Jimi Hendrix... grandes figuras del rock que suscitan la mitomanía y atraen a un público amplio. Uno de sus trabajos más interesantes es Festival Express, que se aparta un poco de la línea hagiográfica y en lugar de concentrarse en un solo nombre, narra una gira de conciertos llevada a cabo por diferentes agrupaciones en 1970. La particularidad es que los músicos se desplazaron en un tren alquilado para la ocasión a lo largo de Canadá, una idea influida por el espíritu hippie de la época que tendía a la agrupación en comunas y al desarrollo de festivales musicales donde se celebraba la paz y el amor. Bonitos conceptos que se toparon con la realidad de un negocio ruinoso y la incomprensión de algunas poblaciones que pretendían asistir al espectáculo sin pagar entrada.

La nómina de artistas implicados es digna del cartel más ambicioso: The Band, Janis Joplin, Grateful Dead y Buddy Guy entre otros, todos embarcados en una ruta a lo largo de tres ciudades en las que desplegaron su talento aunque, curiosamente, lo que de verdad resulta significativo es lo que sucede sobre los raíles. El material recuperado para el documental muestra a los artistas en interminables jam sessions que se desarrollaban durante el viaje, apretados en los vagones y ajenos a los coches-cama donde jamás descansaban. Son momentos impagables de compadreo, bebida y mucha música, en los cuales los pasajeros eran conscientes de pertenecer a un conjunto difícil de repetir. Aquí reside el valor de Festival Express, puesto que el resto de las imágenes de los conciertos (hay representación de los más significativos) no destaca por su calidad cinematográfica, todo está filmado por un pequeño equipo capitaneado por el realizador Frank Cvitanovich. Apelando a la nostalgia, Smeaton emplea el recurso de la pantalla partida que se popularizó en Woodstock, filmado un verano antes que Festival Express y que marcó la pauta que seguirían los siguientes documentales de conciertos.

Para dotar de contemporaneidad al film, Bob Smeaton introduce en el montaje entrevistas con algunos de los protagonistas que siguen vivos. Ellos cuentan en primera persona sus recuerdos y aportan una dimensión humana al valioso archivo que contiene Festival Express. Una película que se disfruta de principio a fin y que arroja luz sobre una gira no demasiado conocida para los aficionados del presente, quienes tienen la oportunidad de asomarse a los sonidos y al carácter de una época irrepetible.

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HIERVE. "Boiling point" 2021, Philip Barantini

En 2019, Philip Barantini debuta en la dirección con el cortometraje Boiling point, en el que muestra el estrés que padece un chef inmerso en la actividad de su restaurante de alta cocina. Dos años después, Barantini cuenta con la financiación suficiente para convertir la idea en un largo, con igual título y una buena parte del equipo técnico y artístico. Si entonces el reto consistía en filmar la situación en un único plano secuencia de veinte minutos, esta vez el director sube la apuesta y alcanza los noventa minutos sin cortes en el montaje, con la intención de que el espectador experimente en tiempo real lo que vive el protagonista. Un ejercicio semejante al que años atrás han practicado films como Birdman, Utoya. 22 de julio y 1917, y al que se suma Hierve, un buen ejemplo de cómo adaptar una decisión cinematográfica a las exigencias del relato.

Porque lo que pretende Barantini no es tanto contar una historia, como introducir al público en el escenario para que sienta lo mismo que sienten los personajes, trasladar el efecto de estar allí y padecer la presión que acarrea trabajar en un local muy exigente en la noche más difícil del año. El guion desarrolla una sucesión de problemas que empiezan antes incluso del inicio del film: el chef Andy Jones arrastra dificultades personales que nunca llegan a concretarse pero que afectan a su comportamiento y trabajo, cuando se dispone a sacar adelante una dura jornada en la que se enfrenta a una inspección de sanidad, la visita de un cocinero estrella acompañado de una crítica implacable, las diferencias que existen entre los empleados, los imprevistos con los clientes... y así se van acumulando los momentos de tensión que desembocan en catarsis. Hierve hace honor a su nombre y logra transmitir el malestar que se extiende por la sala como representación de un microcosmos que contiene a una sociedad egoísta, competitiva y violenta.

La película hace apología del realismo por medio de las interpretaciones de los actores, con Stephen Graham a la cabeza, seguidos con cámara en mano por Matthew Lewis, operador y director de fotografía. El problema es que ese afán de realidad cae sepultado por un tremendismo que se le va de las manos a Barantini, quien fuerza el drama hasta romperlo en el último instante, justo cuando el larguísimo plano secuencia concluye, arruinando la credibilidad labrada con esfuerzo durante el metraje. La moraleja profundamente nihilista se impone sobre todo lo demás y clausura la narración de modo abrupto y forzado, a base de rizar el rizo de lo tragicómico.

Es una lástima que apenas unos segundos cambien la buena impresión que mantiene Hierve, por introducir unas gotas de cinismo y de negrura que aumenten el impacto. Por lo demás, la película funciona con suma eficacia: es a la vez divertida y terrible, logra que la atención no decaiga en ningún momento y reparte con inteligencia las intervenciones de los personajes buscando el retrato coral. El largo plantel de intérpretes logra superar el desafío y Barantini resuelve con destreza las numerosas dificultades técnicas de imagen y sonido, pero al igual que sucede con los platos de cocina, el exceso de un ingrediente puede hacer saturar un sabor. A Hierve le hubiera beneficiado una pizca de contención en el desenlace o afinar el tono para que el restaurante que crea Philip Barantini no termine pareciendo un circo de tres pistas cuyo objetivo último es la conmoción por la conmoción.

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EL CONTADOR DE CARTAS. "The card counter" 2021, Paul Schrader

Al igual que sucede con muchos compositores de música, hay cineastas que se dedican a hacer variaciones sobre los mismos temas, explorando las posibilidades argumentales de ciertas ideas recurrentes. Uno de ellos es Paul Schrader, director y guionista empeñado en revelar los tormentos internos que sufren sus personajes, ya sean padres abnegados (Hardcore), camellos con pedigrí (Posibilidad de escape), sheriffs (Aflicción) o religiosos (El reverendo). Una galería de hombres solitarios y en estado de demolición a los que se suma William Tell, quien se gana la vida jugando a las cartas mientras huye de los recuerdos de su actividad como militar, un pasado que le emparenta de manera directa con Travis Bickle de Taxi driver. Precisamente el director de esta última, Martin Scorsese, está involucrado en la producción de El contador de cartas, con lo cual todo adquiere coherencia. Ambos autores comparten inquietudes espirituales que han sido reflejadas en la pantalla (La última tentación de Cristo, Al límite) y que dotan sus películas de una preocupación existencial para la que apenas hay salida.

El contador de cartas es un drama ambientado en el mundo de los naipes que reúne las virtudes de Schrader como retratista de las zonas oscuras del alma. La contención que aplica el director en sus mejores títulos alcanza aquí un grado de frialdad pocas veces visto antes, acorde con la personalidad del protagonista interpretado por Oscar Isaac. Del mismo modo que hacen los jugadores de póker, el actor es capaz de interrelacionarse con sus compañeros empleando los recursos mínimos del gesto y la palabra, a base de concentrar sus turbulencias íntimas bajo capas de moderación y silencio. Su voz en off apunta en ocasiones algún pensamiento, con prioridad para la mirada y la actitud frente a la cámara, en contraste con sus compañeros de reparto: Tiffany Haddish, Tye Sheridan y Willem Dafoe, este último un viejo camarada del director.

Schrader utiliza un estilo seco y conciso, que no añade más imágenes de las necesarias para desarrollar el relato y que alterna el tamaño de los encuadres para provocar reacciones determinadas, ya sea de aproximación acercando la cámara a los personajes en primer plano (como la escena en la que William le habla a Cirk sobre su experiencia en Abu Ghraib) o manteniendo distancia (las partidas en planos generales). Esta manera de filmar genera un clima que dificulta la empatía con los personajes, una reacción premeditada a la que contribuye la fotografía de claroscuros de Alexander Dynan, que repite con el director tras El reverendo, y la música atmosférica y a veces algo invasiva de Giancarlo Vulcano y Robert Levon Been. La aridez que exhibe El contador de cartas solo se rompe en situaciones muy puntuales, como el paseo nocturno en el jardín de luces, para abrir una grieta de esperanza en el conjunto que permita vislumbrar un final feliz. En las demás secuencias, Schrader mantiene un punto de vista equidistante que recurre al fuera de campo para no distraer al espectador de lo estrictamente esencial.

Es alentador comprobar que en sus últimos films, Paul Schrader está recuperando el brío de sus mejores trabajos después de una época bastante incierta. Así lo demuestra El contador de cartas, un ejemplo de madurez y de conocimiento del oficio que se beneficia de una buena historia y un actor entregado. A continuación, pueden escuchar una de las canciones compuestas para la banda sonora por Robert Levon Been. Relájense y disfruten:

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WEST SIDE STORY. 2021, Steven Spielberg

Aunque West Side Story está considerado el primer musical canónico dirigido por Steven Spielberg, en realidad su cine siempre ha tenido una concepción muy ligada al género en cuanto a puesta en escena y tempo narrativo. Basta contemplar el prólogo de Indiana Jones y el Templo Maldito, el final de Encuentros en la tercera fase o películas completas como 1941 o la versión animada de Tintín para percibir la influencia musical no solo en términos cinematográficos (relacionados con la ligereza de la cámara y la fluidez de la planificación y el montaje, por ejemplo) sino también en la adaptación visual de ideas que tienen que ver con la melodía, la armonía y el ritmo. Por eso no es extraño que el director haya decidido sumergirse del todo en la realización de una película musical, si bien es verdad que parecía una temeridad existiendo el precedente firmado por Robert Wise en 1961.

El reto se antojaba imposible e inútil, ¿para qué volver a hacer lo que ya se ha hecho de manera sublime? Spielberg emplea casi ciento sesenta minutos en contestar con toda la locuacidad que le permite el oficio desarrollado durante cinco décadas. Su versión de West Side Story es rotunda y enérgica, llena de inspiración y con un respeto por el original que responde al cine con el cine. Ya desde las primeras imágenes, Spielberg dialoga con su antecesor proponiendo soluciones nuevas a una historia de sobra conocida... y todas ellas funcionan, tanto a nivel argumental como formal. Por eso no debe ser considerada un remake sino una nueva adaptación del libreto original escrito para las tablas, que sigue con fidelidad la partitura de Leonard Bernstein y las letras de Stephen Sondheim (no así las coreografías de Jerome Robbins, que han sido sustituidas por otras nuevas de Justin Peck). Hay números que conservan los mismos escenarios filmados por Wise (María, Tonight), otros que cambian de entorno (AméricaOne hand, one heart) e incluso algunos que añaden innovaciones (Gee, Officer Krupke, Somewhere). Todos ellos transcurren con soltura y se integran con naturalidad en la trama, sin que se perciba diferencia entre las situaciones musicales y las dramáticas.

El reparto cuenta con una perfecta selección de intérpretes que son, a su vez, cantantes y bailarines competentes, con la recuperación de Rita Moreno como acicate nostálgico. Spielberg logra que el aspecto humano del film no se vea sepultado por el peso de la producción, tan importante como cabía esperar: decorados, vestuario, iluminación... cada aspecto de West Side Story brilla con eficacia narrativa y belleza estética, siempre en favor del conjunto. La fotografía de Janusz Kaminski saca el máximo partido de los colores, empleando tonalidades frías para las escenas de los Jets y cálidas para los Sharks. Esta dicotomía se extiende a lo largo de la película y supone uno de los máximos alicientes incorporados por el director, quien ha potenciado la racialización del conflicto haciendo que cobre vigencia a la luz del presente. Spielberg lleva a cabo la preproducción del film en plena era Trump, una circunstancia que sin duda vuelve contemporáneo el racismo y los discursos del odio que se acusan en la ficción. Esta vez sí, buena parte de los actores son latinos y se expresan en su lengua materna, en un intercambio de conversaciones en las que se mezclan acentos y actitudes diversas.

En suma, Spielberg supera con creces una prueba que se suponía inalcanzable, y lo hace con un vigor propio de la juventud y la sabiduría de un septuagenario, en ambos casos movido por la pasión al musical West Side Story. Mucho más que la recreación actualizada de un clásico, se trata de una declaración de amor a unas canciones y un relato que sirve, además, como una denuncia a la ceguera que padecen los que no quieren ver más realidad que la propia... y a la que se incorpora, además, una crítica muy oportuna a la especulación de la vivienda y a la privatización de la vida en las ciudades. Si el romance de Romeo y Julieta creado por Shakespeare tuvo un feliz traslado a las calles de Nueva York en el siglo pasado, en esta ocasión Steven Spielberg sabe estar a la altura y demuestra por enésima vez ser uno de los cineastas más dotados de su generación, alguien a quien el paso de los años no le resta ni un ápice de vivacidad y entusiasmo por seguir haciendo películas.

 

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DAGUERROTIPOS. "Daguerréotypes" 1976, Agnès Varda

Entre otros muchos motivos, Agnès Varda hacía películas para viajar y conocer realidades diferentes a la suya. Pero también filmaba en su ciudad y en su misma calle, como en Daguerrotipos, para mostrar al mundo la realidad que ella conocía y que observaba con ojos siempre curiosos, con la cámara interpuesta para hacer las preguntas oportunas sin dar por sentadas las respuestas. Por eso su cine apela a la contemplación de las cosas desde una perspectiva cotidiana, ya estén dentro del territorio de lo propio como de lo ajeno. Buen ejemplo es este documental filmado en la calle en la que ella vivía y donde fijó la sede de su estudio Ciné-tamaris.

Se trata de la rue Daguerre, la cual toma su nombre del inventor de uno de los sistemas primitivos de fotografía, los daguerrotipos, y eso es precisamente lo que hace Varda: fijar para la posteridad un tiempo y un lugar determinados porque sabe que se están agotando. La directora captura los pequeños negocios que le rodean, peluquerías, carnicerías, cafés, una autoescuela... establecimientos que forman parte de la rutina del vecindario y que perviven al margen de las nuevas superficies que prosperan en otros barrios de París. Ella conoce bien y es conocida en esos sitios que elige filmar, lo cual establece una relación de confianza muy provechosa para la naturalidad con la que se desarrolla el documental. Apenas hay unas pocas declaraciones a cámara que dividen la película en bloques, y se corresponden con momentos en que los comerciantes cuentan cuánto tiempo llevan en el barrio, cómo conocieron a sus parejas y cuáles son sus sueños. Lo demás son escenas costumbristas de apertura y cierre de los locales, atención al cliente, reposición de mercancías, etc.

El único elemento excepcional en Daguerrotipos es la actuación de un mago que sirve además como nexo de unión, ya que se aprovechan sus números para dar paso a determinadas situaciones en paralelo... así, si el mago realiza un truco con fuego, a continuación se pasa a la secuencia en la que el panadero está trabajando en el horno, por ejemplo. De alguna manera, es como si la magia que ejecuta el mago fuera la del propio cine que es capaz de conectarlo todo mediante el montaje. Al igual que las personas a las que filma, Varda se reivindica ella también como practicante de un oficio que ejerce con sencillez y honestidad, situándose a la misma altura que sus interlocutores. La cámara es el testigo mudo que se sitúa en el mejor emplazamiento (a veces el único) para no interferir en las acciones, una cámara de súper 16 mm. que unos miran con curiosidad, otros con resignación, con gracia, con fastidio... de entre todos ellos, resulta emocionante la fijación de Varda en seguir los pasos de la anciana dependienta de Chardon Bleu, su mirada perdida que anuncia el deterioro, la conexión instintiva con el marido. Estos y otros muchos detalles completan el metraje de Daguerrotipos, un documental de referencia para reflexionar sobre la realidad en el cine y las posibilidades de ciertos films para convertirse en auténticas cápsulas de tiempo.

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