Porque lo que pretende Barantini no es tanto contar una historia, como introducir al público en el escenario para que sienta lo mismo que sienten los personajes, trasladar el efecto de estar allí y padecer la presión que acarrea trabajar en un local muy exigente en la noche más difícil del año. El guion desarrolla una sucesión de problemas que empiezan antes incluso del inicio del film: el chef Andy Jones arrastra dificultades personales que nunca llegan a concretarse pero que afectan a su comportamiento y trabajo, cuando se dispone a sacar adelante una dura jornada en la que se enfrenta a una inspección de sanidad, la visita de un cocinero estrella acompañado de una crítica implacable, las diferencias que existen entre los empleados, los imprevistos con los clientes... y así se van acumulando los momentos de tensión que desembocan en catarsis. Hierve hace honor a su nombre y logra transmitir el malestar que se extiende por la sala como representación de un microcosmos que contiene a una sociedad egoísta, competitiva y violenta.
La película hace apología del realismo por medio de las interpretaciones de los actores, con Stephen Graham a la cabeza, seguidos con cámara en mano por Matthew Lewis, operador y director de fotografía. El problema es que ese afán de realidad cae sepultado por un tremendismo que se le va de las manos a Barantini, quien fuerza el drama hasta romperlo en el último instante, justo cuando el larguísimo plano secuencia concluye, arruinando la credibilidad labrada con esfuerzo durante el metraje. La moraleja profundamente nihilista se impone sobre todo lo demás y clausura la narración de modo abrupto y forzado, a base de rizar el rizo de lo tragicómico.
Es una lástima que apenas unos segundos cambien la buena impresión que mantiene Hierve, por introducir unas gotas de cinismo y de negrura que aumenten el impacto. Por lo demás, la película funciona con suma eficacia: es a la vez divertida y terrible, logra que la atención no decaiga en ningún momento y reparte con inteligencia las intervenciones de los personajes buscando el retrato coral. El largo plantel de intérpretes logra superar el desafío y Barantini resuelve con destreza las numerosas dificultades técnicas de imagen y sonido, pero al igual que sucede con los platos de cocina, el exceso de un ingrediente puede hacer saturar un sabor. A Hierve le hubiera beneficiado una pizca de contención en el desenlace o afinar el tono para que el restaurante que crea Philip Barantini no termine pareciendo un circo de tres pistas cuyo objetivo último es la conmoción por la conmoción.