Born to be blue. 2015, Robert Budreau

A pesar de su atractivo y su talento, Chet Baker nunca fue un personaje cómodo para los estándares de Hollywood. En las casi tres décadas transcurridas desde su muerte, el cine se ha acercado a este icono del jazz en el magnífico documental Let's get lost y en la reciente película de ficción Born to be blue, de producción canadiense. Dos films admirables que comparten el espíritu independiente que definió la figura de Baker. El motivo del desinterés por parte de los grandes estudios es que se trata de una historia sin redención, sin moralejas felices ni propósitos de enmienda. Porque además de un músico dotado de enorme sensibilidad, Baker fue un yonqui sin solución que murió al caer desde la ventana de un hotel en Ámsterdam. Mal asunto para las conservadoras majors norteamericanas.
Es por esto que hay que celebrar la iniciativa de Robert Budreau, quien en su segunda película demuestra una gran pericia como cineasta. Él mismo escribe, produce y dirige esta película que tiene como principal virtud alejarse de las convenciones del biopic musical (el inicio incierto, la ascensión al éxito, la caída y la absolución final). Born to be blue se centra en la etapa en la que Baker tuvo que volver a aprender a tocar la trompeta, después de perder los dientes a causa de una paliza. Al resto de su vida se hace referencia mediante flashbacks, diálogos y rótulos que Budreau distribuye con mesura, sin el afán didáctico que ostentan las biografías convencionales. No se trata, por lo tanto, de una película para conocer la vida de Chet Baker, sino para asomarse al abismo de su genio atormentado.
La responsabilidad de que esto suceda recae en Ethan Hawke, actor que no se conforma con mimetizar la voz y las maneras de Baker, también logra desvelar sus inquietudes con los recursos precisos, sin caer en la evidencia. Hawke se mete en la piel del personaje e incluso se atreve a susurrar las canciones, realizando uno de los trabajos más maduros y completos de su ya larga carrera. Le acompaña la actriz Carmen Ejogo, cuyo personaje aglutina a algunas de las mujeres que pasaron por la vida de Baker en aquella época. La pareja resulta convincente en la pantalla y transmite la emoción y la vulnerabilidad necesarias para que el espectador siga sus evoluciones con interés, en un relato donde predomina el drama.
Born to be blue exhibe un diseño de producción muy bien ajustado al presupuesto y una dirección artística que recrea la atmósfera de los años sesenta en la costa Oeste: bares, apartamentos, espacios abiertos... lugares a los que Budreau saca partido mediante una puesta en escena inteligente y unos emplazamientos de cámara que buscan favorecer la narración antes que ningún otro efecto. No obstante, también hay momentos brillantes como la elipsis que enlaza el comienzo de la película con el presente, un verdadero hallazgo tanto de guión como de realización. En suma, Born to be blue es el homenaje que se merece un artista tan particular y contradictorio como Chet Baker, capaz de romperte el corazón con la aspereza de su vida y de arreglártelo después con la suavidad de su música. Una pequeña joya que en España se estrenó directamente en el mercado doméstico, ya que los arrebatos de Baker tampoco eran del gusto de nuestras pacatas salas comerciales.
A continuación, una de las escenas del film con la intervención de Ethan Hawke y Carmen Ejogo. Sirva de ejemplo de cómo convertir un diálogo en un momento íntimo y de complicidad merced al talento de dos actores compenetrados. Después pueden aplaudir:

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Habemus Papam. 2011, Nanni Moretti

A lo largo de su filmografía, Nanni Moretti ha sabido universalizar sus inquietudes personales y ofrecerlas al público en forma de fábula. Pero pocas veces como en Habemus Papam el cineasta se ha apartado tanto de su realidad cercana, y ha trasladado la acción a las altas esferas de la jerarquía católica. La película se inicia con el funeral del obispo de Roma y el posterior cónclave para elegir al sucesor. Tras muchas deliberaciones, la responsabilidad recae sobre el cardenal Melville, quien se muestra incapacitado para asumir el cargo. Tras este original planteamiento, lo que sigue es una alegoría sobre la libertad y la capacidad de decir "No".
A través de la ironía y la reflexión, Moretti va desgranado la historia e introduciendo multitud de personajes. De hecho, éste es el principal reto que plantea el film: equilibrar el reparto coral y evitar la dispersión a la que Habemus Papam podía abocarse. Algo que Moretti sabe evitar gracias a un guión consistente y a la implicación de los actores, todos ellos respaldando el protagonismo de Michel Piccoli. El veterano actor traslada la incertidumbre del personaje por medio de la mirada, y convierte en reales la vulnerabilidad y el temor que mueven sus actos. Como es costumbre, Moretti también se suma al largo elenco internacional, donde puede encontrarse el rostro de Margherita Buy, una de las actrices preferidas del director.
El cineasta italiano recurre al clasicismo para conducir la trama y fijar el tono de comedia melancólica que requiere el relato, lo que no debe confundirse con academicismo. Porque no hay frialdad en Habemus Papam, sino comprensión y grandes dosis de humanidad. La película, además, se ve beneficiada por el cuidado diseño de producción y por los medios técnicos, acordes a las necesidades narrativas.
En resumen, Habemus Papam es una de las películas más singulares de Nanni Moretti y de las más accesibles para el gran público, una parábola llena de humor que también ofrece un retrato certero sobre la vejez, sobre sus triunfos y sus renuncias. En manos de otro director, es probable que el film hubiese resultado más mordaz y satírico, pero la intención de Moretti no es cargar contra la iglesia (sin omitir la crítica), sino más bien cuestionar los dogmas y exponer la sensación emocionante y terrible de la libertad cuando no se espera.

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Un sabor a miel. "A taste of honey" 1961, Tony Richardson

A caballo entre los años cincuenta y sesenta, Tony Richardson lucía orgulloso su condición de "joven airado" y de fundador, en compañía de otros cachorros británicos, del free cinema. Un movimiento breve que participaba de la corriente realista extendida en algunas cinematografías europeas, a la que Richardson aportó dos títulos fundamentales: Un sabor a miel y La soledad del corredor de fondo. Ambas películas testimoniaban el descontento de una época y la necesidad de ruptura, adaptando obras literarias muy recientes con herramientas propias del cine documental.
La primera de ellas aborda el libreto con el que la debutante Shelagh Delaney acababa de estremecer a las plateas, un texto que la propia autora convirtió en guión con la ayuda de Richardson y que había sido definido por la crítica teatral como "un drama de clase obrera". Eso mismo queda reflejado en la pantalla: las tribulaciones de una madre a la caza de marido y de su hija, embarazada en su primera relación de un marinero a quien no volverá a ver. La muchacha encontrará consuelo en la amistad de un joven homosexual, todo ello enmarcado en los suburbios de un Manchester postindustrial y neblinoso. La habilidad de Richardson es no sobrecargar la desgracia y aliviarla con dosis de humanismo y de comedia costumbrista.
Pero sobre todo, lo que dota de sensibilidad a Un sabor a miel es la interpretación de los actores. La experiencia de Dora Bryan y de Robert Stephens conjuga muy bien con la frescura de los debutantes Rita Tushingham y Murray Melvin, en un reparto equilibrado que ajusta a la perfección la técnica con el ingenio. Esta mezcla impregna por igual al resto de la película, que exhibe sabiduría en la narración e inmediatez en la puesta en imágenes. Richardson emplea una retórica que parece heredada del neorrealismo italiano: blanco y negro, predominio de escenarios y de luces naturales, y una poética de lo real que a veces se manifiesta en la composición de los encuadres y en la banda sonora.
Richardson hace lo posible por ocultar el origen teatral de la historia, en especial durante los dos primeros actos, sacando la cámara a la calle para capturar el ambiente de las ferias, los desfiles, el puerto... Paisajes urbanos carentes de estilización a los que algunos reprocharon su verismo crudo y poco complaciente. No sabían que ahí reside la fuerza de Un sabor a miel, film que desarrolla las posibilidades expresivas del free cinema y les da carta de legitimidad, apelando a la conciencia del espectador mediante la crítica social y la identificación con los personajes. La mirada transparente de Tushingham y las aptitudes de Tony Richardson como narrador hacen el resto, en este sencillo y contundente monumento al cine de siempre.

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Sueño y silencio. 2012, Jaime Rosales

La filmografía de Jaime Rosales gira en torno a una pregunta: ¿Qué sucede cuando la realidad se trastoca? La respuesta suele adoptar forma de imprevisto trágico (La soledad, Tiro en la cabeza) o de rutina perversa (Las horas del día, Hermosa juventud). Sueño y silencio pertenece al primer grupo, y vuelve a emplear la muerte como elemento central de la narración.
El cuarto largometraje de Rosales explora nuevas vías de expresión dentro de su cine, en un procedimiento que no distingue el fondo de la forma. O lo que es igual, un estilo cuyo discurso se materializa en las imágenes y cuya estética tiene un fuerte contenido intelectual. Para entenderlo mejor, es necesario practicar un breve análisis:
La película se abre y se cierra con un plano cenital del pintor Miquel Barceló realizando dos obras distintas. En la primera (en blanco y negro), el artista representa la escena del sacrificio de Isaac. En la segunda (en color), Barceló sintetiza el Calvario donde Cristo fue crucificado, estableciendo entre ambos episodios bíblicos el ritual de la muerte. Lo que hay en medio es un proceso de duelo dentro de una familia contemporánea, que ve cómo se rompe su cotidianidad a causa de un terrible accidente. Como en anteriores películas, Rosales amortigua la tragedia enfriando el relato casi hasta la congelación, manteniendo la distancia respecto a los personajes y evitando los recursos habituales del melodrama. Sueño y silencio carece de música, está filmada en blanco y negro con luz natural, sonido directo, sin actores profesionales y favoreciendo la improvisación y las tomas únicas. Este supuesto amateurismo persigue la crudeza y la inmediatez del instante fijado en la pantalla, no para tratar de simular un documental, sino para conferir al cine la cualidad de lo real y lo tangible. En ocasiones parece que la cámara esté situada en un lugar arbitrario, como si permaneciese oculta a los actores y hubiera filmado la acción sin tener en cuenta el encuadre. Esto provoca que haya personajes que aparecen cortados y composiciones en las que predomina la frontalidad, huyendo de cualquier tentación estética que distraiga al espectador de lo importante: interpretar las emociones que soterra la trama. A estas alturas ya debería estar claro que Sueño y silencio no trata sobre la muerte, sino sobre sus consecuencias y significado: el vacío, la sensación de pérdida, la recuperación de la normalidad, el sueño y el silencio que deja la parca a su paso.
Rosales imprime un ritmo pausado a la historia, fragmentada a su vez en escenas en apariencia poco relevantes. El público nunca llega a presenciar el accidente, ni la noticia fatídica, ni la visión de la madre... Salvo la última secuencia en el parque, el resto del relato omite los momentos de mayor emoción, implícitos en las elipsis. El autor despoja el drama de todo artificio y selecciona sólo los entreactos, una decisión que ahuyentará a los amantes de lo convencional. Por todos estos motivos, Sueño y silencio es con probabilidad la película más depurada y extrema de Rosales, una declaración de principios y una llamada a la reflexión activa, capaz de apelar a la conciencia del espectador entregado. El film exhibe con naturalidad su alcance minoritario (en España apenas obtuvo repercusión) y se reconoce a sí misma como un ejercicio de estilo que demuestra la valentía y la disidencia de Jaime Rosales, un cineasta capaz de estremecer desde la quietud.

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