Sueño y silencio. 2012, Jaime Rosales

La filmografía de Jaime Rosales gira en torno a una pregunta: ¿Qué sucede cuando la realidad se trastoca? La respuesta suele adoptar forma de imprevisto trágico (La soledad, Tiro en la cabeza) o de rutina perversa (Las horas del día, Hermosa juventud). Sueño y silencio pertenece al primer grupo, y vuelve a emplear la muerte como elemento central de la narración.
El cuarto largometraje de Rosales explora nuevas vías de expresión dentro de su cine, en un procedimiento que no distingue el fondo de la forma. O lo que es igual, un estilo cuyo discurso se materializa en las imágenes y cuya estética tiene un fuerte contenido intelectual. Para entenderlo mejor, es necesario practicar un breve análisis:
La película se abre y se cierra con un plano cenital del pintor Miquel Barceló realizando dos obras distintas. En la primera (en blanco y negro), el artista representa la escena del sacrificio de Isaac. En la segunda (en color), Barceló sintetiza el Calvario donde Cristo fue crucificado, estableciendo entre ambos episodios bíblicos el ritual de la muerte. Lo que hay en medio es un proceso de duelo dentro de una familia contemporánea, que ve cómo se rompe su cotidianidad a causa de un terrible accidente. Como en anteriores películas, Rosales amortigua la tragedia enfriando el relato casi hasta la congelación, manteniendo la distancia respecto a los personajes y evitando los recursos habituales del melodrama. Sueño y silencio carece de música, está filmada en blanco y negro con luz natural, sonido directo, sin actores profesionales y favoreciendo la improvisación y las tomas únicas. Este supuesto amateurismo persigue la crudeza y la inmediatez del instante fijado en la pantalla, no para tratar de simular un documental, sino para conferir al cine la cualidad de lo real y lo tangible. En ocasiones parece que la cámara esté situada en un lugar arbitrario, como si permaneciese oculta a los actores y hubiera filmado la acción sin tener en cuenta el encuadre. Esto provoca que haya personajes que aparecen cortados y composiciones en las que predomina la frontalidad, huyendo de cualquier tentación estética que distraiga al espectador de lo importante: interpretar las emociones que soterra la trama. A estas alturas ya debería estar claro que Sueño y silencio no trata sobre la muerte, sino sobre sus consecuencias y significado: el vacío, la sensación de pérdida, la recuperación de la normalidad, el sueño y el silencio que deja la parca a su paso.
Rosales imprime un ritmo pausado a la historia, fragmentada a su vez en escenas en apariencia poco relevantes. El público nunca llega a presenciar el accidente, ni la noticia fatídica, ni la visión de la madre... Salvo la última secuencia en el parque, el resto del relato omite los momentos de mayor emoción, implícitos en las elipsis. El autor despoja el drama de todo artificio y selecciona sólo los entreactos, una decisión que ahuyentará a los amantes de lo convencional. Por todos estos motivos, Sueño y silencio es con probabilidad la película más depurada y extrema de Rosales, una declaración de principios y una llamada a la reflexión activa, capaz de apelar a la conciencia del espectador entregado. El film exhibe con naturalidad su alcance minoritario (en España apenas obtuvo repercusión) y se reconoce a sí misma como un ejercicio de estilo que demuestra la valentía y la disidencia de Jaime Rosales, un cineasta capaz de estremecer desde la quietud.