La guerra de los botones. “La guerre des boutons” 1961, Yves Robert

Adaptar un clásico de la literatura juvenil como es “La guerra de los botones” entraña un doble reto: por un lado, no decepcionar a los numerosos lectores de la novela de Louis Pergaud, por otro lado, dotar a la película de entidad suficiente como para que no se convierta en una mera transcripción en imágenes del texto original. El director Yves Robert supera la prueba con creces al realizar un ejercicio cinematográfico fiel al material de partida, sin perder ni un ápice de frescura ni de inspiración en su paso a la pantalla.
La guerra de los botones” es una película divertida y emocionante, que conserva intacta su condición de parábola del mundo adulto. Al final prevalece un mensaje aleccionador que no cae en moralejas amables: El hombre es un lobo para el hombre, pero también los lobos pueden trabar amistad.
Con una factura técnica impecable, que remite visualmente a la mejor tradición del realismo francés, “La guerra de los botones” es un fabuloso retrato en blanco y negro del entorno rural en la Europa de mediados del siglo XX, un escenario post-bélico que dibuja los vicios y las costumbres de una sociedad reconocible en cualquier esquina del continente.
A través de un magnífico reparto de actores, en su mayoría niños, Robert traza el relato de unos pequeños que juegan a ser mayores, lo que convierte la pantalla en un espejo en el cual los espectadores adultos pueden reconocer, entre sonrisas y divertimentos, la caricatura de su perfil menos favorecedor, más grotesco. Así, “La guerra de los botones” es un reflejo de todas las guerras, un revulsivo tan ligero como eficaz que consigue evitar el adoctrinamiento congelando el último plano del film: aquel que muestra el abrazo de los dos enemigos fuera del campo de batalla.

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Frankenweenie. 2012, Tim Burton

Algunas veces, para avanzar es necesario retroceder unos pasos. Esa parece ser la táctica de Tim Burton a la hora reflotar una carrera que desde hace años viene alternando películas destacables (“Big Fish”, “Sweeney Todd”), con otras anodinas (“Alicia en el País de las Maravillas”, “Sombras tenebrosas”). Con evidentes síntomas de agotamiento creativo y a punto de convertirse en una caricatura de sí mismo, Burton decide mirar por el retrovisor de su filmografía y recuperar uno de los cortometrajes que rodó antes de debutar en el largo, una pequeña obra maestra de 1984 titulada “Frankenweenie”.
Casi treinta años después, Burton readapta su propia idea al formato del largometraje de animación, en esta versión libre del mito de Frankenstein que no solo retoma el espíritu literario de Mary Shelley, sino también la rica vertiente cinematográfica con la que ésta y otras novelas abastecieron las producciones de Universal en los años 30 o de Hammer en los 60. Burton ha reivindicado este legado en casi todas sus películas, a través de un imaginario estético personal y muy reconocible, una amalgama de referencias donde se aglutinan Edward Gorey y David Hockney, los cómics de super-héroes y la novela gótica, los seriales antiguos, Tod Browning, James Whale, Roger Corman… Por eso se puede definir a Tim Burton como un consumado esteta, capaz de asimilar la pasión cochambrosa de Ed Wood y de traducirla en un trabajo pulcro, elegante, muy elaborado. Prueba de ello es “Frankenweenie”, donde Burton hace inventario de su particular universo al tiempo que realiza una de sus películas más redondas. Los motivos son poderosos: una animación en delicioso stop-motion, que no abusa de los efectos por ordenador, y un guión cuyos engranajes giran acordes al torrente de imágenes. Tanto los diálogos y las situaciones como el perfil de los personajes laten al ritmo de una trama que tiene la virtud de condensar elementos de drama y de comedia, terror y fantástico, incluyendo una aguda crítica al norteamericano medio en su desprecio por cuanto ignora y a la cultura de la violencia.
El diseño de los personajes retoma la iconografía burtoniana de “Vincent” y “La novia cadáver”, insistiendo en el contraste de estas criaturas con el entorno pop de “Eduardo Manostijeras” y “Mars Attacks!” El director va un paso más allá y rueda “Frankenweenie” en un glorioso blanco y negro que, más que un recurso visual, supone toda una declaración de principios.
En el tramo final de la película, Burton abre su Enciclopedia de las Referencias Contraculturales por la letra G de “Godzilla”, y remata “Frankenweenie” con un auténtico festín de cine japonés de monstruos, haciendo las delicias de los fans entregados y sorprendiendo al resto de espectadores.
El resultado de semejante coctelera es un film contundente e inspirado, mordaz y sensible, una genialidad cuyo influjo permanece pegado a las retinas tiempo después de haberla visto.
A continuación, el cortometraje original de “Frankenweenie”. Quien no lo haya visto tiene por delante treinta minutos de emoción y uno de los trabajos que consolidaron el talento en ciernes del joven Tim Burton. Quien ya lo conozca, puede repetir una y mil veces. A disfrutar:

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Un rostro en la multitud. “A face in the crowd” 1957, Elia Kazan

Hollywood, años cincuenta. Todavía no se avista el declive del sistema de estudios y muchos de los grandes maestros siguen en activo: Ford, Wilder, Hitchcock… se trata de la última década de esplendor de la industria del cine, sin embargo, detrás de los oropeles y de las estrellas se puede olfatear la podredumbre de lo que se conoció como la caza de brujas, una persecución política producto de la paranoia anticomunista de la Guerra fría y de la moralidad reaccionaria de los censores más influyentes. En aquellos días, un desfile de actores y directores dejan sus testimonios frente a los micrófonos de la Comisión de Actividades Antiamericanas, unos posicionándose a favor (Gary Cooper, Robert Taylor) y otros en contra (Humphrey Bogart, Burt Lancaster). También hay cineastas como Edward Dmytryk o Elia Kazan que testifican señalando a sus antiguos compañeros de partido, un hecho que condicionó sus posteriores carreras introduciendo los temas de la delación, el miedo, el compromiso o la indefensión en los argumentos de sus películas. Los cinéfilos se han preocupado después por establecer paralelismos entre la actitud moral y la cinematográfica dentro de obra de estos dos autores, buscando la doble lectura, el significado oculto detrás de cada imagen.
“Un rostro en la multitud”, dirigida por Kazan en 1957, no se escapa a estas tentaciones. La historia de un vagabundo que es convertido en héroe popular por los medios de comunicación y su perversión paulatina hasta transformarse en un monstruo ególatra y manipulador, le sirve a Kazan como parábola perfecta para ilustrar su visión de una sociedad corrompida por los dueños de la información y los grandes grupos empresariales. Al igual que en “Frankenstein”, Kazan reescribe el mito de Prometeo y lo adapta a sus propias inquietudes, aquellas que tienen que ver con la capacidad de crear ídolos para luego derruirlos, el poder de los gobernantes y la vulnerabilidad de los gobernados. La habilidad del guión es la de no recurrir al panfleto político sino a las leyes de la narración clásica, permitiendo que tanto el contenido social como la ficción de género ocupen su lugar en la trama. De esta forma, La peripecia vital de Lonely Rhodes, el protagonista del film, adopta un carácter universal, porque todas las culturas conocen la vanidad y la ambición. Ese es el acierto de “Un rostro en la multitud”, película que por otro lado logra involucrar al espectador gracias al talento de sus actores, un reparto magníficamente ajustado con Andy Griffith y Patricia Neal en los papeles principales. Kazan los dirige con mano maestra en esta versión oscura de “Juan Nadie”, cambiando el elogio del New Deal de Capra por el alegato social producto del desencanto.
La capacidad de reflexión y de crítica de la película permanece intacta, llegando hasta nuestros días como una llamada de atención de absoluta vigencia, un hallazgo más en la carrera de un director que debería ser juzgado por sus aptitudes profesionales, en lugar de por sus errores personales. Vigorosa e inteligente, “Un rostro en la multitud” es, sobre todo, una película necesaria.


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Blancanieves. 2012, Pablo Berger

El proyecto de “Blancanieves” puede parecer un acto de locura o de lucidez, según se mire. Pablo Berger demuestra tener de las dos cosas al trasladar el cuento tradicional de los hermanos Grimm hasta la España de los años veinte, en una versión muda capaz de azuzar el imaginario cinéfilo del espectador del primero al último plano.
Aquí el caserón es sustituido por un cortijo andaluz, la madrastra aparece tocada con mantilla y peineta, y los enanos forman parte de una compañía de toreros ambulantes. El prodigio es que nada de esto pierde coherencia en su paso a la pantalla, lo que revela que los cuentos se hacen clásicos cuando contienen material a prueba de adaptaciones. El resultado en manos de Berger está lejos del pastiche al que parecía abocado, se trata de una película medida hasta el detalle pero de una inspiración salvaje, un fabuloso salto sin red que logra convocar en sus imágenes el espíritu de Eisenstein y el de Murnau, la España onírica de “Garras humanas” de Tod Browning y el retrato descarnado de “Las Hurdes, tierra sin pan” de Luis Buñuel.
Pero que nadie se lleve a engaños, la propuesta de Berger es menos revisionista y más iconoclasta de lo que parece en un principio: se trata de cine mudo, sí, pero visto desde nuestros días, con el bagaje de largas veladas de cineclub pasadas por el filtro de lo contemporáneo. Así, en “Blancanieves” conviven con naturalidad los intertítulos propios del cine mudo con la steadycam, la opereta y el ademán guiñolesco de los pioneros con los efectos por ordenador. La materia prima es el cuento, condición que el director asume con voluntarismo, aprovechando la libertad y la elocuencia que ofrece el género.
Todos los elementos, conceptuales y formales, se hacen uno bajo la batuta mágica de Alfonso Vilallonga. Su partitura ejerce como el hilo narrativo de una historia acompasada por la emoción y la tristeza, por el gozo y la alegría de una banda sonora que no se conforma con ser un mero fondo musical. Vilallonga y Berger conducen con fluidez el relato y dan aliento a un largo plantel de actores en el que brillan las miradas de Macarena García, Maribel Verdú, Daniel Giménez Cacho o Josep Maria Pou, entre otros. Porque como todas las películas mudas, “Blancanieves” está vertebrada sobre la mirada de sus personajes. Es cine que se regodea en su propio artificio, creando un espectáculo que a algunos les puede resultar extravagante, y a otros hipnótico.
Los angloparlantes ajustaron mucho mejor el término: no es cine mudo, sino silente. El reto consiste en que no se eche en falta el sonido. Berger supera la prueba con éxito gracias al hechizo de la puesta en escena y a la composición de unas imágenes de gran elocuencia.
En suma, “Blancanieves” trasciende su vocación de maravillosa rareza para ofrecer un ejercicio fílmico que esquiva la nostalgia y logra la alquimia de aunar la tradición y el riesgo, el homenaje y lo rabiosamente moderno.

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