Blancanieves. 2012, Pablo Berger

El proyecto de “Blancanieves” puede parecer un acto de locura o de lucidez, según se mire. Pablo Berger demuestra tener de las dos cosas al trasladar el cuento tradicional de los hermanos Grimm hasta la España de los años veinte, en una versión muda capaz de azuzar el imaginario cinéfilo del espectador del primero al último plano.
Aquí el caserón es sustituido por un cortijo andaluz, la madrastra aparece tocada con mantilla y peineta, y los enanos forman parte de una compañía de toreros ambulantes. El prodigio es que nada de esto pierde coherencia en su paso a la pantalla, lo que revela que los cuentos se hacen clásicos cuando contienen material a prueba de adaptaciones. El resultado en manos de Berger está lejos del pastiche al que parecía abocado, se trata de una película medida hasta el detalle pero de una inspiración salvaje, un fabuloso salto sin red que logra convocar en sus imágenes el espíritu de Eisenstein y el de Murnau, la España onírica de “Garras humanas” de Tod Browning y el retrato descarnado de “Las Hurdes, tierra sin pan” de Luis Buñuel.
Pero que nadie se lleve a engaños, la propuesta de Berger es menos revisionista y más iconoclasta de lo que parece en un principio: se trata de cine mudo, sí, pero visto desde nuestros días, con el bagaje de largas veladas de cineclub pasadas por el filtro de lo contemporáneo. Así, en “Blancanieves” conviven con naturalidad los intertítulos propios del cine mudo con la steadycam, la opereta y el ademán guiñolesco de los pioneros con los efectos por ordenador. La materia prima es el cuento, condición que el director asume con voluntarismo, aprovechando la libertad y la elocuencia que ofrece el género.
Todos los elementos, conceptuales y formales, se hacen uno bajo la batuta mágica de Alfonso Vilallonga. Su partitura ejerce como el hilo narrativo de una historia acompasada por la emoción y la tristeza, por el gozo y la alegría de una banda sonora que no se conforma con ser un mero fondo musical. Vilallonga y Berger conducen con fluidez el relato y dan aliento a un largo plantel de actores en el que brillan las miradas de Macarena García, Maribel Verdú, Daniel Giménez Cacho o Josep Maria Pou, entre otros. Porque como todas las películas mudas, “Blancanieves” está vertebrada sobre la mirada de sus personajes. Es cine que se regodea en su propio artificio, creando un espectáculo que a algunos les puede resultar extravagante, y a otros hipnótico.
Los angloparlantes ajustaron mucho mejor el término: no es cine mudo, sino silente. El reto consiste en que no se eche en falta el sonido. Berger supera la prueba con éxito gracias al hechizo de la puesta en escena y a la composición de unas imágenes de gran elocuencia.
En suma, “Blancanieves” trasciende su vocación de maravillosa rareza para ofrecer un ejercicio fílmico que esquiva la nostalgia y logra la alquimia de aunar la tradición y el riesgo, el homenaje y lo rabiosamente moderno.