Porto. 2016, Gabe Klinger

Hay películas que son como cruces de caminos. Te asomas a sus imágenes y allí confluyen actores, técnicos y artistas diversos guiados por sus afinidades. Son películas que surgen de la necesidad de hacerlas, como es el caso de Porto.
El brasileño Gabe Klinger firma su primer largometraje de ficción convocando a algunas de sus referencias cinematográficas: Alain Resnais, Wong Kar Wai, Jim Jarmusch... con la fortuna de haber logrado que este último ejerza de productor ejecutivo del film. Caminos cruzados, como los del propio Klinger y Larry Gross, un veterano guionista poco acostumbrado a los experimentos narrativos. Sin embargo, Porto tiene una estructura elíptica mediante escenas que se van alternando en el tiempo divididas, a su vez, en tres capítulos. El primero adopta el punto de vista de Jake, el protagonista masculino interpretado por Anton Yelchin, y está filmado en 8 mm. El segundo refleja la mirada de Mati, encarnada por Lucie Lucas, en 16 mm. Y el tercero está contado desde la perspectiva de la pareja, en 35 mm, como si el formato fuese creciendo según evoluciona la breve historia de amor que surge entre ambos.
Los tres capítulos están fotografiados con belleza por Wyatt Garfield, quien es capaz de capturar las distintas luces de Oporto en sus calles, el puerto, los exteriores... así como el interior de los cafés y los apartamentos. La ciudad portuguesa es el escenario por donde los personajes pasean sus glorias y sus miserias, sin recurrir a los enclaves significativos ni a las imágenes de postal. En este sentido, Porto respira una atmósfera a lo nouvelle vague que Klinger recrea tanto en el conjunto como en detalles concretos. Uno de los más entrañables es haber contado con François Lebrun, la inolvidable actriz de La mamá y la puta, para representar un pequeño papel.
Pero por encima de las influencias y los guiños a los espectadores cinéfilos, Porto despliega su propia identidad en los escasos setenta y cinco minutos que dura el metraje. No es una película descriptiva, sino un ejercicio de impresionismo desarrollado a través de instantes y conversaciones en las que los actores se entregan con convencimiento. Yelchin y Lucas poseen un magnetismo que la cámara captura y queda impreso en la pantalla. En sus gestos y en sus palabras reside la fascinación que desprende Porto, un paseo por la encrucijada de las relaciones humanas.

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La forma del agua. "The shape of water" 2017, Guillermo del Toro

A veces sucede que un director aparece cuando menos se le espera. Después de una década dedicado a la televisión y a películas no demasiado afortunadas, Guillermo del Toro regresa con su trabajo más personal hasta la fecha, que es también el más perfecto. La forma del agua se incluye dentro de la galería de largometrajes de monstruos que el director mexicano lleva elaborando desde el inicio de su carrera, hace veinticinco años, en un repertorio que contiene vampiros, insectos gigantes, demonios, faunos y toda clase de seres fantásticos. La diferencia que establece La forma del agua respecto a las demás es la sensibilidad y el contenido romántico que definen la trama. ¿Será casualidad que, por primera vez, del Toro haya colaborado con una guionista? Seguramente no, porque la aportación de Vanessa Taylor se revela fundamental a la hora de reescribir esta nueva versión de La bella y la bestia.
En efecto, la película adopta la forma de un cuento en el que, contrariamente a lo que dicta la tradición, los límites entre lo que se considera bueno y malo quedan desdibujados. Así, el grupo de héroes de la película lo conforman una mujer con discapacidad, su compañera de trabajo de raza negra, un maduro homosexual y un espía extranjero. Es como si del Toro quisiera advertir: estos personajes eran considerados monstruos en los Estados Unidos de los años sesenta, al igual que el "monstruo real" que protagoniza el film, pero en ellos habita la belleza de su voluntad y de sus actos. En contraposición, los blancos caucásicos heterosexuales y patriotas aparecen como los verdaderos monstruos, porque son capaces de cometer actos terribles en nombre del orden y la razón.
Este discurso forma parte del ideario del director y lo materializa en imágenes de enorme atractivo estético. El pulso dinámico de la narración no interfiere en la intimidad del relato, al contrario, subraya las pasiones mediante recursos visuales y sonoros (impecable el diseño de sonido y la banda sonora de Alexandre Desplat junto a canciones de los años cuarenta). La forma del agua es la prueba de fuerza de Guillermo del Toro como director, liberado del habitual exceso de efectos especiales (que también los hay, y muy brillantes) y de los argumentos que los justifiquen. Nos encontramos ante un poderoso ejercicio de estilo donde cada uno de los elementos técnicos y artísticos juegan en favor del conjunto. La fotografía de Dan Laustsen, la dirección artística de Nigel Churcher, el vestuario, el maquillaje... y, por supuesto, los actores.
Sally Hawkins vuelve a demostrar que es la actriz perfecta para desempeñar personajes en los que predomina el gesto y la expresión no verbal, como es el caso de la mujer muda que encarna en el film. La acompañan en el reparto Michael Shannon, Richard Jenkins y Michael Stuhlbarg, entre otros intérpretes muy bien conjuntados. Todos ellos conforman el paisaje humano de La forma del agua, al que se suma Doug Jones en el papel del monstruo. El actor, quien ya había representado a un hombre-pez en Hellboy, otra fantasía de del Toro, vuelve a cubrirse de prótesis y maquillaje para dar vida a la criatura acuática. La elaborada caracterización transmite al mismo tiempo credibilidad y asombro, sensaciones que se trasladan al total de la producción. Y es que más allá de los géneros en los que participa La forma del agua, lo que sobresale es una  emocionada y emocionante declaración de amor al cine, un arrebato de inspiración calibrado con meticulosidad. En suma, la obra de madurez de Guillermo del Toro en plenitud de facultades.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Alexandre Desplat. Una pieza hermosa que contiene las señas de identidad de su autor: líneas melódicas claras y sencillas, instrumentos tradicionales y una gran capacidad para la evocación. Relájense y disfruten:

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Lady Macbeth. 2016, William Oldroyd

Tras haber desarrollado su profesión en los escenarios del teatro y la ópera, William Oldroyd se introduce en el cine con el bagaje adquirido de la dramaturgia: el trabajo con los actores, la disposición del espacio mediante la puesta en escena y el fluir del tiempo narrativo. Tres factores que difieren de una disciplina a otra y que provocan el tropiezo de algunos autores que emprenden el mismo camino. Sin embargo, Oldroyd sabe encontrar el punto intermedio donde ambos extremos, el cine y el teatro, se reconocen y salen reforzados.
Probablemente, este acierto se debe a que Lady Macbeth no tiene un origen teatral sino literario, el cuento que Nikolái Leskov escribió en 1865 inspirado por el personaje de Shakespeare. En dicho relato, el monarca cambia de género y de época para convertirse en una joven esposa en la Inglaterra victoriana, que acaba de ser adquirida como propiedad de un marido ausente y un suegro despótico. El maltrato que ambos infringen a la chica hará que ella se rebele por conservar su identidad y autonomía personal, hasta el punto de convertirse en una asesina fría y despiadada. Así, lo que en principio parece un alegato feminista, poco a poco se va transformando en un retrato sobre la ambición que se devora a sí misma, una historia turbulenta de refinada crueldad. Llama la atención que el guión, conciso y austero en cuanto a recursos dramáticos, suponga el primer trabajo de la dramaturga Alice Birch, quien elabora un depurado ejercicio de síntesis narrativa que afecta al contenido y a la forma del film.
El hecho de contar con pocos personajes en escenarios limitados no resta impacto a la tragedia que cuenta Lady Macbeth, al contrario, cada detalle cobra importancia dentro del conjunto y adopta la medida adecuada para hacer avanzar la acción sin caer en la banalidad ni en distracciones. Y eso que el relato se prestaba a ello, ya que un director con menos destreza se hubiese regodeado en las escenas de sexo y violencia. Oldroyd sabe dónde está la esencia de Lady Macbeth y hurta al espectador las imágenes más viscerales (el erotismo es breve y se resuelve por medio de elipsis, y los asesinatos se acometen fuera del ángulo de la cámara), para que en ningún momento el público pierda la perspectiva de lo que está viendo, la historia de una mujer que lucha por liberar sus pasiones por encima de la razón.
Esta es la gran virtud de la película: revelar las pulsiones del ser humano con calma y frialdad, un contraste que se refleja en las imágenes iluminadas por Ari Wegner. El director de fotografía se basa en referencias pictóricas (sobre todo en la obra de Vilhelm Hammershøi), con una delicada paleta de colores y un prodigioso sentido del encuadre dictado por Oldroyd. Las composiciones geométricas y la situación de los elementos en el plano otorgan a Lady Macbeth un estilo visual que, de nuevo, remarca la dicotomía entre la serenidad exterior y la tormenta interna que azota a los personajes.
Una sensación que se hace carne en la figura de Florence Pugh, la actriz protagonista. Sin duda la elección perfecta para dar vida a este personaje complejo y lleno de trampas, que ella sortea con pasmosa naturalidad. Su recreación de Lady Macbeth, así como el resto del elenco, dotan de humanidad a una película redonda, sin aristas, capaz de remover los instintos del espectador sin recurrir a artificios ni trucos fáciles. Una agradable sorpresa que coloca el nombre de William Oldroyd en la lista de los directores a tener en cuenta.

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Handia. 2017, Jon Garaño y Aitor Arregi

Situada en Pasaia (Guipúzcoa), la productora Moriarti cuenta con un equipo creativo que funciona como una máquina bien calibrada cuyos engranajes encajan a la perfección. Los nombres de Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goneaga llevan elaborando desde hace quince años una filmografía cuidada y con una identidad propia, ya sea desde la dirección, el guión o la producción. Tras los aciertos de 80 egunean y Loreak, esta vez es Arregi quien se pone tras la cámara después de haber participado en la escritura de las dos anteriores, y lo hace en compañía de Garaño, en una demostración de que el orden de los factores no altera el producto.
Por primera vez, los tres creadores (al que se suma el guionista Andoni de Carlos) abordan una historia ambientada en el pasado e inspirada en los acontecimientos reales que tuvieron como protagonista al conocido como gigante de Altzo. Un joven agricultor que llegó a gozar de gran popularidad debido a su enorme tamaño, circunstancia que sirve para ilustrar las glorias y las miserias que depara ser diferente en un entorno marcado por la tradición. Handia tiene el aroma de los cuentos que son narrados sin condescendencia, y muestra más interés en transmitir una atmósfera determinada que una moraleja aleccionadora. Esa atmósfera es melancólica y oscura, está llena de lirismo y le confiere a la película una cualidad muy especial, que la convierte en distinta.
La diferencia reside, por un lado, en el contenido del film. Ya que no se trata tanto de la biografía de un ser excepcional, como de la relación que mantiene con su hermano. El punto de vista de éste conduce el relato y aporta la necesaria identificación con el público, sin que los directores olviden el contexto histórico ambientado en el siglo XIX ni el escenario donde se sitúa la mayor parte de la acción, el País Vasco. Handia transcurre a lo largo de dos décadas mediante elipsis que seleccionan los momentos clave en la vida de los protagonistas, un recurso que prima la emoción sobre la historiografía.
La otra diferencia se encuentra en la forma, con un estilo muy depurado y de gran expresividad visual. Javier Agirre vuelve a firmar una fotografía de enorme belleza, que proporciona a las imágenes de la película una estética cargada de referencias pictóricas y de evocaciones a una época pasada. El tratamiento de luces y sombras otorga a la película una identidad a la que también contribuye la música de Pascal Gaigne. El compositor francés refuerza el carácter fabulador de Handia y cierra el círculo de los fieles colaboradores del equipo cinematográfico, que incluye el montador Raúl López y al que se incorporan los actores del reparto. Joseba Usabiaga y Eneko Sagardoy definen con credibilidad a los dos hermanos, rodeados de un buen número de intérpretes que completan con eficacia la galería de personajes.
En suma, Handia posee muchas virtudes que le hacen destacar sobre la mayoría de las producciones españolas, en buena parte por los riesgos que asume y de los que resulta indemne. Se nota que es una película elaborada con esmero y meditada hasta el último detalle, sin que esto le reste ni un ápice de humanidad. La perfección del acabado técnico no elimina la artesanía de esta obra que supone una bocanada de aire fresco y un estímulo para los espectadores exigentes.

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El hilo invisible. "Phantom thread" 2017, Paul Thomas Anderson

Una década después de haber trabajado juntos en Pozos de ambición, el director Paul Thomas Anderson y el actor Daniel Day-Lewis vuelven a reunirse para crear una película diametralmente opuesta. Si aquella estaba atravesada por la pasión y el arrebato, El hilo invisible supone un ejercicio mucho más frío y cerebral que, no obstante, consigue dejar una huella tan profunda como la anterior. Thomas Anderson sabe que para convocar las emociones no son necesarios los aspavientos, los montajes acelerados o las cámaras inquietas. Por eso en esta película ha domesticado su estilo sin perder por ello la capacidad de sugestión ni la contundencia.
El hilo invisible narra la relación entre un prestigioso modista y una joven provinciana en la que él encuentra a su perfecta modelo. Lo que en un principio podría parecer una relectura del mito de Pigmalión, poco a poco va derivando en un drama perverso y sofisticado, tan preciso como un bisturí capaz de abrirte las entrañas sin que te des cuenta. Tras la locura que supuso haber realizado Puro vicio, Thomas Anderson vuelve a trabajar con material original y se muestra en plenitud de facultades, con una madurez y un refinamiento que recuerdan al mejor Visconti. La planificación, los ángulos de cámara, el montaje... ver la película es como contemplar un huevo: nada se puede reprochar a semejante estado de perfección. Y sin embargo, lo que se plantea desde el argumento es un misterio que atañe a la condición humana: el miedo a la soledad, la necesidad de reconocimiento, las pulsiones capaces de alterar la actitud... la correspondencia que se establece entre la pureza de la forma y la impureza del contenido es lo que confiere a El hilo invisible su especial carácter y poder de fascinación.
Thomas Anderson no se limita a dirigir bien sino que, además, posee un sentido del tempo narrativo que se materializa en los diálogos y en las secuencias más visuales. Es algo que trasciende el cine y adopta una cadencia musical, un ritmo interno que afecta a la manera de hablar de los personajes, de moverse, del fluido del tiempo entre los planos. Una sensación a la que contribuye el músico Jonny Greenwood desde la partitura y los actores desde la interpretación. Daniel Day-Lewis desarrolla una de las composiciones más complejas de su carrera, otorgando una profunda dimensión a un personaje exigente y lleno de trampas que él resuelve con maestría. Pero lo sorprendente es que, ante semejante exhibición de virtuosismo, aparezca una actriz que no sólo no empequeñece, sino que acrecienta su propio talento y el de su compañero. Lesley Manville convierte la ficción en realidad y se revela ella también como un descubrimiento, al igual que Vicky Krieps en el papel de la hermana del diseñador. Juntos y por separado logran que la película alcance altas cotas de excelencia interpretativa, erigiéndose como actores-creadores de El hilo invisible.
En suma, se trata de una obra depurada y muy exigente en la que Paul Thomas Anderson se ha implicado con toda su sabiduría y su bagaje de cineasta experimentado. No en vano, se ha hecho cargo por primera vez de la fotografía con resultados deslumbrantes. Aunque el mundo de la moda siempre se presta a la idealización y al artificio de las imágenes, en El hilo invisible el director opta por un naturalismo que refuerza la credibilidad del relato y la cercanía con los personajes a través de luces tamizadas y de una cuidada paleta de colores. La película reporta un gran placer para los ojos pero también para el intelecto: en última instancia, trata sobre el eterno conflicto del poder dentro de la pareja. La inteligencia y la honestidad con las que Paul Thomas Anderson aborda este delicado asunto convierten El hilo invisible una obra relevante y perdurable.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Jonny Greenwood. Una música bella y evocadora con gran presencia en el film que, en muchas ocasiones, ilustra con sonidos el discurso interior de los personajes. Relájense y disfruten:

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Tarde para la ira. 2016, Raúl Arévalo

Uno de los argumentos recurrentes dentro del cine negro es el de una pareja de amantes que urde un crimen para acabar con el marido o la esposa de uno de ellos. Títulos como Perdición, El cartero siempre llama dos veces, Fuego en el cuerpo o El hombre que nunca estuvo allí han retomado la misma historia añadiendo sus propias derivadas, algo que también hace Raúl Arévalo en su primera película como director. O eso es lo que parece en un principio. El tándem formado por David Pulido y Arévalo consigue darle la vuelta a una trama lo suficientemente explotada, para elaborar un ejercicio de estilo con una fuerte identidad noir que, no obstante, logra conservar su denominación de origen española.
Tarde para la ira es una opera prima de inesperado vigor que posee la contundencia de las obras maduras. El texto contiene una galería de personajes de gesto adusto, diálogos concisos y acciones que siempre hacen avanzar la narración, sin distraerse en nada que no sea necesario. El relato es sencillo pero efectivo, juega con la sorpresa y conduce al espectador hasta un final de los que invitan a la reflexión. Todo ello contado con el ritmo preciso y los actores perfectos: Antonio de la Torre, Luis Callejo, Ruth Díaz y un buen número de secundarios, cada uno ajustado a su papel.
Arévalo se mueve como pez en el agua en los diferentes escenarios donde suceden los hechos, dotándolos de la atmósfera adecuada. Bares, apartamentos, entornos urbanos y naturales... son más que simples localizaciones y adoptan una entidad que se transfiere a los personajes y a la ficción. Esta es la esencia del género negro que captura Tarde para la ira y que se envuelve, además, con un empaque visual de los que definen carácter. La fotografía de Arnau Valls Colomer refleja inmediatez y verismo, con una exposición algo forzada que confiere a las imágenes el grano y la realidad de los films de los años setenta. Los nombres de Peckinpah y Friedkin sobrevuelan esta película que, en adelante, deberá ser tenida en cuenta como referencia, un film modélico donde todas las piezas encajan con admirable naturalidad.

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Déjame salir. "Get out" 2017, Jordan Peele

En términos narrativos, los géneros y los subgéneros suelen medirse por una diferencia jerárquica: mientras los primeros cuentan con una tradición que proviene del clasicismo, los segundos se mueven en los terrenos del culto y la marginalidad. Pero también sucede que, eventualmente, un autor de primera línea demuestra su amor por algún subgénero determinado y lo eleva a una categoría superior. Hay ejemplos muy representativos, como los de Tim Burton con Ed Wood o Quentin Tarantino con Pulp Fiction. Lo mismo puede decirse del actor Jordan Peele, quien en su debut como director realiza un homenaje a aquellas historias de terror psicológico que advertían sobre la manipulación mental a la que era sometida la población civil durante los años cincuenta y sesenta. Títulos como La invasión de los ladrones de cuerpos, El pueblo de los malditos o El mensajero del miedo están muy presentes en Déjame salir, sustituyendo los temores al comunismo y la guerra fría por las desigualdades raciales.
Lejos de quedarse en un simple tributo, la película retoma la valentía y el espíritu iconoclasta de aquellos films, a los que Peele añade su mirada fresca e inquietante. Déjame salir comienza con un admirable plano secuencia en el que un personaje negro camina de noche por un barrio blanco, hasta que alguien le aborda y es secuestrado. El peligro queda patente desde la primera escena. Después viene la presentación de la pareja protagonista, ambos de diferente color, con un tono que deriva hacia la comedia romántica y una trama que guarda similitudes con Adivina quién viene esta noche. Según se aproximan a la casa de los padres de ella, la calma empieza a erosionarse: el atropello a un ciervo en la carretera (toda una premonición) y el encuentro con un policía prejuicioso van sembrando las pistas de lo que está por venir. Con la aparición de los padres, muy bien encarnados por Catherine Keener y Bradley Whitford, la tensión irá creciendo de manera gradual hasta llegar al desenlace, un delirio de nostalgia violenta que hubiese arruinado con facilidad cualquier película menos mordaz y elaborada que ésta.
Y es que una de las virtudes de Déjame salir es su coraje a la hora de mezclar géneros. El guión, escrito por el propio Peele, alivia el terror que va adquiriendo la trama con dosis de comedia (el personaje de Rod supone un hallazgo) y de denuncia social. Todo mediante escenas que consiguen transmitir intranquilidad y sitúan al espectador en el lugar de Chris, el joven protagonista interpretado por Daniel Kaluuya. Su credibilidad y entrega permiten que la película respire verdad, sobreponiéndose a los excesos que en más de una ocasión amenazan el conjunto. La actriz Allison Williams acierta al darle la réplica en el papel de su pareja, dentro de un reparto de gran calidad interpretativa que se suma a la impecable factura técnica.
En definitiva, Déjame salir sale reforzada de los numerosos riesgos que corre y señala a Jordan Peele como un cineasta a tener en cuenta. A continuación, uno de los temas musicales contenidos en la banda sonora compuesta por Michael Abels. Como es habitual en esta clase de films, las cuerdas dominan la partitura y tiñen la atmósfera de tensión y misterio. Que lo disfruten:

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Los archivos del Pentágono. "The Post" 2017, Steven Spielberg

Parece mentira que durante casi cinco décadas de oficio y una treintena de películas, los caminos de Steven Spielberg y Meryl Streep no se hubiesen cruzado hasta la fecha. Los archivos del Pentágono reúne por fin al director y a la actriz en un drama trepidante con aliento de thriller que supone, además, un sentido homenaje al mundo del periodismo.
La película recoge los acontecimientos que pusieron en jaque al gobierno de los Estados Unidos al inicio de lo años setenta, demostrando que la intervención en Vietnam había sido justificada por las altas esferas bajo mentiras y manipulaciones. El campo de batalla se extiende desde la selva hasta los despachos donde los redactores del Washington Post luchan por desvelar la verdad, poniendo en evidencia no sólo al presidente Nixon, sino también a las anteriores administraciones. En realidad, la gesta no es tan gloriosa como parece: la primera motivación del periódico está lejos de la heroicidad y cerca del mercantilismo que obliga a competir por la subsistencia. Lo que comienza como una pugna entre el New York Times y el Post, poco a poco va derivando hasta consolidar un discurso en favor de la libertad de prensa (y del feminismo) al estilo de otras películas como Todos los hombres del presidente. Lo mejor que se puede decir de Los archivos del Pentágono es que, a diferencia del film de Alan J. Pakula, el argumento se sigue sin dificultades y resulta sumamente entretenido para un público amplio.
El guión de Liz Hannah y Josh Singer consigue informar y emocionar a partes iguales, no en vano, Singer cuenta en su haber con otro título de similares características, Spotlight, que dos años atrás le reportó un merecido reconocimiento. Con el texto de Los archivos del Pentágono, Spielberg extrae oro cinematográfico: el dinamismo de la cámara imprime nervio a la narración, unas veces sin estabilidad (la primera escena en Vietnam) y otras veces con fluidez para acompañar el movimiento constante de los personajes, tanto en los espacios abiertos como cerrados. Una cinética reforzada por el montaje del sempiterno Michael Kahn, una de las piezas claves de cine de Spielberg junto al director de fotografía Janusz Kaminski y el músico John Williams. Todos ellos definen la identidad de esta película que tiene en el reparto otro de sus puntos fuertes.
Meryl Streep encarna a la dueña del periódico en una interpretación matizada y concisa, que se crece en compañía de Tom Hanks, otro habitual de Spielberg. El actor adapta su registro al personaje del director del Post, bien rodeado por un nutrido elenco de nombres poco conocidos pero muy eficaces. Así que al placer visual de la película se suma el interpretativo, fundamental dentro de las abundantes secuencias de diálogo que conducen Los archivos del Pentágono.
En definitiva, se trata de una obra mayor dentro de la filmografía de Steven Spielberg, cineasta que conserva intactos el talento y la pasión de su experimentada juventud. A continuación, un breve vídeo realizado por el canal TCM con motivo del setenta cumpleaños del director:

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