Campeones. 2018, Javier Fesser

La filmografía de Javier Fesser está poblada por caricatos, histriones y toda clase de personajes excéntricos que conviven en el peculiar ecosistema de su comedia. Un universo nutrido por el cartoon, el cómic, el slapstick, la iconografía vintage y otros ingredientes que, agitados en la coctelera de su cine, dan como resultado un puñado de cortometrajes y largometrajes donde la medida predominante es el exceso. Sin embargo, la experiencia del director en el ámbito de la publicidad ha permitido domesticar y dar forma a todos los referentes que se amalgaman en sus películas, dotándolas de un acabado visual muy cuidado y de una coherencia sólida en el conjunto, bajo la denominación de Películas Pendleton.
Hasta aquí bien, pero ¿qué sucede cuando Fesser trabaja con personajes a los que se les considera especiales o diferentes ya de partida? Este es el reto que asume Campeones, una comedia que trata de normalizar la integración de las personas con discapacidad intelectual dentro de una sociedad obsesionada por la corrección y la apariencia. El tono disparatado del director madrileño trata de igualar la percepción, por parte del público, de los personajes que poseen capacidades diferentes de los que no, un objetivo loable que marca las buenas intenciones que mantiene el film durante todo el metraje. Y precisamente el terreno de los propósitos honestos es el más complicado a la hora de valorar una película como Campeones en términos estrictamente cinematográficos, ya que se tiende a confundir el mensaje con el análisis, la ética con la estética.
Así pues, si se mantienen al margen las positivas y necesarias lecciones morales que transmite la película, lo que queda es un producto diseñado para el público infantil que evita las sutilezas y convierte la obviedad en su principal herramienta narrativa. El guión, escrito por el propio Fesser a partir de una idea original de David Marqués, acumula tantas claves del género deportivo y de superación que no hay lugar para sorpresas (si acaso, el desenlace del partido final), lo que provoca que el desarrollo caiga en la previsibilidad y el automatismo. Esta sensación de recorrer caminos conocidos se ve interrumpida por algunos chisporrotazos de humor que prenden los protagonistas y por determinadas situaciones (la escena que explica sus vidas cotidianas) que permiten que Campeones esquive la complacencia y el sentimentalismo por los que muestra fijación.
En algunos aspectos, Javier Fesser vuelve a incurrir en las mismas debilidades ya expuestas en Camino: la búsqueda del elemento sorpresa mediante el aparataje y el artificio, la falta de naturalidad, el impacto a veces demasiado fácil. La partitura de Campeones ilustra de manera musical este último punto, con unas composiciones que pecan de reiteración (Ilustres intelectuales) o de vulgaridad (Triunfo). En el aspecto visual, las imágenes que elabora Fesser conservan su característico estilo colorista y brillante, aunque no se encuentre muy hábil a la hora de planificar algunas secuencias, sobre todo las de competición deportiva.
Por otro lado, los actores mantienen el tono esperpéntico que define el film, hasta el punto de sacrificar la sinceridad y la espontaneidad en favor de la afectación y el amaneramiento, dos recursos habituales en la comedia pero impropios de un intérprete como Javier Gutiérrez. El actor encarna a un exitoso entrenador que es condenado, en castigo por su soberbia, a hacerse cargo de un equipo de baloncesto integrado por personas con trastorno de desarrollo intelectual. A partir de aquí, la moraleja está servida y las llamadas a la reflexión se agolpan sin pedir paso, echándose en falta algo de mesura a la hora de trasladar enseñanzas útiles para el espectador. Mejor repartir las dosis de honradez y dignidad a cucharadas, antes que emplear la pala. El fin no justifica los medios.

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Misterio en México. "Mystery in Mexico" 1948, Robert Wise

El estudio RKO realizó durante los años cuarenta múltiples producciones de serie B que fueron la escuela de directores incipientes como George Stevens, Mark Sandrich o Nicholas Ray. También Robert Wise, quien tuvo en la compañía un banco de pruebas en el que poder desarrollar su talento, haciéndose cargo de algunas películas discretas (otras no tanto) como Misterio en México. Un film que ilustra además una corriente que se practicó en la época y que se podría denominar "noir en escenario exótico", potenciada por el éxito de ArgelCasablanca o Gilda. Este peculiar género exportaba sus intrincadas tramas desde los escenarios urbanos hasta entornos propicios a la intriga y el romanticismo, aunque la mayoría incurriesen en el artificio de los decorados creados en estudio y en las licencias culturales al gusto del espectador norteamericano.
Lo bueno que se puede decir de Misterio en México es que consigue situar la acción en lugares concretos sin que parezcan meras localizaciones de fondo, ni se aprecia demasiada imaginación en los tipismos que desfilan por la pantalla. De hecho, hay bastantes diálogos hablados en español por actores autóctonos, una práctica poco habitual por entonces. Los soleados escenarios de Ciudad de México y Cuernavaca aportan también cierto toque de aventura a la trama, en la que destaca la comedia por encima de los demás elementos. El tono desenfadado y ligero que adopta el film se convierte en su seña de identidad, en su fuerza pero también en ocasiones en su lastre. Y es que el guión destila humor en el desarrollo de las situaciones y los diálogos, pero se trata de un humor un poco ingenuo, al que le falta picardía y mordacidad. Algo que tampoco transmite la pareja de actores protagonistas, cuya candidez sitúa el tono general de la película dentro de una corrección tal vez excesiva, un tanto impostada.
Wise también recorre este mismo trazado rectilíneo y pulcro, con unos pocos destellos de ingenio pero sin asomo de la brillantez que apenas un año después exhibiría en Nadie puede vencerme. Por eso Misterio en México debe verse como parte de su aprendizaje como director, una película que no resulta memorable pero que cumple su cometido de entretener a lo largo de poco más de una hora de metraje.

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Viaje al cuarto de una madre. 2018, Celia Rico

Tal vez todavía sea pronto para analizar en profundidad un hecho que empieza a cobrar relevancia y que hasta ahora era muy escaso en la cartelera española, como es la aparición lenta pero constante de nuevas directoras de cine en una industria con predominancia masculina. A los nombres de Carla Simón, Nely Reguera o Lara Izagirre entre otras, se suma el de Celia Rico, integrante al igual que sus compañeras de una generación de mujeres con formación audiovisual y experiencia en ámbitos como la televisión y el cortometraje. La mayoría de ellas comparte además una mirada muy cercana a la realidad y una perspectiva íntima del relato, que se presenta en la pantalla mediante un lenguaje visualmente sobrio. Esta austeridad es confundida en ocasiones con simplicidad, pero en realidad es el resultado de un ejercicio de depuración y síntesis muy elaborado.
El debut en el largometraje de Rico coincide con estos mismos intereses y los desarrolla practicando un naturalismo ejemplar, hasta el punto de que Viaje al cuarto de una madre parece una película fabricada por la realidad, sin nadie que interceda para representarla frente a la cámara. No hay fingimiento ni artificio, ni siquiera parece que hubiera guión ni interpretaciones... aunque por supuesto, los hay. Esta es la gran dificultad que plantea el cine al que aspira Rico, un reto que resuelve agudizando el sentido de la observación y la empatía por los personajes. Sobre ellos se sustenta el peso del film, lo que otorga a las actrices protagonistas una enorme responsabilidad.
Lola Dueñas y Anna Castillo interpretan a una madre y su hija en plena fase de duelo. La figura del padre está ausente, nunca se sabe por qué y desde cuándo, pero no importa. Viaje al cuarto de una madre se centra en la vida que continúa cuando ya nada es igual, en la rutina nueva y extraña. La directora tiene la habilidad de no incluir flashbacks ni recursos visuales que ilustren la existencia pasada de la familia, porque no es necesario. El hecho de que el personaje fallecido se haga presente en los zapatos que aparecen en el altillo de un armario, o en las uvas de nochevieja frente a televisor, aporta mucha más fuerza al drama contenido que sufren las dos mujeres. Son pinceladas de naturaleza costumbrista, apenas unos detalles que equivalen a páginas enteras de guión que Rico evita escribir empleando la sugerencia y el subtexto fílmico que queda entre fotograma y fotograma.
Esta frugalidad narrativa tiene su reflejo en las imágenes, concisas y alejadas de cualquier propósito que no sea la observación cortés y distanciada de los personajes. Celia Rico sitúa la cámara a su misma altura, omitiendo los movimientos y las angulaciones forzadas, incluso el empleo de música diegética. Esta decisión hace que cada detalle cobre importancia y que la música extradiegética que suena en la película tenga una importancia mayor (como la escena del acordeón, un prodigio de emoción y delicadeza). En suma, Viaje al cuarto de una madre es una prometedora opera prima que consigue expresar mucho con pocos elementos, y que contiene uno de los trabajos interpretativos más verosímiles vistos en el cine español de los últimos tiempos. Dueñas y Castillo (bien acompañadas en un corto papel por Pedro Casablanc) obran el milagro de que sus criaturas adopten identidades cercanas y reconocibles, y que al menos en apariencia, la ficción deje de serlo.

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El exorcista. "The exorcist" 1973, William Friedkin

Habían transcurrido apenas dos años desde que William Friedkin saborease las mieles del éxito y el reconocimiento obtenidas con The french connection, cuando el director decidió incorporar un género nuevo en su entonces corta filmografía. Comenzaba la década de los setenta y las películas de terror con trasfondo satánico estaban en alza, empujadas por el influjo de La semilla del diablo, lo que provocó una corriente de posesiones y rituales demoníacos en las pantallas. La mayoría eran producciones de serie B y remakes encubiertos del film de Polanski, sin embargo, había un proyecto diferente a los demás, en el cual su autor llevaba tiempo trabajando. Se trataba de El exorcista, el guión que William Peter Blatty adaptaba de su propia novela y que le iba a convertir también en productor cinematográfico.
El argumento de El exorcista es de sobra conocido: la hija de una famosa actriz comienza a experimentar cambios bruscos en su comportamiento y, tras un peregrinaje por médicos y psicólogos en el que la situación se agrava de forma alarmante, se opta por pedir la ayuda de un párroco en plena crisis de fe para librar a la pequeña del asedio del demonio. Aunque la premisa se desarrolla de manera básica y sencilla, en realidad la película alberga múltiples lecturas que van desde lo social (la diferencia de clases de los protagonistas), lo filosófico (la analogía entre la degradación moral que sufren la niña y el padre Karras), y lo psicoanalítico (el anatema visto como un tránsito de la inocencia infantil a la madurez sexual adulta). Friedkin aúna estos y otros elementos en un relato que dosifica hábilmente los momentos de impacto y de tensión, provocando en el público una sensación de inquietud que no le abandonará durante todo el metraje. Esta capacidad de generar expectativas y de sorprender mediante giros imprevistos en el guión es lo que confiere a El exorcista un poder de fascinación que, aún hoy, continúa vigente.
Pero como es habitual en el género, la envoltura que recubre la historia resulta esencial para transmitir la atmósfera adecuada y crear espacios propicios para el terror. El director de fotografía Owen Roizman crea para la posteridad imágenes elevadas a la categoría de iconos modernos, cuya inspiración bebe de diversas fuentes: desde el cine mudo expresionista (la llegada del anciano exorcista a la casa) hasta el realismo urbano tan presente en las películas de los setenta. La fuerza visual de El exorcista se impone incluso a algunas torpezas narrativas de Friedkin, que son escasas pero llamativas (la conversación en la cocina entre la madre y el detective, filmada mediante planos que se acercan y alejan de los personajes de modo arbitrario) y responden a la excentricidad de una época fascinada con los zooms y otras novedades ópticas. Estas sombras no consiguen oscurecer la brillantez del conjunto, rodado con inspiración y contundencia. El director imprime ritmo a la narración mediante un montaje ágil y a veces incluso abrupto (algunas secuencias concluyen de golpe, como si hubiesen sido seccionadas antes de terminar) y una planificación rica en ángulos de cámara y en tamaños de imagen. Este cuidado era poco frecuente dentro del género, acostumbrado por entonces a las filmaciones  rápidas y los presupuestos austeros. Y también a las interpretaciones artificiosas.
Por el contrario, El exorcista cuenta con un entregado plantel de actores que aportan verdad a los difíciles personajes que representan. Un reparto que abarca desde la veteranía de Max von Sydow hasta la juventud de Linda Blair, pasando por Ellen Burstyn y Jason Miller. Todos ellos consiguen hacer creíbles los fuertes vaivenes que azotan a sus personajes, con la salvedad de Lee J. Cobb, cuyo detective queda desdibujado y carece de una argumentación sólida que justifique su presencia dentro del film. Los demás integrantes de los equipos artístico y técnico cumplen sobradamente con sus funciones, construyendo la identidad de esta película mil veces imitada y cuyos ecos resuenan todavía hoy en el cine de terror de todas las latitudes. El hecho de que El exorcista siga suscitando miedo más de cuatro décadas después de su estreno, se debe a una fórmula irrebatible que mezcla lo cotidiano (la relación de una madre y su hija) con lo excepcional (la influencia del demonio), sin que un término excluya al otro. Una vez más es la lucha del bien contra el mal, la luz y la oscuridad, el conocimiento y la superstición. La eterna dicotomía que enfrenta la inocencia y la perversidad, como requisito indispensable para alcanzar la madurez.

Fuentes consultadas: Canino
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