El portero de noche. "Il portiere di notte" 1974, Liliana Cavani

Uno tiende a valorar películas como ésta más por su carácter subversivo y su vocación iconoclasta que por sus condiciones meramente cinematográficas. Y no es de extrañar, porque el material que maneja Cavani es tan sorprendente que, de alguna manera, engulle cualquier apreciación, incluso las negativas. Es en este apartado donde "El portero de noche" acumula los dejes que hicieron más daño al cine durante los años setenta: zooms inútiles, exceso de protagonismo de la cámara y una trascendentalidad mal digerida. Aún así, lo peor es el maniqueísmo de los personajes antagonistas, un catálogo caricaturesco de lugares comunes que palidecen frente al esforzado trabajo de la pareja interpretada por Dirk Bogarde y Charlotte Rampling. Una cuidada fotografía y una hermosa música ayudan a dar empaque al conjunto, en definitiva una película a la que hay que alabar su valentía y su falta de prejuicios. En ella crece la semilla de importantes obras posteriores como "La muerte y la doncella" o "La pianista". En resumen y por no desvelar argumentos: un fastuoso guiñol sobre la crueldad.

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La mitad de Óscar. 2010, Manuel Martín Cuenca

Insólita propuesta dentro del panorama actual del cine español, poco dado a los riesgos, que plantea un ejercicio narrativo en el que cobra mayor importancia lo que no se cuenta que lo aparece en pantalla, y donde los silencios son más elocuentes que los diálogos. Manuel Martín Cuenca explota su capacidad para la sugerencia en "La mitad de Óscar", a partir de una historia trenzada con elementos en apariencia mínimos pero de hondura suficiente para sostener un sólido drama: un guarda de seguridad apocado y solitario, un abuelo moribundo y una hermana ausente que regresa al lugar donde tiempo atrás se prendieron las brasas de un secreto del que no quedan más que las cenizas. Con un estilo austero y hierático que puede ahuyentar a los espectadores no avisados, Martín Cuenca va tensando los hilos de los que pende el relato hasta llegar al desenlace, no por contenido menos sorprendente. Los personajes se mueven absortos y desamparados por unos paisajes que son mucho más que un entorno, de alguna manera completan la radiografía de sus miedos y son el espíritu mismo de la historia. El horizonte de Almería está siempre presente, su mar es como un muro que encierra al personaje de Óscar en el habitáculo de sus recuerdos y donde no cabe más escapatoria que la que, contra todo pronóstico, Martín Cuenca ofrece en esta película: la redención a través del deseo y de la muerte, el eterno duelo entre Eros y Tanatos contado a media voz, casi en un susurro. El aliento de autores europeos como Tanner, Oliveira o Kaurismäki sobrevuela las imágenes de "La mitad de Óscar", una pequeña sorpresa dentro del acomodado cine español, que supone todo un tratado sobre la quietud y la calma que precede a cualquier tormenta.

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La ronda de noche. "Nightwatching" 2007, Peter Greenaway

Si hay un director capaz de trascender los límites narrativos del cine y de llevarlos hasta otras artes, ese es sin duda Peter Greenaway. Y es que como viene siendo habitual, "La ronda de noche" no es sólo cine. Es teatro, es literatura y es, sobre todo, pintura. La planificación recrea en todo momento la obra de Rembrandt, personaje protagonista de la película, y está planteada como una sucesión de cuadros donde los personajes ocupan un espacio escénico, generalmente en planos largos y de conjunto, cuya iluminación huye de la realidad y cumple funciones más estéticas que descriptivas. No es de extrañar que esta forma de utilizar la pantalla, acercándola más al lienzo, provoque tanto críticas como alabanzas. A estas alturas, Greenaway no engaña a nadie. Para él, el cine es una herramienta, un modo de expresión. Es el catalizador de sus inquietudes. El problema, en el caso de "La ronda de noche", es la dispersión en el desarrollo del relato. La acumulación de personajes lleva a la confusión, y esto es debido a que las acciones no suceden sino que se cuentan, algunos de los acontecimientos más importantes los conocemos por boca de quienes los han presenciado, una opción bastante poco cinematográfica que no impide, sin embargo, no caer en la fascinación de su puesta en escena y en el poder hipnótico de sus imágenes. Hay que lamentar también la falta de fluidez en la historia, lo que hace que las escenas se sucedan sin cohesión y en ocasiones resulten premiosas y deslavazadas. Esto provoca que la película se disfrute mejor durante momentos aislados -algunos ciertamente memorables- que en su conjunto, algo frío y monótono. Aún así, conviene reconocer la valentía de su autor y su voluntad de llegar siempre un paso más allá.
A continuación, el cortometraje que Peter Greenaway rodó en 1969 bajo el título "Intervals", uno de sus primeros trabajos de experimentación con el montaje.

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Un grito en la niebla. "Midnight lace" 1960, David Miller

"Un grito en la niebla" es, en muchos aspectos, una película de suspense modélica. Recogiendo el testigo de los dramas de corte psicoanalítico tan en boga unos años atrás, y tomando a Hitchcock como referencia más directa, la historia consigue trazar las líneas necesarias para crear drama, emoción y misterio manteniendo en todo momento el juego de complicidad adecuado con el espectador. El inteligente guión de Ivan Goff y Ben Roberts funciona a modo de ecuación matemática en la que varias incógnitas dificultan la resolución de un problema que sólo se desvela al final, mediante un clímax que cumple las exigentes expectativas generadas desde el principio. Y eso que la dispersión de pistas falsas a lo largo del relato hacen correr más de un riesgo a los guionistas y al director, David Miller, el cual logra sortear estas trampas por medio de una puesta en escena elegante y sobria, de un sentido dramático ajustado como el mecanismo de un reloj. A esto contribuyen las acertadas interpretaciones de Doris Day, Rex Harrison y el resto del reparto, capaces de dibujar sus personajes con el doble trazo de lo que muestran y de lo que sugieren.
Estéticamente, "Un grito en la niebla" es un ejemplo de estilización aplicado al drama. Desde la inspirada fotografía de Russell Metty hasta la ambientación y los decorados, de cierta tendencia teatral, la película adquiere un aire de irrealidad que no sólo favorece al conjunto sino que le confiere, además, una identidad muy británica. Todos estos elementos hacen de "Un grito en la niebla" un placer para los ojos y un entretenimiento muy efectivo, que consigue trasladar al espectador toda la emoción de su historia sin recurrir a golpes de efecto y sin perder el equilibrio incluso cuando camina sobre el alambre y sin red.

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Déjame entrar. "Låt den rätte komma in" 2008, Tomas Alfredson

La figura del vampiro, exprimida hasta la saciedad con mayor y menor fortuna, encuentra en esta película una novedosa representación que supone una puesta al día del mito y una forma de acercarlo al público más prejuicioso y amante de las rarezas. Porque "Déjame entrar", aparte de otras cosas, es sobre todo una rareza. Por su estilo en la narración, evocador y austero, que sabe emplear los recursos clásicos del cuento para subvertirlos y reinterpretarlos haciendo que las viejas maneras parezcan nuevas. Por su carácter profundamente europeo y nórdico, dotando de belleza y misterio unos escenarios cotidianos que transforman el naturalismo casi en abstracción. Y sobre todo, el film de Tomas Alfredson es una rareza por su sentido de la atmósfera, todo un revulsivo frente a las convenciones del género, lo que añade dimensión al original literario de John Ajvide Lindqvist. El aliento gélido de las imágenes que se respira en "Déjame entrar" se ve contrastado por cierto concepto de la intimidad que consigue resultar perturbador por lo inesperado. Sin duda tienen mucho que ver en esto la fotografía y la música, dos aciertos que se suman al guión y a las interpretaciones para completar esta obra única, original. Es una lástima que todas estas virtudes se vean empañadas por un regodeo a veces gratuito en lo escabroso, algunas salidas de tono que rompen el equilibrio mostrado sobre todo en la primera parte. Aún así, conviene reconocer los méritos de esta pequeña joya que encuentra en el riesgo su mejor baza.

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