El dirigible robado. “Ukradená Vzducholod” 1966, Karel Zeman

Karel Zeman es uno de esos directores cuyas películas extienden sus márgenes mucho más allá del cine, permitiendo que el celuloide se funda y se confunda con la literatura, el grabado, los títeres, la pintura. Hijo adoptivo de Georges Méliès, heredero natural de Julio Verne, Zeman retoma la tradición narrativa y visual de los grandes fabuladores para crear un espacio propio, un universo intemporal donde confluyen el modernismo con lo naif y que consigue revestir de frescura lo elaborado de sus imágenes. Porque Karel Zeman es, ante todo, un creador de imágenes. A partir de ellas vertebra el relato de películas como “El dirigible robado”, adaptación de Verne que el director checo desarrolla como homenaje y como ideario personal, en un hermoso ejercicio de estilo volcado en la nostalgia por una época y por una edad. Como en toda su obra, Zeman hace aquí una reivindicación de la infancia ya desde el mismo prólogo, huyendo de lugares comunes y potenciando la comicidad mediante la imaginación y la fantasía. Tal vez el autor incurra en ciertas arritmias y pueda resultar algo tosco con el montaje, sin duda son precios a pagar para obtener en la pantalla ese aire de vivacidad y el surrealismo tan particular que caracteriza sus films, auténticas piezas de artesanía elaboradas más con el corazón que con la cabeza y que transportan al espectador a lugares que de otro modo nunca conocería. Esa es la gran virtud de Karel Zeman, un maravilloso extravagante que recurre al pasado para resultar siempre moderno, un hijo del siglo XIX cuya magia continúa hipnotizando los ojos infantiles de cualquier edad.
A continuación, “El rey Lavra”, el mediometraje que este maestro de la animación realizó en 1950 y que supone una de las cumbres en su breve pero exuberante filmografía. Pónganse cómodos y disfruten:

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Beginners. 2010, Mike Mills

Las historias de amor son como los sobres-sorpresa que venden en las ferias, nunca puedes fiarte del envoltorio. Basta haber abierto unos cuantos de los colores más vistosos para reencontrase con la decepción sin escarmiento, con la vulgaridad oculta bajo una apariencia prometedora. Hasta que de repente un día tropiezas con algo que no esperabas, una verdadera sorpresa. Algo así es “Beginners”, el segundo largometraje del director y guionista Mike Mills que sigue explorando sus traumas particulares y empleando la cámara de cine como el diván de un psicoanalista para provocar, al mismo tiempo, la identificación con el espectador. Probablemente porque todas las historias de amor son iguales y ni siquiera una película tan original como esta elude la clásica fórmula de chico conoce chica, chico pierde chica, chico recupera chica. La diferencia es que Mills juega de tal manera con el sentido del tiempo que pasado y presente se intercalan en el relato creando un espacio para la emoción donde no caben ni la sensiblería ni el capricho.
El protagonista de “Beginners”, magníficamente interpretado por Ewan McGregor, es un tipo incapacitado para la felicidad, un ilustrador propenso a la melancolía cuyas sombras se proyectan en un pasado lejano junto a su madre y en un pasado cercano con su padre. El recuerdo de estas dos vivencias participa del momento en el que este aprendiz de suicida mantiene una relación con una chica a la que Mélanie Laurent presta su carisma y su mirada, provocando que en la pantalla transcurra una suerte de pretérito inmediato que redimensiona el carácter dramático del film, posiblemente una de las comedias más tristes jamás filmadas. Los ecos de Michel Gondry o de Spike Jonze resuenan en el espíritu de “Beginners” junto a la influencia de Woody Allen o de François Truffaut, haciendo que la película exhiba una personalidad muy marcada que las interpretaciones de los actores antes mencionados, más la espléndida labor de Christopher Plummer encarnando al padre del protagonista, saben potenciar.
Una historia como esta requería un guión muy trabajado, y Mills no defrauda a la hora de hacer que sus criaturas evolucionen y que el desarrollo narrativo de su película se mueva siempre entre la emoción y la frialdad, entre la alegría y el abatimiento. El tono adecuado para un film rico en matices que depara una de las sorpresas más agradables de los últimos tiempos.


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A propósito de Elly. “Darbareye Elly” 2009, Asghar Farhadi

Las películas que reúnen a varios personajes en un mismo decorado favorecen las concentraciones de emoción, y si hay un buen director de por medio, el espectador participará de la trama adentrándose en ese extraño terreno donde el cine y el teatro se encuentran en la pantalla. “A propósito de Elly” contiene todos los elementos necesarios para un film de estas características: un guión perfectamente estructurado que va desarrollando sus premisas con una inteligente distribución de las informaciones y del tempo narrativo, unos actores soberbios que resuelven sus personajes con asombrosa naturalidad, y un director capaz de conjugar estas dos bazas y de potenciarlas desde una perspectiva que se corresponde siempre con la del público.
El argumento de “A propósito de Elly” se concentra en algo más de un fin de semana en el cual un grupo de amigos se reúnen en una casa donde sucede un misterioso incidente, la desaparición de una de las mujeres a orillas del mar embravecido. Esta circunstancia llena de recovecos y secretos es aprovechada por el Asghar Farhadi para dibujar un retrato coral capaz de trascender culturas y fronteras. El director y guionista iraní involucra al espectador en un torrente de emociones que se va bifurcando a medida que transcurre el metraje, sin apenas tregua hasta la llegada de los créditos finales. Que la película no caiga en excesos ni sufra el desgaste de su punto de partida es obra de la contención y del ajustado tono del relato, un eficaz juego de géneros entre el drama y el suspense. En definitiva, “A propósito de Elly” es un elaborado artefacto narrativo cuyos engranajes avanzan perfectamente engrasados por la emoción y el desconcierto. Un prodigio bien escrito, bien dirigido y bien interpretado que consigue esa rara alquimia entre realidad y cine.

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Ciudad sin piedad. “Town without pity” 1961, Gottfried Reinhardt

Durante las décadas de los cincuenta y sesenta proliferaron las películas que, adoptando la apariencia de dramas judiciales, planteaban debates morales al tiempo que cuestionaban dogmas que en muchos casos siguen vigentes. Títulos como “Anatomía de un asesinato” o “La herencia del viento” introducían en los tribunales desde los malos tratos hasta la teoría darwinista, y así un largo etcétera en el que se incluye “Ciudad sin piedad”, uno de los escasos trabajos que rodó Gottfried Reinhardt adaptando la controvertida novela de Manfred Gregor.
Tomando como base el juicio militar al que se enfrentan cuatro soldados norteamericanos tras haber violado a una joven en un pequeño pueblo alemán, “Ciudad sin piedad” supone el descarnado retrato de una pequeña sociedad envenenada por sus propios demonios: la envidia, el puritanismo, la apatía. El guión no da lugar a dudas respecto a la culpabilidad de los acusados, de esta manera puede centrase en diseccionar la doble moral y los prejuicios contra los que debe luchar el abogado magníficamente interpretado por Kirk Douglas. Bien es verdad que la narración deja algunos cabos sueltos y que la adaptación de la novela original busca puertas falsas y ciertos recursos mal resueltos para que la película avance con la fluidez necesaria, lo que no impide que Reinhardt se muestre cauteloso a la hora de trasladar el drama a la pantalla sin caer en exhibiciones de morbo ni moralinas fáciles, como hiciera Brian De Palma treinta años después con un argumento parecido a este en “Corazones de hierro”.
Reinhardt imprime carácter en el relato a través de una realización dinámica y muy expresiva, que no por ello deja de ser elegante y que encuentra sus señas de identidad en los movimientos de cámara y en el tratamiento de una iluminación rica y contrastada en los interiores y más naturalista en los exteriores. En ese aspecto, la estética del film bebe a partes iguales de las nuevas fuentes europeas que comenzaban a empapar el cine de vanguardia, como de referencias norteamericanas más cercanas a Orson Welles, sobre todo en la planificación y en el uso de angulaciones y de composiciones visuales muy elaboradas. “Ciudad sin piedad” envuelve de esta estilizada manera lo crudo de su contenido, una bomba de relojería que se activa en la parte final con un impacto apagado y de honda melancolía, dejando en el espectador la sensación de haber asistido a un espectáculo sobre los horrores cotidianos, aquellos que pueblan los fantasmas más turbios y reconocibles.

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