AD ASTRA. 2019, James Gray

No es ningún secreto que, dentro del extenso mundo de la narración, existen géneros como el drama que cuentan con el respeto inherente por parte de los críticos, y otros géneros que deben demostrar siempre su legitimidad y capacidad de ser tomados en serio. Esto sucede con el terror y la fantasía, por ejemplo. También con la ciencia ficción, que hace tiempo desarrolló su propio mecanismo de defensa mediante la denominación de ficción científica, un subgénero que trasciende el mero entretenimiento y adquiere prestigio empleando ciertos códigos dramáticos (ritmo sosegado, introspección y sentido de la atmósfera). Buena prueba de ello son Solaris, 2.001 y Blade runner, a las que se suman las más recientes Moon, Ex machina y La llegada, por citar unos pocos títulos. A esta lista hay que añadir Ad astra, el séptimo largometraje de James Gray y su primera incursión en el género.
Una característica común de estas películas es lo cerca que se encuentran de la mitología clásica, incluso aunque sus responsables no se lo hayan propuesto. En el caso de Ad astra parece evidente la traslación a la galaxia del mito de Edipo y las incursiones en ciertas líneas del pensamiento europeo como el existencialismo de Sartre. Es probable que Gray y su co-guionista Ethan Gross no hayan tenido estas ideas en mente, en realidad no importa: Ad astra admite múltiples lecturas y apropiaciones, lo que demuestra la permeabilidad de su discurso. De hecho, el estreno de la película ha venido acompañado de un sinfín de referencias que van desde la novela de Conrad El corazón de las tinieblas hasta la canción de Bowie Space oddity, pasando por el poemario de Tracy K. Smith Vida en Marte o de algunas teorías freudianas. Hay para todos los gustos. Por eso conviene acercarse al film con la mirada limpia y sin la carga que supone la acumulación de influencias directas e indirectas, para descubrir lo que Gray propone: el doble viaje (interior y exterior) de un hombre que se busca así mismo y que lucha por no convertirse en su padre. Ambos astronautas son brillantes en su profesión y un fracaso como personas, pero solo el hijo es consciente de ello. Éste asumirá entonces la misión de enmendar los errores familiares antes de que la similitud se complete, superando etapas a lo largo del firmamento y contraviniendo las leyes que impone el sistema en forma de gran corporación aeroespacial.
Es necesario advertir que Ad astra no ha sido diseñada para contentar a los guardianes de la fidelidad científica, y que los detalles de la trama están siempre supeditados al estado mental del protagonista interpretado por Brad Pitt. La película se abre con uno de los numerosos controles psicológicos a los que se somete el personaje, en una evaluación constante que contrasta con su voz en off, más sincera y menos clínica. La evolución del cosmonauta conduce el devenir de la historia y define su comportamiento con los demás, representados por Tommy Lee Jones, Ruth Negga y Donald Sutherland, entre otros actores. Como es habitual, Pitt adapta su presencia física a las introspecciones del personaje: su manera de caminar, de mirar y de ejecutar acciones es tan locuaz como muchos diálogos, lo que denota la madurez del actor y su dominio de cuanto sucede dentro del encuadre. La abundancia de planos medios y primeros planos convoca a Pitt en buena parte del metraje, haciendo evidente por parte de Gray el interés de situar la figura humana en relación al contexto. Muchas veces, los escenarios intervienen en la psicología del protagonista, como puede verse en las escenas de la sala donde graba el mensaje para su padre, o en el dormitorio cubierto de pantallas de la colonia marciana. Por eso es tan importante el diseño artístico de Ad astra: los decorados, el vestuario y los otros elementos que intervienen en la imagen contribuyen a reforzar el espíritu frío y melancólico que atraviesa el film.
Los apartados técnicos y artísticos brillan como corresponde a una producción del calibre de Ad astra, lo que no implica que la película quede lastrada por los imperativos comerciales tan comunes al género. Al contrario: Gray cuida de que los efectos especiales queden relegados a un segundo término y se impongan la atmósfera y el relato sobre todo lo demás. Una decisión inteligente que le abala como autor y convierte el largometraje en un estimulante ejercicio para espectadores exigentes. Pero no todo es trascendencia: hay secuencias de acción convenientemente repartidas para materializar las amenazas que se ciernen sobre el protagonista y que le permiten, a su vez, combatir sus demonios internos. Son momentos que cumplen una función catártica dentro de un conjunto caracterizado por la sobriedad y el distanciamiento, dos sensaciones subrayadas por la dirección de fotografía de Hoyte van Hoytema y la música de Max Richter. Sus trabajos aportan una marcada identidad a Ad astra, película que contribuye al desarrollo de la ficción científica y que supone un paso adelante en las filmografías de Brad Pitt y James Gray. Para ser justos, los dos merecen figurar como co-creadores de este film de belleza triste y profunda.

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EL PAN DE LA GUERRA. "The breadwinner" 2017, Nora Twomey

La directora Nora Twomey prosigue su andadura con el estudio Cartoon Saloon, ocho años después de haber tocado el cielo realizando junto a Tomm Moore El secreto del libro de Kells. En esta ocasión debuta en solitario con la adaptación de El pan de la guerra, novela de Deborah Ellis que retrata la odisea de una niña que debe hacerse pasar por varón para sacar adelante a su familia en medio de la represión impuesta por los talibanes en Afganistán. Un argumento con similitudes a otras películas como Osama y Baran, que aquí se renueva gracias a la prodigiosa inventiva que permite la animación.
El guion se divide en dos planos narrativos que avanzan en paralelo: por un lado, la historia de la familia que sufre la ausencia del padre, expuesta en tono realista y con un lenguaje cinematográfico muy elocuente. Por otro lado, el cuento al que recurre la protagonista para evadirse del entorno, una antigua leyenda que adopta un estilo visual más cercano a la ilustración y un punto de vista frontal. La convivencia entre ambos relatos remite a la estructura de Las mil y una noches, lo que facilita la digestión del drama y convierte la pantalla en un lienzo de gran expresividad y belleza.
El ritmo que imprime Twomey, sumado a la variedad de ángulos y de tamaños con los que vertebra el montaje, adscriben la película dentro de los cánones clásicos, lejos del artificio y la retórica digital que muchas veces satura el reciente cine de animación. El pan de la guerra posee la virtud de la madurez, lo que no equivale a decir que vaya orientada en exclusiva a un público adulto. Eso sería acotar el alcance de esta gran película, toda una lección de cómo exponer unos hechos terribles de manera accesible, sin espantar al público infantil pero también sin caer en la banalidad. En definitiva se trata de un film importante, capaz de entretener y al mismo tiempo dejar testimonio de los horrores de un lugar del planeta que El pan de la guerra reclama atender.

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THE GUILTY. "Den skyldige" 2018, Gustav Möller

Uno de los tópicos asociados a la industria del cine se corresponde con la figura del joven director que busca llamar la atención con su primer largometraje, pero carece del presupuesto necesario para llevar a cabo una gran producción. Si el aspirante tiene inventiva, conseguirá crear una película capaz de solventar la escasez financiera y, si además le acompaña el talento, probablemente le seleccionarán en algún festival influyente y terminará despertando el interés de un estudio dispuesto a apoyar la continuidad de su carrera. Esta sucesión de acontecimientos ha supuesto el inicio de muchos cineastas: George Lucas, David Lynch, Quentin Tarantino, Vincenzo Natali, Darren Aronofsky... todos ellos querían deslumbrar al público con películas que diesen cuenta de sus aptitudes. A esta lista de nombres se suma Gustav Möller, quien con apenas treinta años realiza un contundente thriller lleno de tensión y emociones, con la originalidad de que sucede en un único escenario y con apenas un personaje en pantalla. Semejante economía de medios no le impide lograr una película sorprendente, capaz de permanecer mucho tiempo en la memoria del espectador.
The guilty maneja pocos recursos, pero lo hace de manera convincente. El guión escrito en colaboración por Möller y Emil Nygaard Albertsen se enfrenta al reto de contar una historia en tiempo real. Los ochenta y cinco minutos de metraje son los mismos que el protagonista, un policía relegado a atender las emergencias telefónicas del turno de noche, invierte en tratar de resolver a distancia un caso de extrema gravedad. La situación no solo le pondrá a prueba como profesional, sino que también hará mella en la delicada situación personal que atraviesa. Hay que tener en cuenta que las principales acciones suceden al otro lado del hilo telefónico y, por lo tanto, son narradas en off mediante diálogos, recursos sonoros... y lo que es más importante: la imaginación del espectador. El acierto consiste en hacer partícipe de la trama al público en todo momento, ya que éste debe visualizar en su mente lo que no se muestra en la pantalla, un efecto que redobla la eficacia del film.
La dirección que exhibe The guilty juega también a favor del relato. Möller resuelve las limitaciones visuales mediante una variedad de emplazamientos de cámara, angulaciones y tamaños de plano que potencian el dinamismo sin llegar a caer nunca en la gratuidad ni el exceso. Porque el director sueco tiene muy claro que la puesta en escena y las demás herramientas de la ficción se concentran en el rostro de Jakob Cedergren, quien interpreta al protagonista. El actor desarrolla su papel con inteligencia y virtuosismo, en un auténtico recital cuyo mérito es la contención. El gesto, la voz y la mirada de Cedergren ocupan el encuadre y transmiten una crispación que solo emerge cuando es necesario, acorde con el tono que adquiere el conjunto. Möller aplica un inteligente sentido de la medida y una dosificación del drama que aleja la película de la mera ocurrencia, algo a lo parecía abocada observando la sencillez del planteamiento. En lugar de eso, The guilty plantea cuestiones complejas sin necesidad de dar respuestas ni emitir juicios de valor, en torno a la asunción de responsabilidades, la relatividad del bien y del mal, el compromiso y sus consecuencias.
Así pues, la conjunción perfecta y equilibrada del guión, la dirección y la interpretación convierten a The guilty en un auténtico espectáculo minimalista, un brillante ejercicio de estilo dotado de garra y talento que ojalá se perpetúe en los próximos proyectos de Gustav Möller. El tiempo dirá si el genio que irradia esta opera prima resiste a la abundancia de elementos, o si precisamente son las carencias las que obligan a avivar las buenas ideas. Habrá que prestar atención.


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DOLOR Y GLORIA. 2019, Pedro Almodóvar

Hay directores de cine que se reconocen desde la primera escena, autores que dejan su identidad impresa en cada fotograma. Pedro Almodóvar es uno de ellos. Su filmografía siempre ha basculado entre la ficción de género y la experiencia personal, ya sea en comedias disparatadas o en dramas intensos, su idiosincrasia siempre sale a relucir en todo cuanto rueda. Esta voluntad ha permanecido así desde el principio de su carrera, de manera más o menos velada, pero es a partir del año 2004 con La mala educación cuando su cine adquiere un carácter confesional que alcanza su esplendor en Dolor y gloria.
Esta vez no hay caretas ni personajes interpuestos: Antonio Banderas interpreta al director, se caracteriza como él y mimetiza sus miedos e inquietudes de manera similar a como lo hizo Mastroianni con Fellini en . La diferencia es que Fellini se empleaba a sí mismo como médium para hacer un homenaje al cine y al mundo de la imaginación y los recuerdos, mientras que Almodóvar se queda ensimismado con su propia figura, y el tributo no sale de los márgenes de su persona. Es por eso que la valoración de Dolor y gloria está condicionada por la cercanía que cada espectador sienta por el cineasta y por las claves que conforman su estilo.
Entonces, ¿es una buena o mala película? La respuesta es relativa: los admiradores del director manchego pueden considerarla una obra maestra, mientras que los demás tal vez encuentren dificultades en conectar con el imaginario almodovariano y en sentirse afectados por el torrente de emociones que plantea el argumento. Hay que destacar, sin embargo, que esas emociones aparecen más contenidas de lo habitual. Tal y como dice el protagonista en uno de los diálogos: "no es mejor actor el que llora, sino el que lucha por contener las lágrimas". Almodóvar se aplica la lección y en Dolor y gloria sustituye las exhibiciones dramáticas por una mayor concisión y austeridad narrativa.
La película se divide en dos espacios temporales: el presente, donde acontecen las desdichas del director de cine retirado que encarna Banderas, y el pasado, en el que se cuenta su infancia. Cada uno de estos dos segmentos tiene sus propios personajes y escenarios, algunos coinciden y otros pertenecen a un tiempo intermedio al que se alude en un monólogo recitado por Asier Etxeandia. Él interpreta a un actor cuya relación con el protagonista se retoma después de largos años, y que sirve como palanca para desbloquear su parálisis creativa. Hay otros personajes: la secretaria fiel, el antiguo amante, el médico que trata sus dolencias... cada uno con un significado y una función dentro de la historia que no siempre se concreta. Y es que uno de los principales problemas de la película es que permanece demasiado encerrada en sí misma, al igual que el personaje de Banderas en el interior de su casa-museo, y los hilos que va desplegando el guión no terminan de ovillarse: la drogadicción se desarrolla de manera demasiado simple, la motivación que justifica el compromiso de la secretaria no evoluciona, el personaje del padre desaparece de la trama sin motivo... es como si Almodóvar hubiera abierto puertas que luego deja sin cerrar, dando la sensación de arbitrariedad y de desarreglo. Es curiosa esta actitud cuando el acabado formal de la película es tan meticuloso y está tan cuidado, generando una contradicción que resta credibilidad a Dolor y gloria.
Y es que este es el gran inconveniente que sufre la película, su falta de autenticidad. No porque lo que se cuenta no provenga de la vivencia íntima del autor, sino por la manera de reflejarlo en la pantalla. Hay demasiado artificio en el conjunto, una falta de naturalidad que afecta sobre todo a la interpretación de los actores protagonistas (Banderas hace todo un despliegue de tics y de gestos ensayados), pero también al vestuario, los decorados y el resto del diseño artístico de la película. Esto no es nuevo y, de hecho, es uno de los elementos más reconocibles del cine de Almodóvar (al igual que otros directores como Sternberg, Sirk, el propio Fellini o Winding Refn, por citar unos pocos ejemplos). La disparidad reside en la honestidad que pretende Dolor y gloria y en el fingimiento que obtiene, lo que provoca que la historia de caída y redención del protagonista termine siendo un ejercicio de narcisismo falto de pudor por parte de Almodóvar. No hay verosimilitud, los actores parecen disfrazados y los diálogos se recitan sin asomo de espontaneidad. Solo se libra de este lastre Penélope Cruz, quien vuelve a demostrar una vez más su talento en el papel de la joven madre.
En definitiva, Dolor y gloria hubiera necesitado más humor para rebajar la solemnidad en la que a veces se enreda (algunos gags no funcionan, como el de la filmoteca) y más distanciamiento para que los desgarros que hieren al personaje de Antonio Banderas sean también los del espectador, y no solo los de Pedro Almodóvar. Habrá mucha gente que alabe la valentía del director por exponerse así y por desvelar aspectos dolorosos de su biografía. Pero la confesión no se legitima por sí sola, y hace falta mucho más que un buen plano para cerrar una película (Dolor y gloria acaba con una de las secuencias más brillantes filmadas nunca por Almodóvar). Conviene contar las biografías de los demás como si fueran las de uno mismo, y contar las autobiografías como si fueran de otra persona.

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Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story. 2019, Martin Scorsese

Documental en el que Martin Scorsese da continuidad a No direction home, película que el propio director realizó en 2005 en torno a la figura de Bob Dylan. Si en aquella ocasión Scorsese abarcaba la primera etapa del artista, desde su surgimiento como profeta del folk hasta su renacer en 1966 ya convertido en icono del rock, el relato de Rolling Thunder Revue comprende los años 1975 y 1976. Un breve periodo que resultó muy productivo ya que, entre otros acontecimientos, se puso en marcha la gira que da título al film. La diferencia entre ambos documentales no está solo en el lapso que recorren, sino sobre todo en el lenguaje narrativo. Ambos tienen muy en cuenta el contexto social, cultural y político en el que se enmarcan, pero mientras el primero es una retrospectiva que dibuja el perfil del protagonista en sus inicios, el segundo juega con los formatos y mezcla el falso documental con el verdadero, la ficción con la realidad.
Sin duda, se trata de una decisión arriesgada que no satisface por igual a los seguidores de Dylan. Los hay que celebran la originalidad de la fórmula y otros que la consideran un engaño, como si estos últimos desconocieran el carácter enigmático y esquivo del personaje. Dylan lleva toda la vida inventando y reinventando su experiencia vital y artística, por lo que la opción de introducir personajes y situaciones que nunca existieron (pero que están inspirados en referentes verídicos) parece de lo más coherente dentro del imaginario dylaniano. El problema que se aduce es que la intromisión de estas fantasías sustituye a nombres relevantes que sí estuvieron allí y de los que no queda rastro en la pantalla... una vez más, es la visión contrastada del resultado que ofrece la película frente a las expectativas que algunos aguardaban, una forma de hacer pasar por crítica de cine lo que en verdad son valoraciones personales y anhelos frustrados.
Admitida entonces la naturaleza del proyecto, queda contemplar Rolling Thunder Revue como lo que es: un juego malicioso y divertido en torno a la figura de una leyenda viva. Al igual que sucedía en el libro que Sam Shepard escribió acompañando la gira, Scorsese va desgranando la personalidad de los integrantes de la banda en segmentos intercalados con actuaciones musicales. Cada uno tiene su momento, los reales (Allen Ginsberg, Joan Baez, Scarlet Rivera, Ramblin' Jack Elliott, el propio Shepard...) y también los inventados (la groupie interpretada por Sharon Stone, el cineasta Stefan van Dorp, el promotor musical, entre otros). Todos ellos completan la extensa compañía circense que rodea a Bob Dylan, quien aporta sus comentarios como un miembro más de la caravana de trovadores, bohemios e iluminados.
El hecho de que la gira transcurriese por pequeños aforos en localidades que no suelen aparecer en los itinerarios de conciertos, permite a Scorsese dibujar el paisaje de un país en recesión, que acababa de asistir al escándalo Watergate y a la derrota en Vietnam, y que intercambió a varios presidentes en pocos años antes de la era Reagan. Un escenario que tuvo en Rolling Thunder Revue su revulsivo y su válvula de escape para una juventud desconcertada. El público de entonces y el de ahora puede confirmar lo que se evidencia en la pantalla: a pesar de su turbulenta vida personal, Dylan se encontraba en estado de gracia, plenamente inspirado y dueño de todas sus capacidades artísticas. El abundante material recuperado para el documental así lo corrobora, una ingente cantidad de imágenes de conciertos y de grabaciones entre bambalinas que convierten la película en un tesoro para admiradores del cantante y para cualquier espectador interesado en los procesos creativos. Tal y como reza el título original del film, Rolling Thunder Revue es una historia de Bob Dylan por Martin Scorsese, es decir, un cuento de un autor sobre otro autor que vuelven a reunirse para contar su versión de una historia que comenzó como una fantástica locura y que hoy ha alcanzado la categoría de mito, de un sueño que se recuerda entre brumas y canciones imperecederas.

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Spiderman: Un nuevo universo. "Spider-Man: Into the Spider-Verse" 2018, Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman

Después de seis largometrajes de Spiderman en los que el personaje ha sido interpretado por distintos actores, llega la versión animada producida por la alianza de los estudios Marvel y Sony. El cambio de formato coincide con la inclusión del super-héroe en narraciones alternativas a las habituales y, al igual que sucede en los cómics, su integración en sagas donde se intercambian los personajes y los escenarios. Una fórmula que contribuye a engordar el negocio y que suele llevar asociada un relajamiento de los controles de calidad. Pero Spider-Man: Un nuevo universo supera las expectativas y da nuevas alas a la expansión de la franquicia del hombre-araña.
Además de las virtudes que se esperan de un producto como este (espectacularidad, diversión y homenajes a los lectores de viñetas), la película tiene un diseño de animación que se aparta de los cánones establecidos por Disney y Pixar, incorporando una estética propia, original y muy atractiva. El aspecto visual mezcla diferentes estilos, desde los fondos hiperrealistas hasta la trama de puntos para dar textura a los detalles, en un lenguaje que unifica técnicas nuevas y antiguas. Spider-Man: Un nuevo universo hace constantes guiños a los aficionados a los tebeos (hay líneas de movimiento, onomatopeyas y otras soluciones gráficas) que hacen del visionado un gozo para devotos y profanos. De la misma manera, el film aspira a un público amplio que puede identificarse con la ficción de super-héroes, el anime, los looney tunes, la novela gráfica noir... una multitud de ingredientes que los directores Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman agitan en la coctelera de la película a un ritmo endiablado. Lo que no impide que el resultado logre la homogeneidad y mantenga bajo control la aparatosa cacharrería que exhibe un guión escrito a varias manos.
La historia es un derroche de fantasía y ciencia ficción, que puede desconcertar a los amantes de la verosimilitud y la coherencia debido a los elementos que integran la trama: super-poderes, universos paralelos, portales espacio-temporales... la parafernalia habitual que suele rodear el relato de buenos y malos. Todo se sostiene con consistencia gracias al perfil bien trazado de los personajes y al equilibrio que se establece entre el humor, la emoción y el espectáculo. En definitiva, Spider-Man: Un nuevo universo revaloriza el sobreexplotado mundo cinematográfico de los super-héroes y luce músculo en los apartados técnicos y artísticos. Ojalá que las consabidas entregas que seguirán a esta película permanezcan a la altura de su precedente.

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Están vivos. "They live" 1988, John Carpenter

Durante los años 80, John Carpenter consiguió integrar su cine de serie B en los grandes estudios sin hacer concesiones ni tergiversar su estilo. Eran películas de mayor ambición y presupuesto (La cosa, Christine, Starman, Golpe en la pequeña China), que resultaron obtener grandes beneficios, lo cual le otorgó una inesperada reputación. Fue una década de gloria que finalizó con su regreso a las producciones de bajo coste y a la independencia que representa, casi mejor que ningún otro título, Están vivos.
La característica que identifica a este largometraje sobre los demás del director es su contenido social y político. Envuelta en la cobertura del género fantástico, Están vivos es en realidad una alegoría acerca de la sumisión impuesta por los medios de comunicación y los discursos del poder para mantener a raya a la población y empujarla hacia un sistema absolutista y represor. El argumento evita las sutilezas: el personaje protagonista es un obrero en paro que llega a Los Ángeles buscando ganarse la vida, una ciudad dominada por una raza alienígena oculta bajo apariencia humana. La única manera de percibir a los impostores es a través de unas gafas especiales que, de manera fortuita, caen en manos del protagonista, quien se sentirá obligado a tomar partido en favor de la supervivencia de la especie. El guión acrecienta un pequeño cuento de Ray Nelson publicado en una revista pulp de 1963, lo que da cuenta de la naturaleza del proyecto: nos encontramos ante una película plenamente consciente de su identidad marginal y contestataria que, contra todo pronóstico, se ha ido afianzando como obra de culto a la que se atribuyen cualidades proféticas. En efecto, Están vivos ha ganado vigencia con los años y su aspecto de producto barato le ha otorgado un encanto irrebatible, muy apegado a su época en el aspecto visual.
La película es un constante homenaje a sus referentes, aquellas películas que completaban las sesiones dobles de los años 50 y 60, de las cuales hereda los aciertos y también los defectos. O ambos a la vez: la concreción narrativa deriva en cierta simplicidad, la economía de medios en efectos especiales de saldo, los actores en imitadores faltos de carisma. Pero son estos supuestos fallos los que refuerzan el atractivo de Están vivos, hasta el punto de convertirse en virtudes. Carpenter desarrolla de manera muy escueta los planteamientos del guión y no se preocupa de ahondar en la psicología de los personajes ni en sus acciones, lo que provoca que la narración avance a gran velocidad y se concentre en lo esencial, a riesgo de que la credibilidad de la historia quede en entredicho. No importa: se trata de una parábola y, como tal, exige cierto acto de fe.
Tampoco los actores contribuyen a dar verosimilitud al relato. El luchador profesional Roddy Piper adolece de experiencia interpretativa en su encarnación del héroe principal, y sus compañeros Keith David y Meg Foster encuentran dificultades para transmitir las motivaciones de sus personajes sin recurrir al exceso y al defecto respectivamente. Esta circunstancia, que podría ser grave en una producción de serie A, es admitida e incluso celebrada en la serie B porque remarca su carácter cercano y amateur, la idea de que el aficionado (no el público, ya que la serie B ha sido aupada por el afán de los admiradores) pueda pensar: "Esto lo podría hacer yo". Aquí reside el éxito de un cine elaborado en condiciones precarias que Carpenter conoce bien y que explota haciendo alarde de humor e inventiva. Poco cuenta que la planificación y el montaje sean básicos y algo toscos, que la música compuesta por el propio Carpenter suene repetitiva y fuera de contexto, o que el guión deje cabos sueltos... son males menores que no empañan el conjunto.
Por estos motivos se puede considerar Están vivos como una joya en su género y un film que despierta devociones, digno de ser rescatado por nuevos espectadores que han de ver más allá del acabado técnico y artístico. John Carpenter pone así el broche de oro a su mejor etapa, demostrando una vez más que no es necesaria una gran inversión para crear una película capaz de pervivir en el recuerdo y emocionar a una legión de seguidores.


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Destricted. 2006

Conviene estar prevenido antes de ver Destricted. En un primer momento, puede parecer una más de las numerosas películas integradas por capítulos con la firma de distintos directores, una fórmula que alcanzó su apogeo en los años sesenta. Sin embargo, en verdad consiste en una sucesión de piezas de videoarte en torno al sexo, más propicia para ser exhibida en galerías y en salas especializadas que en espacios convencionales. De hecho, algunos de los autores participantes están más vinculados a la expresión plástica y visual que a la narrativa del cine, un hecho que puede despistar al público en busca de morbo y alivio fácil. Sin duda quedarán decepcionados.
Una vez asumida la naturaleza del proyecto, cabe valorar cada segmento por separado, ya que en ellos se refleja la visión personal de sus creadores. En Destricted hay lugar para dimensiones variopintas: desde el folklore balcánico de Marina Abramovic hasta la provocación estroboscópica de Gaspar Noé, pasando por el documental pornográfico de Larry Clark o los film footage de Richard Prince y Marco Brambilla. En total son siete nombres provenientes de distintas disciplinas, cada uno de ellos poseedor de un lenguaje y unos códigos que es necesario conocer de antemano para no naufragar en el desconcierto. ¿Significa esto que Destricted es una obra destinada a eruditos sin rubores ni prejuicios? La respuesta es rotunda: sí. El motivo de que Destricted funcione mejor de manera individual que en conjunto es la falta de unidad más allá de la idea principal, incluso cuando el espíritu que recorre la película es el del experimento. A continuación se apuntan brevemente los segmentos del film:
Balkan erotic epic da inicio a la película y supone el episodio más acertado de todos. Abramovic realiza una mezcla de antropología, poesía y animación que cuenta con un acabado formal mucho más trabajado que sus compañeros de cartel. La artista serbia cuenta frente a la cámara algunas antiguas tradiciones de su país relacionadas con el sexo y la naturaleza, componiendo un mosaico donde se congregan las creencias populares y las leyendas.
Death Valley permite a la directora Sam Taylor-Johnson avanzar en el simbolismo de la obra, a través de un largo plano secuencia en el cual un caminante se detiene en mitad del paisaje yermo para intentar extraer su semen y verterlo en el suelo. No hay excitación en las imágenes, solo perseverancia y esfuerzo.
Hoist es el trabajo más críptico del film. Se trata de un vídeo-ensayo de Matthew Barney que explora las relaciones entre la materia y la carne, las máquinas y el ser humano, componentes de un mismo engranaje deteriorado que se activa con una finalidad imprecisa.
Impaled recrea la grabación de un casting de personas dispuestas a practicar el sexo frente a la cámara. Larry Clark es el responsable del fragmento más largo y explícito de Destricted, antecedente de un género pornográfico hoy en auge que proporciona un simulacro de realidad y de cercanía con el espectador. Aquí la intención artística es sustituida por el reportaje de entrevistas de apariencia amateur, seguido de la consabida escena sexual con los participantes seleccionados.
House call sirve a Richard Prince para recuperar secuencias de una producción erótica del pasado, cuya identidad es alterada mediante la distorsión de la imagen y el sonido.
Sync es un ejercicio de montaje de Marco Brambilla que también emplea imágenes de películas X para conformar un trepidante collage al ritmo de un solo de batería. Es la parte más corta de Destricted y con probabilidad la más satisfactoria. En apenas dos minutos de duración, se evidencia la reiteración de las imágenes de consumo erótico y el escaso margen de creatividad e innovación admitido por el público.
We fuck alone cierra la película con un retrato en paralelo de dos personajes que se satisfacen empleando objetos inanimados (una muñeca hinchable y un oso de peluche). Es una alegoría de la masturbación como refugio para calmar las pulsiones más ocultas y solitarias. La mirada en constante parpadeo de Gaspar Noé y su empleo del sonido crean una incomodidad alejada del placer, inquietante y que busca escandalizar de manera algo pueril.
En suma, la apreciación de Destricted depende de lo cercano que se esté a los postulados que proponen los distintos cineastas, ya que lo que se pretende es generar ciertos estímulos y evocaciones no aptas para quienes busquen una narrativa convencional. El problema reside en el formato. La visión completa de la película puede resultar extenuante y, al igual que sucede con las películas X, cae en la monotonía. Solo los trabajos firmados por Abramovic y Brambilla conservan el interés y mantienen su capacidad de persuasión dentro de un conjunto cuyo impacto se agota demasiado pronto. El resto de las piezas se extiende más de lo necesario, y solo tienen en común el afán de transgredir por medios un tanto fáciles y una heterogeneidad que termina desdibujando el resultado. Al final queda la sensación de haber desaprovechado la oportunidad de congregar a personalidades capaces de aportar sus discursos a una misma causa. En lugar de eso, cada cual va por su lado, lo que acaba dejando una sensación general de suficiencia y de haber cumplido con un trámite poco exigente.

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