SOY CUBA. "Ya Kuba" Mikhail Kalatozov, 1964

Corrían los años treinta del siglo pasado cuando el cineasta ruso Serguéi Eisenstein marchó a México para trasladar los postulados del cine soviético de propaganda al ámbito latinoamericano, y filmar allí su visión de la revolución obrera y socialista. El resultado ofreció una película tan estimable como ¡Que viva México! que, sin embargo, supuso una experiencia frustrante para el director por no poder completar nunca el montaje. Tres décadas después es Mikhail Kalatozov, otro ilustre empleado del aparato oficial y autor de grandes títulos, quien es contratado para glosar las bondades de la sublevación en Cuba de la guerrilla de Fidel Castro. La suerte de Kalatozov no mejoró respecto a la de Eisenstein. Ni el apoyo conjunto de las dos productoras (Mosfilm e ICAIC) ni los cuantiosos medios dieron éxito a Soy Cuba, una epopeya proletaria dividida en capítulos, semejante a la estructura adoptada por Rossellini en Paisá. La ambición del proyecto no obtuvo recompensa debido, tal vez, a que era demasiado ruso para el régimen cubano y demasiado cubano para el régimen ruso, dos naciones que compartían aspectos ideológicos pero se distinguían por sus idiosincrasias. Así que Soy Cuba fue relegada al olvido durante largo tiempo, hasta que generaciones posteriores de cinéfilos han sabido reivindicarla (con la mediación de Scorsese y Coppola) y ver en ella valores que hoy resultan evidentes.

Lo primero que llama la atención es el poderoso influjo de las imágenes. La película está filmada con lentes angulares que proporcionan gran nitidez y profundidad espacial, lo cual permite realizar largos y complejos movimientos de cámara sin perder el foco. Hay un dinamismo constante tanto externo (con grúas larguísimas y violentos paneos) como interno (mediante angulaciones forzadas y la dirección de los ejes geométricos), que ejercita la mirada hasta dejarla casi extenuada. Cada plano de Soy Cuba ha sido diseñado para provocar una emoción intensa que está cerca de agotarse a sí misma a lo largo de los ciento cuarenta minutos de metraje, por acumulación y por esa antigua máxima que dice que cuando todo es sublime, nada es sublime. El asombro inicial se convierte en rutina si los trucos se repiten y, sobre todo, si el espectador permanece más interesado en descifrar cómo se ha resuelto técnicamente un hallazgo antes que en su significado. Kalatozov deposita todas sus energías en potenciar la estética del film, restando importancia a los escasos diálogos y al desarrollo de la trama, bastante básica hasta alcanzar en ocasiones lo pueril (como la secuencia de la paloma abatida en la plaza).

También el tratamiento del sonido resulta esencial para experimentar la sensación poética que propone el film. Las grabaciones, hechas en su mayoría en estudio, aíslan los elementos para generar una atmósfera irreal en la que unos sonidos se priorizan sobre otros (el chorro de las mangueras de los agentes antidisturbios) o adquieren una dimensión fantasmal (la canción que entona el músico callejero o el ruido del mortero de la campesina). Las capas sonoras se suman a las visuales para crear un enorme monumento cinematográfico, a punto de ser sepultado por su propia grandiosidad. Mikhail Kalatozov y su director de fotografía, Sergei Urusevsky, se dejan la piel en cada fotograma para generar un film de belleza arrebatada y exultante, que recurre al simbolismo en nombre del discurso político y del arte por el arte. Se trata de un canto épico en gloriosos blanco y negro que describe las gestas de varios héroes populares: una joven que se ve empujada a la prostitución, un viejo recolector de caña que es expulsado de sus tierras, un estudiante que combate el poder desde la clandestinidad y un campesino que se une a la revuelta cuando su hogar es atacado, todos ellos interpretados por actores en su mayoría provenientes del teatro. Son historias ejemplares de personajes que representan clichés muy básicos, sin dobleces, que caen en el maniqueísmo de los buenos y malos. Algo habitual dentro del cine de propaganda y a lo que no es ajeno Kalatozov, quien solo rodará una película más después de Soy Cuba, el colofón a una carrera dedicada a ensalzar los ideales de la revolución.

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EMA. 2019, Pablo Larraín

Después de su primera experiencia en los Estados Unidos, el director Pablo Larraín regresa a Chile para continuar así una trayectoria en paralelo que mantiene las peculiaridades de su estilo en ambos idiomas. Es un cine muy reconocible, basado en la confrontación de primeros planos y en la relación de personajes en crisis con el espacio que les rodea. Ema es un buen ejemplo. Larraín vuelve a aliarse con el guionista Guillermo Calderón para contar la historia de una joven bailarina que hace todo lo posible por recuperar al hijo adoptivo que rechazó junto a su pareja, interpretada por Gael García Bernal. Ella está encarnada (nunca mejor dicho) por Mariana Di Girolamo, actriz que se entrega en cuerpo y alma para representar el fuerte carácter de la protagonista, el cual invade la película y la sitúa siempre al límite de que todo arda. Esto genera una atmósfera enrarecida e incómoda que adentra al espectador en la psicología del personaje y le invita a ver las cosas bajo su punto de vista, lleno de colores intensos, sombras contrastadas y luces brillantes.

Ema no es una película realista, al contrario. La depurada estética de las imágenes fotografiadas por Sergio Armstrong y montadas por Sebastián Sepúlveda confieren al resultado una sensación de perpetuo extrañamiento y de agresividad contenida que causa inquietud al principio, hasta que se entra en el juego propuesto por el director. Una vez que llega este momento, cabe dejarse arrastrar por el torrente de emociones y por el arrebato formal del conjunto, cargado de una violencia soterrada que no precisa de golpes para provocar impacto ya desde el inicio. Y es que uno de los aspectos que primero llama la atención es que no asistimos al derrumbe de Ema a lo largo de la película, porque el origen de todos sus males viene de antes. El espectador se incorpora al drama con la ruptura de la pareja, lo cual le obliga a reconstruir los prolegómenos y a imaginar otra película que no se ha visto pero que se intuye detrás de cada escena. Se trata de una decisión arriesgada que exige la implicación del público para completar la información, ahora bien, si esto sucede, Ema devuelve con creces el esfuerzo dedicado.

No se trata de una película fácil. Las situaciones que se muestran en Ema son perturbadoras por motivos argumentales pero, sobre todo, por cómo están filmadas. La frontalidad de las conversaciones enfrenta al público con los personajes y con la mirada directa de la protagonista, capaz de atravesar la pantalla. El estilo de Larraín se basa en la cinética tanto de la cámara como de las figuras cuyo movimiento persigue incesantemente, ocasionando una suerte de embriaguez visual que la mayoría de las veces está justificada (cuando tiene valores dramáticos y descriptivos) y a veces es caprichosa y ornamental. Los bailes y el deambular de Ema por la ciudad de Valparaíso definen su recorrido físico y, en especial, su búsqueda de un estado mental que aspira a la estabilidad. Estos desplazamientos existenciales son muy propios del cine de Pablo Larraín, como se puede ver en Jackie y en Spencer, otros perfiles de mujeres en pleno quiebro emocional al que se suma Ema, más radical y explícita, más libre, como ella misma se esfuerza en subrayar durante el metraje.

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ALCARRÀS. 2022, Carla Simón

Aunque la autobiografía sea un género relacionado con la literatura, también hay cineastas que toman episodios de su experiencia vital para reinterpretarlos en la pantalla. Carla Simón ya lo hizo en su primera película, Verano 1993, y vuelve a hacerlo un lustro después en Alcarràs, en la cual rememora sus veranos de juventud en el campo de cultivo familiar de la localidad leridana. El guion que ella misma escribe junto a Arnau Vilaró adopta la forma de una ficción naturalista puesta en imágenes con actores no profesionales y en escenarios fieles a la realidad, ya que el motor que mueve el proyecto es el verismo.

La directora logra que todo lo que sucede en el film resulte creíble, no solo por el uso de las herramientas cinematográficas (la fotografía, el sonido, las interpretaciones) sino también por el tempo con el que transcurre la narración, a veces elíptico y fugaz, a veces repetitivo y moroso: tal y como sucede en la vida. Simón domina la atmósfera y el espacio donde los personajes se mueven de manera orgánica en emplazamientos exteriores e interiores, algo que afecta al flujo de las secuencias y al tamaño de los planos. Alcarràs es una película coral, por lo que Simón debe decidir en todo momento cuál es el punto de vista adecuado y el encuadre que define las acciones según quien las percibe: el padre, la madre, los hijos, el abuelo... así, el espectador se convierte en testigo y en un miembro más de esta familia dedicada a la labranza del melocotón, que de pronto tiene que enfrentarse a la última cosecha.

Se trata, por tanto, de un film que contiene además valores etnográficos, ya que la tierra y las costumbres están muy presentes en la trama, sumado al reflejo de un fenómeno contemporáneo como es la instalación de placas solares en el medio rural. Todo ello sin emplear los recursos del documental, como suelen hacer otras producciones del estilo. Simón utiliza el lenguaje de la ficción para universalizar el drama de los protagonistas, perfectamente encarnados por personas que se ponen por primera vez delante de una cámara.

La directora de fotografía Daniela Cajías atrapa la luz canicular y deja impreso en los fotogramas el carácter mediterráneo que envuelve la historia, sin efectismos ni concesiones estéticas. Hay una belleza en Alcarràs que nunca es forzada y que concuerda con el conjunto del film, poniendo atención en los detalles y transmitiendo sensaciones ambiguas y complejas que se entienden gracias a la claridad de la mirada de Carla Simón. La directora catalana vuelve a dar una lección de sutileza, omite las obviedades y logra eso tan difícil que es convertir lo particular en general y lo íntimo en emociones reconocibles. Quien no haya estado jamás en Alcarràs, sentirá que lo ha estado de algún modo después de ver la película.

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EL DIABLO ENTRE LAS PIERNAS. 2019, Arturo Ripstein

Podría parecer una ironía que El diablo entre las piernas, la última película de Arturo Ripstein, comience al ritmo de Falling in love again. Una antigua canción inmortalizada por Marlene Dietrich que habla de los amores reverdecidos y las atracciones físicas que no caducan con los años. Sin embargo, la película muestra a una pareja madura que vive en tensión constante, con maltrato psicológico y verbal ejercido por él, personaje sin nombre. Ella, en cambio, se llama Beatriz. Esta diferencia marca el posicionamiento de Ripstein y de la guionista Paz Alicia Garciadiego respecto a los protagonistas, sin llegar nunca a las obviedades en las que suelen incurrir los dramas de matrimonios agrietados. Nada es fácil en esta película: ambos se quieren a su manera, ambos intercambian los papeles de víctima y verdugo con ellos mismos y con otras dos mujeres que intervienen en la narración, ambos se buscan por caminos equivocados.

Después de seis décadas, el director mexicano sigue fiel a su universo abigarrado y oscuro, lejos del romanticismo convencional. Incluso se diría que cada vez más, puesto que sus últimos tres títulos están fotografiados en blanco y negro por Alejandro Cantú. Las imágenes de El diablo entre las piernas inciden en el carácter turbulento de los personajes y en la densidad de la historia, que transcurre en mayor parte en un desvencijado caserón, tal y como es habitual en el cine de Ripstein. Su gusto por los espacios cerrados y los microcosmos hace que la película adopte al inicio cierto aire teatral que poco a poco se va disipando gracias a los movimientos de cámara, con largos planos secuencia que siguen los movimientos de los actores, y a un sentido de la elipsis que envuelve al espectador en un tiempo incesante pero angosto. La atmósfera que respira el film es tan esencial como la propia historia, no se entiende la una sin la otra. El decorado, el vestuario, la disposición de cada elemento en el encuadre... todo remarca el ambiente opresivo y simbólico en el que habitan los personajes. Valga como ejemplo la pista de baile donde Beatriz acude a escondidas a practicar el tango: del techo cuelgan tiras plateadas que pretenden adornar pero, en realidad, lo que consiguen es ocultar acciones detrás de una cortina brillante en la que ella busca recuperar su feminidad. Estos y otros detalles escriben el subtexto de la trama y contribuyen a crear la sensación de ocultación y de incertidumbre que define el conjunto, con un desenlace que remite a Buñuel, antiguo mentor de Ripstein.

Además de los aciertos técnicos y del lenguaje cinematográfico pleno de expresividad que domina el director, hay que remarcar la importancia de los actores. Sylvia Pasquel y Alejandro Suárez hacen suyos dos papeles exigentes y complejos, que ambos resuelven con entrega. Un compromiso compartido por Greta Cervantes, Daniel Giménez Cacho y Patricia Reyes Spíndola, quienes ya habían trabajado con anterioridad para Ripstein, en especial la última. Un elenco perfecto capaz de decir con verdad los diálogos de Garciadiego, que sobre el papel son muy poco naturalistas... el lirismo tremebundo de las conversaciones entre los personajes obliga a los intérpretes a redoblar los esfuerzos para que cada palabra y cada inflexión de la voz suene verdadera, algo que alcanzan con mucho oficio. Sobre ellos reposa finalmente el peso de El diablo entre las piernas, una de las películas más rotundas y demoledoras de la última etapa de Arturo Ripstein.

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