EMA. 2019, Pablo Larraín

Después de su primera experiencia en los Estados Unidos, el director Pablo Larraín regresa a Chile para continuar así una trayectoria en paralelo que mantiene las peculiaridades de su estilo en ambos idiomas. Es un cine muy reconocible, basado en la confrontación de primeros planos y en la relación de personajes en crisis con el espacio que les rodea. Ema es un buen ejemplo. Larraín vuelve a aliarse con el guionista Guillermo Calderón para contar la historia de una joven bailarina que hace todo lo posible por recuperar al hijo adoptivo que rechazó junto a su pareja, interpretada por Gael García Bernal. Ella está encarnada (nunca mejor dicho) por Mariana Di Girolamo, actriz que se entrega en cuerpo y alma para representar el fuerte carácter de la protagonista, el cual invade la película y la sitúa siempre al límite de que todo arda. Esto genera una atmósfera enrarecida e incómoda que adentra al espectador en la psicología del personaje y le invita a ver las cosas bajo su punto de vista, lleno de colores intensos, sombras contrastadas y luces brillantes.

Ema no es una película realista, al contrario. La depurada estética de las imágenes fotografiadas por Sergio Armstrong y montadas por Sebastián Sepúlveda confieren al resultado una sensación de perpetuo extrañamiento y de agresividad contenida que causa inquietud al principio, hasta que se entra en el juego propuesto por el director. Una vez que llega este momento, cabe dejarse arrastrar por el torrente de emociones y por el arrebato formal del conjunto, cargado de una violencia soterrada que no precisa de golpes para provocar impacto ya desde el inicio. Y es que uno de los aspectos que primero llama la atención es que no asistimos al derrumbe de Ema a lo largo de la película, porque el origen de todos sus males viene de antes. El espectador se incorpora al drama con la ruptura de la pareja, lo cual le obliga a reconstruir los prolegómenos y a imaginar otra película que no se ha visto pero que se intuye detrás de cada escena. Se trata de una decisión arriesgada que exige la implicación del público para completar la información, ahora bien, si esto sucede, Ema devuelve con creces el esfuerzo dedicado.

No se trata de una película fácil. Las situaciones que se muestran en Ema son perturbadoras por motivos argumentales pero, sobre todo, por cómo están filmadas. La frontalidad de las conversaciones enfrenta al público con los personajes y con la mirada directa de la protagonista, capaz de atravesar la pantalla. El estilo de Larraín se basa en la cinética tanto de la cámara como de las figuras cuyo movimiento persigue incesantemente, ocasionando una suerte de embriaguez visual que la mayoría de las veces está justificada (cuando tiene valores dramáticos y descriptivos) y a veces es caprichosa y ornamental. Los bailes y el deambular de Ema por la ciudad de Valparaíso definen su recorrido físico y, en especial, su búsqueda de un estado mental que aspira a la estabilidad. Estos desplazamientos existenciales son muy propios del cine de Pablo Larraín, como se puede ver en Jackie y en Spencer, otros perfiles de mujeres en pleno quiebro emocional al que se suma Ema, más radical y explícita, más libre, como ella misma se esfuerza en subrayar durante el metraje.