Climax. 2018, Gaspar Noé

Cada película de Gaspar Noé es un ejercicio de estilo marcado por el riesgo, un paso más en su andadura por el alambre y sin red. No es solo que los temas que elige sean atrevidos, sino que además la manera de contarlos supone siempre un nuevo reto para sí mismo y para el espectador. En obras como Irreversible o Love, el relato y la forma se funden hasta conformar una misma materia cinematográfica, un magma de emociones intensas que plantea también cuestionamientos políticos y morales. Climax es un buen ejemplo.
El quinto largometraje del director mantiene la unidad de espacio y de personajes propia de la dramaturgia clásica, aunque el resultado es rabiosamente moderno. De hecho, es fácil adivinar en Climax algunas de las propiedades del retablo teatral del Siglo de Oro: la estructura narrativa dividida en segmentos bien diferenciados, el escenario como una liturgia con sus propios elementos iconográficos (la enorme bandera, la mesa del dj a modo de altar, la fuente de sangría como un cáliz) y donde Noé ejerce de maestro de ceremonias, la representación escénica que trata de engañar con la verdad y enseñar con el engaño... son recursos muy antiguos que Noé actualiza mediante una cámara en perpetuo movimiento y su particular concepción de la puesta en escena. No se trata de un dinamismo gratuito, que tiene miedo de permanecer estático, porque el propio movimiento forma parte de la trama: los personajes son bailarines, así como los actores que les dan vida.
La película comienza con la presentación de los protagonistas a través de una secuencia de montaje que intercala sus declaraciones en un viejo monitor de televisión. Son bailarines seleccionados para competir en una certamen internacional, que están concentrados en un antiguo colegio en mitad de un paisaje nevado. La acción se sitúa en los años noventa, un recurso que empieza a convertirse en habitual para prescindir de los teléfonos móviles, tan incómodos en la ficción. La pantalla del televisor aparece enmarcada por una acumulación de libros y cintas de VHS y DVDs en los se aprecian algunas de las influencias a las que acude Noé como SuspiriaPossession o Taxi Driver, además de textos de Ciorán, Nietzsche, Buñuel... Después llegan los títulos de crédito, acompañados de frases en gran tamaño que aluden a la vida y la muerte, y a la procedencia del propio film: es una película francesa orgullosa de serlo. Literalmente. Más que el recurrente chovinismo galo, parece una más de las provocaciones de Noé, ya que lo que se presenta a continuación es el deterioro de un grupo de jóvenes con talento para bailar pero con una incapacidad manifiesta para sentir empatía o respeto por sus compañeros. Esta pequeña comunidad funciona como un microcosmos donde se representan los males de la sociedad rica y europea: el egoísmo, la envidia, la alienación, el machismo, la cultura de la violación... todo ensartado por el tridente del sexo, el alcohol y las drogas en su versión más perversa.
Los siguientes bloques que integran el argumento adoptan formas diferentes: desde un impresionante número de baile filmado con grúa en plano secuencia, hasta la escena final con un montaje de planos cenitales en los que se muestran los resultados de la noche eterna que se cuenta en Climax. Entre medias hay ejemplos del virtuosismo de Noé para generar imágenes turbadoras, gracias también a la fotografía colorista de Benoît Debie y al montaje tanto interno como externo de los planos. Precisamente el montaje es uno de los aspectos más llamativos del film, ya que gran parte del metraje transcurre entre largos planos secuencia por donde se desplazan las obsesiones y los miedos de los personajes. Los actores interactúan y se cruzan unos con otros en una especie de baile constante, como contrapunto a la danza real y coreografiada. Este prodigio de montaje interno y de ausencia de cortes transmite al espectador la sensación de inmediatez y de presencialidad, de estar allí con los personajes, lo que otorga mucha fuerza a la historia. Pero en otras ocasiones Noé recurre al montaje externo y hace evidentes las intersecciones entre los planos, añadiendo unos fotogramas en negro que funcionan casi como un parpadeo, como una minúscula brecha que interrumpe la fluidez del relato. En ambos casos se define la actitud que mantienen los personajes entre ellos, ya sea de conjunción o de aislamiento, de concordia o de hostilidad.
Buena parte de estos logros se alcanza gracias a la implicación de los actores, ya que Climax cuenta con un alto grado de improvisación, y a la energía y dinamismo que aportan acorde a las escenas. Es por ello que Climax posee una gran fisicidad, es una película que funciona como un ritual de los sentidos que, lejos de agradar como suelen hacer los musicales, conduce al espectador hacia terrenos incómodos y plantea preguntas que muchas veces evitamos responder. Es cine valiente y kamikaze, un verdadero revulsivo en esta época de talent shows y demás concursos de popularidad. Si alguien tiene dudas, el siguiente teaser es una pequeña joya de la promoción:

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Carmen y Lola. 2018, Arantxa Echevarría

El colectivo gitano ha sido retratado por el cine español en diversas ocasiones, la mayoría de ellas acudiendo al tópico y a la exageración. Una mirada cargada de lugares comunes que abarca desde el folclorismo ilustrado de Brindis al cielo y María de la O, hasta el esperpento de Papá Piquillo y Rey gitano. Por eso debe celebrarse una película como Carmen y Lola, capaz de dibujar un cuadro de tradiciones en el que se aprecian las luces y también las sombras de una comunidad habitualmente estigmatizada. Este es el tema de la opera prima de Arantxa Echevarría: el prejuicio, no solo racial sino también de género y de sexo.
Las protagonistas que dan título al film son dos adolescentes gitanas que viven una historia de amor a escondidas de la familia y los vecinos en el extrarradio de Madrid. El progreso de la relación conduce el relato por los terrenos del drama romántico y la comedia de costumbres, en ambos casos con una marcada vocación de crónica social. El guión de Carmen y Lola es bastante sencillo y tiene el don de la autenticidad, ya que ha sido escrito por la propia Echevarría con el asesoramiento de la población gitana con la que se rodó el film y la experiencia de inmersión en los barrios que aparecen en la pantalla. No se acusa, por lo tanto, esa mirada foránea y condescendiente con la que se suelen reflejar problemas parecidos en otras películas menos contenidas y más sensacionalistas, un riesgo que la directora esquiva con tacto y respeto por los personajes.
Precisamente el reparto es uno de los principales valores de Carmen y Lola, ya que carece de profesionales casi en su totalidad e incorpora la naturalidad y la inmediatez de los participantes a la trama. Sin embargo, hay otros aspectos que adolecen de este realismo y que influyen en el aspecto visual: en muchas escenas, la fotografía demasiado luminosa y artificial rompe la sensación de veracidad a la que se aspira y confiere un acabado amateur al conjunto.
En suma, Carmen y Lola es el estimulante debut de una cineasta de la que cabe valorar su valentía a la hora de acometer un argumento considerado tabú dentro de la cultura gitana, una película discreta en ambiciones pero que puede abrir un debate importante y necesario. Aunque solo fuera por esto, Arantxa Echevarría habría alcanzado el éxito que se merece su refrescante propuesta. A continuación, una entrevista a la directora cargada de información interesante que merece la pena ver como complemento a la película:

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El reverendo. "First reformed" 2017, Paul Schrader

Chaplin comenzó actuando en espectáculos de variedades, Welles fue un niño prodigio, Scorsese tuvo vocación de sacerdote... Hay datos en la biografía de algunos directores que parecen marcarles para siempre y que condicionan su obra posterior. En el caso de Paul Schrader, esta experiencia determinante tuvo que ver con su rígida educación en la fe calvinista, lo que ha empujado a mirar sus películas bajo una perspectiva religiosa. Ya sea en trabajos dirigidos por él mismo (Posibilidad de escape, Aflicción) o escritos para otros (Taxi driver, La costa de los mosquitos), aparecen invariablemente términos como redención, culpa, martirio, perdón... y toda una serie de conceptos bíblicos que toman forma en El reverendo.
La película retrata los conflictos éticos de un clérigo con sus superiores y, sobre todo, el combate interno que le enfrenta a sus convicciones personales. El reverendo establece una interesante relación entre la creencia espiritual y la militancia social y política, un debate que puede parecer transgresor pero que, en realidad, ya está reflejado en los evangelios. Esta es la grandeza que encierra el discurso de Schrader, cuestionar el dogma por su inmovilidad y proponer la evolución como única salida. Un avance que prescinde de lo material y que acepta el concepto de pecado como una cualidad consustancial al ser humano.
En el inicio del film, el padre Toller comienza a escribir un diario en el que vuelca sus inquietudes existenciales. Suena su voz en off y, en la soledad de la noche, bebe whisky mientras se enfrenta a sus propias dudas y trata de ayudar a sus escasos feligreses. Una de ellas está interpretada por Amanda Seyfried, embarazada de un hombre que no quiere traer su criatura a un mundo en riesgo ecológico. Toller es Ethan Hawke, y en esta ocasión hay que remarcar el verbo es. No se trata de un fingimiento ni de asumir una representación, porque el actor norteamericano consigue incorporar sus rasgos y su oficio con tanta naturalidad que cuesta distinguir dónde termina la persona y empieza el personaje. La implicación de Hawke es tan profunda que está a punto de gobernar la película, pero Schrader lo constriñe todo con rectitud y frialdad. En este contraste entre pasión y contención, entre rabia y apaciguamiento es donde reside la máxima virtud del film.
Buena prueba de ello es la elección del formato con el que ha sido rodada la película. En lugar del habitual 16/9, Schrader opta por representar la historia en 4/3, una dimensión más cuadrada que favorece los ángulos rectos (para transmitir integridad y raciocinio), además de la representación individual de las figuras en vez del conjunto (como muestra del aislamiento que vive el protagonista). Las imágenes de El reverendo están compuestas buscando la composición geométrica y la relación de formas, lo que transmite una armonía que difiere del relato.
También el tiempo narrativo es sosegado, así como los colores fríos que caracterizan la fotografía y la austera puesta en escena. Cada elemento visual está diseñado para distanciar al espectador de cuanto sucede en la pantalla, de lo contrario, El reverendo caería con facilidad en el exceso y en la crítica evidente a la iglesia. Algo que Schrader esquiva con inteligencia, puesto que es mucho más eficaz la voladura de un edificio dinamitando sus soportes principales que arrojando piedras sobre la fachada. El director sabe de lo que habla y lo cuenta desde dentro, con mesura y sin recurrir al arquetipo, hasta la llegada del tercer acto. Entonces sí, Schrader se juega el todo por el todo y está a punto de tropezar con graves riesgos, pero en ese momento el público ya está soliviantado por la tensión acumulada y es necesario un desenlace a modo de catarsis, algo que El reverendo proporciona hasta alcanzar el desaliento.
Es preferible no ahondar en nada más para no arruinar la capacidad de sorpresa de la película, si acaso insistir en la depurada planificación de Paul Schrader, quien recupera su mejor brío tras una última etapa bastante errática, y en la valentía de una obra que se atreve a plantear controversias incómodas y necesarias. Bienvenidas sean.

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La enfermedad del domingo. 2018, Ramón Salazar

El conflicto familiar sigue siendo uno de los temas predilectos del cine español. El mismo año y en diferentes películas, Bárbara Lennie interpreta a una hija que se reencuentra con su padre (Petra), y con su madre (La enfermedad del domingo). Aunque más allá de la coincidencia argumental y de la actriz protagonista, lo único que comparten ambas obras es el género dramático y la presencia del dolor y la muerte. En el caso de La enfermedad del domingo, nos encontramos ante un elaborado ejercicio de autor que tiene una gran capacidad de transmitir emociones, gracias a su estética depurada, su narrativa basada en el desvelamiento y, sobre todo, a su reparto principal. Empecemos por lo primero:
A lo largo de los últimos años, Ramón Salazar se ha caracterizado por el afán de buscar un estilo y una impronta en sus películas que le ha acercado a diversas referencias y cineastas. Pero es en su cuarto largometraje cuando la personalidad de Salazar se revela poderosa y original, con una contundencia que marca su madurez como director. La enfermedad del domingo llama la atención desde las primeras imágenes, con encuadres de composición geométrica, angulaciones y puntos de vista que ponen al espectador siempre en una posición incómoda, a la expectativa de lo que sucede en la pantalla. Esta manera de crear tensión a través de medios visuales proviene ya del guión, puesto que la historia que se narra esquiva las evidencias y reparte la información de manera fragmentada, a modo de caja china que alberga otras en su interior. La técnica de ir decapando la trama obliga al público a dejarse arrastrar por los acontecimientos, en un torbellino de sentimientos que nunca llegan a explotar sino que se contienen, lo que influye en la relación entre los personajes. Todos guardan secretos y tienen cuentas pendientes que se han enquistado hasta derivar en un desenlace pleno de poesía. Porque La enfermedad del domingo es una película implacable y dura, pero también muy hermosa. La fotografía de Ricardo de Gracia contribuye a ello, sacando el máximo partido de la luz natural y de los colores fríos y apagados del invierno en el litoral catalán y el Pirineo francés.
Además de lo que se ve, está lo que no se ve pero se percibe, los elementos simbólicos. Salazar los disemina a lo largo del metraje, buscando la cercanía para que el conjunto no resulte críptico: el ave agonizando a orillas del lago, los bailes que las dos mujeres realizan por separado, la evolución del vestuario de la madre, las diapositivas trucadas... son recursos con un significado propio que el espectador puede traducir sin dificultad y hacen del visionado una experiencia sugestiva.
Esta concordancia entre el fondo y la forma cinematográfica, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, depara momentos muy estimulantes (la escena inicial del banquete, el descenso en el Tobotrón de Andorra). Pero si la película vuela alto es porque Bárbara Lennie y Susi Sánchez la empujan hasta cotas tan elevadas que cuesta regresar del terreno que ellas crean con sus interpretaciones. Ambas actrices llenan de matices sus personajes, los definen y redefinen mientras evoluciona la historia, los convierten en carne viva y palpitante sin aparente esfuerzo. Tienen el don de la naturalidad, lo que les permite resolver las dificultades de sus papeles sin recurrir al fingimiento. Por eso es justo reconocerlas también como autoras de La enfermedad del domingo, junto a Ramón Salazar, quien ha fijado un punto de inflexión en su trayectoria con esta terrible y bella película.
A continuación, un interesante vídeo que relata la elaboración de la música compuesta por Nico Casal para la banda sonora. Que lo disfruten:

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Aniquilación. "Annihilation" 2018, Alex Garland

Tres años después de haber debutado con Ex machina, el director Alex Garland continúa explorando los terrenos de la ciencia ficción, esta vez a partir de una novela de Jeff VanderMeer. Dentro del género, Aniquilación pertenece a la categoría conocida como weird, es decir, la ficción especulativa que emplea argumentos científicos para dar coartada a una historia fantástica o de terror. Garland asume estas claves y recurre a influencias que ya están en el texto original, y que van de la trascendencia de Stalker al militarismo de Aliens y Depredador, bajo un estilo que recuerda al de Steven Soderbergh en las escenas intimistas.
El guión cuenta la historia de un grupo de científicas que se adentra en un extraño lugar del que nadie, menos una persona, ha vuelto con vida, una amplia extensión natural bajo el efecto de fuerzas provenientes del espacio. El único superviviente está interpretado por Oscar Isaac, un soldado que regresa junto a su mujer, a quien da vida Natalie Portman. Pero pronto ella se suma a una nueva expedición capitaneada por el personaje que encarna Jennifer Jason Leigh, y aquí es donde está la principal novedad que aporta el film: el equipo está integrado en exclusiva por mujeres, las cuales alternan la investigación con el uso de armas de fuego para sobrevivir. Aniquilación tiene, por lo tanto, un componente feminista del que suelen carecer otras producciones de este tipo, a menudo rebosantes de testosterona.
Hay otro elemento que distingue la película y es el tempo narrativo, que otorga prioridad a las escenas reposadas sobre la acción, creando un efecto de extrañamiento que refuerza la tensión interna del relato. A esta sensación contribuye también la música compuesta por el tándem formado por Geoff Barrow y Ben Salisbury, con quienes Garland ya había trabajado en su opera prima, al igual que con el director de fotografía Rob Hardy. Las imágenes de Aniquilación mantienen un tono apagado y una paleta de colores fríos que cambia en el desenlace, en el que priman los efectos digitales. Esta larga y espectacular escena aleja el film de la serie B a la que remite el argumento, llevándolo a una dimensión más profunda, casi metafísica. Garland no es Tarkovski, pero consigue crear un cine de ciencia ficción adulto, respetuoso con el género y con voluntad de recorrer nuevos caminos, que es lo importante. Hay que valorar que lo haga de la mano de actrices comprometidas como Portman, quien insufla emoción a la película y vuelve a demostrar su versatilidad y valentía para asumir retos como el que supone Aniquilación.

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La favorita. "The favourite" 2018, Yorgos Lanthimos

El término grotesco se asoció por primera vez en el arte con la decoración escultórica, después con la pintura, la literatura, el teatro... hasta recalar en el cine, donde el adjetivo ha ido perdiendo parte de su acepción original. Por lo común, se identifica lo grotesco con lo deforme y lo desagradable, con lo monstruoso, sin embargo, el significado de la palabra incluye también la parodia y el esperpento de una realidad distorsionada. Es por eso que La favorita se puede considerar un ejemplo perfecto de cine grotesco, de película que emplea el exceso como medida para relatar las pasiones de los personajes. El segundo largometraje británico de Yorgos Lanthimos incide en este concepto no solo en la parte narrativa, sino también en la estética. Hay coherencia entre el fondo y la forma, aunque al principio pueda resultar desconcertante.
Conviene avisar al espectador: La favorita arranca con un ritmo frenético, que alterna la presentación de los personajes con la exposición del contexto y de la historia. Los diálogos fluyen con rapidez y los movimientos de cámara incorporan un dinamismo que ya no se detiene durante todo el metraje, lo que obliga al público a estar atento a la pantalla. En el momento en el que se asume toda esta energía dentro de una trama histórica, ambientada en la Inglaterra del siglo XVII, es cuando se empieza a disfrutar de la maldad y la turbación expuesta con exquisita bilis por Lanthimos. El director griego ilustra con imágenes el endiablado guión de Deborah Davis y Tony McNamara, unas imágenes que lo mismo beben de referencias cultas (la pintura de Vermeer) que de culto (el film Angst, de Gerald Kargl). La fotografía de Robbie Ryan aprovecha al máximo la luz natural de los escenarios y la expresividad dramática de las sombras, además de cuidar la paleta de colores para reforzar todos los elementos de la producción: vestuario, maquillaje, peluquería, atrezzo... El resultado es fascinante, a veces hipnótico, debido al contraste producido entre la belleza visual y la violencia emocional, ambas respaldadas por una selección de músicas que incluye piezas de Bach, Vivaldi, Purcell o Handl. La banda sonora contiene también composiciones contemporáneas de Anna Meredith y Luc Ferrari, que conjugan bien con los clásicos y evidencian la vocación transgresora e irreverente que mantiene la película respecto a lo cánones acostumbrados del cine histórico, tantas veces aquejado de academicismo.
A pesar de que La favorita asume numerosos riesgos que bordean el capricho de autor, algunos de ellos desafortunados (los planos filmados con lentes angulares), la película se sostiene gracias a su poderoso relato y a las actrices capaces de hacerlo creíble. Un trío en estado de gracia formado por Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman, quienes se dejan la piel en la pantalla y deslumbran con sus interpretaciones llenas de quiebros y matices. El reparto contiene muchos otros nombres y todos ellos logran gobernar la excentricidad de los personajes, en un conjunto que camina en todo momento entre la comedia absurda y la tragedia clásica.
En definitiva, Yorgos Lanthimos logra recuperar el espíritu de la novela galante añadiendo dosis de geopolítica y de sadismo, en un ardid de conjuras sentimentales y luchas de poder. La favorita es un festín de hiel, una película que convierte lo vulgar en sublime y lo cruel en refinado.

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