PINOCHO. "Pinocchio" 2022, Guillermo del Toro y Mark Gustafson

Es sorprendente comprobar la pervivencia de Pinocho a través de los años en la cultura popular. Sin ir más lejos, solo en el último lustro se han estrenado varias adaptaciones con mayor o menor fidelidad al cuento original de Carlo Collodi, la mayoría de las veces tomando referencias estéticas del clásico de Disney de 1940. El ejemplo más reciente es el dirigido por Guillermo del Toro, quien consigue realizar su propia interpretación de Pinocho tras sufrir el desinterés de los grandes estudios para hacer una versión animada en stop motion, hasta que consigue sacar el proyecto adelante con la financiación de Netflix. No es extraño que el director mexicano se haya fijado en este relato italiano porque conecta con algunas de las obsesiones desarrolladas en sus anteriores películas: la marginación del diferente y la humanidad del monstruo frente a la brutalidad de los hombres, la fantasía como refugio de los horrores cotidianos, el camino de aprendizaje del héroe.

Al igual que hiciera con la dictadura franquista en El laberinto del fauno, del Toro vuelve a retratar el totalitarismo incorporando el régimen de Mussolini a Pinocho. No se trata de una aportación caprichosa porque, de este modo, se añade una dimensión más profunda a la naturaleza artificial del personaje, que pasa de ser una marioneta de juguete a un peón al servicio del ejército y la ideología reaccionaria. Su rebelión individual permite que Pinocho adquiera conciencia y complete así su transformación de objeto a persona, dentro de la simplicidad que requiere un producto destinado al público familiar. La ruptura de las normas impuestas no es la única transgresión que ofrece Pinocho, también hay un cuestionamiento muy interesante acerca del uso que hace la iglesia católica de Dios y del rebaño de fieles que le sustenta.

Pero, sin duda, lo más llamativo del film reside en las imágenes. Tanto las evoluciones de la historia como los personajes y el tono dramático vienen dados por influjo estético, cada aspecto de Pinocho está supeditado a su representación visual. Por eso el diseño artístico es tan importante en el conjunto. Del Toro es un director que suele hipervitaminar su cine con multitud de estímulos y de información en la pantalla, hasta el punto de que cuesta captar todo lo sucede en el encuadre en un primer vistazo. Algo que se potencia en este su primer largometraje de animación (ya contaba con trabajos previos como productor) junto a Mark Gustafson, una referencia en la técnica del stop motion. A decir verdad, el acabado visual es tan perfecto que ni siquiera parece stop motion, ya que los procesos digitales posteriores han eliminado cualquier rastro de la artesanía que posee esta manera de animar las figuras en maquetas construidas a escala. La excelencia de las herramientas modernas se suma a una sobreplanificación del lenguaje cinematográfico, con un montaje en el que se abusa de los movimientos de cámara y una acumulación injustificada de planos que emborracha los ojos del espectador sin que la trama se vea beneficiada por ello. Se trata de una práctica muy extendida en el cine mayoritario, que provoca la aceptación inmediata del público y en la que del Toro suele incurrir de forma vehemente. Es tal vez lo único que se le puede achacar a su Pinocho: el afán por deslumbrar en cada escena mediante un ritmo trepidante y una retórica de la imagen exacerbada.

En todo lo demás, Pinocho resulta brillante. Es emotiva y divertida cuando tiene que serlo, posee un repertorio de músicas muy hermosas compuestas por Alexandre Desplat que contiene canciones, hay una gran labor de iluminación y un derroche de creatividad en el diseño de arte... en suma, es una película que se disfruta en cada momento y que actualiza el discurso planteado por Collodi a los nuevos tiempos sin que parezca oportunista o forzado. Ojalá Guillermo del Toro vuelva a recorrer los caminos de la animación con el mismo acierto que en Pinocho.

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UN AÑO, UNA NOCHE. 2022, Isaki Lacuesta

El español Ramón González fue uno de los supervivientes del atentado yihadista cometido en 2015 en la sala Bataclán de París. Tres años después se publica el libro Paz, amor y death metal, que el propio González escribe como terapia y que Isaki Lacuesta lleva a la pantalla en 2022 con el título de Un año, una noche. Este ciclo narrativo que comienza con una tragedia y que se materializa después en literatura y en cine es un ejercicio contra la barbarie para tratar de dar sentido a lo que no lo tiene, un acto de creación frente a la destrucción.

Lacuesta realiza junto a Isa Campo, productora y coguionista habitual del director, una adaptación libre del texto original para redimensionar el alcance de los hechos. Así, la pareja argentina de González adopta origen francés y la película se centra en las consecuencias del horror sobre la relación entre ambos y con el entorno que les rodea, en un estudio pormenorizado de cómo la tragedia afecta a lo cotidiano. Sin embargo, Un año, una noche está filmada casi como si se tratase de un poema íntimo: el tiempo vivido se mezcla constantemente con el tiempo recordado y con el imaginado, mediante momentos que se yuxtaponen y se arrojan luz unos a otros, cuando no son sombras. Hay escenas que riman dentro de una estructura en elipse, que da vueltas sobre sí misma, pues así es como lo perciben los protagonistas dentro de sus cabezas. Fernando Franco y Sergi Dies se encargan del montaje, uno de los puntos fuertes del film.

Otro es las interpretaciones de Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant, quienes dan vida al dúo protagonista. La humanidad que desprenden les conecta con el público de forma directa, no solo por lo que hacen y dicen, sino también por lo que callan. El carácter expansivo y elocuente de él se complementa con la introspección y la madurez de ella, lo cual genera un torbellino de sentimientos que conduce la película hasta límites que nunca llegan a rebasarse. El director sabe mantener el equilibrio del tono dramático y la tensión emocional que se trasluce no solo en la labor de los actores, sino también en el aspecto visual. Basta ver, por ejemplo, el uso de un cristal esmerilado en medio de una conversación, o las partículas de pólvora flotante a las que se hace referencia repetidas veces durante el metraje. Son soluciones estéticas que ahondan en la profundidad del relato y que dotan a la película de una atmósfera muy cuidada, gracias a la fotografía de Irina Lubtchansky.

Las imágenes estilizadas de Un año, una noche escarban en la personalidad de los protagonistas y nos trasladan a un lugar hermoso y terrible al mismo tiempo, el de las heridas que no se cierran y la salvación producto del espanto. Por todo ello, se trata de una de las películas más redondas de Isaki Lacuesta, un cineasta capaz de calibrar al milímetro la intensidad de la historia que tiene entre manos y de mantener en vilo al espectador con sabiduría y respeto, sin necesidad de ser explícito en lo físico ni de regodearse en el dolor mental. La memoria de las víctimas así lo merece.

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LA MATERNAL. 2022, Pilar Palomero

Dos años después de haber dirigido Las niñas, Pilar Palomero continúa explorando las realidades diversas y tempranas del universo femenino, esta vez desde el presente y con una historia más dura que la anterior. La maternal se adentra en un centro para madres menores de edad donde llega Carla, de apenas catorce años, una chica con problemas para dominar su fuerte carácter que deberá aprender a convivir con las demás compañeras mientras espera el nacimiento de su bebé.

Palomero vuelve a demostrar su talento para transmitir verdad mediante la puesta en escena y la disposición de los elementos narrativos, primero en el guion y luego en la pantalla. Las situaciones reflejadas en La maternal tienen el valor de lo cotidiano, siempre dentro de lo turbador que resulta ver a púberes y adolescentes embarazadas. El espectador asiste a sus dudas e inquietudes, participa de su día a día bajo el punto de vista de Carla, que es el del extrañamiento. Por eso se emplean herramientas que buscan realismo: la cámara en mano, la ausencia de música diegética y, sobre todo, las interpretaciones de las actrices, en su mayoría no profesionales. Hay excepciones como Ángela Cervantes, que da vida a la madre de Carla, capaz de emanar tanta verdad como las jóvenes que se ponen por primera vez frente a la cámara. La credibilidad del paisaje humano que retrata La maternal es su virtud y su razón de ser. Es la película en sí. Son rostros, miradas y diálogos de tal autenticidad que a veces rozan el documental, como el momento en el cual las internas del centro se presentan. Una secuencia de primeros planos digna de figurar en cualquier antología de cine realista, que se toma el tiempo necesario para que los personajes se expresen y que se dilata hasta que la protagonista logra rendir sus resistencias.

Las demás escenas de la película no desmerecen. La maternal está filmada en distintos escenarios de los Monegros y Barcelona, bajo la luz apagada con que Julián Elizalde matiza la fotografía. Son imágenes que eluden los colores y los contrastes intensos, y que solo destacan cuando lo requiere la ficción: la escena en que madre e hija se sientan por última vez al sol en el patio de la casa, o el plano final con el pueblo bajo el resplandor del atardecer (que es la premonición de un futuro para Carla). Es en estos instantes donde Pilar Palomero deja su impronta de cineasta atenta a los detalles, una autora que mira a sus personajes a los ojos y que captura sus complejidades para exponerlas con honestidad y sin artificios.

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MANTÍCORA. 2022, Carlos Vermut

La mantícora es una criatura mitológica que posee una cabeza humana en el cuerpo de un león, un ser fantástico cuya doble naturaleza define bien la película del mismo nombre de Carlos Vermut. También aquí hay una yuxtaposición entre la parte frontal, común y sosegada, y la parte postrera, excepcional y fiera. Sobre el alambre que separa estos conceptos avanza Mantícora haciendo equilibrios, sin red debajo y en un abismo de contrastes que concuerdan con los de Julián, el personaje protagonista, un joven diseñador de videojuegos apocado y talentoso que guarda tinieblas en su interior.

El hecho de que la narración no se aparte nunca de su punto de vista sitúa al espectador en una posición muy incómoda, ya que al principio se asiste a la descripción de su destreza profesional y de un acto de heroísmo que pone al público en favor de Julián. Por eso cuesta tanto enfrentar la verdad que se descubre poco después, un interior monstruoso que él mismo tratará de combatir al conocer a Diana, una estudiante de Historia del Arte con la que coincide en su anhelo de huir de la realidad. Ambos personajes están interpretados con convicción y mesura por Nacho Sánchez y Zoe Stein, actor y actriz que se estrenan en papeles principales en el largometraje. Precisamente el casting es uno de los mayores aciertos de Mantícora, ya que las miradas y las actitudes de Julián y Diana resultan fundamentales para la credibilidad del film y son los vehículos perfectos para transmitir las emociones calladas de sus personajes.

El cuarto título de Carlos Vermut es el más contenido e introspectivo de su filmografía, siendo en esencia un film de terror. No un terror explícito, al contrario. Se trata de un terror subterráneo, amortiguado por la quietud y el silencio, pero que permanece latente y llena de tensión todo el metraje. Vermut evita las convenciones: no hay más música que la diegética y la fotografía de la debutante Alana Mejía González es apagada y de tonos fríos, sin recurrir a los estilemas de género. Cada elemento del conjunto está diseñado con pulcritud para imprimir en la imagen una sensación turbadora, de desubicación, al igual que le sucede al protagonista. Así hasta la llegada del clímax, en un largo plano secuencia que es un prodigio de dirección y de actuación. Vermut imprime el tempo adecuado y los movimientos de cámara precisos para levantar una catedral del drama delante de los ojos del espectador, a través de unas acciones que podrían ser cotidianas pero que alcanzan la medida del espanto... una proeza digna de maestros como Hitchcock.

En suma, Mantícora es una película que oculta sus laberintos emocionales bajo una apariencia árida, y que tiene el valor de abordar un tema espinoso desde dentro, asumiendo el papel del verdugo en vez de la víctima, como es habitual. Cine narrado con pulso firme y personalidad, la de Carlos Vermut, uno de los autores más genuinos del actual panorama español.

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EL ESPÍA. "The thief" 1952, Russell Rouse

Russell Rouse inició su carrera con una serie de películas independientes entre las cuales El espía tiene una cualidad muy especial que la vuelve atípica dentro del género negro: la ausencia completa de diálogos. Se trata del primer título dirigido en solitario por Rouse y una verdadera prueba para demostrar sus capacidades como narrador visual, ya que todo lo que sucede se explica únicamente mediante los recursos de la imagen y el sonido, prescindiendo de la palabra hablada. Así, la música compuesta por Herschel Burke Gilbert adquiere gran importancia como vehículo expresivo, además de la interpretación de Ray Milland, que encarna a un físico nuclear que proporciona informes secretos a una potencia extranjera.

La gestualidad y el movimiento del actor resultan muy apropiados para transmitir las tormentas interiores que vive su personaje, asediado por el servicio de inteligencia y por sus propios remordimientos. Una tensión que crece a lo largo de la película y que Rouse ilustra de manera creativa y dinámica. La cámara se mueve con destreza a través de los escenarios y encuadra con profusión de ángulos y tamaños, buscando siempre aunar el significado con la estética (valgan como ejemplo los planos cenitales que revelan la opresión del protagonista entre las paredes del apartamento). El director de fotografía Sam Leavitt emplea con inteligencia las luces y las sombras en un contrastado blanco y negro que, en el tercer acto, se vuelve naturalista, cuando la acción se traslada de Washington a Nueva York. Las imágenes finales que equiparan el amanecer de la conciencia del espía con el amanecer en la ciudad adquieren una calidad documental libre de artificios, en la que el personaje se funde con el entorno. Este desenlace de carácter simbólico y aspecto realista llega después de un ejercicio de estilo muy elocuente, que logra mantener la atención sin que se echen de menos las conversaciones durante el metraje. 

El guion escrito por Rouse junto a Clarence Greene, su colaborador habitual en la primera etapa, repite determinados momentos para que el público conozca la rutina del personaje principal. De este modo, la ruptura de la trama gana en dramatismo gracias a secuencias como la del Empire State, por ejemplo, y otros bloques cinematográficamente bien construidos que encuentran el ritmo perfecto en el montaje. En suma, El espía es un film que luce orgulloso su condición de rara avis y que revela a un director, Russell Rouse, que nunca ha obtenido el reconocimiento que merece.

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CANTO CÓSMICO. 2021, Leire Apellaniz y Marc Sempere Moya

Muchas veces, la línea que separa el cine documental de la ficción es tan fina que los dos conceptos se diluyen y crean películas tan especiales como Canto cósmico. Un paseo por las interioridades del Niño de Elche y una indagación por su arte transgresor y libre, de la mano de Leire Apellaniz y Marc Sempere Moya. Lejos de ceñirse a ninguna fórmula preconcebida, los directores proponen un ejercicio de estilo que asimila los modos de expresión y el pensamiento del protagonista, dando como resultado un film original e inclasificable, un experimento de belleza estética y calado intelectual.

El guion, escrito por los propios directores, intercala el retrato familiar, los momentos perfomáticos y las declaraciones por parte del Niño de Elche y de otras personas relacionadas con su universo personal y creativo. La cámara recoge el testimonio cercano de los padres, pero también el de profesionales del sonido, artistas aficionados al flamenco y autores que circulan en la misma órbita. Nombres como Pedro G. Romero, Antonio Orihuela y C. Tangana se suman a las actuaciones de Israel Galván o Raúl Cantizano, entre otros, en un caleidoscopio que desvela las múltiples caras del Niño de Elche: la poética, la política, la íntima, la musical, la religiosa... Todas ellas mediante imágenes sugerentes que juegan con la composición, la luz y el tempo fílmico. Tanto la fotografía de Agnès Piqué Corbera como el montaje de Marcos Flórez consiguen amoldarse al imaginario del Niño de Elche y generar un espacio singular lleno de símbolos con perdices enjauladas, procesiones nudistas o cantos cincelados a golpe de mazo sobre el granito.

La labor de Apellaniz y Sempere Moya consiste en dar forma a todas estas ideas y ordenarlas para que el conjunto tenga coherencia y, sobre todo, para que queden claras las líneas que definen el arte salvaje y a la vez erudito del Niño de Elche. El principal reto que asume Canto cósmico es el de poner en escena nociones en apariencia enfrentadas como son lo primitivo y lo moderno, lo popular y la vanguardia, la brutalidad y la delicadeza. Una alquimia que adquiere consistencia en la pantalla y que depara una de las películas más fascinantes del reciente cine español.

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HISTORIAS PARA NO CONTAR. 2022, Cesc Gay

Diez años después de Una pistola en cada mano, el cineasta Cesc Gay retoma el formato de las historias cortas sobre asuntos sentimentales. En esta ocasión narra cinco relaciones de pareja cuya continuidad se pone en peligro de diversas maneras, siempre con el habitual tono de comedia y el talento para los diálogos del director. Además del tema, todas tienen en común el escenario de la ciudad de Barcelona y cuentan con actores diferentes que son una buena muestra de la excelencia interpretativa que hay en España. Algunos con los que Gay ya había trabajado antes (Àlex Brendemühl, Javier Cámara) y otros que se incorporan a la familia (Anna Castillo, Antonio de la Torre, María León, José Coronado o Maribel Verdú, entre otros). Un elenco admirable que representa con naturalidad y frescura un amplio espectro de perfiles en los que cualquier espectador puede reconocer sus miserias cotidianas.

Porque la cualidad que predomina en Historias para no contar es la del humor que revela incomodidades, la dificultad humana para la sinceridad y la comunicación afectiva. El lenguaje cinematográfico que emplea Gay para narrar cada una de las situaciones es eficaz y sencillo, incluso se podría considerar funcional (abundan los planos medios y los primeros planos), lo cual traslada el peso al guion y los actores. Ellos aportan su personalidad al fragmento en el que intervienen y completan un mosaico en el que queda reflejado el universo propio de Gay, poblado por seres algo neuróticos de clase media/alta que buscan distraer cierto hastío existencial con aventuras románticas en entornos urbanos. Más que un conjunto de episodios independientes, la película debe ser vista como una suma de partes en torno a una misma idea, si bien se puede disfrutar de ambas maneras.

A estas alturas, Cesc Gay no depara sorpresas ni abandona un estilo en el que parece consolidado. Historias para no contar ofrece un divertimento accesible con dosis de corrosión y de crítica social que, no obstante, tiene capacidad para agradar a un público amplio. Esto, que suele ir en detrimento del concepto de autor, es sin embargo una aspiración difícil de conseguir. Hacer un cine reconocible, en el que la idiosincrasia no esté reñida con las pretensiones comerciales. Nada más y nada menos.

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AS BESTAS. 2022, Rodrigo Sorogoyen

En menos de una década, Rodrigo Sorogoyen ha logrado realizar cinco largometrajes y varias series de televisión que le han consolidado como uno de los cineastas más robustos del reciente panorama español. No solo dirige, también escribe y produce sus películas a través de Caballo Films, lo cual le garantiza independencia creativa y el control sobre sus trabajos. Esta trayectoria alcanza su cenit con As bestas, un drama rural con hechuras de thriller psicológico que demuestra el pulso narrativo de Sorogoyen y su capacidad para dirigir actores, pues ellos cargan en buena medida con el peso del film.

En el reparto franco-español figuran Denis Ménochet, Marina Foïs, Luis Zahera, Marie Colomb y Diego Anido, cinco intérpretes excepcionales que extraen lo mejor de sus personajes y consiguen traspasar la pantalla haciendo gala de sus recursos actorales (el gesto, la mirada, el movimiento, la voz). Contemplarles es como asistir a un concierto de cinco músicos virtuosos que no tocan para lucirse, sino para enriquecer una melodía que ya de por sí está bien compuesta y arreglada. El guion escrito por Sorogoyen e Isabel Peña, su colaboradora habitual, tiene dos partes diferenciadas por una secuencia de gran intensidad que enlaza con el prólogo y supone un giro importante en la trama. Ambas partes mantienen la tensión en todo momento y hacen evolucionar a los personajes con progresión y coherencia, sin dar las cosas por sentadas. As bestas es la película más realista de Sorogoyen y la que menos recurre a las convenciones de los géneros cinematográficos, si bien contiene trazas de western (los conflictos de tierras, las conversaciones en el bar) e incluso trae el recuerdo de algunas películas como Perros de paja, en las que la violencia soterrada estalla en el entorno de una villa aparentemente tranquila. Estas referencias no restan ni un ápice de personalidad a As bestas, que desde el primer fotograma hasta el último exhibe una energía contenida y una atmósfera espesa capaces de mantener la atención del público.

Rodrigo Sorogoyen logra estos aciertos en compañía de su equipo acostumbrado: Álex de Pablo en la fotografía, Alberto del Campo en el montaje y Olivier Arson en la música. Juntos funcionan como una maquinaria que calibra con precisión los componentes dramáticos del conjunto y que da como resultado la película más compacta del director hasta la fecha. Hay buen cine en las imágenes de As bestas, y también detrás de ellas. Por su calado emocional y por la capacidad de convertir una historia sucedida en un rincón gallego en una alegoría universal que comprime las grandezas y las miserias de la condición humana.

A continuación, pueden escuchar uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Arson. Sonidos minimalistas con instrumentos tradicionales que evocan la naturaleza, una música que es pura textura. Relájense y disfruten:

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MOTHER. "Madeo" 2009, Bong Joon-ho

Da igual el género al que pertenezcan, las películas de Bong Joon-ho siempre están teñidas de un humor muy particular que las vuelve reconocibles. Ya sea desde el thriller rural (Memories of murder), el cine de monstruos (The host) o la fábula distópica (Snowpiercer), sus historias evidencian el absurdo y las contradicciones del comportamiento humano. Mother recrea el mito de la madre coraje que es capaz de hacer cualquier cosa por salvar a su hijo, más aún cuando este padece una discapacidad mental y es señalado como culpable de un crimen sucedido en una pequeña población.

Una vez más, la galería de personajes resulta singular. El autor no se centra solo en la figura de la madre abnegada, ya que cuestiona todos los modelos posibles de autoridad, poder y referentes sociales. Todo ello sin acritud ni nihilismo, porque Bong Joon-ho parte del esperpento y utiliza la pantalla como un espejo deformante de los males que acechan al público. Este traga la medicina cuyo sabor amargo es endulzado con las oportunas dosis de comedia, ya que Mother es un film divertido, grotesco pero divertido. Hay personajes que ahogan sus frustraciones en alcohol, otros que aplacan su soledad con sexo arbitrario, policías incompetentes, ladrones de poca monta... en suma, una fauna de seres que caminan en todo momento entre la fuerza y la vulnerabilidad, entre la decisión y el caos.

Ahora bien, si todos los elementos se conjugan y adquieren sentido es gracias a las capacidades narrativas de Bong Joon-ho. Es admirable su habilidad para hacer evolucionar el relato empleando un lenguaje cinematográfico elocuente y de gran dinamismo, que alterna con inteligencia el tamaño y la angulación de los planos, y que elige emplazamientos de cámara acordes a las necesidades de la ficción. El cineasta surcoreano trabaja por primera vez con Hong Kyung-pyo y Jinmo Yang, director de fotografía y montador respectivamente, quienes realizan una labor minuciosa y creativa que contribuye al perfecto acabado técnico del film. El equipo artístico tampoco desmerece, integrado por un plantel de actores preciso y bien conjuntado.

Con un carácter más íntimo que sus otras películas, Mother muestra el dominio de la puesta en escena de Bong Joon-ho y su talento para desarrollar en imágenes todas las posibilidades que ofrece el guion, escrito por él mismo junto a Park Eun-kyo. Basta ver la secuencia final con el viaje en autobús para constatar el potencial de fabulación y metáfora que posee el director. Sin duda, uno de los más dotados surgidos en Oriente durante las últimas dos décadas.

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LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA. 2022, Fernando Franco

La querencia de Fernando Franco por trabajar con material delicado y asuntos espinosos continúa en su tercer largometraje, La consagración de la primavera. Un título que remite a la célebre obra orquestal de Stravinski y que funciona como metáfora del despertar a la vida de Laura, una universitaria recién llegada a Madrid, y la relación que establece con David, un chico con parálisis cerebral que vive con su madre. Tres personajes que son los ejes centrales del film y que cumplen funciones muy determinadas dentro del relato: el primero como protagonista que traslada al espectador su punto de vista, el segundo como detonante de la acción y el tercero como intermediario. Están interpretados, respectivamente, por Valèria Sorolla, Telmo Irureta y Emma Suárez.

Tanto Sorolla como Irureta debutan en papeles principales y transmiten una desenvoltura que contagia el conjunto, mientras que Suárez aporta veteranía y seguridad. Esta mezcla define el tono de la película, cuyas turbulencias emocionales se mantienen soterradas durante el metraje y no emergen salvo en pequeños detalles y frases de diálogo, de manera austera y siempre contenida. Un equilibrio perfecto que demuestra el buen oficio del director, autor también del guion junto a Bego Aróstegui.  Ambos desarrollan una historia de carácter íntimo que busca la credibilidad y la consigue, gracias a una puesta escena sencilla pero muy eficaz que contiene elementos visuales en los que merece la pena detenerse. 

La cámara raras veces se despega de Sorolla, captura su singular mirada y evidencia lo ajena que se siente del entorno desenfocando los fondos en los planos de exterior. Para ello, el director de fotografía Santiago Racaj evita la profundidad de campo y selecciona las lentes adecuadas para trasladar la misma sensación de soledad que Franco obtiene desde la planificación, a través del off. Un ejemplo es cuando la protagonista se introduce en un taxi por la noche en estado de consternación e intercambia unas pocas palabras con el conductor, quien nunca llega a mostrarse. El público solo ve el rostro de Sorolla y no recibe el contraplano del taxista, una decisión que materializa el estado de aislamiento. Hay otros recursos de la imagen expresados mediante la composición y los emplazamientos de cámara, nada rebuscados y a la altura de los personajes. Porque La consagración de la primavera es una película profundamente humanista, que emplea con inteligencia las elipsis de tiempo y que elude las obviedades y los clichés dramáticos (la música, las conversaciones explicativas) para hablar al espectador de tú a tú, con honestidad y cercanía. Sin apartarse del drama y del dolor de sus anteriores trabajos, Fernando Franco ha hecho su película más luminosa y amable, más optimista, tal y como se enuncia en el título. Bienvenido sea este soplo de aire fresco en la carrera de un director que siempre tiene cosas que contar.

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CINCO LOBITOS. 2022, Alauda Ruiz de Azúa

Después de unos años curtiéndose en el cortometraje y la publicidad, Alauda Ruiz de Azúa afronta su primer título en formato largo para seguir desarrollando uno de sus temas predilectos: las relaciones humanas. Cinco lobitos explora el territorio familiar y plantea cuestiones que participan de la discusión pública, como son los cuidados, la conciliación y la brecha generacional, todo pautado por la ficción y el drama costumbrista que pretende fijar el tiempo presente. Hay, por lo tanto, un afán realista fruto de la observación y la experiencia que llena de vida las imágenes de su opera prima, gracias a un guion equilibrado y lleno de situaciones reconocibles, y unos intérpretes capaces de darles verosimilitud.

Los actores son parte esencial y dan personalidad al film, ya que Cinco lobitos es cine de personajes. La directora logra crear perfiles complejos gracias a la labor de Susi Sánchez, Ramón Barea, Mikel Bustamante y Laia Costa, esta última como eje central. Ellos y la bebé que desencadena el relato son los cinco lobitos que deben resolver sus conflictos a través de miradas, gestos y palabras medidas con precisión de cirujanos. La mayoría de las acciones suceden en escenarios domésticos donde la intimidad siempre es violentada por el otro y la autonomía se pone a prueba, dándole a la película un carácter universal que trasciende lo cotidiano.

Para ello, Ruiz de Azúa se vale de planos medios y primeros planos que se adaptan a las condiciones del entorno, buscando la mínima intervención posible y dando libertad a los actores para que evolucionen sus personajes, en favor de la naturalidad. Sin artificio ni alardes técnicos, la directora vizcaína es consciente en todo momento del material sensible que tiene entre manos. Su mayor virtud es mantener el tono para que la balanza de emociones que maneja no se desnivele por exceso ni por defecto, dosificando bien los impulsos que mueven a los personajes. El respeto de Ruiz de Azúa por lo que cuenta queda impreso en la pantalla y se traslada al público, quien tiene opción de tomar partido. Esta es la grandeza de Cinco lobitos: dar herramientas al espectador para que haga suya la historia, empleando como mediadores a un plantel de actores en estado de gracia.

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LA COSA. "The thing" 1982, John Carpenter

No es hasta su sexto largometraje que John Carpenter consigue el respaldo de un gran estudio, Universal, después de años trabajando con productoras independientes. Lo cual significa que tiene presupuesto suficiente para invertir en efectos especiales y para mostrar abiertamente lo que antes tenía que sugerir por la escasez de medios técnicos disponibles. Así que da rienda suelta a Rob Bottin, quien ya había colaborado con Carpenter en La niebla, para crear al ser multiforme que da título a la película. Pocas veces como en La cosa resulta tan intensa y dependiente la relación entre un director y su encargado de efectos especiales, por eso cabe otorgar a ambos la condición de autores casi con el mismo nivel de importancia.

Aunque Carpenter ya había tenido oportunidad de realizar homenajes a Howard Hawks en ocasiones anteriores, es en La cosa donde rinde tributo a su maestro, al echar la vista atrás hacia El enigma de otro mundo. Un clásico de la serie B que Hawks produjo en los años cincuenta a partir de un relato pulp de John W. Campbell Jr. Curiosamente, la versión de Carpenter es más fiel al texto original, si bien la acción se sitúa en el presente. A pesar de la holgura económica, La cosa sigue conservando el aliento a serie B que caracteriza al director, y que se manifiesta en un guion sencillo y directo con personajes sin demasiada profundidad y una asimilación de las claves del terror clásico. La aportación de Carpenter tiene que ver con lo explícito y la truculencia, rayana en el gore, de las escenas de mayor impacto, como queriendo ir un paso más allá de la reciente Alien. El film de Ridley Scott ejerce una enorme influencia sobre La cosa y sobre buena parte del cine de miedo que se desarrollará en los siguientes años, con una diferencia: donde Scott aplica la sugestión y la mesura, los demás se dejan llevar por la evidencia y el exceso. También Carpenter. El cineasta incurre en el regodeo de las vísceras y de la masa corpórea sometida a transformaciones aberrantes, el body horror, para generar imágenes que lograron conmocionar a una generación de espectadores a través de trucos de maquillaje, animatrónica, maquetas y la manipulación de materiales como el látex, por ejemplo. Lo que hoy se consideran métodos tradicionales, que han elevado La cosa a la categoría del culto y la devoción, fruto de una nostalgia a veces desmedida.

Fuera de esta sentimentalización del recuerdo, la película ofrece un resultado estimable, pero no memorable. Como suele suceder en las películas de John Carpenter, el elemento visual se impone sobre la narración, y el mayor acierto reside en mantener una atmósfera tensa que enturbia las relaciones entre los personajes. El director repite con Kurt Russell, actor que encarna mejor que nadie al héroe trágico y descreído de su cine de aventuras, mitad western y mitad thriller de ciencia ficción, que en La cosa se aproxima a la pieza de cámara. La unidad de espacio de una base de investigación en mitad de la Antártida y el grupo de profesionales que aglutina a los protagonistas son los elementos con los que Carpenter desarrolla el film, dando relevancia a las actitudes y las reacciones humanas. Por tanto, no se trata solo de un artefacto de sustos y de suspense en un escenario claustrofóbico, La cosa es además un estudio sobre el comportamiento de hombres sometidos a situaciones límite. Solo por ello merece la pena regresar a este título de referencia de un director que se encontraba en sus mejores momentos y con su mejor equipo (incluido Dean Cundey en la fotografía). Es una lástima que la única colaboración entre John Carpenter y Ennio Morricone se saldase con una música anodina, que no contribuye a reforzar la identidad del conjunto. Aun así, La cosa sigue estremeciendo cuatro décadas después de su estreno. Algo que no se puede decir de muchas otras películas del mismo género.

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ALICE. "Něco z Alenky" 1988, Jan Švankmajer

A finales de los años ochenta, Jan Švankmajer es un autor reconocido por la singularidad de sus cortos de animación, que mezclan el surrealismo con toda clase de referencias artísticas y literarias. Para su primer largometraje recurre a Alicia en el país de las maravillas, la novela de Lewis Carroll llevada repetidas veces a la pantalla, pero nunca de manera tan fascinante como aquí. El director checo adapta libremente el texto original y lo conduce a su terreno, explorando las zonas más oscuras mediante recursos narrativos y formales orientados al público adulto.

Como es habitual en el cine de Švankmajer, la imagen real convive con la técnica del stop motion, lo cual genera una sensación extraña similar al sueño...  aunque habrá quien considere que se parece más a una pesadilla, dada la naturaleza perturbadora de muchas imágenes. En ambos casos se trata de una representación tergiversada del tiempo, que se manifiesta dentro del plano (algo frecuente en la animación fotograma a fotograma antes de la era digital) y en el montaje (con el uso de encuadres muy cerrados que fijan la atención en los detalles). Esto provoca tensión y aumenta la capacidad de sorpresa del espectador, quien percibe la artesanía de los movimientos de las figuras sin echar en falta la perfección cinética de los medios del presente. La magia del stop motion tradicional consiste en que la evidencia del truco es una virtud y no un defecto, en contra de lo que suele suceder con la mayoría de los recursos visuales.

Otros aspectos estéticos a tener en cuenta son los relacionados con el diseño de arte: los escenarios, el vestuario, la infinidad de objetos que intervienen en todas las acciones. Una cacharrería fabulosa con una identidad singular que a veces desprende belleza y a veces temor o desconcierto. Švankmajer consigue dotar de vida y de carácter a los cuerpos inanimados, así, calcetines, relojes, cartas de naipes o animales disecados son personajes en torno a la Alicia de carne y hueso, convertida en muñeca en las escenas en las que disminuye de tamaño. A todo este universo visual se une el sonoro, ya que la película carece de diálogos y las situaciones son descritas por la niña protagonista mediante planos de detalle de su boca, intercalados con frecuencia a lo largo del metraje. Por eso los ruidos adquieren gran expresividad y elocuencia, suplen a la música que apenas suena durante el film.

En suma, Alice de Jan Švankmajer no ha disminuido su poder de hipnosis gracias a la libertad y el lirismo que contienen sus imágenes. Es una obra tan bizarra y experimental que no desentonaría en un circo de curiosidades, y a la vez tan hermosa y elaborada que podría exhibirse en cualquier museo.

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HALLOWEEN. 1978, John Carpenter

En apenas una década, John Carpenter tuvo tiempo de cursar estudios de cine, realizar tres largometrajes y, con el último de ellos, fundar prácticamente un género: el slasher. Es verdad que ya existían numerosas películas de asesinos en serie dirigidas por Hitchcok, Lang o Fleischer, por ejemplo. Pero es Carpenter quien define las pautas de este subgénero que será explotado durante los años ochenta y que describe el hostigamiento al que se ve sometido un grupo de jóvenes por parte de un homicida perturbado que aprovecha la oscuridad de la noche y el silencio de un arma blanca para cometer sus crímenes.

Este es el argumento de Halloween, escrito por el director y por la también productora Debra Hill, el cual se desarrolla de manera esquemática y simple. Carpenter no pasará a la historia por sus habilidades literarias, pero sí por su capacidad para situar acciones en espacios que trascienden la condición de escenarios y adquieren una dimensión dramática. En diversas ocasiones, el cine de Carpenter ha empleado los paisajes urbanos como representación de conflictos sociales (1997: Rescate en Nueva York, Están vivos) y de problemas comunes que adoptan carácter singular según disminuye el tamaño de la localización, ya sea un pueblo (La niebla), un distrito residencial (Christine) o un único lugar (Asalto a la comisaría del distrito 13, La cosa). La mayoría de las situaciones de Halloween suceden en el barrio de extrarradio de una gran ciudad, el ideal de las familias norteamericanas de clase media conformado por una manzana de casas bajas con porche en la entrada y zonas verdes. Allí conviven adultos que se saludan por el nombre de pila y jóvenes que esperan inquietos el mejor momento para intimar entre latas de cerveza, canutos de marihuana y coches prestados por sus padres. La irrupción de un antiguo vecino escapado de un sanatorio mental convertirá la noche de Halloween en una matanza que, como tantas veces, supone un castigo moral para quienes no reprimen sus instintos. Así, la mujer sacrificada y célibe interpretada por la debutante Jamie Lee Curtis será la que deba enfrentarse a las fuerzas del mal encarnadas en la figura de Michael Myers, prototipo que inaugurará una estirpe que dura hasta hoy y que contiene los nombres de Jason, Freddy Krueger, Candyman o Ghostface, entre otros.

La pobreza del guion se ve compensada por una planificación imaginativa y dinámica, con movimientos de cámara fluidos, planos secuencia que transmiten tensión (es antológico el que abre el film, con un punto de vista subjetivo del aprendiz de serial killer) y un montaje muy eficaz, que ubica en todo momento a los personajes. Halloween establece el manual de cómo deben rodarse este tipo de películas alejándose de la precariedad de la serie B, cuyas convenciones son esquivadas por Carpenter en colaboración con el director de fotografía Dean Cundey. Ambos trabajan juntos por primera vez en este clásico del cine de terror que cuenta, como es habitual, con una banda sonora extremadamente sencilla compuesta por el propio Carpenter que define bien el tono del conjunto: directo, limpio y conciso. Como una cuchillada mortal.

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GIRASOLES SILVESTRES. 2022, Jaime Rosales

No es fácil encontrar el punto intermedio entre el drama de ficción y el cine naturalista que pretende capturar el día a día de unos personajes comunes. Jaime Rosales lo logró en 2014 con Hermosa juventud y ahora vuelve a practicar el realismo de lo cotidiano en Girasoles silvestres, la historia de una joven madre separada que trata de salir adelante y de afrontar los problemas que vive con diferentes hombres con los que se relaciona. La película propone una reflexión sobre las diferencias de sexos y los compromisos que se adquieren en pareja, con una lectura feminista acorde a los tiempos que corren. Julia, la protagonista encarnada por Anna Castillo, se enfrenta a modelos de masculinidad tradicional en un camino lleno de obstáculos que esquiva los artificios narrativos. Aunque todo cuanto sucede en la pantalla se expone de manera cruda, bajo la apariencia de no haber sido cocinado, en verdad responde a una elaboración cuidada y meticulosa ya desde el guion, escrito por el director junto a Bárbara Díez, quien hasta ahora se había ocupado de las labores de producción en las anteriores películas de Rosales. 

La estructura del film se divide en tres bloques correspondientes a las sucesivas parejas de Julia, interpretadas por Oriol Pla, Quim Àvila y Lluís Marqués. La acción se reparte en las ciudades de Barcelona y Melilla a lo largo de dos o tres años, lo cual sirve para esbozar el paisaje de la precariedad laboral y la crisis económica y sanitaria derivada de la pandemia de covid. Girasoles silvestres posee un carácter testimonial que documenta el presente a varios niveles, en lo personal y en lo colectivo, y que marca la tendencia creciente de Rosales por hacer un cine más accesible y cercano al público.

Los diálogos corrientes y las situaciones reconocibles contribuyen a ello. Para transmitir fluidez en el relato, se emplea el recurso de la elipsis seleccionando los momentos de desarrollo de los personajes, con distintos puntos de vista, siendo predominante el de Julia. Ella es quien asume las consecuencias de cada escena y quien irá evolucionando dentro del conjunto hasta completar su proceso de madurez, si bien no hay un final cerrado y concluyente, al igual que tampoco hay un inicio donde empieza todo. El espectador asiste a un tramo de la vida de Julia que podría comenzar antes y terminar después, si acaso el director fuera otro. Pero Jaime Rosales decide acotar las peripecias de su heroína en un periodo determinado, sin forzar el final feliz, pues la vida carece de las convenciones del cuento. De hecho, Girasoles silvestres adopta la circularidad al abrir y cerrar el film con las imágenes de los niños que juegan en la naturaleza y la música de Triana.

Así pues, todos los elementos de la película son austeros en la narrativa y comedidos en la forma (con alguna excepción, como el primer plano del novio agresor frente a la cámara), lo cual conduce a la pregunta: ¿Por qué entonces consigue sobrecoger? La respuesta ocupa solo dos palabras: Anna Castillo. La actriz utiliza todas las herramientas a su alcance (voz, gesto, mirada, movimiento) con brillantez, y su frescura se contagia a los demás integrantes del reparto, en el que se encuentran los nombres de Manolo Solo y Carolina Yuste. Ellos forman parte de los Girasoles silvestres que crecen a lo largo de la película, seres que buscan la luz en medio de una profusión de sombras y que tratan de mirar hacia arriba sin despegar las raíces del suelo.

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MIDSOMMAR. 2019, Ari Aster

El género de terror siempre ha transitado por lugares comunes y ha empleado unos códigos muy determinados para camuflar cuestiones humanas dentro de las convenciones de la ficción. Así, un argumento frecuente es el de un grupo de jóvenes que experimenta una situación de pesadilla en un entorno natural supuestamente apacible (un campamento cerca de un lago, una cabaña rural, un bosque), lo cual ocasiona una competición por la supervivencia en la que se van sucediendo las muertes acorde al carácter de los personajes y donde el ganador (casi siempre mujer) logra salvarse con valor y esfuerzo. El director y guionista Ari Aster incorpora novedades en este esquema tradicional, unas referidas a la forma y otras al contenido de Midsommar.

Conviene observar primero los temas que se repiten, por ejemplo: los mecanismos de manipulación de las sectas y el empleo del folclore y la cultura como elementos diferenciadores del individuo frente a la comunidad. Esto aparece en muchas películas (Holocausto caníbal, ¿Quién puede matar a un niño?) como detonante del extrañamiento del protagonista en un escenario desconocido. Después de un prólogo muy dramático en los Estados Unidos, la acción de Midsommar se traslada hasta Suecia, al paisaje idílico de un valle en mitad de la naturaleza. El film es muy elocuente en términos visuales: basta ver el plano del desplazamiento del coche por la carretera para percibir el contraste lumínico entre lo que se deja atrás y lo que está por venir, ejemplificado en el giro vertical de 90º de la cámara, que advierte que el mundo de los protagonistas va a ser alterado por completo. La principal aportación de Aster consiste en hacer coincidir la historia con el periodo estival en el que no hay oscuridad, debido al fenómeno del sol de medianoche. En contra de lo habitual, todo sucede a plena luz del día sin que el horror encuentre sombras en las que cobijarse, lo que da oportunidad al director de fotografía Pawel Pogorzelski de generar un imaginario del horror rebosante de luz y color (incluso sobreexponiendo las imágenes y forzando la saturación de los blancos, presentes durante todo el metraje).

La sencillez solo aparente de las localizaciones da pie al director para desarrollar una puesta en escena muy elaborada, rica en movimiento, ángulos y encuadres, según las sensaciones que se quieren transmitir. Tanto lo planificación como el montaje alcanzan expresividad y dotan el conjunto de una atmósfera enrarecida, que juega con las composiciones geométricas y con los puntos de vista. Es cierto que Aster incurre en ocasiones en detalles absurdos (el temblor al final de la escena del avión) o en excesos gratuitos (los cadáveres pulverizados de los ancianos), incluso en mojigaterías (el plano subjetivo de la chica abriendo las piernas al inicio del rito sexual). Pero también hay que reconocer su habilidad para coreografiar algunos planos secuencia y para disponer los elementos dentro del espacio y asignarles un significado narrativo. Las imágenes de Midsommar provocan desconcierto, tensión, incomodidad... ocultan información o la muestran cuando es necesario a los personajes y al público, pues ambos se confunden en el transcurso de la película con evidente malicia, casi perversidad.

Ahora bien, si hay algo que permite identificarse al espectador con lo que sucede en la pantalla es la interpretación de Jack Reynor y Florence Pugh. Esta última demuestra ser una de las mejores actrices de su generación en un papel exigente y complejo, que ella resuelve con una asombrosa mezcla de oficio y naturalidad. El primer plano con el que cierra Midsommar es el resumen de un film que no termina de definir bien sus intenciones. Detrás del miedo a cielo abierto que provoca Ari Aster, subyace una fábula cruel sobre las relaciones de pareja, la diferencia de sexos y una crítica al colonialismo de una sociedad que se considera hegemónica sobre poblaciones enraizadas en el pasado. El problema es que buena parte de esto se pierde por el camino y queda amortiguado por el impacto de la trama, la reflexión se diluye en favor del morbo y Midsommar deja pasar la posibilidad de ser más profunda para instalarse en la curiosidad bizarra, en el divertimento malsano de un cineasta con talento. Puede que Aster gane madurez en el futuro y que los aciertos que se anuncian aquí lleguen a concretarse, que atempere su afán por impresionar en favor de la contundencia del relato.

A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Bobby Krlic. La música es uno de los rasgos que imprimen mayor personalidad al film, con sonidos densos y notas que se alargan hasta el infinito para amplificar las emociones de los personajes. Relájense y disfruten:

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JIMI HENDRIX: VOODOO CHILD. 2010, Bob Smeaton

El documentalista musical Bob Smeaton retrata la figura de Jimi Hendrix a los cuarenta años de su muerte, por encargo de la familia del icono de rock. El enfoque es autobiográfico, ya que la narración toma como base fragmentos de entrevistas y textos escritos por Hendrix en primera persona, que son leídos como si se tratase de su propia voz (aunque en realidad es otro músico quien asume sus palabras, Bootsy Collins). La película adquiere de este modo un tono confidencial y cercano, que se ilustra con el rico material de archivo restaurado para la ocasión. Son imágenes de conciertos, actuaciones televisivas, informativos, grabaciones amateur... que conforman un caleidoscopio acorde al espíritu del protagonista.

El guion respeta la cronología de los hechos y abarca toda la trayectoria de Hendrix, desde el nacimiento en Seattle en el seno de una familia de clase media hasta poco antes del temprano fallecimiento en Londres, un recorrido apasionante de 27 años en los que revolucionó la manera de tocar la guitarra eléctrica. Smeaton construye el relato haciendo hincapié en los momentos de gloria y omitiendo las sombras del artista, sin que haya ninguna mención a las sustancias tóxicas que provocaron su muerte. Esta práctica de blanqueamiento suele abundar en las películas financiadas por la parte interesada del negocio en seguir sacando réditos, mediante biografías oficiales y autorizadas. Muestran, por lo tanto, una visión parcial del conjunto que encuentra acomodo en estos tiempos de corrección política. Así que quien quiera indagar con rigor en la vida de Jimi Hendrix deberá completar la información con otros medios, no obstante, Jimi Hendrix: Voodoo Child se ve con interés y agrado.

No podría ser de otro modo, ya que la selección sonora y visual es tan poderosa que hace falta ser de piedra para no sentirse conmovido por lo que sucede en la pantalla. El montaje ayuda a transmitir la energía necesaria y a fijar el tono del film, con las adecuadas dosis de nostalgia, divulgación y pleitesía. En suma, un documental capaz de hacer disfrutar a los aficionados y de abrir la puerta a los que se asoman por primera vez a la obra de este mago de las seis cuerdas, cuya magia continúa reverberando todavía hoy.

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ARGENTINA, 1985. Santiago Mitre, 2022

Si una de las funciones del cine es contar la vida y dejar constancia de la historia, no hay duda de que Argentina, 1985 cumple este cometido con creces. El director Santiago Mitre revisa uno de los capítulos más trascendentes del siglo XX en Latinoamérica, el juicio civil al que fue sometida la junta militar encabezada por el dictador Videla con la llegada de la democracia a Argentina, después de años de horror y de terrorismo institucional ejercido arbitrariamente. Para contar un hecho de tal envergadura hace falta acudir a nombres concretos y detalles reales que conviene aderezar de ficción para optar a un público amplio. Se trata de aunar información y entretenimiento, rigor y emoción. Algo que Mitre consigue depositando el protagonismo sobre el fiscal federal encargado del caso, Julio Strassera, un personaje aparentemente gris y protocolario que Ricardo Darín dota de humanidad.

La mezcla de recreación histórica y film de género se hace patente desde el guion, escrito por Mitre y Mariano Llinás, colaboradores desde hace años. Y todo ello sin renunciar a ciertos clichés, tanto narrativos (la selección del equipo para llevar a cabo la misión, los prolegómenos de la sentencia) como formales (la música enfática para recalcar sensaciones, las secuencias de montaje que resumen partes del proceso). El director no esconde sus cartas y trata de hacer digerible un argumento de gran calado trágico, reforzando la épica y la reivindicación de unos valores justos, pero sin caer en el exceso. El tono de Argentina, 1985 está medido con detalle para no faltar a la verdad de unos acontecimientos que continúan presentes en la memoria colectiva del país, sin vulgarizarlos mediante el sentimentalismo fácil. La interpretación de Darín resulta fundamental para ello, rodeado de un extenso reparto en el que sobresalen Peter Lanzani y Alejandra Flechner. También la música de Pedro Osuna, en su primer trabajo completo para una banda sonora, contribuye a la polifonía del film apoyándose en secciones de cuerda muy expresivas, que dan vivacidad al conjunto.

Los esfuerzos de la producción por recrear la época brillan en cada plano, con ayuda de las luces y los colores de Javier Juliá en la fotografía. Hay un gran acabado visual: la planificación de Mitre es clásica y elocuente al mismo tiempo, busca el movimiento a través de los encuadres y el montaje, e incluso mantiene un diálogo con el pasado al emplear en determinadas ocasiones material de archivo rescatado de los informativos del momento. Todo ello con la naturalidad suficiente para que los ciento cuarenta minutos de metraje transcurran con fluidez. En suma, es una película que utiliza herramientas cinematográficas para aliviar la infamia que se cuenta en la pantalla, empleando también el humor cuando es necesario, y el carácter que imprime un grupo de actores acompasado y compacto. Hay que señalar que Argentina, 1985 supera sus propias convenciones con detalles inesperados, como la omisión de la lectura de la sentencia en el juicio. Lo cual demuestra que Santiago Mitre no es un cineasta que se pliegue a fórmulas del todo preconcebidas, y que es capaz de hacer su película más universal a partir de un drama nacional... gracias, eso sí, a un Ricardo Darín en estado de gracia.

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VICTORIA. 2015, Sebastian Schipper

Puede que Victoria sea la punta de lanza de las películas filmadas en un único plano secuencia que han surgido en los últimos años, una tendencia que pone a prueba a actores, equipos técnicos y directores amantes de los retos. Sebastian Schipper demuestra ser uno de ellos, tal vez el más maratoniano, pues su proeza consiste en rodar una sola toma de casi ciento cuarenta minutos de duración a través de dos barrios de la ciudad de Berlín en los que la cámara en mano se desplaza acompañando las acciones de los protagonistas a pie, en bicicleta y en coche. Como siempre sucede en estos casos, cabe preguntarse si este afán por la acrobacia visual está justificado y tiene que ver con la historia, o si se trata más bien de un ejercicio exhibicionista e innecesario por parte del director. La razón argumentada siempre es la misma: se trata de introducir al público en la película buscando la sensación de vivir en el mismo tiempo y espacio que los personajes o, empleando un término común, de obtener una "experiencia inmersiva". Esto es lo que promete el punto de partida de Victoria y lo que finalmente ofrece, puesto que cada giro del argumento y cada decisión del director van encaminados a alcanzar dicho objetivo.  

Una vez que se asumen estos planteamientos, conviene dejarse llevar por lo que transcurre en la pantalla, que es mucho y está muy comprimido. El guion cuenta las vicisitudes a las que se tendrá que enfrentar durante una madrugada la chica que da nombre al film, una joven madrileña que se encuentra desde hace poco en la capital germana tratando de dejar atrás una vida insatisfactoria. Su encuentro con unos chicos metidos en problemas pondrá a prueba su capacidad para tomar la iniciativa y salir adelante, por lo que el rápido arco de madurez que atraviesa no afecta solo al momento al que asiste el espectador, sino que determinará para siempre su futuro, tal y como se intuye en el encuadre final que cierra la película.

Schipper logra dosificar con inteligencia la tensión durante todo el metraje, unas veces contrayéndola y otras dilatándola según avanzan las peripecias que van desde el realismo urbano al cine de género. El director también es muy consciente de qué debe aparecer en plano en cada instante y de cómo debe moverse la cámara para generar las reacciones adecuadas, dando además la impresión de naturalidad y de estar en el aquí y el ahora, sin que parezca una coreografía ensayada. Una prueba que se supera con creces gracias al estilo visual crudo y de apariencia espontánea que lucen las imágenes, con la dificultad que implica filmar con luces siempre cambiantes en escenarios interiores y exteriores. Pero sobre todo hay que destacar la interpretación de los actores, con Laia Costa a la cabeza. Su labor es encomiable por la gran responsabilidad que conlleva estar en la práctica totalidad de los planos y por el nivel dramático que exige la trama, cruzando numerosos estados de ánimo y con diferentes grados de intensidad. Ella carga sobre sus hombros la credibilidad de la película y la conduce hasta el desenlace con una frescura y un convencimiento dignos de elogio. La actriz española permite que la apuesta kamikaze que supone Victoria resulte victoriosa, de la mano de Sebastian Schipper y de un equipo alemán que podría aspirar a figurar en el Libro Guinness de los Récords.

A continuación, uno de los temas compuestos por Nils Frahm para la película. Un pequeño oasis sonoro dentro de los vaivenes que agitan Victoria, con el piano como instrumento principal y representación del personaje protagonista. Relájense y disfruten:

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EN PRIMAVERA. "Vesnoy" 1929, Mikhail Kaufman

El nombre de Mikhail Kaufman ha permanecido siempre ligado al de su hermano, Dziga Vértov. No en vano asumió la fotografía y la cámara de algunos de sus títulos más destacados, contribuyendo a asentar un discurso estético que Kaufman desarrolló también en su corta trayectoria como director. Fueron apenas tres títulos entre los que destaca En primavera, un poema cinematográfico de gran belleza visual que retoma la tradición de las sinfonías urbanas nacidas al calor de las vanguardias europeas.

Debe entenderse esta alusión poética. Al contrario de lo que dicta el uso popular, no se refiere a ninguna sensibilidad especial ni a caprichos estéticos: el término poema adopta literalidad porque Kaufman emplea la rima de imágenes y de secuencias mediante una métrica que actúa a veces por similitud y otras por contraste. La relación de unos planos con otros construye el discurso de la película a través del montaje, que es el elemento vertebrador de En primavera y su máximo recurso expresivo. El director ruso se vale de efectos diversos (ralentizados, superposiciones, inversión de movimientos) para aportar una mirada artística al documental y proponer un juego de percepciones que rompe la contemplación pasiva de la pantalla.

El argumento del film se describe ya desde el nombre: la llegada de la primavera y su incidencia en la ciudad de Kiev. El director ruso narra esta generalidad a través de detalles cotidianos que buscan la sorpresa y el extrañamiento, con una mirada que se fija en las formas y en las composiciones, pero también en el rostro humano. La primera parte de la película muestra el deshielo del final del invierno y su conversión en agua que lo anega todo. Después se suceden otros bloques divididos por temáticas: trabajadores, niños, animales, vegetación... son escenas que avanzan con fluidez y sin separación entre ellas, porque cada una lleva a la siguiente con naturalidad y guardando una lógica que prescinde de los protagonismos. Aquí no hay personajes principales ni escenarios que se repiten. Mikhail Kaufman celebra la mirada como ejercicio de conocimiento exterior (de un lugar y una cultura concreta) y de conocimiento interior, porque plantea cuestiones al espectador acerca de su relación con las imágenes, cómo las interpreta y qué significado encuentra en ellas. En suma: puro cine, sugerente y placentero, que se celebra a sí mismo en cada fotograma desde la sencillez que poseen las obras de artesanía.

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SOY CUBA. "Ya Kuba" Mikhail Kalatozov, 1964

Corrían los años treinta del siglo pasado cuando el cineasta ruso Serguéi Eisenstein marchó a México para trasladar los postulados del cine soviético de propaganda al ámbito latinoamericano, y filmar allí su visión de la revolución obrera y socialista. El resultado ofreció una película tan estimable como ¡Que viva México! que, sin embargo, supuso una experiencia frustrante para el director por no poder completar nunca el montaje. Tres décadas después es Mikhail Kalatozov, otro ilustre empleado del aparato oficial y autor de grandes títulos, quien es contratado para glosar las bondades de la sublevación en Cuba de la guerrilla de Fidel Castro. La suerte de Kalatozov no mejoró respecto a la de Eisenstein. Ni el apoyo conjunto de las dos productoras (Mosfilm e ICAIC) ni los cuantiosos medios dieron éxito a Soy Cuba, una epopeya proletaria dividida en capítulos, semejante a la estructura adoptada por Rossellini en Paisá. La ambición del proyecto no obtuvo recompensa debido, tal vez, a que era demasiado ruso para el régimen cubano y demasiado cubano para el régimen ruso, dos naciones que compartían aspectos ideológicos pero se distinguían por sus idiosincrasias. Así que Soy Cuba fue relegada al olvido durante largo tiempo, hasta que generaciones posteriores de cinéfilos han sabido reivindicarla (con la mediación de Scorsese y Coppola) y ver en ella valores que hoy resultan evidentes.

Lo primero que llama la atención es el poderoso influjo de las imágenes. La película está filmada con lentes angulares que proporcionan gran nitidez y profundidad espacial, lo cual permite realizar largos y complejos movimientos de cámara sin perder el foco. Hay un dinamismo constante tanto externo (con grúas larguísimas y violentos paneos) como interno (mediante angulaciones forzadas y la dirección de los ejes geométricos), que ejercita la mirada hasta dejarla casi extenuada. Cada plano de Soy Cuba ha sido diseñado para provocar una emoción intensa que está cerca de agotarse a sí misma a lo largo de los ciento cuarenta minutos de metraje, por acumulación y por esa antigua máxima que dice que cuando todo es sublime, nada es sublime. El asombro inicial se convierte en rutina si los trucos se repiten y, sobre todo, si el espectador permanece más interesado en descifrar cómo se ha resuelto técnicamente un hallazgo antes que en su significado. Kalatozov deposita todas sus energías en potenciar la estética del film, restando importancia a los escasos diálogos y al desarrollo de la trama, bastante básica hasta alcanzar en ocasiones lo pueril (como la secuencia de la paloma abatida en la plaza).

También el tratamiento del sonido resulta esencial para experimentar la sensación poética que propone el film. Las grabaciones, hechas en su mayoría en estudio, aíslan los elementos para generar una atmósfera irreal en la que unos sonidos se priorizan sobre otros (el chorro de las mangueras de los agentes antidisturbios) o adquieren una dimensión fantasmal (la canción que entona el músico callejero o el ruido del mortero de la campesina). Las capas sonoras se suman a las visuales para crear un enorme monumento cinematográfico, a punto de ser sepultado por su propia grandiosidad. Mikhail Kalatozov y su director de fotografía, Sergei Urusevsky, se dejan la piel en cada fotograma para generar un film de belleza arrebatada y exultante, que recurre al simbolismo en nombre del discurso político y del arte por el arte. Se trata de un canto épico en gloriosos blanco y negro que describe las gestas de varios héroes populares: una joven que se ve empujada a la prostitución, un viejo recolector de caña que es expulsado de sus tierras, un estudiante que combate el poder desde la clandestinidad y un campesino que se une a la revuelta cuando su hogar es atacado, todos ellos interpretados por actores en su mayoría provenientes del teatro. Son historias ejemplares de personajes que representan clichés muy básicos, sin dobleces, que caen en el maniqueísmo de los buenos y malos. Algo habitual dentro del cine de propaganda y a lo que no es ajeno Kalatozov, quien solo rodará una película más después de Soy Cuba, el colofón a una carrera dedicada a ensalzar los ideales de la revolución.

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EMA. 2019, Pablo Larraín

Después de su primera experiencia en los Estados Unidos, el director Pablo Larraín regresa a Chile para continuar así una trayectoria en paralelo que mantiene las peculiaridades de su estilo en ambos idiomas. Es un cine muy reconocible, basado en la confrontación de primeros planos y en la relación de personajes en crisis con el espacio que les rodea. Ema es un buen ejemplo. Larraín vuelve a aliarse con el guionista Guillermo Calderón para contar la historia de una joven bailarina que hace todo lo posible por recuperar al hijo adoptivo que rechazó junto a su pareja, interpretada por Gael García Bernal. Ella está encarnada (nunca mejor dicho) por Mariana Di Girolamo, actriz que se entrega en cuerpo y alma para representar el fuerte carácter de la protagonista, el cual invade la película y la sitúa siempre al límite de que todo arda. Esto genera una atmósfera enrarecida e incómoda que adentra al espectador en la psicología del personaje y le invita a ver las cosas bajo su punto de vista, lleno de colores intensos, sombras contrastadas y luces brillantes.

Ema no es una película realista, al contrario. La depurada estética de las imágenes fotografiadas por Sergio Armstrong y montadas por Sebastián Sepúlveda confieren al resultado una sensación de perpetuo extrañamiento y de agresividad contenida que causa inquietud al principio, hasta que se entra en el juego propuesto por el director. Una vez que llega este momento, cabe dejarse arrastrar por el torrente de emociones y por el arrebato formal del conjunto, cargado de una violencia soterrada que no precisa de golpes para provocar impacto ya desde el inicio. Y es que uno de los aspectos que primero llama la atención es que no asistimos al derrumbe de Ema a lo largo de la película, porque el origen de todos sus males viene de antes. El espectador se incorpora al drama con la ruptura de la pareja, lo cual le obliga a reconstruir los prolegómenos y a imaginar otra película que no se ha visto pero que se intuye detrás de cada escena. Se trata de una decisión arriesgada que exige la implicación del público para completar la información, ahora bien, si esto sucede, Ema devuelve con creces el esfuerzo dedicado.

No se trata de una película fácil. Las situaciones que se muestran en Ema son perturbadoras por motivos argumentales pero, sobre todo, por cómo están filmadas. La frontalidad de las conversaciones enfrenta al público con los personajes y con la mirada directa de la protagonista, capaz de atravesar la pantalla. El estilo de Larraín se basa en la cinética tanto de la cámara como de las figuras cuyo movimiento persigue incesantemente, ocasionando una suerte de embriaguez visual que la mayoría de las veces está justificada (cuando tiene valores dramáticos y descriptivos) y a veces es caprichosa y ornamental. Los bailes y el deambular de Ema por la ciudad de Valparaíso definen su recorrido físico y, en especial, su búsqueda de un estado mental que aspira a la estabilidad. Estos desplazamientos existenciales son muy propios del cine de Pablo Larraín, como se puede ver en Jackie y en Spencer, otros perfiles de mujeres en pleno quiebro emocional al que se suma Ema, más radical y explícita, más libre, como ella misma se esfuerza en subrayar durante el metraje.

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