EL DIABLO A TODAS HORAS. "The devil all the time" 2020, Antonio Campos

Después de un lustro dedicado a la ficción televisiva, Antonio Campos retoma el formato de largometraje adaptando una novela negra escrita por Donald Ray Pollock. El diablo a todas horas recrea la antítesis del sueño norteamericano que fructificó en la década dorada de los cincuenta, en plena época de expansión económica. Una bonanza que no afectó a todos por igual: la primera secuencia sitúa al espectador en una pequeña localidad de Ohio donde la prosperidad y el desarrollo son sustituidos por las costumbres y la religión. Sus vecinos son seres resignados que guardan obediencia a Dios, mientras los más espabilados medran mediante delitos y corruptelas. En este ambiente asfixiante, surgen personajes con múltiples contradicciones: excombatientes que tratan de incorporarse a la vida civil, religiosos con afán de protagonismo, camareras en busca de oportunidades... todos ellos cubiertos por una fe espesa y opaca, como una brea que les hubiera caído del cielo.

Campos no escatima detalles y construye un relato duro y seco, cuya agresividad se manifiesta en ocasiones de manera física pero que está presente en todo momento en la moralidad de los personajes. Se trata de un film hosco que a veces puede provocar rechazo. El noir no está hecho para agradar, al contrario: trata de incomodar mostrando las miserias del ser humano mediante historias en las que reconocernos. A pesar del tiempo transcurrido, hay muchas cosas que siguen vigentes en los Estados Unidos de hoy: la inmunidad de los poderosos, la injerencia de la iglesia en los asuntos privados, las desigualdades sociales... el guion escrito por el propio director junto a su hermano, Paulo Campos, adopta cierto distanciamiento gracias al humor negro que permite digerir lo truculento de la trama y a la voz en off de Ray Pollock, que ejerce de hilo conductor a lo largo de un relato fragmentado en tiempos y escenarios. Los elementos aparentemente dispersos se ensamblan en el tercer acto creando una unidad de conjunto y un mensaje inequívoco: hay muchos hijos de puta ahí fuera. Estas palabras son expresadas con años de diferencia por el padre y el hijo interpretados por Bill Skarsgård y Tom Holland. Personajes, al igual que el resto, marcados por la fatalidad.

Hay muchos otros actores: Sebastian Stan, Eliza Scanlen, Jason Clarke, Robert Pattinson... quienes encarnan de manera episódica la variedad de caracteres que atraviesan la historia. Todos ellos cumplen su cometido con convicción, en un tono que busca credibilidad pero no realismo. El diablo a todas horas participa en la tradición de ese gótico americano que contiene crítica, ironía y retrato de costumbres, elementos que Antonio Campos refleja en la pantalla por medio de una puesta en escena sugerente e inspirada. En suma, se trata de un vigoroso ejercicio de estilo que aprovecha el cuidado diseño de producción y la fotografía siempre fría de Lol Crawley para transmitir la atmósfera adecuada, al igual que la música compuesta por Danny Bensi y Saunder Jurriaans, capaces de aunar sencillez y expresividad. A continuación pueden escuchar uno de los temas incluidos en la banda sonora. Relájense y disfruten:

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LEJOS DE VIETNAM. "Loin du Vietnam" 1967, Claude Lelouch, Agnès Varda, Jean-Luc Godard, Chris Marker, Alain Resnais, Joris Ivens, William Klein

Cuando el cine adopta un compromiso político, pueden darse obras como Lejos de Vietnam. Un documental que surge como reacción a la escalada bélica del gobierno de Estados Unidos en Vietnam, conflicto que en 1967 ya contaba con una contestación internacional destacable y que dividía a la sociedad norteamericana. En Francia, un grupo de cineastas encabezado por Chris Marker deciden pasar a la acción y elaboran esta película con un claro posicionamiento en contra de la intervención militar. En lugar de la neutralidad y la equidistancia que se le presupone al documental periodístico, se opta por una actitud de combate que muestra los diferentes puntos de vista de sus autores: Claude Lelouch, Agnès Varda, Jean-Luc Godard, Alain Resnais, Joris Ivens y William Klein, además del citado Marker. La plana mayor de la progresía cinematográfica afincada en París, capaces de unirse por una causa que consideran más que justa, necesaria.

Nos encontramos, por lo tanto, ante un film que destila disconformidad y despliega todo un argumentario para combatir los discursos oficiales. Divido en once fragmentos, Lejos de Vietnam toma una estructura poliédrica que contiene información, crítica, análisis, reflexión y perspectiva histórica, todo comprimido en dos horas de metraje que pueden extenuar al espectador inadvertido. Conviene saber de antemano lo que se va a ver, ya que el film posee un enorme valor no solo coyuntural, sino también ideológico. Es cine militante de primer nivel, escrito, dirigido y montado haciendo uso de diversos recursos de estilo. Desde las declaraciones directas a cámara hasta los collages de imágenes y la apropiación del material de archivo, la película luce múltiples texturas y formas de narración correspondientes a los distintos cineastas... quienes, al contrario de lo que suele ser habitual, no acreditan sus trabajos. Los aficionados pueden adivinar a quién corresponde cada episodio y valorar sus preferencias, ya que algunos resultan más llamativos que otros.

En cualquier caso, la riqueza de Lejos de Vietnam está en la variedad del conjunto. Cada pieza está ensamblada para provocar un efecto determinado, y todas juntas tienen la contundencia de un ariete empeñado en hacer temblar los cimientos del establishment. En suma, el documental confronta las cámaras de cine contra los fusiles de asalto, los razonamientos contra los dogmas, la libertad contra el imperialismo. A pesar de lo cual, no hay candidez en los planteamientos de los siete directores ni esa utopía algo infantil que en ocasiones ha restado crédito a los artistas de izquierdas. Ellos saben que están en una situación privilegiada y que las bombas caen a 10.000 Km. de distancia. Por eso la película se titula Lejos de Vietnam. Es decir: lejos del peligro, lejos de la sangre, luchando con sus propias armas desde el mismo lugar en el que los opresores dan la orden de arrojar napalm sobre las aldeas pobres de los que resisten al otro lado del mundo.

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ANE. 2020, David P. Sañudo

Ni siquiera las buenas intenciones pueden mejorar una película irregular. Ane está cargada de ellas, así como de empeño y esfuerzo por salir adelante. Virtudes que no resultan suficientes para dar peso y entidad al primer largometraje de David P. Sañudo, quien desarrolla un corto homónimo realizado dos años atrás con el mismo conflicto argumental. La historia de una madre y su hija separadas por diferencias ideológicas en la ciudad de Vitoria en 2009, cuando la juventud radicalizada por el afán de independencia trataba de imponer sus condiciones mediante la kale borroka.

La brecha política se suma a la generacional y a las tensiones de una familia descompuesta, ingredientes para cocinar un drama claustrofóbico, tal vez en exceso. No es que el argumento no requiera gravedad, sin embargo, el tono constante de tragedia y la ausencia de detalles cotidianos que relajen ocasionalmente la narración resta humanidad al conjunto y afecta a su credibilidad. Ane adopta el carácter frío y arisco de la protagonista, lo cual dificulta la empatía del espectador. El personaje encarnado con entrega por Patricia López Arnaiz, así como el de Jone Laspiur dando vida a la hija, terminan siendo inaccesibles y sus motivaciones nunca quedan del todo claras. Esta responsabilidad recae en Sañudo, que ha primado la evidencia sobre la naturalidad en la interpretación de las actrices. Ellas sostienen el film, una carga demasiado pesada que no sujeta ni el guion inconsistente ni la técnica, bastante plana. Apenas hay nada que rescatar de Ane, ya que incluso la música compuesta para la banda sonora contribuye a afear el resultado. 

Es una lástima que no fructifique el trabajo invertido ni que se alcance la energía y la contundencia que anunciaban las premisas del film. Puede que un relato como el que cuenta Ane hubiera necesitado más cercanía y menos distanciamiento, más calor y menos frialdad. David P. Sañudo evoca en ocasiones el estilo de Ken Loach o los hermanos Dardenne, cineastas que narran historias intensas con una austeridad casi aséptica. Por el contrario, el comedimiento de Sañudo provoca agujeros en el relato y lo que es peor: una difícil identificación con lo que sucede en la pantalla. Sin duda, es el problema más grave que puede sufrir una película que aspira a transmitir verosimilitud y a señalar situaciones sucedidas en el País Vasco durante demasiado tiempo.


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FINAL CUT: LADIES AND GENTLEMEN. "Final Cut: Hölgyeim és uraim" 2012, György Pálfi

Dentro del proceso de producción de una película, el término final cut se refiere al poder de decisión ejercido por el director o cualquier otro profesional respecto al montaje definitivo. Es un privilegio que conlleva libertad creativa, algo no demasiado común en los proyectos de los grandes estudios. También es el título elegido por György Pálfi para su cuarto largometraje, un experimento menos convencional aún que el resto de su filmografía, lo que ya es decir.

Final Cut: Ladies and Gentlemen es un ejercicio de montaje que consigue construir una ficción romántica ordenando planos de 500 películas diferentes, la mayoría de ellas conocidas y provenientes de épocas y latitudes muy variadas. Sirviéndose de escenas muy habituales en el cine y de estados de ánimo que se representan con frecuencia (amor, odio, celos, melancolía...), Pálfi despliega un hilo narrativo que se sigue sin dificultad, a pesar de la estructura formal de mosaico. Como es natural, la historia que se desarrolla es sencilla, y la habilidad del film consiste en no perderse en medio de la multiplicidad de rostros y de texturas en la imagen. El director húngaro lo logra gracias a la relación de tamaños, ángulos, ritmo... sumada a la continuidad establecida mediante músicas y sonidos hábilmente mezclados.

Se trata de una película-collage o, como se conoce dentro del argot cinéfilo, un found footage o metraje encontrado. Una propuesta fascinante e hipnótica para los aficionados que comparten la naturaleza antropófaga del propio cine, devorado por las referencias pasadas y presentes que dan sentido a su pasión. La mirada del espectador obtiene consuelo cuando reconoce lo que ve en la pantalla, un auténtico festín de escenas, actores, actrices, melodías y acciones multiplicadas como en el reflejo de un espejo roto. Esta es la idea que subyace en Final Cut, más que una película, una hazaña de montaje elaborada por cuatro editores ante los que György Pálfi ejerce de director de orquesta. Aunque el conjunto puede resultar extenuante por la necesidad en todo momento de descodificar la trama, sin duda garantiza el placer de ese público devoto que profesa la religión del cine, sin olvidar que en ocasiones la película induce también a cuestionar ciertos automatismos de género (la pulsión violenta del hombre, la seducción pasiva de la mujer, etc.) La ilustración de determinadas situaciones en la pareja, personificadas a través de los roles masculino y femenino, además de los distintos contextos de donde proceden las fuentes, hacen que la película adquiera un significado más profundo de lo que parece a simple vista, trascendiendo su función de juguete para los ojos. En suma, Final Cut: Ladies and Gentlemen es un curioso divertimento que expone ideas cuyo debate siempre es oportuno.

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NUEVO ORDEN. 2020, Michel Franco

Hay películas que llevan implícito el debate casi desde el primer fotograma. Son películas que exponen cuestiones incómodas para provocar reacciones en el público, y que suelen generar cierta polémica. Ya no son habituales en estos tiempos de corrección política y de mansedumbre de las ideas, pero sí lo fueron en otros periodos, allá por los años setenta: Perros de paja, Taxi driver, Network, Apocalypse now... al menos en el terreno del mainstream facturado por los grandes estudios de Hollywood. Por eso hay que celebrar el estreno de Nuevo orden, una producción ambiciosa capaz de echar sal en las heridas abiertas del sistema social, político y económico del México actual y, por extensión, de Latinoamérica.

La película tiene un punto de partida que podría haber firmado Buñuel en los años cincuenta: la celebración de una gran boda en una casa repleta de invitados de la clase alta, mientras en el resto de la ciudad las masas desfavorecidas toman las calles provocando un estallido violento. Llega el momento en el que estos dos mundos separados colisionan, cambiando el rumbo del sistema establecido y la imposición del nuevo orden al que alude el título.

El gran acierto del director y guionista Michel Franco es no distinguir a los personajes entre buenos y malos, ya que en ambos bandos existen cotas de humanidad y de horror. La posición del espectador va cambiando a lo largo del desarrollo según se intercala el punto de vista, sin que la película ofrezca un juicio de valor a la totalidad. Todos son culpables en sus actitudes y apenas hay personajes inocentes, si acaso, la novia de la boda accidentada y el empleado que la refugia en su casa, en una relación de personajes-espejo que aporta algo de consuelo en la trama. Así, Nuevo orden adquiere la función de la advertencia. Franco interpela desde la pantalla: esto es lo que podría suceder si no se cambian las cosas pronto, la situación es insostenible. Se trata, por lo tanto, de una distopía aplicada al presente que denuncia las desigualdades sociales y la brecha que divide a la población indígena respecto a la mestiza. Teniendo en cuenta que el racismo en México es un tema tabú difícil de tratar, hay que agradecer que películas como Roma o este Nuevo orden se atrevan a participar en el debate sin cortapisas. Michel Franco lo hace, además, de una manera cruda e impactante, con afán de provocación.

Para ello, el director emplea un estilo dinámico y eficaz, que transmite emoción sin recurrir a trucos fáciles. La planificación de Nuevo orden y la puesta en escena juegan en favor de la historia, con pulcritud técnica y resolviendo la dificultad de no perderse en la multitud de personajes. Todos ellos bien interpretados por un reparto ecléctico que expresa naturalidad en un film que se mantiene siempre al borde del exceso. No es una película fácil de ver, en ocasiones resulta hiriente. Michel Franco sabe que el material que maneja es explosivo, pero la conmoción sin reflexión no sirve de nada. Por eso la moraleja de Nuevo orden resulta demoledora: todos somos culpables del desastre que se avecina, el momento de revertirlo es ahora.

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LA TAPADERA. "The front" 1976, Martin Ritt

En los años setenta, la industria del cine ya se sentía preparada para hacer examen de conciencia y exponer sin tapujos el tema de la caza de brujas. Un moderno proceso inquisitorial sucedido dos décadas atrás de manos del Comité de Actividades Antiamericanas, empeñado en depurar cualquier orientación ideológica que no se alinease con el dogma conservador de la derecha estadounidense. Una de las consecuencias más directas para los afectados fue su inclusión en una lista negra que les negaba cualquier posibilidad de trabajo en Hollywood y en los principales canales de televisión. La tapadera se centra en este segundo ámbito, a través de la historia de un hombre corriente que es requerido para firmar los guiones de profesionales que han sido expulsados del sistema. El personaje, interpretado por Woody Allen, obtiene esta cómoda ocupación que le permite ascender en la escala social, hasta que las circunstancias le empujan a tomar partido y abandonar su equidistancia en una progresiva toma de conciencia.

Tanto el director y productor, Martin Ritt, como el guionista Walter Bernstein y los actores Zero Mostel y Herschel Bernardi, entre otros, habían sufrido en sus carnes (y en sus bolsillos) la caza de brujas. Unos antecedentes que otorgan legitimidad a la película y garantizan el conocimiento de primera mano, lo cual no tiene porqué resultar suficiente para alcanzar un buen resultado. También se necesita una narración ágil y cierto sentido didáctico que La tapadera despliega de forma amena y divertida, a pesar de lo terrible del trasfondo. La presencia de Allen hace que la película sea accesible porque su interpretación es cercana y carece de la gravedad que se podría presuponer, gracias a la expresividad y el verbo fácil que el actor imprime en el personaje. Sus compañeros de reparto cumplen igual de bien, con especial relevancia de Mostel, quien recrea a un trasunto de sí mismo apenas un año antes de su muerte. Algunos de los integrantes de la producción son fieles colaboradores de Woody Allen como Charles H. Joffe y Jack Rollins, o la directora de casting Juliet Taylor, lo que hace intuir un ambiente especial en el rodaje que se termina reflejando en la pantalla.

Es de agradecer la ligereza con la que Martin Ritt desgrana la denuncia que contiene el film, sin sacrificar el rigor ni la contundencia. El director centra sus energías en desarrollar el argumento omitiendo los alardes, con un estilo discreto que no distrae de lo esencial: desvelar un periodo infausto de la historia reciente de Norteamérica. Lo consigue por medio de un elenco de actores comprometidos con la causa, un equipo técnico bien engrasado (la fotografía es obra del gran Michael Chapman) y un guion que recurre a un personaje concreto para hacer una enmienda a la totalidad. En resumen, La tapadera es con probabilidad el título de ficción que ha expuesto con mayor lucidez la caza de brujas, un oprobio que conviene no olvidar en estos tiempos de corrección política y de censuras ajenas y autoimpuestas.

Para ilustrar todo lo anterior, nada mejor que contemplar la última escena del personaje encarnado por Zero Mostel. Un plano secuencia de dos minutos y medio que es pura elegancia tanto en las formas como en el contenido, y que invita a quitarse el sombrero (nunca mejor dicho):

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MY MEXICAN BRETZEL. 2019, Nuria Giménez Lorang

Hay todo un género de películas que se apropian de material ajeno para resignificarlo y dotarlo de un nuevo sentido, bajo la técnica del found footage o metraje encontrado. Desde la experimentación meta-cinematográfica de los cortometrajes de Peter Tscherkassky hasta la parodia de Woody Allen en What's up, Tiger Lily?, se trata de un formato que admite múltiples variaciones. Pero existen pocos títulos tan estimulantes como My mexican bretzel, primer largometraje escrito, dirigido y montado por Nuria Giménez Lorang. Una película que aprovecha las numerosas bobinas encontradas por la cineasta en casa de su abuelo, filmaciones de aficionado que registran a lo largo de dos décadas imágenes junto a su esposa en distintas partes del mundo.

Sin embargo, Giménez Lorang no pretende contar una historia familiar sino que inventa, a partir de situaciones cotidianas rodadas entre los años 40 y 60, una ficción que involucra a una mujer con los rasgos de su abuela. Se trata de Vivian Barrett, un personaje que bien podría protagonizar uno de los dramas de Douglas Sirk: perteneciente a la clase alta y con un marido carismático, ambos recorren el planeta mientras su relación se va deteriorando con el tiempo. My mexican bretzel está narrada desde su punto de vista, con subtítulos que describen situaciones y exteriorizan los pensamientos que remueven su conciencia. La directora es capaz de perfilar a una heroína clásica a través de gestos y actitudes que no son simuladas, porque provienen de una realidad transformada en el montaje.

Así, la película ofrece una reflexión en torno al cine y al propio acto de filmar que establece un vínculo muy emocionante entre las imágenes y las palabras. My mexican bretzel es a la vez un ensayo audiovisual, un poema intimista y la revisión de un melodrama estilizado, todo comprimido en apenas setenta minutos de auténtico cine que comienza con una cita de atribución falsa: "La mentira es solo otra forma de contar la verdad". Esta es la idea que guía el film. Un juego de verdades y simulaciones en el que la percepción de los acontecimientos está condicionada por el estado anímico de la protagonista.

Este castillo de naipes se sostiene gracias a un exigente trabajo narrativo y a una técnica depurada. En My mexican bretzel, los dos apartados convergen por medio de un lenguaje que alude por igual al sentimiento y a la razón, además de correr ciertos riesgos: al contrario de lo que suele ser habitual, muchas escenas suceden en silencio, lo cual no implica carencia de sonido, al contrario. El silencio favorece la interpretación de lo que muestra la pantalla, es parte esencial de la banda sonora. De manera selectiva aparecen músicas y efectos de sonido que funcionan como contrapunto al silencio y que alcanzan un sentido preciso dentro del montaje. Así, la directora genera un espacio que el espectador habita y en el que trasciende su condición de voyeur para convertirse en co-creador del relato.

En suma, My mexican bretzel es un apasionante ejercicio de cine con una gran belleza estética y una capacidad de fascinación que la sitúan entre las operas primas más deslumbrantes del reciente cine español. Una película tan sencilla que resulta compleja, y tan lúcida que está llena de misterio. Un tesoro que merece preservarse.

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THE ASSISTANT. 2019, Kitty Green

No es fácil valorar una película al margen de sus buenas intenciones. Por lo común, el peso ético se impone al cinematográfico y condiciona el análisis del conjunto, en una actitud un tanto paternalista que invita a mirar con condescendencia algunos títulos de dudosa calidad. Afortunadamente, esto no sucede siempre. También hay películas en las que coinciden el compromiso y la calidad, obras que amplifican su discurso mediante los recursos de la ficción. Es el caso de The assistant, tercer largometraje dirigido por Kitty Green en una trayectoria definida por su militancia feminista. El argumento pone el foco en las reivindicaciones del movimiento Me Too nacidas como reacción al escándalo de abusos sexuales en el seno de Hollywood por parte del productor Harvey Weinstein.

En lugar de hacer una diatriba contra el fundador de Miramax (ya existen documentales al respecto), Green omite nombres concretos para dar a la denuncia una dimensión más amplia, que no se ciña a un solo caso. Una decisión inteligente que advierte de las situaciones de abuso de poder en cualquier ámbito y con carácter general. The assistant adopta el punto de vista de un personaje aparentemente secundario, una joven empleada en un estudio de cine que observa con preocupación los indicios del comportamiento reprobable de su jefe. Su jornada laboral está llena de rutinas a las que el espectador asiste sin que haya énfasis, en un tono casi protocolario. Poco a poco, las señales que percibe la protagonista se van haciendo más evidentes hasta debatirse entre tomar partido o salvaguardar su puesto de trabajo. La propuesta de Green consiste en hacer cine combativo pero narrado con una frialdad deliberada, sin cargar las tintas en ningún momento y huyendo de la previsible morbosidad del asunto. De hecho, el depredador sexual ni siquiera aparece en la pantalla, aunque siempre está presente en las conversaciones, las llamadas de teléfono o los correos electrónicos. Nada escapa de su influjo, todo gira en torno a él.

La mayoría de la acción sucede en las oficinas del estudio, un ecosistema que convierte a la plantilla en cómplice silenciosa de los desmanes que acontecen en el despacho del director. El reparto de actores transmite muy bien esta sensación de impunidad que rodea al personaje fantasma, a través de diálogos entreverados, miradas y gestos. The assistant es una película construida en base a los detalles y a la interpretación de la actriz principal, una Julia Garner en estado de gracia. Su labor es tan matizada y precisa y, al mismo tiempo, tan natural, que es capaz de reflejar una gran expresividad con los mínimos elementos. La dificultad se acrecienta con la abundancia de primeros planos y planos medios, algunos de ellos reforzando la presión sobre el personaje al emplear contrapicados de cámara o situándolo en la parte baja de la imagen.

Kitty Green maneja los recursos visuales sin caer en la gratuidad ni la evidencia, buscando siempre ir en favor de la historia. Con una técnica pulcra, The assistant consigue suscitar emociones ahogadas por la contención, tal y como padece la protagonista. De esta manera, el público logra conectar con ella y preguntarse qué haría en su lugar. Este es el gran reto que plantea Green, la posibilidad de implicarse desde la austeridad y el comedimiento, una opción que puede resultar más eficaz que la retórica exaltada de muchos discursos políticos.

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MALCOLM & MARIE. 2021, Sam Levinson

En tiempos difíciles, soluciones imaginativas. Este es el lema que motiva al director Sam Levinson y la actriz Zendaya a prolongar su colaboración televisiva en un largometraje nacido bajo el signo del confinamiento. La crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19 obliga a sintetizar los elementos mínimos de rodaje en un único escenario y dos personajes, una pieza de cámara en la que el binomio creativo adopta forma de triángulo con la incorporación del actor John David Washington. Los tres hacen posible Malcolm & Marie, película que trae el recuerdo de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Ambos títulos filman la disección de una pareja durante una velada de intensos reproches y comparten cierta estructura teatral: el de Nichols por provenir de las tablas y el de Levinson por circunstancias de la pandemia.

Precisamente para evitar que Malcolm & Marie quede encorsetada en los márgenes de la dramaturgia, Levinson desarrolla un estilo muy dinámico, con constantes movimientos de cámara que no suceden por capricho: refuerzan la tensión que existe entre los personajes y el intercambio continuo de palabras. Así, la cámara adopta entidad propia e introduce al espectador no solo como testigo, sino también como tercer personaje dentro de la acción. El lenguaje visual empleado por el director intercala tamaños y ángulos de imagen según la sensación que se quiere transmitir en cada momento, para narrar el combate dialéctico de la pareja y sus acercamientos. El espíritu de Cassavetes (sobre todo de Faces) flota sobre algunos primeros planos, teniendo en cuenta la fotografía granulosa y de contrastado blanco y negro de Marcell Rév.

El montaje completa la puesta en escena a veces nerviosa y a veces juguetona de Malcolm & Marie, una envoltura adecuada para expresar en términos estéticos los contenidos del film: la dependencia emocional, las exigencias del compromiso amoroso, la igualdad y la correspondencia en las relaciones de pareja. Levinson desgrana, además, toda una disertación acerca de la crítica de arte ejercida bajo parámetros identitarios, un tema muy oportuno ahora que la dirección de cine no está vedada en exclusiva al hombre blanco heterosexual. Puede que el guion acumule demasiadas ideas a las que es imposible dar conclusión, y que el público corra el riesgo de ser sepultado por la verborrea de los protagonistas, pero ahí reside el factor humano que tratan de explorar el director y los actores: la dicotomía entre el afecto y el rechazo, la autenticidad y la simulación, lo correcto y lo incorrecto... en definitiva, entre ser alguien o ser nadie para los demás.

La acertada selección musical y el aprovechamiento de los espacios de la casa para desarrollar la historia (la Caterpillar House del estudio Feldman Architecture) terminan de redondear el conjunto. Un ejemplo de cine de resistencia, capaz de convertir las limitaciones en una fuente de inspiración. Malcolm & Marie demuestra que basta un director con ideas, dos actores entregados, un texto bien pulido... y el respaldo en la producción de Netflix. En suma, una película que logra estimular las neuronas vertiendo litros de hiel en la pantalla, poco recomendable para espectadores que se estén replanteando sus lazos sentimentales.


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POLA X. 1999, Leos Carax

Detrás de algunas películas hay historias tan apasionantes como las que se cuentan en la pantalla. Suele suceder con esos directores con dificultades para distinguir el cine de la vida, autores de carácter como Leos Carax, el enfant terrible que en 1991 termina extenuado tras el rodaje de Los amantes del Pont-Neuf. Un gran film que le proporciona reconocimiento a cambio de un sinfín de problemas, lo cual le lleva a iniciar una particular travesía por el desierto que se prolonga durante casi una década en la que se aleja de sus colaboradores habituales. Se abre un nuevo periodo en su cinematografía, condicionado por la búsqueda de productores que quieran trabajar con él sabiendo las dificultades que esto conlleva. Y es que las películas de Carax no se pueden definir claramente en un guion, crecen y evolucionan igual que un ser vivo, están sujetas al momento y al estado en las que se son creadas. Demasiados riesgos que pocos están dispuestos a financiar. El director francés necesita dar una vuelta de timón a su carrera y realiza su primera adaptación cinematográfica de una novela, Pierre o las ambigüedades, un texto de Herman Melville que le había fascinado en su juventud. No es de extrañar, viendo los paralelismos entre Carax y el personaje protagonista.

El título Pola X se refiere a las siglas del original literario (Pierre ou les ambiguïtés) y a la versión de guion que se empleó en la filmación, nada menos que la décima. En ella se cuenta la historia de un escritor de clase alta cuyo destino parece predestinado a un matrimonio inminente y a una vida llena de comodidades. Sin embargo, hay una pulsión en su interior que le empuja a ir más allá. Esto sucede cuando aparece una extraña joven con un oscuro pasado que asegura ser su hermana, el detonante que hará que ambos se embarquen en una espiral de degradación y locura con una fuerte influencia del romanticismo europeo trasladado al presente. Las similitudes entre Pierre y Carax parecen evidentes: ambos anhelan un cambio que estimule su creatividad, con una relación difícil con las personas de su entorno, y están dispuestos a entregarse en sacrificio por alcanzar la pureza en sus obras. En una escena de la película, el personaje de la editora le espeta a Pierre: "Sueñas con escribir una obra madura, pero tu encanto reside en la total inmadurez. Sueñas con prender fuego Dios sabe a qué, con elevarte por encima de los tiempos como una nube deslumbrante, dejando a todo el mundo aterrorizado y admirado. ¡Pero tú no naciste para ello! ni siquiera te lo crees tú mismo". ¿Está Carax haciendo examen de conciencia con estas palabras? Es fácil pensar que sí, sobre todo teniendo en cuenta que además se casaría con la actriz que interpreta al personaje que provoca la transformación de Pierre.

La primera sensación que proporciona Pola X es la del desconcierto. Una vez más, Carax fuerza los límites del relato y acude al simbolismo como modo de expresión. La historia divaga, se recrea en sí misma, corre riesgos que están a punto de conducirla al desastre. Sin embargo, en estas imperfecciones y en su espíritu errático es donde se esconde su fascinación. Carax rehúye del naturalismo e imposta cada elemento del film, en un anacronismo deliberado que precisa la voluntad del público. Esta no es una película para todo el mundo, de hecho, fue recibida con rechazo por muchos de los que antes habían aplaudido al director. Los motivos son evidentes: incumpliendo las expectativas, Leos Carax ofreció algo distinto a lo que se esperaba de él y decidió representar su propio descenso a los infiernos en forma de cuento cruel.

Así debe ser vista Pola X, como una fábula retorcida y oscura en el que Guillaume Depardieu interpreta al héroe trágico que reniega de su estirpe, Catherine Deneuve es la madrastra que no admite perder su influjo, y Yekaterina Golubeva es el amor puro que debe preservarse. Hay más actores, todos ellos al borde del exceso, tal y como corresponde a una película que se sitúa siempre al filo y que guarda una lectura subterránea. Se trata de una tensión sexual que une a los personajes, sean o no familia, y que genera instantes de turbiedad (los más endebles pertenecen al personaje del primo, demasiado desdibujado). Los movimientos de cámara y la puesta en escena refuerzan el manierismo del conjunto, un ejercicio desbocado de cine con el que Leos Carax trata de reinventarse aplicando el pensamiento de Pierre, cuando dice: "Es mejor aceptar los pequeños misterios de la vida". Esta es la pista que se debe seguir para adentrarse en Pola X, una propuesta kamikaze ante la que es imposible permanecer indiferente.

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VIRUS TROPICAL. 2017, Santiago Caicedo

La devoción del director Santiago Caicedo por Virus tropical, el cómic autobiográfico de Power Paola, le lleva a realizar una adaptación cinematográfica que supone el primer largometraje de su trayectoria. Ambos autores ya habían colaborado antes en el cortometraje Uyuyui!, en el cual exploraban las relaciones entre la animación, la ilustración y el collage. En esta ocasión, Caicedo reproduce escrupulosamente las viñetas originales y las dota de movimiento, generando un estilo visual que es lo más interesante del film.

Virus tropical narra los primeros años de vida de Paola, desde su concepción hasta el momento en que sale de la casa familiar, cumplidos los dieciocho. Una historia de pequeñas conquistas, emancipación y descubrimiento en dos ciudades de países distintos. Su infancia transcurre en la capital de Ecuador, Quito, y su adolescencia se traslada a la ciudad de Cali, en Colombia. Lo cual confiere al relato una dimensión amplia, que expande el espacio íntimo y abarca muchas de las contradicciones en las que vive la mujer latinoamericana en torno a la familia, las creencias, las diferencias de género y de clase social... todo ello enmarcado en un periodo que va desde 1976 hasta 1994.

Caicedo emplea un ritmo veloz para desarrollar el argumento, haciendo hincapié en la cinética de las imágenes. Aunque la estética de Virus tropical parece sencilla y algo naif, está llena de capas que confieren profundidad a los escenarios, cada una con movimientos y texturas independientes. Esto produce un estado de fascinación en el espectador cercano a la hipnosis, pero hace que el relato se convierta en algo secundario, una excusa para que se sucedan los planos. La sensación que prevalece en el conjunto es que el cómo se impone al qué, puesto que el influjo de la forma termina devorando al contenido.

En definitiva, Virus tropical es una película cargada de buenas intenciones y un gran logro para el cine de animación colombiano. Es de alabar la capacidad de Santiago Caicedo para hacer que el relato fluya sin perder nunca el contexto ni la perspectiva feminista de la obra de partida, heredera de Persépolis de Marjane Satrapi. Sin embargo, a diferencia de esta, en Virus tropical se echa en falta un poco más de hondura y de asentar el relato en momentos que hagan avanzar la trama, por encima de la anécdota. Así pues, cabe valorar la opera prima de Caicedo por su apariencia sorprendente y por el ingenio invertido en llevarla a la pantalla sin necesidad de gastar una fortuna, recurriendo al crowdfunding y a un trabajo artesanal que está en vías de extinción dentro del medio.



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