Dogman. 2018, Matteo Garrone

Para hablar de neorrealismo no es necesario echar siempre la vista atrás. La relevancia de este movimiento ha trascendido el marco y las circunstancias que lo hicieron posible, más allá de la Italia de los años 40 y 50, para expandirse a cualquier otra época y nacionalidad. Por eso, las películas neorrealistas se asocian con una manera de entender el cine y de retratar la realidad, y no solo con un género determinado o una corriente de estilo. Buena prueba de ello es Dogman, una indagación de Matteo Garrone por los rincones oscuros de la Roma contemporánea, que centra la atención en la figura de un peluquero canino envuelto en pequeños delitos que se van complicando.
El contraste físico entre el protagonista y su peligroso compañero de andanzas aporta a la película un aire de fábula para adultos, reforzado por el escenario decadente y costumbrista donde sucede la acción. Marcello es pequeño y escuálido, una complexión que parece ridícula al lado de Simone, un gigante embrutecido y cocainómano. Ambos representan las dos caras de la ingenuidad: el primero es cándido y maleable, mientras que el segundo es agresivo e irracional. La película se vertebra en la relación que mantienen los personajes interpretados por Marcello Fonte y Edoardo Pesce, actores que transmiten una gran credibilidad y que dan la sensación de estar viviendo, y no representando, a los protagonistas. Un logro extensible al conjunto de la película, que evidencia la obsesión de Garrone por ser lo más fiel posible a la verdad que le inspira.
Esta verdad se encuentra en las páginas de los periódicos y en los informativos, en la observación atenta de los sucesos que el público en general prefiere evitar. Al igual que sucedía en Gomorra, el director no necesita recurrir al estilo documental para concitar el verismo, sino que aplica los recursos característicos de la ficción (puesta en escena cuidada, fotografía expresiva, depurados movimientos de cámara), para facilitar la conexión del público con el delicado material que contiene Dogman.
A pesar de la dureza del relato, Garrone consigue alternar diversos tonos que van de la crónica social a la comedia negra, una mezcla posible gracias al aire chaplinesco que posee Fonte. El carácter y la presencia del actor condicionan por completo la película, cuya carga dramática se va agravando según transcurre el metraje. En definitiva, Dogman constata que la antorcha del neorrealismo sigue encendida y que hay directores como Matteo Garrone capaces de portarla haciendo cine de calidad, cine de técnica depurada que no elude las emociones.

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La balada de Buster Scruggs. "The ballad of Buster Scruggs" 2018, Joel y Ethan Coen

Aunque solemos identificar a dos hermanos Coen, en realidad hay muchos más. Tantos como personalidades se bifurcan en sus películas. Están los Coen delirantes de Arizona Baby y El gran Leboski, los amantes del cine negro de Sangre fácil y Muerte entre las flores, los revisionistas del cine clásico de El gran salto y The lady killers, los autores de culto de Barton Fink y El hombre que nunca estuvo allí... además de otros que van diseminando su extensa cinefilia por una carrera que abarca ya más de tres décadas y cerca de veinte largometrajes. Todas esas caras y esos ángulos aparecen ahora representados en un mismo film, La balada de Buster Scruggs.
Semejante conglomerado ha sido posible gracias a que se trata de una película estructurada en episodios, con una manera muy inteligente de evitar la dispersión y la incoherencia, que no es otra que aunar todos los elementos bajo un mismo género, el western. Los Coen ya habían pisado este terreno en Valor de ley, pero ahora reparten la inspiración propia con la adaptación literaria de textos firmados por Jack London y Stewart Edward White. El guión se divide en seis historias que conjugan diferentes tonos, desde la sátira musical hasta el drama, hilvanados por un libro cuyas páginas pasa el espectador. Por eso todo lo que acontece tiene el aroma de la fábula, una sensación que refuerzan las imágenes coloristas fotografiadas por Bruno Delbonnel y la música del inevitable Carter Burwell. Ambos nombres suman sus talentos al cuidadísimo diseño de producción, en el que brillan el vestuario, el maquillaje y la peluquería que exhiben los personajes.
Para dar vida a este extenso conjunto de criaturas, los Coen han contado con un plantel de actores donde se encuentran Tim Blake Nelson, James Franco, Tom Waits, Liam Neeson o Harry Melling, entre muchos otros. Apenas dos mujeres aparecen en el reparto y una de ellas, Zoe Kazan, resulta deslumbrante. La impresión general es la de asistir a un festín interpretativo con una amplia variedad de registros, cada uno ajustado a las exigencias narrativas de los distintos capítulos de la película.
En suma, La balada de Buster Scruggs es un gozoso ejercicio de cine tan sólido y consciente de sí mismo, que evidencia el grado de madurez de los Coen como dueños de un estilo propio y reconocible. Las únicas novedades que contiene el film son las de haber sido rodado en soporte digital por primera vez en la trayectoria de los cineastas, y el hecho de que se haya estrenado de manera masiva en la plataforma doméstica Netflix. Ninguno de estos dos aspectos interfiere en el resultado final, pero ilustra el signo de los nuevos tiempos: los grandes estudios invierten cada vez menos dinero en fabricar buen cine, el cual encuentra refugio fuera de su hábitat natural. Bienvenido sea, allá donde pueda verse.

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Quién te cantará. 2018, Carlos Vermut

Resulta muy difícil, casi imposible, hablar de Quién te cantará sin desvelar su misterio. El tercer largometraje de Carlos Vermut basa gran parte de su fascinación en la sorpresa, así que para comentar algunos aspectos destacables de la película conviene practicar la brevedad y, en especial, la prudencia. Lo primero que se constata es la tenacidad de Vermut en seguir construyendo mundos agitados e intensos, cuyo carácter dramático bebe de diversas fuentes que van del cine de Almodóvar, Bergman o Sirk a la cultura popular presente en la música y los cómics. Sin embargo, Quién te cantará va un paso más lejos y sofistica el estilo de Vermut hasta alcanzar un gran acabado y depuración, tal vez debido al aumento de presupuesto y a la evolución natural de sus capacidades como autor.
El tema principal de la película es la identidad y sus condicionantes: el anhelo de ser otra persona, la dependencia emocional y material, el desprecio, los vínculos familiares... un material inflamable que Vermut maneja con sumo cuidado para no arruinar lo más delicado del film, que es su credibilidad. El guión siempre está al límite de tropezar en el exceso, algo que no llega a suceder gracias a la neutralidad que mantiene Vermut respecto a los personajes y a la frialdad que serena el relato. En otras manos menos contenidas, Quién te cantará hubiera derivado en una locura inverosímil y excéntrica, pero Vermut logra domesticar las situaciones más tensas sin que estas pierdan su inspiración. Este contraste entre el arrebato y la mesura define la personalidad de la película y el talento del director.
Las imágenes de Quién te cantará están elaboradas con gran precisión para generar emociones inmediatas, ya desde el plano inicial en la playa. Vermut mueve la cámara con elegancia o la deja quieta para atrapar a sus personajes en encuadres estáticos pero compuestos con tiralíneas. Los desenfoques y la profundidad de campo cumplen una función narrativa en cada escena, así como la fotografía opaca y melancólica de Eduard Grau y el montaje preciso de Marta Velasco. Nada queda al azar en el universo estético de Vermut, dueño de esa facultad que emparenta a los grandes cineastas y que consiste en contar más de lo que se muestra en la pantalla. Hay abundante simbología en la película y diferentes elementos que, lejos de entorpecer la historia, la van cargando de incógnitas que el espectador irá desentrañando durante el metraje.
Pero los nombres propios que permiten que Quién te cantará vuele muy alto son los de las actrices protagonistas. Un plantel femenino integrado por Najwa Nimri, Eva Llorach, Carme Elías y Natalia de Molina, todas ellas capaces de hacer creíbles sus complicados papeles. La habilidad de estas mujeres para saber mirar, moverse en el decorado y decir los diálogos conduce la película por los intrincados senderos de la condición humana, mostrando su luz pero, sobre todo, sus espesas sombras. Hay una frase del guión que ilustra el recuerdo que permanece en el espectador tras haber visto Quién te cantará, esa que se refiere a la sensación de un ritmo constante, una canción lejana que te puede reventar por dentro.

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Roma. 2018, Alfonso Cuarón

Pocas películas como Roma han hecho correr tantos ríos de tinta en tan poco tiempo, apenas unos meses después de su estreno en la 75ª edición del Festival de Cine de Venecia. No es para menos. El regreso de Alfonso Cuarón a los escenarios mexicanos, diecisiete años después de Y tu mamá también, se salda con una película que incorpora novedades a la filmografía del director, pero en la que se reconocen algunas claves esenciales de su estilo.
Comencemos primero con las sorpresas: Roma es un film neorrealista. En medio de una trayectoria consolidada en Hollywood, en la que Cuarón ha dejado constancia de su pulso narrativo (Hijos de los hombres) y su virtuosismo con la cámara (Gravity), la realización de Roma supone una depuración de los elementos formales y de contenido presentes en la obra del director. Cuarón parte de un entorno muy determinado y de una época concreta (la colonia de Roma en la Ciudad de México, a principios de los años 70) y consigue darles un alcance global, por medio del fuerte compromiso humano que el director mantiene con Cleo, el personaje protagonista. Ella es una joven indígena que trabaja como sirvienta en casa de una familia cuyas rutinas marcan el desarrollo del relato: la limpieza, la cocina y, sobre todo, el cuidado de los niños, llenan su jornada en una sucesión de acciones representadas con un verismo y una cotidianidad cercanos al documental. En su primer guión escrito en solitario, Cuarón adopta el espíritu de Rossellini en Paisá o de De Sica en Umberto D, ejerciendo la observación atenta de las situaciones y los personajes sin entrometerse en sus sentimientos, dejando que el espectador traduzca lo que ve en la pantalla según su propia experiencia. Hay un distanciamiento premeditado, que evita los primeros planos y establece en todo momento relaciones entre los personajes y el decorado. En Roma, el contexto es tan importante como las motivaciones de los protagonistas, tal y como sucedía en el neorrealismo. Pero además, esta asociación está reforzada por la voluntad naturalista del director, que elude la música extradiegética y el montaje artificioso, y por las imágenes filmadas en blanco y negro, todo lo cual convierte la película en un documento donde se mezclan las peripecias íntimas, sociales e históricas.
En cuanto a los rasgos reconocibles que sitúan Roma dentro del estilo de su autor, está la utilización de planos secuencia en los que los movimientos de cámara se suman al dinamismo que aportan los personajes dentro de la imagen (más evidente en las escenas exteriores) y que suelen tener un recorrido horizontal, llegando en ocasiones a completar los 360 grados. Esta consciencia del espacio ha sido explorada por Cuarón en anteriores películas, pero en Roma lo hace de manera más pausada y con menos predominio de la tecnología. Se trata de una retórica visual que nunca es arbitraria ni busca distraer el ojo del espectador, sino que logra introducir al público en el escenario y hacerle partícipe de cuanto allí sucede, por medio de panorámicas que sustituyen su visión periférica. Algunas veces, los desplazamientos de cámara se producen mediante travellings para diversificar los puntos de atención dentro de una misma escena, como sucede en la playa. También hay algunos ingenios de montaje, como la presentación del padre de familia adentrando el coche en el garaje, que refuerzan la carga simbólica que contiene Roma. Y es que el realismo documental de la película convive con normalidad con los recursos alegóricos del agua, el automóvil familiar, el cuenco de leche que se rompe al caer al suelo o los aviones que surcan el film, entre otros.
Si la influencia de la imagen tiene gran importancia en la película, no lo es menos el sonido. Roma dibuja un rico paisaje sonoro donde cohabitan multitud de ruidos, efectos, acentos... Todos ellos acrecentando la dimensión doméstica y urbana de los diferentes escenarios. Por eso conviene apreciar el film con los ojos y los oídos bien abiertos, ya que cada detalle cumple su función en la historia y evidencia la fuerte implicación de Cuarón con el material que tiene entre manos. Él ha escrito, dirigido, fotografiado y montado la película, además de participar en la producción. Y sobre todo, ha conseguido que un buen número de actores no profesionales, con Yalitza Aparicio a la cabeza, le acompañen en esta fascinante aventura, un ejercicio perfecto y rotundo de cine que, paradójicamente, apenas se ha podido ver en unas pocas salas de todo el planeta. Netflix vuelve apuntarse otro tanto estrenando la película en streaming y rompiendo ese viejo tabú que identifica el verdadero cine con su proyección en pantalla grande. Es una lástima que la gran mayoría del público no pueda apreciar las bondades del sonido atmosférico ni del formato en 65 mm. con el que se ha rodado el film, un peaje a cambio de su distribución global que ejemplifica esta ironía de los nuevos tiempos: no poder contemplar en el cine un auténtico monumento cinematográfico. Dicha realidad afecta a la percepción de la película pero no resta méritos al resultado, ya que la calidad de Roma trasciende cualquier circunstancia externa, casi se podría decir que cualquier asunto humano.
A continuación, una reveladora entrevista en la que Alfonso Cuarón desvela algunos aspectos de la creación de Roma. Un complemento perfecto al visionado de la película:

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En este rincón del mundo "Kono sekai no katasumi ni" 2016, Sunao Katabuchi

Más que una película, En este rincón del mundo es un poema visual cuya trascendencia sobrepasa lo cinematográfico. El argumento recorre cerca de dos décadas en la vida de Suzu, una joven que contrae matrimonio en la provincia de Hiroshima, donde se desplaza a vivir con la familia de su marido. La existencia de los personajes se ve alterada por los horrores de la II Guerra Mundial, una situación que la protagonista alivia gracias al empuje de su carácter y a la pasión que siente por el dibujo.
Sunao Katabuchi dirige su tercer largometraje adaptando el manga de Fumiyo Kōno, una obra que pone especial atención en los detalles y en la cotidianidad del entorno. Más que el drama bélico o la evolución de los personajes, la película tiene como tema central el paso del tiempo. La manera en la que Katabuchi fija en la pantalla el transcurso de los días, los meses y los años adopta un tono cercano a la lírica que demuestra la sensibilidad y el refinamiento del autor japonés. Se trata de una cadencia que atraviesa la película y que afecta tanto al contenido como a la duración de los planos, en un flujo con constantes elipsis y un montaje a veces de carácter simbólico, a veces descriptivo y siempre con un gran poder de sugestión.
El aspecto estético del film es otro de sus puntos fuertes. Las imágenes son de una enorme belleza, y al estilo tradicional de la animación nipona se añaden algunos hallazgos formales difíciles de olvidar (la pintura del mar cuyas olas parecen liebres o la muerte de la niña bajo el bombardeo). Otra cualidad importante es la ausencia de maniqueísmos ni de posicionamientos ideológicos: la mirada de Katabuchi se sitúa sobre la población civil, víctima de la tragedia, lo que refuerza la identidad de la película como un alegato en contra del absurdo de todas las guerras. En suma, En este rincón del mundo es una obra de arte que roza lo sublime, una elegía de gran profundidad que marca la madurez del estudio MAPPA en apenas un lustro desde que inició su actividad.

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The rider. 2017, Chloé Zhao

"Qué proporciones desmesuradas/ adquiere lo minúsculo/ si las condiciones le son favorables." Estos versos de Karmelo C. Iribarren definen a la perfección el espíritu de The rider, una película sobre las tragedias cotidianas y los sueños rotos de personas que despiertan de golpe a la realidad. Así es como comienza el film, con el despertar del protagonista tras haber fantaseado con el galope de un caballo. El joven aspirante a campeón de los rodeos se levanta y comprueba frente al espejo que ya no podrá dedicarse a lo que más le gusta, porque tiene la cabeza remendada a consecuencia de una mala caída. La odisea personal que tendrá que vivir Brady a partir de entonces marcará el desarrollo del segundo largometraje dirigido por Chloé Zhao, quien ya había recorrido en Songs my brothers taught me los polvorientos caminos de la América profunda.
A primera vista, The rider parece una película pequeña, casi íntima. La mayor parte del metraje se concentra sobre el rostro de Brady Jandreau, quien se interpreta a sí mismo y fija ante la cámara las circunstancias reales que han marcado su vida. Sin embargo, no se trata de un documental. Tanto el lenguaje visual y sonoro que emplea Zhao como su relación con el relato hacen trascender la película más allá de la adscripción a un género determinado (el drama) y a un formato (la ficción), aproximándose por momentos al poema y a la pieza de artesanía cinematográfica. Por eso, The rider ofrece mucho más de lo que muestran sus imágenes y su arraigo con la tradición del cine independiente norteamericano. Es un ejercicio de síntesis narrativa capaz de comprimir el desencanto de una generación golpeada por la crisis en una tragedia individual, de carácter profundamente humano.
La directora continúa explorando algunos de los temas que más le interesan: la familia, la relación con el entorno y el retrato de la clase obrera. En lugar de filmar un análisis pormenorizado o elaborar un panfleto, Zhao aplica la observación atenta sin intervenir, mediante el uso frecuente de insertos y planos de detalle. En The rider, los conocidos como close-ups tienen tanta importancia como el resto de las imágenes, estableciendo a través del montaje analogías formales (el ojo del caballo y el ojo del protagonista) y simbólicas (el paso del tiempo y los ciclos naturales representados en las plantas y en la actividad del viento). La fotografía de Joshua James Richards adquiere gran importancia a la hora de materializar en la pantalla las ideas que contiene el film, a través de una paleta de colores de tonos apagados y luces muy horizontales, puesto que gran parte de The rider transcurre en atardeceres y otros momentos cuya iluminación compromete a todo el equipo. El resultado es de una belleza directa y sin florituras, una sucesión de postales en las que la figura humana adquiere su verdadera dimensión dentro del paisaje.
En suma, The rider ofrece cien minutos de emoción contenida gracias al talento de Chloé Zhao como escritora inspirada y directora atenta, una autora que logra extraer oro de un reparto de actores no profesionales, entre los que brilla la mirada incierta y vulnerable de Brady. El actor y la directora establecen un vínculo que atraviesa la pantalla y posee una carga lírica que no precisa de acentos ni de recursos altisonantes, con una complejidad que queda oculta bajo su aparente sencillez.

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Los que no perdonan. "The unforgiven" 1960, John Huston

A pesar del gusto por la aventura que John Huston desarrolló a lo largo de su carrera, no fue el western uno de sus géneros predilectos. El cineasta norteamericano lo empleó como trasfondo de algunos films (El tesoro de Sierra Madre, Vidas rebeldes) sin apenas llegar a profundizar en él, con la salvedad de El juez de la horca y Los que no perdonan. Con esta última inauguró la década de los sesenta, reuniendo a dos de los actores más carismáticos de la época, Burt Lancaster y Audrey Hepburn. El resultado no pudo ser mejor.
La película adapta la novela homónima de Alan Le May, autor del texto en el que se basó Centauros del desierto, con la que Los que no perdonan mantiene algunas similitudes. Ambas obras plantean un conflicto racial a partir de una niña separada de su familia y adoptada por miembros de otra raza. En la película de Ford, los indios se encargan de criar a una joven blanca que con los años es reclamada por su parentela original, mientras que en el film de Huston se trata de una niña india crecida entre blancos. También en las dos películas existe una relación de amor imposible, que se mantiene en secreto, (entre Ethan y su cuñada en el caso de Centauros del desierto, y entre los hermanastros que protagonizan Los que no perdonan) y una escena de asedio por parte de una tribu india a una casa habitada por una familia blanca. Esta escena es mucho más larga en el film de Huston y ocupa todo el tercer acto, marcando una clara división de tonos dentro del guión.
Los que no perdonan comienza con aire desenfadado, la presentación de los personajes es muy ágil y rápidamente se plantean los hilos argumentales que se irán trenzando durante la narración. Los personajes femeninos (Hepburn y su madre, interpretada por Lillian Gish) gobiernan en el escenario doméstico, anunciando algunas claves que luego serán determinantes en la trama (el caballo blanco de Hepburn, el ganado que puede acceder al tejado de la casa) y creando expectativas ante la llegada del personaje principal, interpretado por Lancaster. El actor encarna con brillantez al referente familiar que suple la ausencia del padre (materializado en la cruz enclavada frente a la casa) y que representa la idealización proveniente de Wichita, esa ciudad civilizada y moderna de la que tanto se habla pero que nunca llega a aparecer en pantalla. Como es habitual, hay otra familia vecina con la que se abren posibilidades comerciales y casaderas, y que engrosa el nutrido plantel de personajes que puebla el film. En el primer acto abundan las situaciones de comedia y los diálogos chispeantes, en los que Huston demuestra su habilidad para filmar en exteriores, potenciando la grandiosidad de las localizaciones naturales mediante el uso del formato anamórfico de Panavision.
El segundo acto pierde ligereza ante el predominio del drama, que ya se vuelve tenso y se agrava en el tercer acto, el cual transcurre en su mayoría en decorados interiores. Las buenas artes del guionista Ben Maddow encuentran su traslación musical en la partitura de Dimitri Tiomkin, mucho más presente en la primera mitad del film que en la segunda. No es de extrañar ya que, según avanza la acción, los disparos y los demás efectos sonoros van cobrando importancia hasta monopolizar la banda sonora. También la fotografía de Franz Planer se va oscureciendo en consonancia a la tragedia que hostiga a los protagonistas, con impresionantes escenas nocturnas (la del ajusticiamiento en la horca) y una gran plasticidad, tanto en los paisajes como en los primeros planos. A todos estos nombres se suma el montador Russell Lloyd, capaz de imprimir en cada secuencia el ritmo adecuado para generar distintas emociones, algo que sin duda no le falta a Los que no perdonan. Era difícil fallar con semejante equipo técnico y artístico, ante los cuales John Huston se comporta como un eficaz director de orquesta: cada nota suena perfectamente afinada, cada elemento está medido con precisión dentro del conjunto y refuerza a los que están a su alrededor.
En suma, Los que no perdonan es una de las películas más redondas y contundentes de un autor inspirado, en pleno estado de forma. Integra el ramillete de grandes obras que Huston tiene en su haber y que le han erigido como uno de los directores más importantes del cine clásico norteamericano, lo que equivale a decir del cine de todos los tiempos. A continuación, una breve glosa en torno a la figura del gran John Huston, cortesía del canal TCM:

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Al otro lado del viento. "The other side of the wind" 2018

Casi todos los directores cuentan en su haber con un proyecto frustrado, una película que nunca pudieron hacer por motivos financieros, políticos, de salud... y que abre un pequeño hueco en sus filmografías donde caben todo tipo de especulaciones: ¿Cómo hubiese sido el Nostromo de David Lean? ¿Y el Napoleón de Kubrick? ¿Habría influido en la carrera de Buñuel su adaptación de La Regenta? ¿Y de qué manera hubiese filmado Leone el cerco de Leningrado? Son preguntas que no tienen respuesta, y que abundan en la obra de Orson Welles.
El director norteamericano posee una trayectoria bien conocida que contiene películas terminadas y otras que no consiguieron ver la luz o que han aparecido fragmentadas: Too much JohnsonIt's all true, The deep, Don Quijote... El material de esta última producción malograda fue recuperado y montado muchos años después por Jesús Franco, en un intento de recrear la visión de Welles a partir de notas dispersas y de guiones en proceso. El resultado, por lo tanto, refleja la conjetura de un cineasta (Franco) que interpreta la película bajo su propio criterio, y no el del creador de las imágenes (Welles). Por eso hay que rebelarse cuando en los títulos de crédito de estas películas resucitadas figura como director el nombre de alguien que ni siquiera ha visto el film.
Lo mismo puede decirse de Al otro lado del viento, el último proyecto maldito de Welles filmado a salto de mata entre los años 1970 y 1976 y que obedece al deseo del director de ser reconocido dentro de los círculos de la vanguardia cinematográfica. Por aquel entonces, nada aterraba más al sexagenario Welles que ser identificado con el pasado por las nuevas generaciones de críticos y espectadores, y para ello buscó referencias en los jóvenes europeos cuyo cine deslumbraba en los festivales (Godard, Bertolucci, Polanski) y en el cine independiente norteamericano (Cassavetes, Scorsese). La primera sensación que acude al contemplar Al otro lado del viento es que Welles quería realizar su particular 8 y medio, empleando como alter ego a John Huston en el papel de un veterano director que regresa después de algunos años para crear una película con la que combatir sus fantasmas internos. De esta manera, Al otro lado del viento funciona como un complicado juego de espejos que se expande a ambos lados de la pantalla y que sirve a Welles para diseminar ideas acerca del paso del tiempo, la condición humana y la tradicional pugna entre el arte y el negocio dentro del ámbito cinematográfico.
La expresión es correcta: son ideas diseminadas, apuntes, reflexiones precipitadas que no terminan de concretarse ni de definir una estructura narrativa precisa. Orson Welles quiso forzar los recursos expresivos de la improvisación y planteó el rodaje como una sucesión de momentos en los que se invitaba a los actores a cometer esos accidentes divinos capaces de dar vida a la película. Todo un reto para un director tan meticuloso, que gustaba de aprovechar los imprevistos que surgían durante el rodaje, pero que nunca antes se había propuesto semejante ejercicio de libertad creativa. El conjunto, por lo tanto, es bastante desigual. Durante todo el metraje subyacen el riesgo y la experimentación, pero sin más finalidad que la autocomplacencia. Hay abundante simbología, diálogos mordaces (muchos de ellos incomprensibles) y una voluntad clara de transgresión, pero... ¿era esto lo que pretendía Welles? Es probable, pero no es seguro. Razón por la que es absurdo atribuir al director el torrente de intenciones que pretende Al otro lado del viento.
Esta responsabilidad debe repartirse entre el numeroso equipo de producción que firma la película (con capital francés, iraní y norteamericano) y en el que figura uno de los protagonistas de la película, el entonces incipiente Peter Bogdanovich. Pero sobre todo, si la función de autor material le corresponde a alguien, es al montador Bob Murawski. Su labor no se limita juntar los planos siguiendo las indicaciones recopiladas en estas cuatro décadas, sino que moldea el estilo de la película, le da aliento, hasta el punto de hiperventilarla. Murawski es un profesional experimentado que convierte el característico estilo dinámico de Welles en una ametralladora de imágenes, duplicando el número habitual de planos de cualquier película, lo que provoca un visionado agotador, extenuante. Una buena parte de los cortes de edición son arbitrarios u obedecen al capricho de acelerar el ritmo sin importar que se trate de una escena dramática, cómica o de acción, que tenga o no diálogos, todo al servicio de aprovechar lo máximo posible el ingente material rodado. Al otro lado del viento fue filmada en diferentes formatos y con varias cámaras al mismo tiempo, en color y en blanco y negro, buscando el naturalismo y la espontaneidad del documental. El resultado queda lejos de esta primera intención y obtiene el efecto contrario al deseado: un artefacto lisérgico y artificioso que contiene, no obstante, algunos momentos memorables (la escena nocturna del coito en el coche, que ya estaba montada previamente, o el final en el autocine).
Sería injusto atribuir a Bob Murawski el hecho de que Al otro lado del viento sea un producto fallido, ya que el montador se ha basado en el estilo de las secuencias que ya aparecieron montadas. Él ha seguido las mismas pautas de edición que, por otro lado, son muy parecidas a las de Fraude, el otro proyecto vanguardista que Welles realizó en la misma época y que sí logró terminar. Así pues, ¿cuál es la diferencia entre la genialidad y la energía que contiene Fraude y el carácter errático e impreciso que afectan a Al otro lado del viento, siendo ambas tan semejantes y bebiendo de la misma inspiración? La respuesta es sencilla: la primera está supervisada y rematada por Orson Welles, mientras que la segunda no.
Nunca sabremos cómo hubiese sido Al otro lado del viento terminada por su autor original, mientras tanto, habrá que conformarse con este boceto presentado por la plataforma Netflix, la cual acompaña el estreno tardío de la película con el magnífico documental Me amarán cuando esté muerto, en el que se analizan las circunstancias que rodearon esta locura imposible.

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