Aunque solemos identificar a dos hermanos Coen, en realidad hay muchos más. Tantos como personalidades se bifurcan en sus películas. Están los Coen delirantes de Arizona Baby y El gran Leboski, los amantes del cine negro de Sangre fácil y Muerte entre las flores, los revisionistas del cine clásico de El gran salto y The lady killers, los autores de culto de Barton Fink y El hombre que nunca estuvo allí... además de otros que van diseminando su extensa cinefilia por una carrera que abarca ya más de tres décadas y cerca de veinte largometrajes. Todas esas caras y esos ángulos aparecen ahora representados en un mismo film, La balada de Buster Scruggs.
Semejante conglomerado ha sido posible gracias a que se trata de una película estructurada en episodios, con una manera muy inteligente de evitar la dispersión y la incoherencia, que no es otra que aunar todos los elementos bajo un mismo género, el western. Los Coen ya habían pisado este terreno en Valor de ley, pero ahora reparten la inspiración propia con la adaptación literaria de textos firmados por Jack London y Stewart Edward White. El guión se divide en seis historias que conjugan diferentes tonos, desde la sátira musical hasta el drama, hilvanados por un libro cuyas páginas pasa el espectador. Por eso todo lo que acontece tiene el aroma de la fábula, una sensación que refuerzan las imágenes coloristas fotografiadas por Bruno Delbonnel y la música del inevitable Carter Burwell. Ambos nombres suman sus talentos al cuidadísimo diseño de producción, en el que brillan el vestuario, el maquillaje y la peluquería que exhiben los personajes.
Para dar vida a este extenso conjunto de criaturas, los Coen han contado con un plantel de actores donde se encuentran Tim Blake Nelson, James Franco, Tom Waits, Liam Neeson o Harry Melling, entre muchos otros. Apenas dos mujeres aparecen en el reparto y una de ellas, Zoe Kazan, resulta deslumbrante. La impresión general es la de asistir a un festín interpretativo con una amplia variedad de registros, cada uno ajustado a las exigencias narrativas de los distintos capítulos de la película.
En suma, La balada de Buster Scruggs es un gozoso ejercicio de cine tan sólido y consciente de sí mismo, que evidencia el grado de madurez de los Coen como dueños de un estilo propio y reconocible. Las únicas novedades que contiene el film son las de haber sido rodado en soporte digital por primera vez en la trayectoria de los cineastas, y el hecho de que se haya estrenado de manera masiva en la plataforma doméstica Netflix. Ninguno de estos dos aspectos interfiere en el resultado final, pero ilustra el signo de los nuevos tiempos: los grandes estudios invierten cada vez menos dinero en fabricar buen cine, el cual encuentra refugio fuera de su hábitat natural. Bienvenido sea, allá donde pueda verse.
Semejante conglomerado ha sido posible gracias a que se trata de una película estructurada en episodios, con una manera muy inteligente de evitar la dispersión y la incoherencia, que no es otra que aunar todos los elementos bajo un mismo género, el western. Los Coen ya habían pisado este terreno en Valor de ley, pero ahora reparten la inspiración propia con la adaptación literaria de textos firmados por Jack London y Stewart Edward White. El guión se divide en seis historias que conjugan diferentes tonos, desde la sátira musical hasta el drama, hilvanados por un libro cuyas páginas pasa el espectador. Por eso todo lo que acontece tiene el aroma de la fábula, una sensación que refuerzan las imágenes coloristas fotografiadas por Bruno Delbonnel y la música del inevitable Carter Burwell. Ambos nombres suman sus talentos al cuidadísimo diseño de producción, en el que brillan el vestuario, el maquillaje y la peluquería que exhiben los personajes.
Para dar vida a este extenso conjunto de criaturas, los Coen han contado con un plantel de actores donde se encuentran Tim Blake Nelson, James Franco, Tom Waits, Liam Neeson o Harry Melling, entre muchos otros. Apenas dos mujeres aparecen en el reparto y una de ellas, Zoe Kazan, resulta deslumbrante. La impresión general es la de asistir a un festín interpretativo con una amplia variedad de registros, cada uno ajustado a las exigencias narrativas de los distintos capítulos de la película.
En suma, La balada de Buster Scruggs es un gozoso ejercicio de cine tan sólido y consciente de sí mismo, que evidencia el grado de madurez de los Coen como dueños de un estilo propio y reconocible. Las únicas novedades que contiene el film son las de haber sido rodado en soporte digital por primera vez en la trayectoria de los cineastas, y el hecho de que se haya estrenado de manera masiva en la plataforma doméstica Netflix. Ninguno de estos dos aspectos interfiere en el resultado final, pero ilustra el signo de los nuevos tiempos: los grandes estudios invierten cada vez menos dinero en fabricar buen cine, el cual encuentra refugio fuera de su hábitat natural. Bienvenido sea, allá donde pueda verse.