Lobo. "Theeb" 2014, Naji Abu Nowar

Muchas veces, las circunstancias previas al rodaje de una película determinan el resultado de lo que se verá en la pantalla. Es el caso de Lobo, primer trabajo como director de Naji Abu Nowar, quien convivió durante un año con una tribu de beduinos para contar su historia desde dentro. El cineasta debutante quería reflejar la experiencia de sus ancestros en la Jordania de principios del siglo XX, un país marcado por la lucha entre el ejército británico y los soldados del imperio otomano.
En su búsqueda de la realidad, Abu Nowar podría haber optado por el documental, ingresando en la nómina de los cronistas y recopiladores de datos históricos, testimonios, archivos audiovisuales... En lugar de eso, el director se vale del cine de género para acercar al espectador un relato que trasciende el marco geográfico y temporal. Y lo hace a través del western y del cine de aventuras. La cámara captura los paisajes del desierto arábigo como una prolongación del carácter de los personajes: rudo, directo y sin ambages. Hay una relación intensa entre el escenario y quienes lo pueblan, por eso Lobo reduce al mínimo los elementos de la ficción. Apenas unas pocas localizaciones y media docena de personajes bastan para extender las líneas principales del film, en una prueba de síntesis narrativa y estética.
Lobo exhibe por ello una factura cuidada que saca el máximo provecho de su modesta producción, consciente de poseer el más valioso de los efectos especiales: la mirada de un niño. El joven protagonista que da título a la película transmite con su presencia la inmediatez y la inocencia que requiere el relato ya que, a través de sus ojos, el público adquiere un punto de vista liberado de los condicionantes políticos y religiosos habituales. Al contrario que otras obras del mismo calado, Lobo no pretende purgar sus complejos históricos mediante la relectura de los acontecimientos, ni coloca filtros embellecedores para suavizar el dolor. Abu Nowar despoja su opera prima de todo artificio que no contribuya al desarrollo de la trama, filmando en los escenarios naturales del Valle de la Luna con actores no profesionales... a pesar de lo cual, no conviene llevarse a engaños: hay un depurado ejercicio de concreción detrás de las imágenes que emparenta la película con los clásicos del Oeste americano, con el spaghetti western y con las referencias literarias de Conrad, London o Stevenson. Semejantes alforjas no añaden peso a la película, al contrario. Para Naji Abu Nowar son los sólidos cimientos sobre los que edificar Lobo, la tradición que legitima su autoridad como pequeña gran película. Una condición ganada a pulso con sensibilidad, lucidez y la observación atenta del entorno. Es decir, con cine puro y duro.

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The neon demon. 2016, Nicolas Winding Refn

Un error muy común es valorar el cine de Nicolas Winding Refn desde una perspectiva clásica. Es decir, atendiendo al desarrollo formal y narrativo del argumento, donde se analiza la dirección, las interpretaciones, el guión, la fotografía, el montaje... y la incidencia de cada uno de estos elementos en el conjunto. Un punto de vista que lleva siempre al mismo resultado: el rechazo ciego al cineasta, cuando no a su defenestración. Las películas de Winding Refn pueden ser buenas o malas, mejores o peores, pero han de ser calibradas de modo distinto a las demás. ¿Por qué? Porque se mueven en otro terreno.
Para empezar, no necesariamente tienen un argumento con planteamiento, nudo y desenlace. Y si lo tienen, como en el caso de The neon demon, no es lo más importante. Para Winding Refn, lo fundamental es la transmisión de sensaciones y la creación de atmósferas. Pero ni la iluminación ni el decorado ni la banda sonora son medios para conseguirlo... porque son el fin mismo. Sintetizando: el trabajo fotográfico de Natasha Braier tiene la misma repercusión en la trama que el de las actrices, por ejemplo. Ambos alcanzan idéntico nivel de expresividad y de emoción, sin que el primero sea el envoltorio visual del segundo, o su representación estética. Igual sucede con la música de Cliff Martinez o el montaje de Matthew Newman, por ejemplo. Fieles colaboradores del director que construyen una retórica cargada de símbolos y referencias al cine de Lynch, Argento o Kubrick.
Habrá quien acuse en The neon demon de ser un ejercicio artificial, pretencioso, narcisista, aburrido, desagradable... y no les faltará razón. Winding Refn es muy consciente de los peligros que corre e incluso parece potenciarlos. De hecho, es todo un logro que una película así haya encontrado financiación (mayoritariamente francesa). Porque The neon demon es un film creado con una libertad casi insultante, sin concesión alguna al mercado ni al público mayoritario. La crítica también ha mostrado su disconformidad de forma unánime. Es como si después del éxito de Drive, el director estuviese dando paladas con cada film para cavar la tumba de su carrera... Tal vez, con la voluntad secreta de estar fabricando un cine de culto. Eso es The neon demon: cine de culto por definición. Los espectadores amantes del academicismo deben huir espantados, mientras que los degustadores de rarezas encontrarán aquí un suculento plato.
Aparte de todo esto, dentro de la fábula que plantea el film sobre el mundo de la moda se pueden identificar cuestiones relacionadas con la cosificación de la mujer en la sociedad moderna, la influencia de la imagen y de los medios de comunicación, la cultura de la competitividad y la meritocracia... en una puesta al día del mito de Fausto que incluye alusiones vampíricas y diversas parafilias. Más allá de la receptividad que pueda despertar la película, hay dos hechos incontestables: la capacidad de riesgo de Nicholas Winding Refn y la entregada interpretación de la actriz protagonista, Elle Fanning. Ambos caminan de la mano, a ciegas sobre el alambre y sin red de seguridad debajo. Los que estén dispuestos a acompañarles, disfrutarán del film. El resto, mejor abstenerse.

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El ídolo caído. "The fallen idol" 1948, Carol Reed

Primera película que Carol Reed produce con el estudio London Films y uno de los puntos culminantes de su carrera, apenas un año antes de inscribir su nombre en los libros de Historia del Cine con la realización de El tercer hombre. Al igual que ésta, El ídolo caído adapta una obra del escritor Graham Greene, quien se encarga además del guión. Es una etapa dulce para el director: tiene fama, prestigio y libertad para elegir los temas que le interesan. Una circunstancia que Reed aprovecha para desarrollar sus capacidades como cineasta meticuloso e imaginativo, facetas que no siempre lleva a cabo, pero que aquí le sitúan en el mismo podio que otros gigantes británicos como Hitchcock o Lean.
Lo primero que llama la atención es el punto de vista adoptado. La acción de El ídolo caído sucede a través de los ojos de Philippe, el hijo del embajador francés en Londres, un muchacho inquieto que remedia la frecuente ausencia de sus padres con la compañía de McGregor, un pequeño reptil que ha adoptado como mascota, y del señor Baines, mayordomo con los rasgos del actor Ralph Richardson. Ambos alivian la soledad del niño y le consuelan ante la presencia de la señora Baines, una auténtica bruja de cuento que representa el componente de discordia necesario en la ficción. El tercer vértice que completa el triángulo de los adultos es la secretaria interpretada por Michèle Morgan, actriz capaz de humanizar el adulterio con una sola mirada. En suma, El ídolo caído contiene emoción, comedia, misterio, romance... todo observado bajo el prisma siempre insólito de la infancia.
Reed consigue introducirse en la mente del personaje recurriendo por un lado al realismo poético, muy presente en el cine europeo y que aquí alcanza su culminación en las escenas nocturnas, y por otro lado al relato victoriano, con influencias del cuento clásico y de la literatura de Dickens. La trama de El ídolo caído no exhibe gran complejidad, sin embargo, cada elemento se despliega con inteligencia gracias a la puesta en escena. Aquí es donde se nota la experiencia teatral del director, ya que maneja con exactitud la distribución del espacio y el movimiento de los actores en el plano, aprovechando la profundidad de campo, las angulaciones de cámara, los recursos del decorado... herramientas que enriquecen la imagen no por capricho estético, sino buscando la efectividad del drama. Estos logros se deben en parte a Georges Périnal, cuya fotografía en blanco y negro puede resultar bella o enigmática según lo precisa la historia.
Poco más se puede añadir sobre El ídolo caído que no redunde en la perfección. Una película magníficamente escrita, filmada e interpretada, que supone uno de los más notables aciertos en la filmografía de Carol Reed. Cineasta con una trayectoria eclipsada por la rotundidad de El tercer hombre, y que demuestra también en películas como ésta la medida de su talento.

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Moonlight. 2016, Barry Jenkins

Hay escenarios que convocan los superlativos. Basta reunir en un mismo espacio las palabras suburbio, drogas y comunidad negra para que se active la maquinaria del cliché, siempre dispuesta a satisfacer al público hambriento de estigmas y sensacionalismo. Por eso tiene importancia una película como Moonlight. Su director, Barry Jenkins, pone especial cuidado en escapar de los lugares comunes, incluso cuando maneja referentes tan trillados como los de Spike Lee o John Singleton.
Moonlight no se detiene en el paisaje sociológico, va más allá. El guión adapta la obra de teatro de Tarell Alvin McCraney sobre la búsqueda de identidad de un chico negro homosexual en un entorno que le es hostil. La narración está dividida en tres partes, cada una reflejando diferentes etapas en la vida de Chiron, el protagonista. La relación con los personajes que le rodean determina su evolución dramática, un retrato que nunca está completo y que el espectador debe perfilar a partir de lo que se muestra en la pantalla. No es tarea fácil, ya que las elipsis entre un período y otro son bastante amplias y Moonlight es un film que sugiere, más que desvela. Jenkins aplica la mesura y guarda distancia respecto a los personajes, una opción que puede desconcertar a esa parte del público acostumbrada a las exhibiciones de sentimiento.
El director pone peso en el aspecto psicológico de la historia, incorporando al punto de vista de Chiron secuencias oníricas, recuerdos y efectos visuales y sonoros que ilustran su introspección de manera cinematográfica. Algo a lo que también contribuye la música de Nicholas Britell, de un lirismo suave y matizado. Estas herramientas hacen olvidar el origen teatral de Moonlight, además de otros recursos ópticos como son el desenfoque, muy adecuado para desvincular al personaje de su contexto y reforzar así el simbolismo de las imágenes. Jenkins emplea la cámara y el montaje con elocuencia, aunque a veces caiga en el capricho estético... un ejemplo es el plano inicial del film: la lente gira alrededor de los personajes sin más motivo que el de sorprender (o marear) al espectador.
Todo cambia con la llegada del tercer acto, en torno a una larga conversación en la que el tiempo se detiene y la película adopta un carácter más íntimo. Jenkins demuestra tener buena mano con los actores, un nutrido grupo de intérpretes maduros y jóvenes, hombres y mujeres... perfectamente ajustados a sus personajes y con capacidad para transmitir complicidad y compromiso. Dos palabras que definen bien Moonlight, una película con una fuerte voluntad humanista que, sin parecer ambiciosa, invita a la reflexión. Bienvenida sea.
A continuación, un extracto de la banda sonora compuesta por Nicholas Britell, repleta de hermosos sonidos de cuerda como contrapunto a la dureza que refleja Moonlight. Relájense y disfruten:

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La calle de la amargura. 2015, Arturo Ripstein

Arturo Ripstein parece llevar una trayectoria inversa a la mayoría de los directores. Según pasan los años, sus películas van adoptando una apariencia cada vez más amateur, con presupuestos más ajustados y menos rigidez narrativa. Aunque el espíritu permanece intacto. En La calle de la amargura se escuchan ecos de su obra anterior, no en vano el veterano cineasta cuenta con un universo plenamente definido que da vueltas sobre sí mismo, en busca de pequeñas variaciones y rincones en los que indagar. Pero siempre con las constantes de las clases desfavorecidas, las relaciones familiares, el amor, el sexo, la muerte... ingredientes fundamentales para cocinar un drama bien cargado de picante, al más puro estilo mexicano.
Así pues, los estómagos delicados deben abstenerse. Semejantes dosis de desgarro pueden llegar a saturar: los personajes y las situaciones son tan extremas, hay tanta sordidez en el argumento y el escaso humor es tan negro, que resulta difícil conectar con lo que sucede en la pantalla. Aún así, de vez en cuando asoma el antiguo genio de Ripstein y la película cobra sentido, se producen leves chisporrotazos que iluminan las sombras de La calle de la amargura. Son detalles en la puesta en escena, en las interpretaciones de los actores, en los diálogos... vestigios que demuestran aquello de "quien tuvo, retuvo".
Y Ripstein retiene. Retiene a Paz Alicia Garciadiego, su infatigable guionista, capaz de convertir en poesía el habla de la calle y de transitar en apenas unos segundos de lo trágico a lo irónico y de lo vulgar a lo sublime. Retiene además a Patricia Reyes Spíndola, actriz fetiche que sabe encarnar con naturalidad las más tremebundas escenas, acompañada por una magnífica Nora Velázquez. Y sobre todo, Arturo Ripstein retiene su dominio del plano secuencia y su capacidad para mover la cámara al compás de los sentimientos de los personajes. Pero aquí es donde residen también algunos de los inconvenientes del film, ya que el hecho de que esos movimientos estén ejecutados de forma manual y los medios técnicos sean tan precarios (la grabación de sonido, por ejemplo), resta empaque y brillo al conjunto. Está claro que el director no pretende en ningún momento hacer una película pulcra o refinada, pero se echa de menos cierta elegancia en lo formal y una solemnidad que amortigüe la crudeza del relato, al igual que sucedía en Principio y fin, La reina de la noche o Profundo carmesí, obras mayores de Ripstein.
Filmada en blanco y negro, en unos pocos escenarios y sin emplear más música que la diegética, La calle de la amargura es un film que no hace concesiones. Un puñetazo a la moral de los biempensantes en el que Ripstein vuelve a evocar a su maestro Luis Buñuel, mezclado con la cultura popular, la crónica de sucesos y la tragedia clásica. En definitiva: no se trata de una gran película, contiene imperfecciones y apenas deja apreciar el inmenso talento de su creador. Pero La calle de la amargura es honesta, no engaña a nadie y ofrece lo que promete, que son cien minutos de salvaje quiebro emocional. Y lo más curioso de todo, está inspirada en un caso real donde conviven luchadores liliputienses, fanáticos religiosos, prostitutas en decadencia, mendigos, travestis... Lo que prueba que la realidad, a veces, no solo supera a la ficción. También se supera a sí misma.
Bienvenidos al mundo intenso y fascinante de Arturo Ripstein:

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El niño y el mundo. "O menino e o mundo" 2013, Alê Abreu

Pocas palabras se le pueden añadir a una película que no utiliza las palabras para expresarse. Y más teniendo en cuenta el enorme atractivo de las imágenes de El niño y el mundo, segundo largometraje de animación de Alê Abreu y primero que se distribuye a nivel internacional. El director brasileño realiza un trabajo lleno de experimentación y riesgo, una verdadera obra de arte.
La película se sitúa en un punto intermedio entre la fábula aleccionadora y el poema visual, dos territorios que Abreu recorre con sensibilidad, inteligencia y sin necesidad de recurrir a los diálogos. El niño y el mundo narra las peripecias de un muchacho que abandona el paisaje idílico de la infancia, tras los pasos de un padre ausente que se ha marchado a buscar trabajo en un entorno consumista y mecanizado. Se trata, por lo tanto, de un relato de iniciación y descubrimiento, donde tiene la misma importancia la forma que el contenido. Hasta el punto de que uno y otro se completan, se dan significado. Pero que nadie se asuste: la gran virtud de El niño y el mundo es la de acercar la riqueza de sus referencias estéticas y narrativas al público familiar, haciendo comprensible lo que en un principio parecía abstracto. Mayores y pequeños quedan convocados frente a la pantalla, en un ejercicio de identificación que convierte el visionado del film en una experiencia única.
El estilo de la animación tiene mucho que ver con las sensaciones que transmite la película. Abreu emplea un dibujo de líneas claras y sencillas, con composiciones geométricas y colores básicos donde se mezclan diferentes materiales y texturas. Hay trazos de lápiz, acrílicos, collage, ceras, bolígrafo... y un largo etcétera de recursos visuales que revientan la pantalla de creatividad y belleza. Resulta imposible permanecer ajeno al influjo estético de El niño y el mundo, una película que se acerca como muy pocas al proceso artístico, ya que ha sido elaborada de forma artesana e innovadora. El guión y los dibujos fueron confeccionados en paralelo por un pequeño estudio en el que Abreu ejerce como director de orquesta: las escenas, la música, el diseño de sonido... cada uno de los elementos participa de un desarrollo que aprovecha al máximo el talento y la imaginación de sus integrantes.
En suma, El niño y el mundo es una de las películas de animación más sorprendentes que puedan verse, un auténtico gozo para los sentidos que sitúa a su director, Alê Abreu, en un lugar privilegiado dentro de las actuales vanguardias cinematográficas. Como muestra, el cortometraje Passo, que Abreu realizó en 2007. Que lo disfruten:

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