Casi 40. 2018, David Trueba

Al contrario de lo que dice el tango, veinte años sí son algo. Es tiempo suficiente para echar la vista atrás y darse cuenta de lo mucho que pueden cambiar las circunstancias y las personas. Dos décadas después de haber dirigido La buena vida, David Trueba recupera a los protagonistas de su primera película y los reúne en Casi 40, un ejercicio de síntesis narrativa (más íntima y austera que la anterior) que indaga en las relaciones personales, la supervivencia profesional y en las expectativas pasadas y presentes. Es decir: la vida de cualquier habitante del "primer mundo" cercano a la cuarentena.
En esta ocasión, Trueba prescinde de personajes secundarios que incidan en el desarrollo de la trama (hay algunos episódicos que ayudan a diversificar el discurso de los protagonistas), así como evita también la necesidad de enmarcar la historia en un contexto determinado. Las situaciones y los diálogos suceden en un tránsito que podría enmarcar el film dentro del género de la road movie, aunque ni los motivos ni el destino del viaje son aquí trascendentes. Se trata de sacar a los personajes de sus rutinas y entornos habituales para que expresen libremente aquello que les une y les separa, en un discurso que convierte al espectador en el tercer participante en escena.
Los otros dos son Lucía Jiménez y Fernando Ramallo, actores que debutaron con Trueba en la primera parte y con quien completan aquí una suerte de retrato generacional al estilo del elaborado por Richard Linklater en la trilogía de Antes del amanecer. La pareja de intérpretes consigue transmitir cercanía y credibilidad, dos condiciones indispensables para hacer verosímiles los abundantes diálogos que contiene la película y que la emparentan, también, con los cuentos de las cuatro estaciones de Éric Rohmer. El director francés parece inspirar al madrileño en cuanto al tono y el espíritu de la narración, fruto del realismo, la empatía con los personajes y la escucha atenta. A este paisaje sonoro de palabras se suman las canciones que Lucía Jiménez interpreta en directo, casi a modo de entremeses que amenizan el conjunto.
Por estos motivos, Casi 40 adopta un formato sencillo en la forma pero que guarda en el contenido sus cargas de profundidad. Una película pequeña en tamaño y ambiciones que consigue, sin embargo, eso tan difícil que es despertar la reflexión en el público y el análisis de conciencia. Y todo ello sin apelar a la nostalgia que suele edulcorar este tipo de relatos. David Trueba logra plantear cuestiones importantes de manera fresca y despreocupada, como si la vida fuese eso que ocurre entre las palabras acción y corten. Una vez más, merece la pena complementar el visionado de la película con el reportaje que el programa de TVE Días de cine le dedicó con motivo de su estreno:

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Una vida a lo grande. "Downsizing" 2017, Alexander Payne

Los buenos narradores lo son al margen de las circunstancias y los presupuestos. Buena prueba de ello es Alexander Payne, quien después de haber realizado una película tan austera e independiente como Nebraska, regresa cuatro años después con Una vida a lo grande,  la producción más compleja y ambiciosa de su filmografía. También es la más diferente. Por primera vez, el cineasta norteamericano cuenta una historia con elementos fantásticos relacionados con la ficción científica, la distopía y la fábula geopolítica.
Payne recupera a su antiguo coguionista Jim Taylor para desarrollar la parábola de un hombre común envuelto en una situación extraordinaria: la humanidad ha encontrado la fórmula que permite reducir a las personas a un tamaño minúsculo y aminorar, así, el impacto negativo contra el entorno. A partir de este momento, la población se divide en seres grandes y pequeños. Para estos últimos se crean ciudades adaptadas en las que se adquieren grandes privilegios, una Arcadia en miniatura a la que se incorpora el protagonista interpretado por Matt Damon. La película propone una interesante variedad de temas de contenido social, económico, cultural y ecológico, sobre los que flota la pregunta: ¿Cómo sobrevivir a la infelicidad en mitad del paraíso? El gran acierto de Una vida a lo grande es que no proporciona las respuestas evidentes ni las lecciones morales que abundan en Hollywood, lo que la convierte en un entretenimiento adulto e ingenioso, no exento de emoción.
Las ocurrencias argumentales de Payne van más allá del papel y se traducen en imágenes de expresividad sencilla y directa, siempre a favor del relato y con un regusto irónico que marca la distancia adecuada respecto al público. Esta distancia no es ni tan cercana como para que el director sea considerado un sentimental, ni tan lejana como para que se le tome por un autor erudito. Alexander Payne se encuentra en ese punto intermedio en el que se establecieron muchos cineastas clásicos norteamericanos, y al que ahora aspiran tantos otros sin conseguirlo. Las claves que emplea Payne son infalibles: dominio de la puesta en escena, sentido del ritmo y una buena dirección de actores.
En torno a Damon se congrega un buen número de actores eficaces, la mayoría de ellos desconocidos, con la salvedad del veterano Udo Kier y del carismático Christoph Waltz, quien compone un personaje inolvidable. El elenco artístico aporta la parte humana a una película que cuenta también con una impecable factura técnica, lo que añade calidad al conjunto. Pero lejos de buscar la pulcritud o los caminos fáciles, Una vida a lo grande toma inesperados giros narrativos que bien podrían haber derivado en fracaso. A lo largo del film hay diversos cambios de escenario, algunos de ellos contrapuestos, que evolucionan con el devenir del personaje principal. La adaptación de su punto de vista a los nuevos acontecimientos transforma el tono de la película de la comedia al drama, pasando por la sátira, la intriga o el alegato social. Un periplo lleno de riesgos que Alexander Payne sortea haciendo valer sus grandes dotes como narrador y como humanista atento al presente.
A continuación, uno de los temas musicales que integran la banda sonora compuesta por Rolfe Kent. Una delicia donde los instrumentos de cuerda ilustran a la perfección los diferentes estados de ánimo que atraviesa el protagonista. Relájense y disfruten:

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Los motivos de Berta. 1984, José Luis Guerín

Al contrario que lo sucedido en los ámbitos de la música o el diseño, apenas hubo experimentación en el cine realizado en España durante los años 80. La década anterior había sido especialmente fértil gracias al trabajo de directores como Iván Zulueta, Basilio Martín Patino, Gonzalo Suárez o Carlos Saura. Pero la implantación de la conocida como Ley Miró obtuvo los resultados opuestos a los que se buscaban: en lugar de promover modelos alternativos de producción, desplazó sobre la industria un rodillo que homogeneizaba las diversas escuelas y tendencias que coexistían en el país. A pesar de las dificultades, surgieron unos pocos nombres capaces de desarrollar su obra dentro de la vanguardia, entre los que destaca el barcelonés José Luis Guerín.
Tras haberse fogueado en cortometrajes de corte experimental en los que practicó el oficio de manera autodidacta, Guerín dirige su primer largometraje con tan solo 24 años. Los motivos de Berta es una película que si bien puede contener influencias de Víctor Erice y de otros maestros declarados como Bresson o Dreyer, muestra ya la temprana personalidad del autor. Y eso que recurre a uno de los tópicos más asentados de la filmografía autóctona: el relato iniciático en el entorno rural. Montxo Armendáriz, Manuel Gutiérrez Aragón o el propio Erice habían debutado unos años antes con argumentos parecidos, al igual que después harían Manuel Iborra, Julio Medem o Carla Simón. Todos ellos saben que un niño en la naturaleza siempre es una doble posibilidad para lo inesperado, una fábula que Guerín representa en el escenario de la planicie segoviana y en la figura de la joven que da título a la película.
El guión sigue los pasos de Berta en su encuentro con el mundo que le rodea, un paisaje adusto por donde pululan campesinos y gente del campo, un equipo de rodaje del que nada se sabe y un misterioso ermitaño de vocación romántica (sin duda el personaje más endeble del film). La narración adopta el punto de vista de la niña, que es a la vez un canal de comunicación con el público y un retrato introspectivo de la pubertad. Ya sea por temeridad o por inexperiencia, Guerín busca deliberadamente la ambigüedad y esquiva las evidencias, provocando que la información que recibe el espectador a veces esté incompleta o tergiversada. Es una forma de reflejar la realidad que se acerca a la poesía y al lenguaje meta-cinematográfico en los que el director profundizará a lo largo de su carrera. Aunque Los motivos de Berta contiene elementos del costumbrismo, no se puede considerar una película realista. Guerín juega con los símbolos (el coche varado, el pájaro en la jaula que custodia la madre) e incluso incluye escenas tan fantásticas como la de la bicicleta y el coche de juguete que se desplazan solos.
Pero todos estos atributos que hacen que el film resulte especial, casi mágico, tienen que ver con un hecho innegable, y es que el montaje original de Los motivos de Berta duraba cerca de tres horas, justo el doble de la versión que ha llegado hasta nuestros días. Este ejercicio de poda, muy poco habitual entre directores que tienden a hinchar sus películas para vengarse de sus antiguos productores, da como resultado una síntesis de atmósfera enrarecida, cercana a la abstracción. La fotografía en blanco y negro, obra de Gerardo Gormezano, estiliza la estética del film también a posteriori, ya que en principio las imágenes fueron filmadas en color. Son decisiones de un José Luis Guerín en ciernes, que no tenía miedo de asumir riesgos y de proponer un cine ajeno a las convenciones. El mismo espíritu que le mueve todavía hoy.

Silvia Gracia interpreta a la protagonista del film, en su única experiencia como actriz.

Fuentes consultadas:
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La mujer que sabía leer. "Le semeur" 2017, Marine Francen

Tras haber adquirido experiencia en los equipos de dirección de diferentes películas, Marine Francen decide ponerse al frente de su primer largometraje adaptando una peculiar obra literaria. El hombre semen es el único texto conocido de Violette Ailhaud, supuesta autora de un manuscrito que posee su propia leyenda. Aunque el texto salió a la luz pública a mediados del siglo XX, en realidad está fechado décadas antes, cuando la escritora quiso contar la historia de un pueblo sin hombres en tiempos de la represión napoleónica. Se trata de un cuento narrado en primera persona que recoge los hechos acontecidos en una pequeña localidad de la Provenza francesa, donde irrumpen las tropas leales al recién proclamado emperador para apresar a todos los adultos varones. A partir de entonces, las mujeres deberán hacerse cargo de la subsistencia del lugar, lo que conlleva las labores agrícolas, ganaderas y, claro está, la repoblación de la vecindad. La esperanza de que llegue El hombre semen al que alude el título del original literario, cuya adaptación cinematográfica ha sido titulada en España  La mujer que sabía leer, vertebra la trama y propone cuestionamientos en torno a la sexualidad y los roles de género que continúan vigentes todavía hoy.
A primera vista, el argumento de la película podría recordar a El seductor de Don Siegel (y su más reciente versión a cargo de Sofía Coppola, La seducción), pero pronto el espectador percibirá que se encuentra ante una propuesta distinta y bastante original. Francen esquiva con soltura los atajos del morbo fácil y del erotismo de sobremesa, para construir un relato elegante, sobrio y conciso. Tanto como el texto de partida, del cual la directora traslada a la pantalla la acción y, lo que es más importante, el espíritu que late en la letra impresa. La mujer que sabía leer desarrolla con herramientas visuales el potencial creado por Ailhaud, mediante un tempo pausado y sereno que aplica la observación en los detalles, y unos encuadres pictóricos que aluden a Vermeer en los interiores y a Millet y Corot en las escenas de exterior. Estas referencias artísticas se hacen evidentes desde la misma elección del formato de pantalla, el casi-cuadrado de 4:3, que el director de fotografía Alain Duplantier emplea para componer imágenes que transmiten armonía y clasicismo.
ELa mujer que sabía leer tienen gran importancia los personajes y, por lo tanto, también los actores que los interpretan. Pauline Burlet sostiene el punto de vista que conduce la historia  y elabora un personaje cuyas emociones se expresan con una gran economía gestual, contribuyendo así al tono comedido que gobierna el film. De la misma manera, Alban Lenoir, Géraldine Pailhas, Iliana Zabethsus y el resto del reparto coral son capaces de dibujar, con unos pocos trazos, el paisaje humano que se despliega en la película con humildad y respeto. La debutante Marine Francen pone en práctica estos dos términos y otros como emoción, sensualidad, drama... todos ellos aplicados con la distancia adecuada para inmiscuir al espectador sin necesidad de recurrir al exceso ni a la vulgaridad a los que se podría haber prestado el argumento.
En resumen, se trata de una sorprendente opera prima que tiene la virtud de abordar temas complejos con delicadeza e inteligencia. En adelante habrá que permanecer atentos al nombre de Marine Francen, quien realiza en La mujer que sabía leer una proclama feminista tan oportuna en el siglo XIX como en los tiempos que corren.
Las imágenes de la película se nutren de pinturas como "Des glaneuses" de Jean-François Millet (1857)
Fuentes consultadas:
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JLG/JLG autorretrato en diciembre. "JLG/JLG autoportrait de décembre" 1995, Jean-Luc Godard

Un hombre, nada más que un hombre. No mejor que ningún otro, pero ninguno mejor que él. Con estas palabras termina el ensayo cinematográfico que Jean-Luc Godard filmó en 1995 bajo el título de JLG/JLG autorretrato en diciembre. Es importante recalcar el término autorretrato, diferente a la autobiografía. El primero ha estado desde siempre asociado a la pintura, mientras que el segundo tiene raíces literarias. Godard encuentra un espacio intermedio de naturaleza fílmica, a modo de espejo fragmentado donde se reflejan sus inquietudes intelectuales: citas de libros, diálogos de películas, reproducciones de cuadros... referencias que se acumulan como capas de sedimentos en el ideario del director.
La película mantiene una atmósfera íntima que Godard sitúa entre las paredes de su casa, en un pequeño pueblo al Oeste de Suiza. Allí el autor se muestra como una especie de monje dedicado a la oración pagana de sus múltiples idolatrías: Cocteau, Chaplin, Julien Green, Nicholas Ray... cada nombre coloca una pieza en el mosaico narrativo que propone el film. En el exterior, la naturaleza se presta también a los símbolos: las orillas del lago Léman, los caminos nevados, la luz fría y centroeuropea que apenas se cuela por las ventanas. El público erudito sacará buen provecho de todo este material que, sin embargo, puede ahuyentar a los profanos. Como los demás ensayos de Godard, su autorretrato en diciembre exige dedicación y apertura de mente.
Hay que recordar que la obra de Godard permanece siempre ligada a su experiencia vital, más allá de los géneros que aborda. En mayor o en menor medida, sus películas son una prolongación de su persona, por eso es relevante conocer las circunstancias del director en cada nuevo film. A mediados de los noventa, Godard se encontraba enfrascado en la realización de su magna Histoire(s) du cinéma, de la cual adoptó aquí su estructura caleidoscópica, además de cortometrajes y documentales que mantenían vivo su espíritu transgresor y vanguardista. Como es lógico, la rebeldía de la juventud aparece ya tamizada por la serenidad de los 65 años, lo que provoca que en sus trabajos sigan teniendo presencia las mujeres, pero ya no las pistolas. Se trata de una época fértil en la que el cineasta siente la necesidad de expresarse sin que medie la ficción, aunque JLG/JLG autorretrato en diciembre no sea un documental al uso. Tampoco es tan serio como puede parecer en un principio, al contrario: Godard se ríe en ocasiones de sí mismo, despojando de solemnidad la figura de pope de la cultura que tiene atribuida desde joven. La escena en que unos inspectores del Centro Nacional del Cine invaden su casa para controlar sus influencias, ilustra a la perfección la manera en que Godard construye su propia caricatura y redefine al personaje del que habla, incluso, en tercera persona.
En suma, JLG/JLG autorretrato en diciembre da gasolina a los detractores del cineasta franco-suizo y depara algunas perlas para sus fieles. Los que están entre medias quedarán seguramente desconcertados. A pesar de la brevedad del metraje, conviene ver la película concentrado para no perderse algunas reflexiones tan agudas como la que escribe Godard al principio: La cultura es la regla. El arte es la excepción. Todavía hoy, Jean-Luc Godard sigue siendo una verdadera excepción.

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El último verano. 2016, Leire Apellaniz

Después de haber trabajado durante años como proyeccionista, Leire Apellaniz rinde homenaje a la profesión realizando un documental que ella misma escribe, produce y dirige. El último verano retrata con autoridad un oficio que se extingue, pero también propone una reflexión personal y serena sobre los cambios del modelo de producción, el advenimiento de las nuevas tecnologías y el relevo generacional. Todo ello representado en la figura de Miguel Ángel Rodríguez, un veterano exhibidor del circuito de los cines de verano, cuyo modus vivendi sitúa la película en el género de la road movie.
El carismático protagonista conduce de una localidad a otra de la península con su furgoneta cargada de aparejos para proyectar en 35 mm, un formato que agoniza frente al avance del sistema digital. La continuidad de su profesión está en duda, mientras el personaje trata de mantener su rutina entre innumerables cigarrillos, coca-colas y charlas con cuantos personajes le salen al paso.
Apellaniz prescinde de voces en off y de entrevistas para elaborar un documental basado en la observación, cuyas imágenes hablan por sí mismas. La cámara sigue los pasos de un hombre que parece avanzar hacia el final de una época, un animal nocturno que se relaciona con los demás mediante conversaciones que giran siempre en torno al trabajo. El espectador nunca llega a saber si alguna vez estuvo casado, si tiene hijos, padres o amistades fuera del oficio. Todo lo más, que tuvo problemas con el alcohol en el pasado y que fija su residencia habitual en un municipio de Madrid. Pero estas informaciones no se visualizan en la pantalla, sino que son vagamente mencionadas en frases que vienen y van. La directora sabe bien lo que quiere contar y no se distrae con subtramas ni con el desarrollo de ningún otro personaje, dando al film una apariencia austera, casi ascética.
Por lo tanto, la elocuencia de El último verano se expresa mediante planos bien compuestos y hermosamente fotografiados por Javier Agirre, creador de imágenes que encuentran su verdadera identidad en el montaje. El ritmo narrativo y la cadencia con la que se conduce el relato pueden hastiar al público dócil, poco acostumbrado a los experimentos. En cambio, los espectadores exigentes sabrán apreciar el cuidadoso empleo del sonido (el film carece de música extradiegética), el naturalismo de muchas escenas y los concisos emplazamientos de cámara. En definitiva: un fabuloso ejercicio de cine sobre el cine, la vida y lo que ocurre entre medias.

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