Los idus de marzo. "The ides of march" 2011, George Clooney

Además de un actor selectivo, George Clooney es un riguroso director y una celebridad comprometida, tres facetas que aúna en "Los idus de marzo". A partir de la obra teatral de Beau Willimon, Clooney airea las miserias de unas elecciones primarias sin dejar títere con cabeza: candidatos, consejeros, periodistas, becarios... todos son víctimas y verdugos de un sistema que los engulle entre sus fauces, eliminando todo atisbo de honestidad y decencia. Lo fácil hubiese sido elegir como diana de todos los dardos al partido republicano, sin embargo Clooney, demócrata peleón, hace la crítica desde dentro. El hecho de que sitúe las intrigas y luchas por el poder en las filas demócratas evita las sospechas de propaganda y maniqueísmo, dos   lastres demasiado comunes en este tipo de películas. Aquí no hay buenos ni malos, consejos ni sermones, cada pieza del puzle ejemplifica a la clase política estadounidense en su conjunto. Al igual que hicieron Robert Rossen en "El político" y Otto Preminger en "Tempestad sobre Washington", George Clooney demuestra en su cuarto largometraje que el emperador en realidad está desnudo, y que los candidatos a sucederle deben dejar su alma por el camino para alcanzar la meta. 
En "Los idus de marzo", Clooney confirma su sentido del ritmo y su capacidad para dotar de dinamismo el impecable estilo clásico de la narración. Tan vigorosa como elegante, la película extrae el máximo partido de su abultado plantel de actores: Ryan Gosling, Philip Seymour Hoffman, Paul Giamatti, Evan Rachel Wood... cada uno haciendo suyos los diálogos del guión y atento a las réplicas de sus compañeros. Porque la acción de "Los idus de marzo" está en las palabras y en las intenciones que encierran. Así con todo, se trata de un rotundo ejercicio cinematográfico que hace olvidar su origen teatral y que funciona como la llamada de atención a la conciencia de un público demasiadas veces manipulado, tantas como elecciones se conocen. Porque la política es el arte del engaño, esa es la moraleja que Clooney deja traslucir en este film que tiene la contundencia de un mazazo implacable, doloroso, necesario.
Como los fabricantes de trailers se han empeñado en desvelar todas las tramas posibles, mejor conviene detenerse a escuchar la banda sonora del prolífico Alexandre Desplat. Una partitura donde confluyen el thriller y la tensión dramática, efectiva y sobria como las imágenes a las que acompaña:

  
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Honeydripper. 2007, John Sayles

La habilidad de John Sayles para zambullirse en épocas y lugares diferentes va construyendo, película tras película, una filmografía rica y heterogénea, un collage de historias con un denominador común: el interés por el ser humano. De la costa irlandesa de "El secreto de la isla de las focas" a la Alaska salvaje de "Limbo", pasando por las profundidades texanas de "Lone Star" o esa Sudamérica indeterminada de "Hombres armados" y "Casa de los Babys", el periplo cinematográfico de Sayles recala en "Honeydripper" en la Alabama de los años 50.
Las peripecias que el propietario de un ruinoso tugurio debe llevar a cabo para no perder su negocio, sirve a Sayles para desplegar uno de los retratos corales que tan buenos resultados le proporcionaron en "La tierra prometida" o "Silver City", con un extenso reparto que gira en torno al personaje interpretado por Danny Glover, el dueño del establecimiento que da título al film.
Lejos de comportarse como un turista, Sayles funde su cámara con el paisaje adaptando el relato a las circunstancias del entorno, un lugar donde confluyen tipismos y folclore, tradiciones y el eco literario de John Steinbeck. Pero sobre todo, "Honeydripper" es un sincero homenaje a la cultura del blues, a los bares que lo alimentaron y a la gente que mantuvo viva su llama. Blues honesto, primitivo, blues que sale de la tierra y llega hasta la boca de los que entonaron su lamento arcaico. El blues hecho de sangre y de barro es el que Sayles reivindica en esta película que, no obstante, termina con el advenimiento de ese nuevo blues rejuvenecido que habría de llegar, electrificado y mestizo.
"Honeydripper" recoge los últimos días de una generación de artistas que mezclaba con naturalidad realidad con sortilegio, profecía con supervivencia. En definitiva, el vasto imaginario popular del Sur de los Estados Unidos comprimido en la sencillez de un cuento. Sayles realiza un notable ejercicio de concreción narrativa, empleando como herramienta la mesura y su característico estilo clásico. Película pulcra e impecable, sin aristas visibles y con un particular tempo ajustado a los compases del blues más rural y añejo, el guión de "Honeydripper" pone especial cuidado en los diálogos. Uno de los personajes dice en determinado momento: Yo pasé una noche en la cárcel, y fue en un pueblo llamado Libertad. Alguien capaz de escribir cosas así sabe lo que es el blues. John Sayles demuestra haber acudido a un cruce de caminos y de haberle vendido su alma al diablo, porque "Honeydripper" exuda blues por cada uno de sus fotogramas.
A continuación, la gran Mable Jhon en el show televisivo de Jools Holland, interpretando una de las canciones que ella misma canta en la película. Que la disfruten:

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El ilusionista. "L´illusionniste" 2010, Sylvain Chomet

El cine tiene esa rara habilidad de mezclar realidad e imaginación, difuminando la frontera entre ambos términos. Por eso es fácil confundir la historia que hay detrás de algunas películas, los vericuetos del rodaje, con los de la propia trama. "El ilusionista" es un hermoso ejemplo.
Cuenta la leyenda que el remordimiento hizo Jacques Tati nunca llegase a filmar esta película. La realización de memorables comedias como "Día de fiesta" o "Mi tío", la promoción y la búsqueda de financiación para cada proyecto le habían mantenido fuera de casa y apartado de Sophie Tatischeff, su hija. Así que de alguna manera, el argumento de que Tati escribió sobre un mago de segunda categoría que acoge a una muchacha provinciana era lo más parecido a un acto de resarcimiento, el ajuste de cuentas con un pasado tal vez demasiado doloroso para ser trasladado a la pantalla. Tati murió sin haber realizado este proyecto. 
Pasados los años, una Tatischeff ya anciana asistía a un pase de "Bienvenidos a Belleville", reconociendo en Sylvain Chomet al director adecuado para retomar "El ilusionista". Al igual que hacía Tati, Chomet cuenta historias con imágenes, sin necesidad de recurrir a la palabra, y tiene un afilado sentido del gag visual y de la puesta en escena. Tatischeff no imaginaba a ningún actor interpretando el papel de su padre, lo que convertía a Chomet en el director perfecto: el único capaz de realizar la película de animación que Tati hubiese hecho. Hay otras coincidencias importantes: el gusto por lo retro, la confusión entre lo cotidiano y lo extravagante, y cierta tendencia a la melancolía que en el caso de Chomet se vuelve refinamiento. Así, "El ilusionista" no es sólo la traducción fiel del universo de Tati llevado a los dibujos animados, sino un homenaje sincero, una carta de amor escrita en celuloide.
Con su segundo largometraje, Sylvain Chomet continua fiel a su estilo claro y directo, de líneas sencillas, que hace de la pantalla un lienzo en el que los decorados, el diseño de personajes y la recreación de ambientes adoptan el carácter de ilustración antigua. Este estilo visual remite a algunos clásicos de Disney como "Los 101 dálmatas", y consigue dotar a las imágenes de una atemporalidad a prueba de modas y avances tecnológicos.
Además de la adaptación del texto y de la planificación, Chomet ha sabido componer una banda sonora que es el espíritu mismo del film: cristalina, evocadora, emotiva y apabullante en su aparente sencillez. Pero que nadie espere bálsamos ni vehículos dulzones para la nostalgia: "El ilusionista" es una película fundamentalmente triste. Conserva el aliento vivaz de Tati, pero su amargura se pega al paladar días después de haberla visto. El mensaje es demoledor: los magos no existen. Aquí no hay finales amables ni sonrisas redentoras, sin embargo, Chomet contradice su propio desenlace mediante el mayor de los trucos de magia: resucitar a un genio del cine, Jacques Tati, y evidenciar su talento en esta pequeña fábula que es más que grande, una película inmensa.
A continuación, el único trabajo de Sylvain Chomet rodado hasta la fecha con actores de carne y hueso. Se trata de un cortometraje incluido en la película "Paris je t´aime", del año 2006, en el que Chomet traslada los principios de la animación a la imagen real. Que lo disfruten:  

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Un amour de jeunesse. 2011, Mia Hansen-Løve

Algunos títulos hacen saltar todas las alarmas, más teniendo en cuenta la sobredosis de almíbar con la que el cine ha contemplado los amores tempranos. Terreno siempre proclive a la evocación nostálgica, el amor de juventud que Mia Hansen-Love retrata en su tercer largometraje  funciona más como la crónica fría y rigurosa de un amour fou que como la perenne oda al romanticismo. “Un amour de jeunesse” es, felizmente, poco ruido y muchas nueces.

Película directa que esquiva lo banal y lo complaciente, "Un amour de jeunesse" consigue la emoción sin apelar a los trucos fáciles, muy al contrario: la directora francesa realiza un ejercicio de concreción narrativa en el que cuenta solo lo imprescindible, con los mínimos personajes, para que el relato no se distraiga sino en lo necesario: la disparidad del amor, los deseos insatisfechos, la improbable simetría entre los amantes.

"Un amour de jeunesse" supone también la confirmación de una deuda con los directores de la nouvelle vague. Hansen-Love exprime los frutos de Truffaut, Rohmer o Malle, y los filtra a través de su propia mirada, mezcla de fabulación y experiencia. El guión es escueto y exhaustivo al mismo tiempo: se cuentan muchas cosas, pero de manera sencilla, casi como por inercia. Para alcanzar este efecto solo aparente es necesario un armazón sólido, un texto depurado en el que los detalles trascienden la mera anécdota para convertirse en detonantes del drama. Así, el roce de una mano o un sombrero arrastrado por la corriente subvierten la trama, la redimensionan. En este sentido, el trabajo de Hansen-Love es un ejemplo de naturalismo aplicado a los personajes: sus palabras, sus miradas permanecen siempre a ras de cámara, son escudriñados mediante una realización tan poco aparatosa como estimulante, a la que el montaje  imprime nervio.

Lola Créton y Sebastian Urzendowski prestan sus rostros a la pareja de amantes condenada al desencuentro, en esta película sensible que logra la proeza de no resultar sensiblera. “Un amour de jeunesse” es, en definitiva, un paso más en el camino de Mia Hansen-Love por los vericuetos del alma humana, siempre desde la honestidad y el respeto por sus personajes que es, por extensión, respeto por los espectadores de cine.

Como aliciente, suenan un par de canciones en la banda sonora de la gran Violeta Parra:

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El buen amor. 1963, Francisco Regueiro

Francisco Regueiro engrosó las filas del denominado Nuevo Cine Español con la realización de su primer largometraje, “El buen amor”. Se trataba de insuflar el aire fresco proveniente de otras cinematografías al apolillado panorama nacional, un objetivo común que en la década de los sesenta persiguieron nuevos directores como Carlos Saura, Miguel Picazo o Basilio Martín Patino. Algunos de estos debutantes compartieron señas de identidad, como el uso del blanco y negro para reforzar el verismo de unas historias que jugaban también con lo simbólico, en su forma de eludir a la censura.
Buen ejemplo de ello es “El buen amor”, una película que contiene las virtudes y los defectos característicos de una ópera prima. En sus imágenes se congregan la espontaneidad y la frescura, los balbuceos y la torpeza de un director que desborda pulsión por hacer cine y que no pone cuidado en disimularlo.
A partir de una breve anécdota, en la que una pareja de jóvenes estudiantes deciden pasar un día en la ciudad de Toledo, Regueiro construye la alegoría de una sociedad cruel y ensimismada, embrutecida e inerme. Como tantos otros directores, Regueiro hubo de escamotear su protesta a la censura, a través de un grito sordo que no se escucha pero que está ahí, detrás de cada fotograma, entreverado en unos diálogos que rebosan naturalismo, en las actitudes de la pareja interpretada por Simón Andreu y Marta del Val.
El retrato de aquella España de sacristía y pandereta encuentra su reflejo perfecto en las calles de Toledo, ciudad imperial congelada en el tiempo, cuyas glorias pasadas se conservan en naftalina y alcohol de taberna. Un escenario de guardias civiles y de modistillas, de camareros con chaqueta, de medias por la rodilla y de curas cabreados. Toledo es un personaje más en esta historia y sirve para completar el triángulo, es el testigo mudo de los encuentros y desencuentros de los amantes célibes que, en medio de tan vetusto decorado, se sienten fuera de lugar. La ciudad es el continente de sus deseos y frustraciones, recogidos por Regueiro con una cámara inquieta que busca y rebusca, que juega y se recrea en los rincones donde transcurre el relato. 
El precio por la valentía y por el vigor de la realización es una descompensación en el ritmo y cierta tendencia al capricho que, más que perjudicar a la película, la enrarecen. En "El buen amor" se respira la premura de un rodaje barato y la urgencia por hacer cine, por capturar cuanto sucede frente a la cámara. Por ello la lente de Regueiro se explaya en puntos de vista no siempre justificados, abre huecos en la narración, pasa de la precipitación a lo contemplativo sin solución de continuidad. Con estas piruetas, Regueiro transforma los errores de su película en aciertos, en chispazos de vitalidad que esbozan un estilo heredero de Rohmer, Godard, Rossellini, Tony Richardson o el inevitable Buñuel.
Por estos motivos merece la pena rescatar "El buen amor" del olvido a la que ha sido postergada, aunque solo sea por reivindicar la necesidad de un director por capturar el entorno y por narrar una historia que ha sido la de todos. Un tiempo no demasiado lejano en el que el horizonte y las gentes que lo poblaban eran en blanco y negro.

        
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