YO, TÚ, ÉL, ELLA. "Je, tu, il, elle" 1974, Chantal Akerman

Ya desde el inicio de su obra, Chantal Akerman define las líneas maestras de un cine basado en la identidad femenina, el aislamiento y el espacio habitacional. Temas que están presentes en sus tempranos cortos y que tienen continuidad en Yo, tú, él, ella, su primer largometraje de ficción que rueda con veinticuatro años, en apenas una semana y desde la más absoluta independencia, a través de su productora Paradise Films. Akerman aprovecha su reciente formación experimental en Nueva York y continúa explorando las posibilidades del lenguaje audiovisual y la narración, que aquí divide en tres segmentos diferenciados por el escenario y la evolución del personaje encarnado por ella misma.

La primera parte transcurre en el interior de una vivienda donde Julie, la protagonista, se recluye para purgar una decepción sentimental. Allí escribe una carta interminable, yace sobre el colchón, mira por la ventana... "está" en el sentido literal del verbo (existir o encontrarse en un lugar) mientras se alimenta de cucharadas de azúcar y, en ocasiones, clava sus ojos en la lente de la cámara. Se escucha su voz en off, que unas veces describe sus acciones, otras veces se anticipa a ellas y otras las contradice ("Estoy sentada en la cama" dice estando en una silla, por ejemplo). Esta observación sostenida en planos largos y fijos es uno de los rasgos de estilo que la directora practica sobre todo en su primera etapa, una contemplación estática de actos cotidianos que encubre turbaciones internas. Julie es una versión indirecta y estilizada de Chantal, cataliza sus inquietudes personales y artísticas. Ambas vacían las estancias tanto físicas como fílmicas para reconocerse, desnudarse y alcanzar un estado de auto-consciencia que les permite salir al exterior en la segunda parte, cuando Julie emprende un viaje en camión hacia un destino incierto. El conductor interpretado por Niels Arestrup tampoco intercambia demasiadas palabras con ella, aunque sí se confiesa en una secuencia filmada en primer plano acerca de sus experiencias sexuales, después de que Julie le masturbe en la cabina del vehículo. El espectador nunca asiste al contraplano porque Akerman se preocupa de identificar a la protagonista con el público, otorgando a la cámara la posesión de un punto de vista aséptico y distante. Así, el discurso hablado y el discurso en imágenes coinciden en el mismo encuadre como toma de postura política: la quietud como fuerza de tensión entre la naturaleza masculina tradicional (egocéntrica, activa, erotizante) y la femenina (entregada, pasiva, erotizada). Esta dicotomía se rompe en la tercera parte, cuando Julie llega a casa de una chica cuyos antecedentes se desconocen, puede que incluso sea la destinataria de la carta escrita al principio... y es que Akerman concentra la escasa información en un hilo argumental minúsculo, que oculta más que muestra y que invita a ser desentrañado. Tras una conversación (esta vez sí) entre las dos mujeres, Julie adopta un papel proactivo y mantiene sexo con su amiga, interpretada por Claire Wauthion, en una escena explícita y prolongada que no contiene, sin embargo, una finalidad voyeurista. Se trata de asistir a la reactivación de Julie como sujeto que se manifiesta a través del cuerpo en movimiento, una actitud consustancial a la vida.

Todo esto no son más que posibles lecturas de la película, acaso conjeturas. Porque en realidad, Chantal Akerman realiza Yo, tú, él, ella sin ninguna pretensión, a partir de un relato ideado seis años atrás, con el objeto de sumar rápidamente otro título a su hasta entonces corta trayectoria. La meta es optar a una subvención del gobierno belga que le permita acometer su siguiente gran proyecto: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles. A pesar de la premura y del exiguo presupuesto (o puede que gracias a ello), Yo, tú, él, ella se revela como un apunte naturalista sobre la consecución del deseo, un ejercicio experimental valiente y desprejuiciado que, contra todo pronóstico, obtiene reconocimiento en los circuitos especializados y concita el culto de generaciones venideras.

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MAMÁ NEGRA, MAMÁ BLANCA. "Black mama, white mama" 1973, Eddie Romero

El final del código Hays a finales de los años sesenta provoca la proliferación de títulos independientes de diversos géneros que son condimentados con abundantes dosis de erotismo y violencia, una amalgama de películas baratas encaminadas a satisfacer las bajas pasiones del público de sesión doble. Hay ciertas características comunes que vienen heredadas de la serie B de los cincuenta (son producciones muy precarias de corta duración y sin estrellas en el reparto) que se adaptan a los nuevos tiempos y sirven como bálsamo para la clase obrera, a la vez que son reivindicadas por los movimientos alternativos y contraculturales que emergen en las grandes urbes. Mamá negra, mamá blanca encaja perfectamente en esta categoría de películas, denominadas cine de explotación, muchas de las cuales encuentran cobijo en el estudio American International Productions.

Uno de los directores que se especializan en este campo es el filipino Eddie Romero, quien logra realizar su tercera producción norteamericana juntando a dos iconos como Pam Grier y Margaret Markov. Ellas encarnan a la mamá negra y la mamá blanca que dan nombre al film, una derivación argumental de The Hot Box que los guionistas Joe Viola y Jonathan Demme idean un año antes. El escenario vuelve a situarse en el libidinoso mundo de las cárceles de mujeres, de donde escapan las dos protagonistas unidas por una cadena. Romero toma como referencia The Defiant Ones, thriller social que Stanley Kramer dirige en 1958 en el que dos fugitivos con distinto color de piel se evaden atrapados por los grilletes y por sus propios prejuicios. La carga política desaparece de Mamá negra, mamá blanca para centrarse en la acción, una huida incesante del grupo de perseguidores formado por agentes de la ley, matones a sueldo y oficiales corruptos, a los que se suma un grupo de guerrilleros revolucionarios para completar la curiosa fauna que habita en esta historia rocambolesca. Todos los personajes están definidos por el exceso y la sátira de los modelos que suelen poblar las películas ambientadas en la frontera de México, aunque el rodaje se localice en Filipinas. Nada importan las incoherencias geográficas porque esta película reside en su propio planeta, que es el de la diversión.

Para disfrutar de un artefacto como Mamá negra, mamá blanca conviene dejar a un lado los puritanismos, los análisis sesudos y la búsqueda de un buen acabado técnico (al que no se le puede reprochar un ritmo muy ajustado a la narración, gracias a la planificación y el montaje). Eddie Romero diseña un entretenimiento perfecto para espectadores sin complejos, que reconocerán la huella de esta película en la obra de cineastas postmodernos como Tarantino o los hermanos Coen. Se trata, en suma, de una joya en su género, que logra extraer oro del escaso presupuesto y que fija en la memoria una de las parejas protagonistas más fascinantes de aquella década.

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EL SEÑOR DE LAS MOSCAS. "Lord of the flies" Peter Brook, 1963

Peter Brook inicia su trayectoria en el cine siendo ya un dramaturgo reconocido, fruto de su interés por aunar diversas disciplinas artísticas. Para su tercer largometraje decide adaptar El señor de las moscas, novela de William Golding que con apenas una década de publicación era considerada una referencia de la literatura de posguerra. Para ello, el director británico se desplaza durante cuatro semanas hasta una isla de Puerto Rico, con un presupuesto muy ajustado y un buen número de chicos, entre los cuales no hay actores profesionales. Lo que busca Brook es el realismo y la inmediatez propias del free cinema, movimiento entonces en auge del que adopta sus formas, además de cierto espíritu contestatario.

La historia que cuenta El señor de las moscas es de sobra conocida: un grupo de jóvenes se ve obligado a sobrevivir en una isla desierta tras sufrir un accidente de avión, una circunstancia que les hace extraer lo mejor y lo peor de la condición humana. Una alegoría que Brook sintetiza al máximo ya desde la escritura del guion, hasta casi hacer desaparecer mucha de la simbología contenida en el texto original para conservar solo lo básico. Es verdad que Golding desarrollaba conceptos esenciales en cuanto al bien y el mal, la democracia y la dictadura, la razón y la fuerza... representados en las dos facciones en las que se divide el grupo de personajes. También hay elementos que juegan con lo sobrenatural (la bestia que imaginan oculta en la isla) y aspectos de índole ideológica, filosófica y religiosa. Brook aborda todas estas cuestiones de manera superficial para que el conjunto encaje dentro del formato estándar de noventa minutos de duración, haciendo una labor de síntesis que, en ocasiones, puede resultar extrema, hasta el punto de provocar incoherencias en la narración. Sirva como ejemplo la disidencia final y la posterior soledad del personaje de Jack, el antagonista, quien de pronto se ve rodeado de acólitos sin que se sepa el momento ni el motivo de que estos hayan decidido unirse a él.

Más allá de los problemas argumentales, lo que subyace en El señor de las moscas es el ímpetu de Brook por experimentar fuera de los caminos trillados. Su cine funciona como un complemento a su obra teatral y es una extensión del banco de pruebas que comienza en el escenario, lo que hace que sus películas resulten estimulantes, aunque puedan ser imperfectas. Esta lo es. Brook se fija en las innovaciones que estaban llevando a cabo sus coetáneos del free cinema (iluminación natural, cámara dinámica, montaje discontinuo) en favor de un mayor verismo, si bien el acabado se antoja a veces algo tosco e incluso amateur. Hay desequilibrios en el ritmo, planos que desaprovechan el potencial dramático de determinadas situaciones y una técnica bastante pobre, no en términos de producción sino de incapacidad de aprovechar los recursos de la imagen y el sonido con los que se cuenta. Puede que precisamente por todo esto, El señor de las moscas luzca una apariencia de espontaneidad que se convierte en un aliciente a ojos del espectador, porque proporciona la sensación de estar asistiendo a una película en construcción, que trata de definirse según avanzan las escenas.

Hay excepciones a destacar y algunos momentos brillantes: la secuencia de la catarsis nocturna, determinados travellings de seguimiento y primeros planos muy poderosos... Brook hace de la necesidad, virtud, y contrarresta las carencias financieras con un estilo documental que potencia la fotografía en blanco y negro. Es cierto que en su afán por dejar claro su mensaje, El señor de las moscas incurre en obviedades que bordean la doctrina, queriendo subrayar la lección. Es el reto que plantean las alegorías: si no hay sutileza, es fácil caer en moralejas tan obvias que, aunque sean justas, pueden parecer ingenuas. Por eso conviene considerar este film como el producto de una época necesitada de referencias, que sirvió a Peter Brook para seguir explorando el lenguaje cinematográfico de manera autodidacta y algo torpe pero que consigue, no obstante, atrapar la mirada.

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ELS ENCANTATS. 2022, Elena Trapé

Dentro de un tiempo, bastará que los analistas y los estudiosos contemplen el cine del presente para entender muchas de las inquietudes de nuestra sociedad. Sobre todo en lo tocante a las diversas realidades femeninas, dado el creciente número de películas dirigidas por mujeres que abordan sus propias problemáticas y las sitúan en el contexto actual. Así lo demuestran títulos como Cinco lobitos, La maternal, El agua o Las chicas están bien, a los que se suma Els encantats, tercer largometraje de ficción de Elena Trapé. La directora narra tres días en la vida de Irene, una treintañera recién separada que sufre por primera vez las incertidumbres de la custodia compartida, lo cual le sirve también para afrontar sus heridas internas.

La película comienza en Barcelona, donde la protagonista despide a su hija para dejarla con el padre, en una secuencia filmada en un solo plano que es un prodigio de interpretación y puesta en escena. Laia Costa hace suya la intimidad de Irene y la trasluce en la mirada y los gestos, con un dominio de la voz y los recursos físicos que la sitúan entre las mejores actrices de su generación. Ella sostiene la película con naturalidad y sin aspavientos, en consonancia con el tono desarrollado por Trapé, quien acierta casi siempre en el punto de vista (hay excepciones arbitrarias, como situar la cámara dentro del coche mientras Irene y Eric se alejan por el monte). La acción de Els encantats se traslada luego hasta un pequeño pueblo del Pirineo catalán, y allí también hay un largo movimiento de cámara que recorre el nuevo escenario doméstico de Irene, una panorámica que describe el refugio en el que ella busca recuperar la seguridad perdida. Pero la belleza del paisaje y las antiguas amistades no son suficientes para aliviar el dolor, ni siquiera el placebo de un nuevo ligue ante el que renuncia a la función de cuidadora. Trapé tiene la habilidad de no caer en los discursos evidentes ni en querer dejar claras sus intenciones fuera de los recursos cinematográficos, mediante la imagen y el sonido. La única salvedad es el plano final de Irene explicándose al teléfono, un momento de intenso dramatismo en el que la palabra se erige como herramienta expresiva y como catarsis para cerrar el film arrojando al espectador la angustia existencial de la protagonista, que es la misma que la de tantas personas en situaciones similares.

Els encantats tiene, por lo tanto, la virtud de hablar de un presente reconocible. Es cine oportuno y no oportunista, cine que observa la realidad y la proyecta demostrando respeto por el público. Cine de ahora que nos explicará mañana.

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EL ASESINO. "The killer" 2023, David Fincher

David Fincher es un explorador de los rincones oscuros de la condición humana, lo demuestran títulos como El club de la lucha, Zodiac o Perdida. Esta fijación en los temas se une a la perfección técnica de un cine muy sofisticado, que estimula las emociones mediante el empleo hábil de los recursos audiovisuales. Un buen ejemplo es El asesino, adaptación del cómic de Alexis Nolent que supone el reencuentro en el largometraje del director con el guionista Andrew Kevin Walker, tres décadas después de Seven. Por eso, la película tiene algo de recuperación de las esencias de Fincher, ahora diversificado en proyectos para la televisión y en saldar cuentas pendientes como la realización de Mank.

En El asesino, el cineasta norteamericano aborda el personaje del homicida profesional de alto standing que se ocupa de objetivos caros y es extremadamente meticuloso en sus procedimientos, hasta que comete un error que sacudirá su vida estructurada. El protagonista está encarnado con estoicismo por Michael Fassbender, a la manera del modelo fijado por Alain Delon en Le Samouraï. Es decir: gesto hierático, movimientos calculados y un mundo interior que solo se percibe, de cuando en cuando, en la mirada. La caracterización termina por definir el personaje, quien adopta la apariencia de un turista alemán porque, como él mismo explica: "Nadie quiere acercarse a un turista alemán". La primera parte de la película está narrada mediante su voz en off, un discurso torrencial que se interrumpe cuando escucha canciones de los Smiths y que contrarresta la fría determinación de sus actos. Luego, la quietud da paso al movimiento en un recorrido incesante por seis lugares del mundo, cada uno correspondiente a los capítulos en los que se divide el film.

La acción y los diálogos se reparten importancia en el desarrollo de las situaciones, que fluyen con el ritmo que imprime el montaje de Kirk Baxter, colaborador habitual de Fincher durante los últimos quince años. También repite el director de fotografía Erik Messerschmidt, responsable de que las imágenes de El asesino tengan una fuerte personalidad en cuanto a la paleta de colores de los diferentes escenarios, así como la luz y las sombras con las que se suceden las escenas diurnas y nocturnas. Se trata de una historia muy marcada por la estética, pero también por el diseño sonoro de Ren Klyce, otro de los artífices de que el cine de Fincher haya adquirido una identidad reconocible. La dimensión acústica de El asesino está llena de matices que distinguen los conceptos de profundidad y de escala, al igual que hace la cámara. Por eso conviene ver la película con los ojos y los oídos bien abiertos, ya que el argumento en sí resulta sencillo y la atención se deposita en los detalles, con proliferación de planos cortos a nivel visual y sonoro.

En suma, David Fincher demuestra mantener la energía en este thriller cuyos estallidos de violencia rompen la contención del protagonista, un Fassbender plenamente implicado con el papel que interpreta. El asesino es un elaborado ejercicio de estilo que sostiene el interés en todo momento y que contiene algunas secuencias memorables, como la conversación con el personaje de Tilda Swinton. El conjunto es menos aparatoso que otros títulos del autor y, tal vez por ello, resulta más contundente y sintético a la hora de cumplir sus propósitos.

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DELIVERANCE. 1972, John Boorman

En los años setenta hubo una generación de cineastas que cruzaron el Atlántico desde el Reino Unido para contribuir al asentamiento del nuevo Hollywood. Entre ellos estaban John Schlesinger, Alan Parker o John Boorman, quienes incorporaron sobre el terreno una mirada libre de prejuicios y de condicionantes culturales, sociales y políticos. Así surgieron títulos arriesgados como Midnight CowboyMidnight Express o Deliverance, mazazos a las conciencias biempensantes que aún no habían restañado las heridas del caso Watergate y la guerra en Vietnam.

Resulta curioso comprobar cómo estos temas están presentes en muchas películas de la época sin que lleguen a aparecer en pantalla, quedando implícitos en la atmósfera y en la actitud de los personajes. Basta ver The VisitorsDog Day Afternoon Taxi Driver para darse cuenta de ello, y muy especialmente en Deliverance, una parábola amarga y desencantada que cuestiona los modelos de masculinidad tradicionales sometiéndolos a una situación de supervivencia. James Dickey adapta el guion de su propia novela situada en escenarios naturales de Georgia, un entorno boscoso a punto de ser inundado por la construcción de una presa. Hasta allí se trasladan cuatro urbanitas que pretenden hacer un último descenso en canoa por el río que cruza la región, la conquista del mundo salvaje antes de que desaparezca, sin imaginar que su arrogancia y ambición chocarán con la hostilidad de los lugareños. Cada uno de los protagonistas representa un modelo diferente de personalidad, desde el macho autosuficiente encarnado por Burt Reynolds hasta el padre de familia sensato y precavido que interpreta Jon Voight, pasando por el campechano hombre de la calle y por el intelecto creativo, ambos con los rostros de Ned Beatty y Ronny Cox. Es muy revelador asistir al comportamiento de estos cuatro caracteres distintos y a la lectura psicológica que permite que el relato de aventuras trascienda y gane profundidad hasta la llegada del tercer acto, cuando los sobrevivientes deben enfrentarse a las consecuencias de lo sucedido. El único problema de Boorman es que cae en ciertas evidencias (el personaje de Reynolds es el más estereotipado), sobre todo a la hora de caracterizar a la población rural, unos rednecks tan exagerados que bordean la caricatura.

En todo lo demás, Deliverance resulta compacta y rotunda. Boorman demuestra saber filmar la cinética de las acciones y la tensión creciente a través de la planificación y el montaje, puesto que la película contiene largos momentos sin diálogo. Hay imágenes poderosas (el traslado a hombros del primer cadáver) y un trabajo depurado en cuanto al establecimiento de miradas y de relaciones entre los personajes, además de un empleo muy acertado del zoom. Las imágenes y los sonidos conducen la narración con destreza, solo cabe lamentar lo ineficaz de la técnica de la noche americana en la secuencia del ascenso por el desfiladero del personaje de Voight, la única salvedad que se le puede poner a la fotografía casi perfecta de Vilmos Zsigmond. La luz del sureste de los Estados Unidos atraviesa este cuadro gótico americano que completa la música de Eric Weissberg, un conjunto donde conviven la crueldad humana y la belleza de los paisajes. John Boorman resuelve con habilidad la dicotomía entre la fascinación y el espanto que genera Deliverance, uno de los largometrajes más memorables de su desigual trayectoria y el primero que él mismo produce, bajo el auspicio del estudio Warner Bros. La película logró calar en el inconsciente del público, ya que muchos espectadores se dejaron arrastrar por el impacto de la propuesta sin sospechar que estaban identificando los demonios colectivos que habitaban aquella década convulsa de ficciones apasionadas.

A continuación, el tema más recordado de los compuestos e interpretados por Weissberg para la banda sonora del film. Una exhibición de virtuosismo con el banjo, que contribuyó a expandir por todo el mundo el reconocimiento de este instrumento propio del folklore. Relájense y disfruten:

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REWIND & PLAY. 2022, Alain Gomis

Algunas veces, el mejor cine se encuentra donde menos se espera. Por ejemplo, en las grabaciones de un programa musical emitido en 1969 en la televisión francesa. El pianista y compositor Thelonious Monk termina en París su gira europea y es invitado a participar en Jazz portrait para interpretar unos temas en directo y someterse a una entrevista. En aquellos tiempos, pocos artistas negros viajaban en compañía de representantes o asistentes personales, por lo que Monk se enfrentaba solo a las vicisitudes de cada escenario únicamente con el respaldo de Nellie, su mujer. Ella fue el soporte del carácter singular de su marido, un comportamiento que todos consideraban extravagante sin saber que ocultaba los síntomas de una enfermedad mental que nadie sabía diagnosticar a ciencia cierta y que le conduciría por un laberinto de fármacos y medicaciones fallidas. Nada de esto se explica en el documental Rewind & Play (salvo una breve aparición de Nellie al principio, tras aterrizar en la ciudad), pero todo está implícito en las imágenes encontradas por Alain Gomis, director franco-senegalés que decidió recuperar el material íntegro del viejo programa para resignificar la historia de Monk a través del montaje.

Lo que muestra la película son tomas descartadas del intento de conversación que sostuvo Henri Renaud, el conductor del programa, con un Monk dubitativo que no sabe dar respuestas coherentes a lo que se le pregunta. El entrevistador mantiene en todo momento una actitud desdeñosa e insolidaria producto de la frustración, ya que no obtiene la charla deseada que le permita brillar frente a la cámara. La mirada perdida de Monk flota en planos muy cortos que tratan de escudriñar qué hay detrás de ese gesto quebradizo y sudoroso, a punto de desmoronarse, que solo se concentra cuando toca en solitario Crepuscule with Nellie, Monk's Mood, 'Round Midnight o alguna de sus otras piezas maestras.

Rewind & Play pertenece al género de películas de metraje encontrado que se construyen y adquieren sentido mediante la edición de imágenes y sonidos. Gomis expresa las intenciones del film de manera cauta y sutil, sin estridencias (hay apenas algunos efectos sonoros añadidos) dejando las conclusiones en manos del público. Su intervención se basa en seleccionar y distribuir los elementos en el montaje para que el espectador entienda con facilidad el relato de vulnerabilidad y egolatría que enfrenta a los dos protagonistas. Todo ello esquivando los subrayados, el dramatismo fácil y los demás trucos ajenos a la esencia del lenguaje cinematográfico, que no necesita ser explicado más que en su propia naturaleza audiovisual. Un ejercicio de representatividad que debería ser visto no solo en las escuelas de cine, también en las de periodismo.

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SABEN AQUELL. 2023, David Trueba

El cómico Eugenio ha vuelto a cobrar vigencia en los últimos tiempos a través de un documental homónimo y un par de libros escritos por su hijo, Gerard Jofra. Material que sirve como base para la primera ficción que retrata a esta peculiar figura del espectáculo popularizada en los años ochenta, década en la que Eugenio suponía una excepción por su estilo y puesta en escena. Saben aquell toma por título la frase característica que daba arranque a sus chistes, a la vez que invita al público a rememorar la historia individual de Eugenio y el relato colectivo de un país recién salido de la dictadura. David Trueba escribe el guion junto a Albert Espinosa y dirige la película centrándose en la relación de Eugenio y Conchita, su primera mujer. Se trata de la etapa inicial en la carrera artística del protagonista hasta que alcanza la fama y ella sufre las consecuencias del cáncer, por lo que el relato finaliza justo cuando llegan las sombras a la vida del personaje del que, por otro lado, se conoce bastante poco de su persona.

Esta dualidad entre lo público y lo privado es representada por Trueba siguiendo las convenciones del biopic, no en su mejor acepción: Saben aquell es esquemática en el desarrollo del argumento y demasiado enunciativa, una biografía autorizada que acaricia la epidermis sin llegar a atravesarla. Se nota en exceso que Trueba ha recibido el encargo de dirigir la película porque el resultado es frío e impersonal, si bien es verdad que el protagonista contiene dificultades para aproximarse a él. Su carácter retraído y la escasa información con la que se cuenta son una barrera a saltar, por eso tal vez se hubiera requerido un abordaje con más músculo y garra. En cambio, la planificación de Saben aquell es algo aséptica e incluso tiende al lenguaje televisivo, con muy pocas imágenes que justifiquen verla en pantalla grande. No es cuestión de espectacularidad ni de sofisticación estética, sino de articular los elementos visuales y sonoros para provocar emociones sin que estas sean explicadas mediante el diálogo o la literalidad de las acciones.

Aun así, hay aspectos que se deben destacar del film, como la interpretación de los actores David Verdaguer y Carolina Yuste, ambos muy convincentes. También es reseñable la naturalidad con la que el guion va diseminando en las conversaciones la génesis de algunos chistes muy conocidos. Hay momentos plenamente afinados (el descubrimiento de Conchita del éxito de su marido) y otros disonantes (la hemodiálisis), además de incongruencias que no terminan nunca de entenderse (el talento repentino de Eugenio para el dibujo). David Trueba ha demostrado en diversas ocasiones su habilidad para dotar de humanidad a la comedia, sin embargo, Saben aquell adolece de la energía necesaria para que la historia fluya con autonomía cinematográfica, sin las ataduras que supone estar "basada en hechos reales" y los esfuerzos invertidos en la producción por recrear la época. Tal vez un poco más de riesgo y un poco menos de complacencia hubieran aportado entidad a este proyecto que se antoja enlatado y en conserva.

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MOUCHETTE. 1967, Robert Bresson

Buena parte de la filmografía de Robert Bresson tiene un origen literario, ya sea de modo explícito mediante adaptaciones declaradas o de modo implícito, tomando como inspiración textos de diversa índole. Uno de los escritores que revisita es Georges Bernanos, a quien Bresson lleva al cine en 1951 con Diario de un cura rural y al que, dieciséis años después, vuelve con Mouchette. Para entonces, el director es ya un veterano con un estilo plenamente reconocible que admite pocas comparaciones. Se adivinan rasgos de Epstein y en especial de Dreyer, aunque la mayoría de sus influencias provienen de la música y la pintura, lo cual dota a sus películas de una cualidad abstracta fruto de la síntesis y la depuración de elementos. Este rigor formal ha granjeado a Bresson las calificaciones de cineasta ascético, trascendente, espiritual... y demás adjetivos que pueden hacer temblar al público que se acerque por primera vez a su obra. Por eso conviene despojarse de solemnidades y adentrarse en el universo bressoniano con la sencillez que sus películas demandan, ya que se podrían considerar piezas de orfebrería cinematográfica en las que la historia pierde importancia en favor de la mirada con las que son contempladas. O dicho de otra manera: en el cine de Bresson, el lenguaje lo es todo.

Esto se aprecia claramente en Mouchette, quintaesencia de sus voluntades como artista y pensador. Teniendo en cuenta la implicación de la fe religiosa en sus películas, se puede ver el drama de la joven protagonista que da título al film como si se tratara de un Vía Crucis en el que participan los conceptos de la culpa, el perdón, la pureza y el pecado. Bresson establece también analogías y símbolos (la caza final de las liebres, como anticipación del destino de Mouchette, o el vestido regalado que le sirve de mortaja) para dar profundidad a la historia sin entorpecerla, tal y como corresponde a un director que rechaza cualquier exceso de emotividad. En Mouchette, Bresson vuelve a poner en práctica sus teorías relativas a la imagen y el sonido de lo que él designaba el cinematógrafo, en oposición al cine convencional e imperante. Hay mucha literatura publicada sobre su empleo del montaje constructivo, la relación de escalas y de ángulos de los planos, su duración, el uso del fuera de campo, la atención por los detalles, el silencio y los ruidos como herramientas expresivas... son cualidades muy estudiadas por generaciones de analistas y cinéfilos que han visto en Robert Bresson a uno de los autores por excelencia del panorama europeo del pasado siglo. Por eso no corresponde repetir ahora lo que ya está dicho y se considera una obviedad, puesto que el lenguaje de Bresson está plenamente codificado y atiende a un rigor que disminuye las posibilidades de interpretación. El hecho de que su obra no sea demasiado amplia (trece largometrajes) refuerza este carácter monolítico del cual Mouchette es uno de los mejores exponentes, una pieza precisa y rotunda dentro de un engranaje que funciona de forma minuciosa.

Aun así, se deben destacar algunas singularidades que hacen que el recuerdo de Mouchette perdure en el tiempo: el retrato colectivo de la crueldad de los habitantes del pueblo donde sucede la acción, siempre dispuestos a agredir a los más vulnerables. La deshumanización que expone Bresson encuentra el contrapunto en la niña protagonista, víctima por su condición de pobre. Como es habitual, el personaje está encarnado por una actriz no profesional (denominada modelo, según la terminología de Bresson) que no volverá a trabajar en el cine, Nadine Nortier. Sus movimientos, gestos y miradas sobrecogen por la frialdad con la que asume la situación del personaje, ampliando la desgracia personal en universal, ya que la película denuncia la corrupción moral que ejercen quienes detentan el poder sobre quienes no pueden defenderse. Todo ello sin sensacionalismo ni moralina, con la austeridad que caracteriza a Robert Bresson, cuyo legado se ha expandido en numerosos cineastas como Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki o Jaime Rosales. También en Jean-Luc Godard, responsable en su día de hacer un particular anuncio de Mouchette que merece ser recuperado por su originalidad:

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EL CHICO Y LA GARZA. "Kimitachi wa dô ikiru ka" 2023, Hayao Miyazaki

A día de hoy, el estreno de una nueva película de Hayao Miyazaki adquiere la categoría de acontecimiento, más aun cuando el director había anunciado su retirada tras realizar El viento se levanta. Una década después llega El chico y la garza, adaptación libre del clásico de la literatura juvenil de Genzaburô Yoshino, que Miyazaki desborda de fantasía. Una vez más, se trata de una historia de maduración en la que un chico se adentra en un mundo irreal donde tendrá que superar grandes pruebas y aliviar sus traumas, una metáfora de las complicaciones a las que nos somete la vida, salvables con inteligencia y valor.

Es fácil establecer comparaciones con los argumentos de El viaje de Chihiro, El castillo en el cielo o Mi vecino Totoro, ya que Miyazaki incluye referencias a su propia obra a lo largo del metraje. Así, sus seguidores reconocerán las claves temáticas y de estilo desarrolladas durante tantos años, que le han convertido no solo en uno de los autores de animación más apreciados, también en uno de los cineastas más respetados por la constancia e integridad de su trabajo. Lo cual le ha permitido contar con un presupuesto muy amplio que él retribuye doblando la apuesta en imaginación y aventura, hasta el punto de que puede haber espectadores que terminen fatigados de todo cuanto sucede en la pantalla. Son dos horas que no dan tregua y apenas dejan lugar al sosiego, como si Miyazaki quisiera enfrentar sus ochenta y dos años con un despliegue de vigor que le emparenta con el muchacho protagonista.

La belleza visual de El chico y la garza luce tan deslumbrante como de costumbre. El torrente de imágenes sobre el que transcurre el relato proporciona placer a los ojos, pero también es muy estimulante en cuanto a la percepción (la escena inicial del incendio) o la relación entre el tiempo fílmico y el tiempo vivido (las ensoñaciones y espejismos). Es un lenguaje estético reconocible y a la vez capaz de renovarse en cada película con una energía inagotable. El primer acto del guion es el más sereno de los tres, con apuntes musicales por parte de Joe Hisaishi que van construyendo la atmósfera que se solidificará después.

En suma, cabe celebrar una película como El chico y la garza por diferentes motivos: por ser la despedida (está por ver) de un maestro del anime clásico que reivindica las técnicas tradicionales, por conseguir aglutinar buena parte de su filmografía sin agotarla, por mantener la capacidad de fundir la entelequia con la realidad, por el esplendor plástico... Hayao Miyazaki sigue fiel a sí mismo y cultiva imaginarios colectivos que nunca pierden vigencia, como los cuentos que se transmiten de generación en generación.

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LOS ASESINOS DE LA LUNA. "Killers of the flower moon" 2023, Martin Scorsese

La violencia es uno de los temas capitales en el cine de Martin Scorsese. Violencia ejercida en diferentes ámbitos y contextos, violencia con causas y consecuencias, violencia arraigada en la sociedad y la cultura de un país. Los asesinos de la luna describe un episodio negro de la historia de los Estados Unidos, el magnicidio de la comunidad nativa de los Osage durante los años veinte del siglo pasado por parte de blancos que quisieron apropiarse de sus tierras, una vez que se supo que contenían petróleo. Scorsese cuenta estos hechos como si se tratara de una de sus características películas de gánsteres, con las mismas relaciones entre los personajes y una estructura narrativa similar, si bien en esta ocasión atempera las acrobacias visuales y la cinética nerviosa en favor de un mayor clasicismo. Lo cual no quiere decir que el octogenario director se haya rendido a los imperativos de la edad, sino que sigue la senda de sus últimos trabajos (Silencio, El irlandés) despojados de cinismo y con una moralidad más transparente, menos ambigua. Otro rasgo que se aprecia en esta última etapa es la voluntad de trascender, de ofrecer títulos "que dejen poso", algo que ha sucedido siempre de manera natural en el cine de Scorsese pero que ahora se busca empleando artimañas un tanto cuestionables. ¿Cuándo se convierte el discurso en apología? ¿Qué valor tienen los ideales presentados como espectáculo? Los asesinos de la luna invita a reflexionar sobre algunas de estas cuestiones partiendo de los propósitos declarados por el cineasta de hacer una gran película, una obra con vocación de perdurar que trata de enmendar los errores del pasado a través del relato del presente.

No en vano, el propio Scorsese decide cerrar la película haciendo una breve intervención que, en casos similares, se suele solventar con un rótulo en la pantalla. Esta personalización del desenlace pretende ser un acto de justicia poética pero termina antojándose como un gesto autocomplaciente, que otorga el aplauso fácil al mea culpa colectivo. Más si cabe cuando el personaje principal de la película es un buscavidas rematadamente idiota que vive para complacer al poder encarnado en la figura de su tío, un terrateniente que conspira para adueñarse de los terrenos de la Nación Osage. Tal y como indica el título, Scorsese otorga el protagonismo a los verdugos mientras que las víctimas son el telón de fondo, unos convidados de piedra sin apenas profundidad humana que el guion reduce a la condición de mártires pasivos. Este es uno de los puntos más problemáticos de un film que se erige en reparador de agravios, y que marca distancias con el libro de David Grann adaptado por Eric Roth. Un texto perteneciente al género del ensayo periodístico que adopta el punto de vista de quienes realizaron las investigaciones para esclarecer los crímenes, los agentes del incipiente FBI. En la película, estos personajes irrumpen en el tercer acto para apostillar los comportamientos delictivos de los protagonistas, interpretados por dos de los actores fetiche del director, Leonardo DiCaprio y Robert De Niro. Ambos marcan el devenir de los acontecimientos con sus fuertes personalidades y asumen sus papeles de diferente manera: DiCaprio se muestra demasiado condicionado por la prótesis dental que lleva para transmitir un carácter explosivo, siempre en tensión, mientras que De Niro está mucho más matizado y reverdece los antiguos laureles que se creían marchitos. Cabe lamentar que nombres como los de Lily Gladstone (que da vida a la esposa nativa del personaje de DiCaprio) y Jesse Plemons (el oficial encargado de inspeccionar) estén desaprovechados y no puedan extraer el jugo que exigían sus personajes a causa de un guion descompensado, que deja de lado aspectos importantes de la narración (el nativo que resulta muerto y fue el primer marido de la protagonista, por ejemplo) a la vez que incide en detalles poco significativos (las reiteradas conversaciones de los matones).

Las debilidades narrativas de Los asesinos de la luna son producto de una falta de decantación que olvida la síntesis y se demora en desarrollar de manera innecesaria situaciones que no llegan a ninguna parte. Sin embargo, a pesar de las torpezas de guion, Scorsese consigue mantener la atención a lo largo de los doscientos minutos que dura el metraje, gracias al magnetismo de las imágenes. La fotografía de Rodrigo Prieto es bella, precisa y multiplica las virtudes de los apartados artísticos referidos al decorado, el vestuario y los demás elementos de época. Si bien en la película brillan algunos destellos que recuerdan al mejor Scorsese (como la introducción) es evidente que, en la última década, el estilo del director se ha ido diluyendo en un lenguaje cada vez más aséptico y plano, que articula las escenas empleando la fórmula tradicional de escalas y angulaciones de plano. No habría ninguna objeción si no fuera porque, en ocasiones, el significado de las imágenes que filma Scorsese funciona más por acumulación que por su capacidad para generar ideas por sí mismas, como si obedecieran a un transcurso mecánico de las acciones que poco tiene que ver con la inventiva de los viejos tiempos. Aun así, Los asesinos de la luna logra captar el interés y arroja luz sobre unos sucesos que hasta ahora habían permanecido en la sombra. Solo por eso merece la pena tenerla en cuenta, aunque hay otros motivos, entre ellos la música compuesta por Robbie Robertson poco antes de fallecer. A continuación pueden escuchar uno de los temas contenidos en la banda sonora, un blues que introduce instrumentos originales del folclore y que deja testimonio del enorme talento de su autor. Que lo disfruten.

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LA CARTA QUE NUNCA FUE ENVIADA. "Neotpravlennoye pismo" 1960, Mikhail Kalatozov

Tres años después de realizar su obra magna Cuando pasan las cigüeñas, Mikhail Kalatozov vuelve a narrar una gesta heroica que ensalza los valores de la revolución soviética, pero esta vez a pequeña escala, con mayor capacidad de síntesis y abstracción. La carta que nunca fue enviada se centra en un pequeño grupo de geólogos en busca de un yacimiento de diamantes en mitad de Siberia, una odisea a través de la taiga que parte de una historia escrita por Valeri Osipov. El hecho de que el drama afecte solo a cuatro personajes no resta épica al conjunto, puesto que la identificación con los padecimientos físicos y mentales que sufren los protagonistas es inmediata, gracias a la destreza del director y la entrega de los actores.

Kalatozov cuenta de nuevo con Tatyana Samojlova, actriz que sigue deslumbrando por su trasparencia para proyectar emociones. Tanto ella como sus compañeros de reparto superan la prueba que suponen los continuos primeros planos con los que el director iguala la importancia de los rostros con el paisaje. El contraste entre lo humano y lo terrenal, entre la cercanía y la amplitud, define la película. Es una decisión estética que toma forma mediante los emplazamientos de cámara y el montaje, pero es también una decisión ética, que cuestiona la magnitud del hombre ya desde la apertura del film, cuando la cámara se aleja volando y evidencia la insignificancia de los personajes en medio de la naturaleza.

La carta que nunca fue enviada constituye la tercera de las cuatro colaboraciones que Kalatozov realiza con el director de fotografía Sergei Urusevsky, un binomio que conjuga técnica y creatividad para generar imágenes que continúan siendo modernas todavía hoy, seis décadas después de haber sido filmadas. Es difícil no dejarse maravillar por el dinamismo y las angulaciones visuales, por los planos de seguimiento, la luz, la profundidad, las composiciones... y por el empleo del fuera de campo, ya que los actores miran en todo momento hacia puntos que permanecen fuera del encuadre y que el espectador imagina sin dificultad. Incluso determinados objetos como la estación de radio en el interior de la tienda de campaña adoptan presencia sin que lleguemos a verlos, por medio del sonido y la interpretación de los actores. Hay otros recursos ópticos (los flashbacks fundidos con el fuego, la aceleración de algunas acciones manipulando la velocidad de obturación) que están bien integrados en la narración y refuerzan el creciente conflicto psicológico que experimentan los protagonistas, víctimas no solo del entorno, también de sí mismos.

En suma, La carta que nunca fue enviada es uno de los más ilustres ejemplos de película de supervivencia, género capaz de convertir bellos espacios naturales en escenarios de pesadilla donde transcurren situaciones extremas. Es cine que apela directamente a los sentidos y que Mikhail Kalatozov depura en esencia, generando emociones intensas con los elementos mínimos. Cine genuino y en estado puro que depara gozosos momentos de sufrimiento (valga la paradoja).

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O CORNO. 2023, Jaione Camborda

O corno comienza y termina con sendas escenas de alumbramiento. Un círculo cuya línea atraviesa la frontera entre dos países y traza el camino de una mujer, María, a principios de los años setenta. Ella ayuda a dar a luz en un pequeño pueblo gallego donde los nacimientos se producen en casa y los abortos son clandestinos. Jaione Camborda rueda ambas situaciones haciendo coincidir el tiempo real con el tiempo fílmico, centrándose en los rostros mediante primeros planos. Lo importante no es la acción en sí, sino las reacciones que tanto se parecen: el miedo, la incertidumbre, el dolor. Porque O corno trata sobre el dolor y los diferentes tipos de violencia que padecen las mujeres, ya sea institucional, laboral o sexual.

María está interpretada por Janet Novás, bailarina y creadora que debuta como actriz en esta película en la que muestra su dominio de la expresión corporal. Su personaje no necesita demasiados diálogos porque lo dice todo con la mirada, es su vínculo con lo que le rodea y la herramienta que emplea la directora para trabajar con los símbolos. Sirvan como ejemplo los dos momentos en los que María mira desde la ventana la figura de mujeres a las que teme parecerse: una es una portuguesa madura que se aleja ahogada de alcohol y de nostalgia, otra es una prostituta que sale a buscarse la vida tras dejar a su hijo en casa. Camborda va sembrando el metraje de analogías, algunas sutiles y otras evidentes, que podrían saturar de signos la narración si no fuera por la austeridad dramática y la contención en el tono.

O corno supera el peligro de caer en el exceso gracias al lirismo seco y contundente que aplica Camborda, primero desde el guion y luego mediante la puesta en escena. La película posee una capacidad de sugerencia que invita a participar al espectador, sin dar nada por hecho: el pasado de la protagonista, su sentimiento de culpa, su transformación... son incógnitas que el público desvela mediante pistas diseminadas en la trama. También la imagen contribuye a ahondar, con decisiones visuales que inciden en el relato, encuadres precisos y un montaje cronométrico que firma Cristóbal Fernández. Basta contemplar la larga secuencia del parto que abre el film, contada en planos cortos en los que intervienen distintos personajes, cada uno con un nivel de relación. La luz íntima de este decorado interior contrasta con la luz exterior de las siguientes escenas, natural y norteña, un trabajo de fotografía de Rui Poças que se complejiza en las partes nocturnas.

Siendo una película de presupuesto modesto hecha en régimen de coproducción, O corno proporciona a Jaione Camborda su consagración como cineasta, después de dirigir tres largometrajes en apenas cuatro años. Una obra que evita los temas fáciles y que sitúa a la mujer en el centro, poniendo cuidado en los detalles y en el acabado formal. Pero sobre todo, logrando convertir en universal una historia de arraigo local, que tiene fuerza, carácter poético y eso tan extraño que llamamos misterio.

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PORTRAIT D'UNE JEUNE FILLE DE LA FIN DES ANNÉES 60 À BRUXELLES. 1994, Chantal Akerman

En los años noventa, la productora Chantal Poupaud pone en marcha una serie de telefilms para el canal Arte, realizados por distintos autores que muestran sus respectivas miradas sobre la juventud. Una de las cineastas invitadas es Chantal Akerman, quien sitúa en su Bruselas natal Portrait d'une jeune fille de la fin des années 60 à Bruxelles. Lo curioso es que la historia no está ambientada en los 60 sino en el presente en el que se filma la historia, debido a que Akerman se basa en algunos recuerdos de cuando era adolescente y deambulaba por aquella misma ciudad.

Eso es lo que cuenta la película: el incesante paseo de una muchacha que ha decidido ausentarse del instituto y, a lo largo de un día, recorre tiendas de discos, establecimientos de comida, calles y más calles, en compañía de un chico al que conoce en un cine. Ambos no paran de conversar sobre lo divino y lo humano, mediante diálogos a veces densos (ella adora a Sartre y cita de memoria a Kierkegaard) con una visión crítica de la realidad. En verdad, todo es un prolegómeno hasta la salida de clases de su mejor amiga, con quien pretende asistir a una fiesta. Akerman aprovecha la situación para tratar algunos de sus temas predilectos: la incomunicación, el amor, la familia, el conocimiento frente a la banalidad... a riesgo de caer en cierto tono discursivo, que resultaría demasiado literario si no fuese porque la directora emplea un lenguaje cinematográfico rico y lleno de movimiento.

Más allá de la exuberancia verbal contenida en el guion, este retrato firmado por Akerman es una lección de cómo concordar lo visual con lo narrativo. Tanto la planificación como el montaje encajan con las intenciones que expresa el relato, así, por ejemplo, hay una elección en los encuadres de aislar a la protagonista respecto a los personajes que se relacionan con ella, remarcando su dificultad de conectar con el mundo. Esto provoca un uso ejemplar del fuera de campo que se aprecia, sobre todo, en la secuencia final del baile en la fiesta. Akerman mantiene la cámara sobre el primer plano de su heroína sin necesidad de una correspondencia subjetiva porque todo está ahí, en los ojos de la chica decepcionada. Hay más muestras de este efecto durante el metraje que favorecen el reconocimiento del espectador con la protagonista, una identificación que la directora desarrolla con un gran sentido del movimiento y la composición de los elementos en la imagen.

Pero nada de esto funcionaría sin la frescura y el talento de Circé Lethem, actriz debutante que sostiene el peso del film. Chantal Akerman encuentra en ella a su perfecta alter ego juvenil, bien secundada por Julien Rassam. La pareja de intérpretes dota de humanismo y naturalidad a esta película que consigue escapar de las convenciones del telefilm para ofrecer un resultado que es puro cine, uno de los trabajos más redondos de una directora siempre interesante.

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DISPARARON AL PIANISTA. 2023, Fernando Trueba y Javier Mariscal

Una década después de Chico y Rita, el director Fernando Trueba vuelve a aliarse con el artista Javier Mariscal para emprender un nuevo viaje musical, esta vez al corazón de la bossa nova en Brasil. No es el único escenario de Dispararon al pianista, ya que la acción también se traslada a Argentina, lugar donde concluye la biografía del músico Tenório Jr. Un nombre poco conocido al que esta película rinde homenaje, situándolo en el lugar que merece dentro de la cultura popular. En el momento de su muerte, Tenório era componente de la banda que acompañaba a Vinícius de Moraes y Toquinho, siendo uno de los máximos exponentes de la samba-jazz hasta que, una noche de marzo de 1976, "fue desaparecido" por el terrorismo militar de Videla recién impuesta la dictadura. Trueba y Mariscal no realizan un biopic al uso sino un documental de animación que utiliza como hilo conductor a un escritor que investiga la historia de Tenório para elaborar un libro, siguiendo los pasos del pianista y entrevistando a las personas que tuvieron relación con él.

En Dispararon al pianista quedan representadas algunas de las personalidades más destacadas de la música brasileña de la segunda mitad del siglo XX, quienes prestan su testimonio para dar veracidad a la historia y completar el paisaje de una época efervescente. Un coro de voces que el equipo de Mariscal ilustra con un estilo a la vez realista y sencillo, con pocas líneas muy marcadas y un tratamiento del color de gran expresividad. Aunque el aspecto visual es menos elaborado que el de Chico y Rita (algo que se aprecia sobre todo en el movimiento de las figuras y en la técnica de animación, más tosca y cercana al boceto), es difícil no dejarse seducir por la policromía de las imágenes. Hay secuencias como la interpretación de Embalo que son un regalo para los ojos, además de para los oídos. Los dos directores imprimen su hedonismo militante en esta oda al placer y el talento, en contraposición a la oscuridad y el terror que se denuncian a propósito de la Operación Cóndor, que asoló gran parte de América Latina durante los años setenta y ochenta. Una vez más, la música ejerce como escudo contra la barbarie y la voz de los supervivientes es el remedio contra el silencio y el olvido que los represores quisieron implantar.

Detrás de la belleza estética del film hay una intensa labor de documentación que da solidez al conjunto, aunque en ocasiones pueda haber un exceso de información que termina por alargar el metraje. Algunas declaraciones se antojan reiterativas, con insistencia en remarcar el genio de Tenório y las extrañas circunstancias que rodearon su muerte. Son evidencias que aminoran el vuelo de la película sin llegar a frenarlo, puesto que sus virtudes son obvias: un relato que mantiene el interés, un diseño creativo muy inspirado y una correlación entre ambos natural y fluida. Pero sobre todo, Dispararon al pianista es un gozoso tributo a los músicos de un género que logró conquistar el mundo.

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CERRAR LOS OJOS. 2023, Víctor Erice

Se puede decir que, cumplidos los 82 años y tres décadas después del estreno de El sol del membrillo, nadie esperaba una nueva película de Víctor Erice. Pero el cineasta vizcaíno nunca hace lo que se espera de él. Su manera de trabajar es semejante a la de un orfebre que va puliendo cada pieza hasta dejarla en su esencia, sin prisa y con obstinación, a fuerza de depurar las ideas y el lenguaje con que expresarlas. Solo así se explican los periodos tan prolongados que separan sus largometrajes (entre medias hay creaciones más breves como cortometrajes y vídeo instalaciones, además de dedicarse a la literatura y la docencia), sumado a los proyectos abortados por dificultades de financiación... esto ha provocado que sus películas obtengan una condición excepcional, no solo por la calidad con la que están hechas, también por la escasez del conjunto.

Por eso, la llegada a las carteleras de Cerrar los ojos debe ser considerada casi como un milagro profano. El concepto de milagro está incluido en uno de los diálogos del film, cuando el personaje del montador interpretado por Mario Pardo dice: "Yo no creo en los milagros desde que Dreyer dejó de hacer películas". El cine está muy presente en Cerrar los ojos, el cine como espacio de memoria y pensamiento, como dimensión donde el tiempo se bifurca y adopta posibilidades narrativas. Los protagonistas son un director retirado en busca de un actor que fue viejo amigo suyo, interpretados respectivamente por Manolo Solo y José Coronado, una relación interrumpida de forma enigmática que añade al drama un componente de misterio. Las pesquisas son desarrolladas por Erice con un tempo sosegado poco habitual en las pantallas actuales, las secuencias transcurren con ritmo moroso y en ocasiones se suceden mediante fundidos a negro que añaden pausa a las escenas. Son instantes suspendidos que empujan al espectador a valorar los silencios y, sobre todo, las miradas, de ahí el título Cerrar los ojos. La película mantiene una trama hasta cierto punto sencilla, cuya anécdota se explica incluso con insistencia, y una lectura subterránea más compleja, que apela al subconsciente mediante símbolos contenidos en la imagen. Así, por ejemplo, una figura de ajedrez o una lámpara fundida en un trastero adquieren un significado que corresponde desvelar al público, convirtiéndose en partícipe del argumento.

Esta encriptación del mensaje a veces puede ser muy sutil y, a veces, también algo obvia, con modismos ya conocidos de anteriores películas: el uso de fotografías y de músicas para activar la memoria, los diferentes escenarios geográficos como etapas vitales del protagonista, la literatura como discurso interior... son estilemas que ya intervenían en El espíritu de la colmena y El sur, no en vano, Víctor Erice habla de sí mismo y de su posición artística y filosófica en Cerrar los ojos. Más que una ficción, es un tratado íntimo de las ideas y obsesiones de un creador que se sitúa en el terreno del clasicismo, a nivel narrativo y estético. Las referencias a otros autores son constantes: Pío Baroja, Juan Marsé, Edward Hopper, Nicholas Ray, Fritz Lang... y así infinidad de nombres que desfilan por alusiones directas o indirectas, conformando el universo de influencias de Erice. Son alusiones que se mezclan con su propia filmografía, de ahí la inclusión de Ana Torrent en el reparto, de nuevo interpretando a la hija desconectada del padre. Esta confusión premeditada entre el cine y la vida es la sustancia de Cerrar los ojos, el resumen del legado de uno de los cineastas españoles más importantes y singulares.

Lo cual conduce a la pregunta: ¿está el cuarto largometraje de Víctor Erice a la altura de su obra anterior? La respuesta, aunque incómoda, parece evidente: no. Cerrar los ojos es una buena película que resulta irreprochable, pero carece del genio que latía detrás de cada uno de los fotogramas filmados en un pasado que, tal vez, quede ya demasiado lejos. El guion de Erice redunda en situaciones que no ayudan a que el relato avance (las dos visitas al trastero, el encuentro con el personaje interpretado por Soledad Villamil que se intuye como la cuota argentina que debe asumir el régimen de coproducción), lo que hace que el tercer acto se demore en exceso. Además, las llamadas a la abstracción que hace la película se ven interrumpidas por una sobreabundancia de explicaciones que restan sugerencia al film, lo vuelven enunciativo y literario. Esto no supone un problema por sí mismo, salvo que se pretenda ahondar en la naturaleza expresiva del cine, como aspira a hacer Erice en las imágenes fotografiadas por Valentín Álvarez. El cuidado en la luz y los encuadres no se corresponde siempre con la concreción del texto, que tiende a dispersarse y dar vueltas sobre sí mismo, aprovechando la estructura episódica y la incorporación de personajes encarnados por Josep Maria Pou, María León, Petra Martínez o Helena Miquel, entre otros. Así pues, cabe abandonarse a Cerrar los ojos con la conciencia de que Víctor Erice no conserva la fuerza de antaño pero sí la misma voluntad de caminar a contracorriente y por sendas hoy poco transitadas. Aunque solo fuera por ello, merece la pena atender a este último tramo de su recorrido, una trayectoria que vista en perspectiva tiene un valor incalculable y una profundidad imposible de sondear.

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EL CONDE. 2023, Pablo Larraín

A lo largo de su trayectoria, Pablo Larraín ha demostrado querencia por los personajes históricos: Pablo Neruda, Jackie Kennedy y Lady Di son algunos de los nombres que pueblan sus películas. También ha reflejado el golpe y la dictadura militar chilena desde diferentes perspectivas, por eso no es de extrañar su reciente acercamiento a la figura de Augusto Pinochet en El conde, coincidiendo con el 50 aniversario del golpe de Estado que derrocó al gobierno del presidente socialista Salvador Allende. Lo original en esta ocasión es el punto de vista adoptado, ya que no se trata de una biografía o de la narración de un episodio concreto, sino de una sátira que mezcla el terror gótico con la comedia negra. Junto a su guionista habitual Guillermo Calderón, Larraín desarrolla la posibilidad de que Pinochet hubiese fingido su muerte para apartarse del mundo y continuar viviendo durante el resto de la eternidad como vampiro. Solo su mujer, su criado y sus hijos conocen la naturaleza oculta del sátrapa, quien sale por las noches a "cazar corazones" para mantener su longevidad, una rutina que se verá trastocada por una joven monja que acude con el encargo de poner al día las cuentas financieras de la familia.

El conde es una fábula perversa que juega a confundir los términos del bien y el mal, un cuento de horror de aires guiñolescos que descansa en gran medida en la interpretación de los actores, algunos de los cuales repite con el director. Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer encarnan a Pinochet y Lucía Hiriart, bien acompañados por Alfredo Castro en el papel de criado, Paula Luchsinger como novicia exorcista y el grupo de actores que da vida a los cinco hijos del dictador. Todos ellos saben adaptarse al tono del film y al complicado género a medio camino entre la opereta fantástica y la crítica política y social, con especial mención para Luchsinger, cuya magnética presencia ilumina las sombras que envuelven el conjunto.

Y es que la fotografía de Edward Lachman tiene gran importancia en El conde, hasta el punto de que casi engulle todo lo demás. La belleza de las imágenes en blanco y negro contrasta con las atrocidades que se relatan, induciendo en el espectador la fascinación por lo maligno. Es fácil quedar atrapado por la precisión de los encuadres, la luz invernal y el ingenio de los decorados, elementos que conforman una estética muy expresiva, cuidada al detalle. Larraín elude el realismo y busca una atmósfera particular y artificiosa, casi teatral, por medio de la puesta en escena y la dirección artística. Por eso es preciso querer entrar en la propuesta de El conde, lo contrario puede provocar cierta frialdad y distanciamiento. Para aquellos que manejen unas mínimas claves de la realidad del país no será difícil establecer paralelismos con el presente ni detectar las cargas de profundidad que Pablo Larraín deposita durante el metraje, ya que la película carece de sutilezas. Pinochet es un monstruo y así lo muestra el director sin escatimar en sangre, todos a su alrededor son una caterva de buitres codiciosos, la podredumbre moral de estos individuos queda representada en el entorno donde maquinan sus fechorías... y sin embargo, hay poesía en medio de la degradación, al menos visualmente y en el personaje de la joven que encarna la pureza. Esta dicotomía es la esencia de El conde, lo demás se podría considerar una astracanada muy bien elaborada por un cineasta siempre interesante.

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JUHA. 1999, Aki Kaurismäki

Dentro del jardín estructurado y coherente que es la filmografía de Aki Kaurismäki, también hay flores raras como Juha. La cuarta y última (hasta la fecha) de sus adaptaciones literarias, esta vez tomando como base la novela homónima de Juhani Aho, uno de los escritores finlandeses más reconocidos de finales del siglo XIX y principios del XX. Kaurismäki traslada al presente el melodrama romántico original y lo tiñe de comedia agria, dándole una forma atípica dentro de su obra: la de película muda, al estilo de las que producían los primeros estudios ocho décadas atrás. Juha está filmada en blanco y negro, con intertítulos para los diálogos e interpretaciones exageradas, más cerca de la pantomima que del hieratismo que suele caracterizar a los actores de Kaurismäki, quien aprovecha la libertad que ha gozado durante toda su carrera para satisfacer este capricho personal, de cinéfilo irredento.

Al igual que sucedía con muchas películas de aquel temprano periodo, Juha tiene un aire cándido que aquí se imposta para provocar humor. El director explota los clichés del género tanto en las imágenes como en el argumento: el guion narra la historia de un matrimonio convencional que se rompe por la aparición de un tercer personaje que encarna la pasión y la aventura, hasta que se descubren sus verdaderos propósitos. Una fábula de emociones intensas contadas con énfasis, como corresponde al canon que Kaurismäki logra recrear con exquisito cuidado. Los planos generales de inspiración pictórica, los primeros planos que potencian los sentimientos, la disposición de los personajes en el espacio para ilustrar las relaciones que les unen o les separan... una retórica heredada del pasado y cuyo artificio se redobla en la fotografía preciosista de Timo Salminen, que no desaprovecha el caramelo que le ofrece el director.

Y es que Juha es una película gozosa, que transmite la alegría del juego entre amigos. Kaurismäki vuelve a convocar a su plantel habitual en el que se encuentran Kati Outinen, Sakari Kuosmanen y André Wilms, muy bien arropados por la partitura musical de otro viejo conocido, el compositor Anssi Tikanmäki. La banda sonora de Juha dota de carácter al conjunto y conduce las situaciones con gran fluidez, mezclando el folclore con sonidos sinfónicos y modernos. A continuación pueden escuchar uno de los temas que suenan en el film, un ejemplo del clasicismo que Aki Kaurismäki revive con una mezcla de homenaje y premeditada ingenuidad. Que lo disfruten:

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THE VAST OF NIGHT. 2018, Andrew Patterson

Siempre es una buena noticia la llegada de nombres nuevos al panorama cinematográfico y la actualización de profesionales dentro de la industria. Más aún cuando los recién incorporados lo hacen contra viento y marea, rechazando las imposiciones de los estudios, las fórmulas preestablecidas y los modelos hegemónicos de producción... y también cuando consiguen esquivar las ambiciones y las veleidades propias de los autores primerizos. Andrew Patterson pertenece a esta estirpe de directores que logran superar la indiferencia de las distribuidoras y, tras sufrir el rechazo múltiple de los festivales, al final son capaces de estrenar su opera prima despertando el entusiasmo de los críticos y aficionados. No es para menos, porque The vast of night es uno de los debuts más deslumbrantes de los últimos tiempos, una película nacida en la más absoluta independencia y que ha terminado cosechando los esfuerzos invertidos en su elaboración.

Además de dirigir, Patterson produce, monta y escribe la película, esto último en compañía de Craig W. Sanger. Semejante control del proceso tiene como resultado un film compacto y sin fisuras, consciente de sus aspiraciones y de lo que pretende contar en todo momento. Con un presupuesto muy ajustado y la entrega de los equipos técnico y artístico, Patterson cumple el sueño de resucitar el formato del serial de misterio y ciencia ficción característico de la televisión de los años cincuenta y sesenta, al estilo de The Twilight Zone o The Outer Limits. Así, la película comienza con la cabecera de un viejo programa titulado The vast of night, que se desarrolla siguiendo la estructura clásica de los tres actos, bien diferenciados a lo largo del metraje mediante interludios que recrean la calidad catódica. Las demás imágenes del film son bien distintas, con un tratamiento estético muy cuidado tanto en la ambientación de época (vestuario, peluquería, decorados) como en lo formal. La fotografía nocturna de Miguel I. Littin-Menz saca el máximo partido de los contrastes de luces y sombras, y otorga a la oscuridad un sentido dramático que, lejos de ocultar, sugiere. La traducción del título en español (La vasta noche) incide en esta idea y envuelve a los dos personajes principales, un locutor de radio y una operadora telefónica, en una atmósfera de intriga y tensión que evoluciona casi en tiempo real, durante noventa minutos. De ahí el empleo de planos secuencia, para inducir el extrañamiento del público y hacer que experimente las mismas sensaciones que los protagonistas.

Son tomas largas muy elaboradas y de gran complejidad, algunas de ellas por interpretación (como la de Fay comunicándose por cable con varias personas tras escuchar las señales sonoras de origen desconocido) y otras por su acrobacia visual (el avance de la cámara a través de diversos emplazamientos interiores y exteriores del pueblo, lo cual incluye atravesar un partido de baloncesto). Estos planos secuencia se intercalan con segmentos fraccionados en el montaje que muestran acciones rápidas y en detalle (la manipulación de la centralita, las carreras a pie o en coche) para potenciar el nervio del conjunto, con un dominio del lenguaje cinematográfico impropio de un debutante. Patterson hace un ejercicio de dinamismo sin arbitrariedades, porque todas sus decisiones de puesta en escena obedecen a un propósito narrativo y favorecen que el relato no se detenga, incluso cuando parece que puede haber una pausa (la visita a la casa de la anciana, por ejemplo). The vast of night es una exhibición de cine que se ve y también se oye, ya que el sonido es igualmente importante. Basta comprobar el oficio de los protagonistas y su incidencia en la trama, si bien es verdad que todas las virtudes señaladas hasta aquí no serían nada sin las interpretaciones de Sierra McCormick y Jake Horowitz. Dos actores en estado de gracia que dotan de humanidad lo que se podría haber quedado en una ostentación de virtuosismo, poniendo credibilidad y cercanía a esta aventura de tintes sobrenaturales.

En resumen, hay motivos de sobra para tener en cuenta The vast of night. Una de las sorpresas más gratas de la pasada década y la puesta de largo de Andrew Patterson, un director que demuestra algo tan difícil como es saber conjugar las claves del género con el cine de autor. Bienvenido sea.

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CUANDO PASAN LAS CIGÜEÑAS. "Letyat zhuravli" 1957, Mikhail Kalatozov

Después de tres décadas realizando documentales y películas de ficción de carácter propagandístico, Mikhail Kalatozov obtiene el reconocimiento internacional con Cuando pasan las cigüeñas, un drama bélico ambientado en la 2ª Guerra Mundial que también expresa alabanzas a los ideales soviéticos, pero de manera más humana y realista. Un realismo que tiene que ver con la credibilidad de la historia y el comportamiento de los personajes, ya que la retórica empleada por Kalatozov es de una enorme sofisticación. El director exhibe su virtuosismo con la cámara en colaboración con Sergei Urusevsky, responsable de la fotografía, sin duda la pareja creativa más exuberante de Rusia en aquella época. El dinamismo de las imágenes, la iluminación en blanco y negro, la profundidad y la composición milimétrica de los encuadres... es difícil contemplar esta película sin sobrecogerse por el arrebato cinematográfico contenido en cada plano. Kalatozov compone una sinfonía visual que, vista hoy, continúa apabullando por su capacidad de conjugar sentimiento y estética.

El dramaturgo Viktor Rozov convierte en guion su propia obra de teatro, un alegato pacifista que refleja los estragos del conflicto en la población. El centro del relato está ocupado por el amor interrumpido de dos jóvenes, interpretados con convicción por Aleksey Batalov y Tatyana Samojlova, quien logra cargar con buena parte del peso emocional, a pesar de que se trata de su primer papel protagonista. El director pone atención a las reacciones humanas y al desplazamiento de los cuerpos en el espacio, mediante el movimiento interno y externo del plano. Ya desde el inicio, la pareja de enamorados mantiene una actividad imparable: corren en la calle, juguetean al cubrir las ventanas, se buscan en la multitud... cuando al fin se separan, la fuerza de atracción que existe entre ellos no se detiene y continúan trasladándose en la distancia, obligando a los personajes de alrededor a gravitar en su misma órbita. Hay varias escenas paradigmáticas, como la ascención circular de las escaleras, un prodigio técnico cuya importancia narrativa va creciendo hasta dar forma al conjunto: el vuelo de las aves que abre y cierra la película define la curva temporal que recorre Veronika, el personaje encarnado por Samojlova.

El rechazo de la quietud practicado por Kalatozv atraviesa el film y sume al espectador en una especie de hipnosis, con secuencias de gran intensidad que rozan lo operístico (la pugna nocturna entre Mark y Veronika), lo experimental (la carrera de Veronika y su encuentro con el niño) y otras que congregan a un buen número de figurantes, lo que da cuenta del nivel de la producción por parte de Mosfilm. Hay épica pero también hay intimidad en Cuando pasan las cigüeñas, la cima en la trayectoria de Mikhail Kalatozov y uno de los títulos más memorables de la cinematografía soviética en su primer siglo de vida.

A continuación pueden ver la película completa, en buena calidad y subtitulada, cortesía del canal oficial de YouTube de Mosfilm. Que la disfruten:

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