EL IRLANDÉS. "The Irishman" 2019, Martin Scorsese

Martin Scorsese sabe que cualquier nueva película puede ser la última. Desde su atalaya de leyenda viva del cine, el director es respetado por sus fieles seguidores y también por las nuevas generaciones de espectadores que le han descubierto como referencia de películas actuales. Su estilo visual y narrativo ha influido en cineastas tan destacados como Paul Thomas Anderson o Wes Anderson, quienes han sabido traducir las señas de identidad de Scorsese y adaptarlas a su propio lenguaje. Pero hay que tener cuidado. El reconocimiento de las claves de cualquier autor enciende las alarmas que avisan de la ausencia de novedades y la reiteración de fórmulas, o lo que es igual: la copia de uno mismo. En el caso de Martin Scorsese, este peligro es real ya que El irlandés supone el regreso al universo desarrollado en títulos como Malas CallesUno de los nuestros y Casino, pero en esta ocasión se busca un broche de oro a toda esta saga, un cierre calmado y sereno, acorde a las circunstancias biológicas y profesionales de Scorsese. Así que las comparaciones con las anteriores referencias resultan inevitables, además de incómodas. Porque El irlandés tiene motivos suficientes para ser considerada una gran obra, siempre y cuando no se la sitúe en el mismo escalafón que Uno de los nuestros, verdadera opus magna del director.
Lo primero que llama la atención es el extenso metraje de la película, tres horas y media. Bien es verdad que la trama se expande a lo largo de cuatro décadas en la vida de Frank Sheeran, un transportista que se introduce en el mundo de la mafia y que asciende con el tiempo hasta una posición relevante dentro del crimen organizado. En las relaciones que establece el protagonista (con el líder sindical Jimmy Hoffa y el resto de los cabecillas de la organización) confluyen algunos de los intereses de Scorsese: la lealtad, los códigos de honor, la adquisición de responsabilidades y la identidad personal frente a las exigencias de pertenecer a un grupo. Como es natural, también se tratan los temas de la madurez y el paso del tiempo (explorados antes en Toro salvaje y El color del dinero, entre otros títulos). En definitiva, Scorsese vuelve a pisar terrenos ya transitados, pero esta vez con un paso más reflexivo y atento. ¿Justifica esto la larga duración del film? Teniendo en cuenta los antecedentes y otras alusiones inevitables (El padrino), la respuesta es que no.
El problema principal de El irlandés es que parece una miniserie reunida en una sola película. Incluso la estructura dramática creada por Steven Zaillian a partir de la novela de Charles Brandt se corresponde más con el formato televisivo que con el largometraje, por la división en actos y por su evolución en el conjunto. Scorsese demuestra su habilidad para filmar conversaciones y crear grandes escenas, sin embargo, aquí las acciones son menos importantes que los personajes. El film prima la literatura sobre el cine, lo que da como resultado una película en exceso discursiva, que acumula mucha información no siempre necesaria para hacer avanzar la trama. Los encargados de gestionarla son los actores, un elenco que reúne a intérpretes tan significativos en la filmografía de Scorsese como Robert de Niro, Joe Pesci y Harvey Keitel, los dos primeros magníficos y el tercero desaprovechado por su poca intervención en la pantalla. La sobriedad de sus personajes contrasta con la energía siempre a punto de estallar que encarna Al Pacino, quien termina de completar un cuadro compacto y equilibrado. El placer que depara contemplar juntos a estos profesionales es difícil de repetir, a pesar de los efectos digitales aplicados sobre sus rostros para simular las diferentes edades que atraviesan. Lo que normalmente se resuelve con maquillaje o con actores más jóvenes, aquí está trucado mediante tecnología avanzada que incide en el rostro pero no en el movimiento del cuerpo, lo que a veces provoca desajustes extraños.
Incidencias aparte, El irlandés cuenta con una planificación fluida y eficaz, que consigue dar dinamismo a los abundantes diálogos y generar tensión mediante procedimientos visuales. Aunque la forma que exhibe el film es menor enérgica y llamativa de lo habitual en Scorsese, hay hallazgos ingeniosos como los rótulos con los que se presenta a los personajes, en los cuales se informa no sólo del nombre sino también de la fecha y la causa de su muerte, siempre como consecuencia de un ajuste entre rivales. Además hay otros recursos en forma de ralentizados, acercamientos de cámara con grúa o los planos inserto, tan característicos del director desde sus inicios. Basta asomarse a unas pocas imágenes de la película para percibir que se trata del trabajo de un maestro en la plenitud del oficio, beneficiado por el montaje de Thelma Schoonmaker y la fotografía de Rodrigo Prieto. Dos nombres que engrandecen el acabado de la película junto a los responsables de la ambientación, el vestuario, el diseño de sonido... El irlandés es una gran producción en todos los sentidos que supone un punto de inflexión para la plataforma de contenidos Netflix.
Dentro de la filmografía de Martin Scorsese tiene, además, un carácter testimonial de final de ciclo que le confirma como el perfecto cronista de la mafia estadounidense. Él ha definido a lo largo de los años el prototipo del gánster moderno, una continuación del arquetipo fijado por Coppola, que después ha encontrado eco en los personajes de Tarantino o de la serie televisiva Los Soprano. La aportación de Scorsese es la de retomar el espíritu de las antiguas películas criminales de Fritz Lang y Howard Hawks y actualizarlas con su personal punto de vista, en el que tienen prioridad la música, la presencia de la cámara y el conflicto interior de los personajes. No como elementos separados, sino como una misma sustancia que fluye a través de su cine. Buen ejemplo de ello es El irlandés, que no es la mejor película de Scorsese dentro del género, pero hubiera podido serlo con una mayor capacidad de síntesis y la asunción de riesgos que templasen el resultado, frío como el protagonista al que se refiere el título. El hieratismo que representa De Niro termina contagiando al tono general de la película, lo que afecta al desarrollo de algunas líneas narrativas que exigían mayores dosis de emoción, como la relación de Sheeran con su familia y, en especial, con su hija. Sólo el tiempo dictaminará el valor de esta película ambiciosa que tiene la virtud de reflejar los contextos sociales y políticos de una parte del siglo XX, a través de la mirada descarnada, lúcida y aquí demasiado exhaustiva de Martin Scorsese.