PINOCHO. "Pinocchio" 2022, Guillermo del Toro y Mark Gustafson

Es sorprendente comprobar la pervivencia de Pinocho a través de los años en la cultura popular. Sin ir más lejos, solo en el último lustro se han estrenado varias adaptaciones con mayor o menor fidelidad al cuento original de Carlo Collodi, la mayoría de las veces tomando referencias estéticas del clásico de Disney de 1940. El ejemplo más reciente es el dirigido por Guillermo del Toro, quien consigue realizar su propia interpretación de Pinocho tras sufrir el desinterés de los grandes estudios para hacer una versión animada en stop motion, hasta que consigue sacar el proyecto adelante con la financiación de Netflix. No es extraño que el director mexicano se haya fijado en este relato italiano porque conecta con algunas de las obsesiones desarrolladas en sus anteriores películas: la marginación del diferente y la humanidad del monstruo frente a la brutalidad de los hombres, la fantasía como refugio de los horrores cotidianos, el camino de aprendizaje del héroe.

Al igual que hiciera con la dictadura franquista en El laberinto del fauno, del Toro vuelve a retratar el totalitarismo incorporando el régimen de Mussolini a Pinocho. No se trata de una aportación caprichosa porque, de este modo, se añade una dimensión más profunda a la naturaleza artificial del personaje, que pasa de ser una marioneta de juguete a un peón al servicio del ejército y la ideología reaccionaria. Su rebelión individual permite que Pinocho adquiera conciencia y complete así su transformación de objeto a persona, dentro de la simplicidad que requiere un producto destinado al público familiar. La ruptura de las normas impuestas no es la única transgresión que ofrece Pinocho, también hay un cuestionamiento muy interesante acerca del uso que hace la iglesia católica de Dios y del rebaño de fieles que le sustenta.

Pero, sin duda, lo más llamativo del film reside en las imágenes. Tanto las evoluciones de la historia como los personajes y el tono dramático vienen dados por influjo estético, cada aspecto de Pinocho está supeditado a su representación visual. Por eso el diseño artístico es tan importante en el conjunto. Del Toro es un director que suele hipervitaminar su cine con multitud de estímulos y de información en la pantalla, hasta el punto de que cuesta captar todo lo sucede en el encuadre en un primer vistazo. Algo que se potencia en este su primer largometraje de animación (ya contaba con trabajos previos como productor) junto a Mark Gustafson, una referencia en la técnica del stop motion. A decir verdad, el acabado visual es tan perfecto que ni siquiera parece stop motion, ya que los procesos digitales posteriores han eliminado cualquier rastro de la artesanía que posee esta manera de animar las figuras en maquetas construidas a escala. La excelencia de las herramientas modernas se suma a una sobreplanificación del lenguaje cinematográfico, con un montaje en el que se abusa de los movimientos de cámara y una acumulación injustificada de planos que emborracha los ojos del espectador sin que la trama se vea beneficiada por ello. Se trata de una práctica muy extendida en el cine mayoritario, que provoca la aceptación inmediata del público y en la que del Toro suele incurrir de forma vehemente. Es tal vez lo único que se le puede achacar a su Pinocho: el afán por deslumbrar en cada escena mediante un ritmo trepidante y una retórica de la imagen exacerbada.

En todo lo demás, Pinocho resulta brillante. Es emotiva y divertida cuando tiene que serlo, posee un repertorio de músicas muy hermosas compuestas por Alexandre Desplat que contiene canciones, hay una gran labor de iluminación y un derroche de creatividad en el diseño de arte... en suma, es una película que se disfruta en cada momento y que actualiza el discurso planteado por Collodi a los nuevos tiempos sin que parezca oportunista o forzado. Ojalá Guillermo del Toro vuelva a recorrer los caminos de la animación con el mismo acierto que en Pinocho.

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UN AÑO, UNA NOCHE. 2022, Isaki Lacuesta

El español Ramón González fue uno de los supervivientes del atentado yihadista cometido en 2015 en la sala Bataclán de París. Tres años después se publica el libro Paz, amor y death metal, que el propio González escribe como terapia y que Isaki Lacuesta lleva a la pantalla en 2022 con el título de Un año, una noche. Este ciclo narrativo que comienza con una tragedia y que se materializa después en literatura y en cine es un ejercicio contra la barbarie para tratar de dar sentido a lo que no lo tiene, un acto de creación frente a la destrucción.

Lacuesta realiza junto a Isa Campo, productora y coguionista habitual del director, una adaptación libre del texto original para redimensionar el alcance de los hechos. Así, la pareja argentina de González adopta origen francés y la película se centra en las consecuencias del horror sobre la relación entre ambos y con el entorno que les rodea, en un estudio pormenorizado de cómo la tragedia afecta a lo cotidiano. Sin embargo, Un año, una noche está filmada casi como si se tratase de un poema íntimo: el tiempo vivido se mezcla constantemente con el tiempo recordado y con el imaginado, mediante momentos que se yuxtaponen y se arrojan luz unos a otros, cuando no son sombras. Hay escenas que riman dentro de una estructura en elipse, que da vueltas sobre sí misma, pues así es como lo perciben los protagonistas dentro de sus cabezas. Fernando Franco y Sergi Dies se encargan del montaje, uno de los puntos fuertes del film.

Otro es las interpretaciones de Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant, quienes dan vida al dúo protagonista. La humanidad que desprenden les conecta con el público de forma directa, no solo por lo que hacen y dicen, sino también por lo que callan. El carácter expansivo y elocuente de él se complementa con la introspección y la madurez de ella, lo cual genera un torbellino de sentimientos que conduce la película hasta límites que nunca llegan a rebasarse. El director sabe mantener el equilibrio del tono dramático y la tensión emocional que se trasluce no solo en la labor de los actores, sino también en el aspecto visual. Basta ver, por ejemplo, el uso de un cristal esmerilado en medio de una conversación, o las partículas de pólvora flotante a las que se hace referencia repetidas veces durante el metraje. Son soluciones estéticas que ahondan en la profundidad del relato y que dotan a la película de una atmósfera muy cuidada, gracias a la fotografía de Irina Lubtchansky.

Las imágenes estilizadas de Un año, una noche escarban en la personalidad de los protagonistas y nos trasladan a un lugar hermoso y terrible al mismo tiempo, el de las heridas que no se cierran y la salvación producto del espanto. Por todo ello, se trata de una de las películas más redondas de Isaki Lacuesta, un cineasta capaz de calibrar al milímetro la intensidad de la historia que tiene entre manos y de mantener en vilo al espectador con sabiduría y respeto, sin necesidad de ser explícito en lo físico ni de regodearse en el dolor mental. La memoria de las víctimas así lo merece.

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LA MATERNAL. 2022, Pilar Palomero

Dos años después de haber dirigido Las niñas, Pilar Palomero continúa explorando las realidades diversas y tempranas del universo femenino, esta vez desde el presente y con una historia más dura que la anterior. La maternal se adentra en un centro para madres menores de edad donde llega Carla, de apenas catorce años, una chica con problemas para dominar su fuerte carácter que deberá aprender a convivir con las demás compañeras mientras espera el nacimiento de su bebé.

Palomero vuelve a demostrar su talento para transmitir verdad mediante la puesta en escena y la disposición de los elementos narrativos, primero en el guion y luego en la pantalla. Las situaciones reflejadas en La maternal tienen el valor de lo cotidiano, siempre dentro de lo turbador que resulta ver a púberes y adolescentes embarazadas. El espectador asiste a sus dudas e inquietudes, participa de su día a día bajo el punto de vista de Carla, que es el del extrañamiento. Por eso se emplean herramientas que buscan realismo: la cámara en mano, la ausencia de música diegética y, sobre todo, las interpretaciones de las actrices, en su mayoría no profesionales. Hay excepciones como Ángela Cervantes, que da vida a la madre de Carla, capaz de emanar tanta verdad como las jóvenes que se ponen por primera vez frente a la cámara. La credibilidad del paisaje humano que retrata La maternal es su virtud y su razón de ser. Es la película en sí. Son rostros, miradas y diálogos de tal autenticidad que a veces rozan el documental, como el momento en el cual las internas del centro se presentan. Una secuencia de primeros planos digna de figurar en cualquier antología de cine realista, que se toma el tiempo necesario para que los personajes se expresen y que se dilata hasta que la protagonista logra rendir sus resistencias.

Las demás escenas de la película no desmerecen. La maternal está filmada en distintos escenarios de los Monegros y Barcelona, bajo la luz apagada con que Julián Elizalde matiza la fotografía. Son imágenes que eluden los colores y los contrastes intensos, y que solo destacan cuando lo requiere la ficción: la escena en que madre e hija se sientan por última vez al sol en el patio de la casa, o el plano final con el pueblo bajo el resplandor del atardecer (que es la premonición de un futuro para Carla). Es en estos instantes donde Pilar Palomero deja su impronta de cineasta atenta a los detalles, una autora que mira a sus personajes a los ojos y que captura sus complejidades para exponerlas con honestidad y sin artificios.

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MANTÍCORA. 2022, Carlos Vermut

La mantícora es una criatura mitológica que posee una cabeza humana en el cuerpo de un león, un ser fantástico cuya doble naturaleza define bien la película del mismo nombre de Carlos Vermut. También aquí hay una yuxtaposición entre la parte frontal, común y sosegada, y la parte postrera, excepcional y fiera. Sobre el alambre que separa estos conceptos avanza Mantícora haciendo equilibrios, sin red debajo y en un abismo de contrastes que concuerdan con los de Julián, el personaje protagonista, un joven diseñador de videojuegos apocado y talentoso que guarda tinieblas en su interior.

El hecho de que la narración no se aparte nunca de su punto de vista sitúa al espectador en una posición muy incómoda, ya que al principio se asiste a la descripción de su destreza profesional y de un acto de heroísmo que pone al público en favor de Julián. Por eso cuesta tanto enfrentar la verdad que se descubre poco después, un interior monstruoso que él mismo tratará de combatir al conocer a Diana, una estudiante de Historia del Arte con la que coincide en su anhelo de huir de la realidad. Ambos personajes están interpretados con convicción y mesura por Nacho Sánchez y Zoe Stein, actor y actriz que se estrenan en papeles principales en el largometraje. Precisamente el casting es uno de los mayores aciertos de Mantícora, ya que las miradas y las actitudes de Julián y Diana resultan fundamentales para la credibilidad del film y son los vehículos perfectos para transmitir las emociones calladas de sus personajes.

El cuarto título de Carlos Vermut es el más contenido e introspectivo de su filmografía, siendo en esencia un film de terror. No un terror explícito, al contrario. Se trata de un terror subterráneo, amortiguado por la quietud y el silencio, pero que permanece latente y llena de tensión todo el metraje. Vermut evita las convenciones: no hay más música que la diegética y la fotografía de la debutante Alana Mejía González es apagada y de tonos fríos, sin recurrir a los estilemas de género. Cada elemento del conjunto está diseñado con pulcritud para imprimir en la imagen una sensación turbadora, de desubicación, al igual que le sucede al protagonista. Así hasta la llegada del clímax, en un largo plano secuencia que es un prodigio de dirección y de actuación. Vermut imprime el tempo adecuado y los movimientos de cámara precisos para levantar una catedral del drama delante de los ojos del espectador, a través de unas acciones que podrían ser cotidianas pero que alcanzan la medida del espanto... una proeza digna de maestros como Hitchcock.

En suma, Mantícora es una película que oculta sus laberintos emocionales bajo una apariencia árida, y que tiene el valor de abordar un tema espinoso desde dentro, asumiendo el papel del verdugo en vez de la víctima, como es habitual. Cine narrado con pulso firme y personalidad, la de Carlos Vermut, uno de los autores más genuinos del actual panorama español.

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EL ESPÍA. "The thief" 1952, Russell Rouse

Russell Rouse inició su carrera con una serie de películas independientes entre las cuales El espía tiene una cualidad muy especial que la vuelve atípica dentro del género negro: la ausencia completa de diálogos. Se trata del primer título dirigido en solitario por Rouse y una verdadera prueba para demostrar sus capacidades como narrador visual, ya que todo lo que sucede se explica únicamente mediante los recursos de la imagen y el sonido, prescindiendo de la palabra hablada. Así, la música compuesta por Herschel Burke Gilbert adquiere gran importancia como vehículo expresivo, además de la interpretación de Ray Milland, que encarna a un físico nuclear que proporciona informes secretos a una potencia extranjera.

La gestualidad y el movimiento del actor resultan muy apropiados para transmitir las tormentas interiores que vive su personaje, asediado por el servicio de inteligencia y por sus propios remordimientos. Una tensión que crece a lo largo de la película y que Rouse ilustra de manera creativa y dinámica. La cámara se mueve con destreza a través de los escenarios y encuadra con profusión de ángulos y tamaños, buscando siempre aunar el significado con la estética (valgan como ejemplo los planos cenitales que revelan la opresión del protagonista entre las paredes del apartamento). El director de fotografía Sam Leavitt emplea con inteligencia las luces y las sombras en un contrastado blanco y negro que, en el tercer acto, se vuelve naturalista, cuando la acción se traslada de Washington a Nueva York. Las imágenes finales que equiparan el amanecer de la conciencia del espía con el amanecer en la ciudad adquieren una calidad documental libre de artificios, en la que el personaje se funde con el entorno. Este desenlace de carácter simbólico y aspecto realista llega después de un ejercicio de estilo muy elocuente, que logra mantener la atención sin que se echen de menos las conversaciones durante el metraje. 

El guion escrito por Rouse junto a Clarence Greene, su colaborador habitual en la primera etapa, repite determinados momentos para que el público conozca la rutina del personaje principal. De este modo, la ruptura de la trama gana en dramatismo gracias a secuencias como la del Empire State, por ejemplo, y otros bloques cinematográficamente bien construidos que encuentran el ritmo perfecto en el montaje. En suma, El espía es un film que luce orgulloso su condición de rara avis y que revela a un director, Russell Rouse, que nunca ha obtenido el reconocimiento que merece.

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CANTO CÓSMICO. 2021, Leire Apellaniz y Marc Sempere Moya

Muchas veces, la línea que separa el cine documental de la ficción es tan fina que los dos conceptos se diluyen y crean películas tan especiales como Canto cósmico. Un paseo por las interioridades del Niño de Elche y una indagación por su arte transgresor y libre, de la mano de Leire Apellaniz y Marc Sempere Moya. Lejos de ceñirse a ninguna fórmula preconcebida, los directores proponen un ejercicio de estilo que asimila los modos de expresión y el pensamiento del protagonista, dando como resultado un film original e inclasificable, un experimento de belleza estética y calado intelectual.

El guion, escrito por los propios directores, intercala el retrato familiar, los momentos perfomáticos y las declaraciones por parte del Niño de Elche y de otras personas relacionadas con su universo personal y creativo. La cámara recoge el testimonio cercano de los padres, pero también el de profesionales del sonido, artistas aficionados al flamenco y autores que circulan en la misma órbita. Nombres como Pedro G. Romero, Antonio Orihuela y C. Tangana se suman a las actuaciones de Israel Galván o Raúl Cantizano, entre otros, en un caleidoscopio que desvela las múltiples caras del Niño de Elche: la poética, la política, la íntima, la musical, la religiosa... Todas ellas mediante imágenes sugerentes que juegan con la composición, la luz y el tempo fílmico. Tanto la fotografía de Agnès Piqué Corbera como el montaje de Marcos Flórez consiguen amoldarse al imaginario del Niño de Elche y generar un espacio singular lleno de símbolos con perdices enjauladas, procesiones nudistas o cantos cincelados a golpe de mazo sobre el granito.

La labor de Apellaniz y Sempere Moya consiste en dar forma a todas estas ideas y ordenarlas para que el conjunto tenga coherencia y, sobre todo, para que queden claras las líneas que definen el arte salvaje y a la vez erudito del Niño de Elche. El principal reto que asume Canto cósmico es el de poner en escena nociones en apariencia enfrentadas como son lo primitivo y lo moderno, lo popular y la vanguardia, la brutalidad y la delicadeza. Una alquimia que adquiere consistencia en la pantalla y que depara una de las películas más fascinantes del reciente cine español.

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HISTORIAS PARA NO CONTAR. 2022, Cesc Gay

Diez años después de Una pistola en cada mano, el cineasta Cesc Gay retoma el formato de las historias cortas sobre asuntos sentimentales. En esta ocasión narra cinco relaciones de pareja cuya continuidad se pone en peligro de diversas maneras, siempre con el habitual tono de comedia y el talento para los diálogos del director. Además del tema, todas tienen en común el escenario de la ciudad de Barcelona y cuentan con actores diferentes que son una buena muestra de la excelencia interpretativa que hay en España. Algunos con los que Gay ya había trabajado antes (Àlex Brendemühl, Javier Cámara) y otros que se incorporan a la familia (Anna Castillo, Antonio de la Torre, María León, José Coronado o Maribel Verdú, entre otros). Un elenco admirable que representa con naturalidad y frescura un amplio espectro de perfiles en los que cualquier espectador puede reconocer sus miserias cotidianas.

Porque la cualidad que predomina en Historias para no contar es la del humor que revela incomodidades, la dificultad humana para la sinceridad y la comunicación afectiva. El lenguaje cinematográfico que emplea Gay para narrar cada una de las situaciones es eficaz y sencillo, incluso se podría considerar funcional (abundan los planos medios y los primeros planos), lo cual traslada el peso al guion y los actores. Ellos aportan su personalidad al fragmento en el que intervienen y completan un mosaico en el que queda reflejado el universo propio de Gay, poblado por seres algo neuróticos de clase media/alta que buscan distraer cierto hastío existencial con aventuras románticas en entornos urbanos. Más que un conjunto de episodios independientes, la película debe ser vista como una suma de partes en torno a una misma idea, si bien se puede disfrutar de ambas maneras.

A estas alturas, Cesc Gay no depara sorpresas ni abandona un estilo en el que parece consolidado. Historias para no contar ofrece un divertimento accesible con dosis de corrosión y de crítica social que, no obstante, tiene capacidad para agradar a un público amplio. Esto, que suele ir en detrimento del concepto de autor, es sin embargo una aspiración difícil de conseguir. Hacer un cine reconocible, en el que la idiosincrasia no esté reñida con las pretensiones comerciales. Nada más y nada menos.

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