Cartas al padre Jacob. “Postia Pappi Jaakobille” 2009, Klaus Härö

De la misma forma que existen novelas y existen relatos, que hay pinturas y dibujos, también nos encontramos películas que funcionan como cuentos. No tiene que ver con el formato ni con la temática, ni siquiera con las ambiciones de su autor, sino más bien con el espíritu de la obra. “Cartas al padre Jacob” es un cuento en el sentido clásico del término y en la manera en la que se ilustra en la pantalla: sin distraerse en nada que no sea esencial para la historia, convirtiendo los detalles en prioridades narrativas, y potenciando los pocos elementos de la película con la urgencia de lo inmediato, de la comunicación directa y sin rodeos con el espectador.

Una reclusa indultada, que carga con el peso a cuestas de su pasado. Un anciano cura que se ha quedado ciego. La correspondencia que mantiene el cura con sus feligreses, y para la que precisa los servicios de la mujer recién liberada. El cartero que trae las cartas. Con estas pinceladas se completa el paisaje naturalista de “Cartas al padre Jacob”, una hermosa pieza de cámara cuyos elementos descriptivos, decorados y situaciones adquieren el peso dramático de quien sabe leer entre líneas y sugerir más que mostrar. El director Klaus Härö sabe hacerlo mediante una rica y elocuente sucesión de imágenes que no elude el refinamiento formal, creando un fascinante equilibrio dialéctico entre intimidad y drama, entre emoción y contención. La buena labor de los actores y del equipo técnico, desde la fotografía hasta la banda sonora (tanto musical como de ambiente) cumplen a la perfección con el tono de cuento triste y redentor, emotivo, sencillo y de hondo calado como es “Cartas al padre Jacob”. Una producción finlandesa que por su vocación de intemporalidad y por sus riesgos bien asumidos, tiene la capacidad de seducir a públicos de cualquier latitud, en uno de esos raros y maravillosos ejemplos que demuestran que no hace falta contar con demasiados elementos, con un gran metraje o con un presupuesto abultado para conseguir un resultado más que satisfactorio, emocionante.
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El mensajero del miedo. "The manchurian candidate" 1962, John Frankenheimer

En el año 1962, John Frankenheimer era un joven realizador proveniente de la televisión que buscaba destacar en un panorama donde convivían los grandes nombres de la época dorada con los valores emergentes de la industria del cine. Para ello, Frankenheimer se sirvió de novelas con potencial en la pantalla, de argumentos controvertidos como "El mensajero del miedo", capaces de mezclar ingredientes políticos, dramáticos y sobrenaturales. 
En su tercer largometraje, Frankenheimer se muestra inspirado con la puesta en escena, creativo con la cámara y eficaz en la producción, sin embargo el resultado se resiente a la hora de la adaptación cinematográfica, haciéndose evidente el trabajo de reconversión en imágenes de un texto intrincado y complejo. El escamoteo de informaciones relevantes, obviando explicaciones y subtramas, resta coherencia a la línea narrativa. Dicho de otro modo, el guión deja cabos sueltos difíciles de justificar, en especial en lo tocante a personajes como el interpretado por Janet Leight, cuyo desarrollo es interrumpido en mitad de la trama quedándose desdibujado, anecdótico. Algo más grave sucede con la encarnación de Angela Lansbury, cuya importancia y dimensión trágica se ve mermada por el esquematismo y la falta de profundidad. Tampoco la labor de Frank Sinatra sale bien parada. El actor, cuyo talento ha sido demostrado en otras ocasiones, tropieza aquí con las dificultades de su papel, sin conseguir ajustarse el guante de un personaje demasiado torturado. Una lástima que hace de "El mensajero del miedo" un film apreciable y significativo, pero no excelente. A pesar de todo, se trata de una película cuyo interés y poder de fascinación resulta evidente, sabe fijar en la butaca al espectador y conserva intacta su capacidad corrosiva. Tiene voluntad de arrojar sal en la herida de una democracia cuyas cloacas dejan en evidencia a todos los bandos. Y es que dentro de la larga lista de películas rodadas al calor de la Guerra Fría, sin duda "El mensajero del miedo" es uno de los títulos más singulares, por la originalidad de su argumento (propio de la serie B) y por lo sorprendente de su propuesta.
   
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El cuaderno de barro. 2011, Isaki Lacuesta

Filmar el proceso creativo de un artista es lo más parecido a un juego de espejos, donde el que mira debe recoger sin intromisiones el trabajo del que es mirado. Además el género documental, en su vertiente hagiográfica, permite reflejar las glorias del artista y las miserias del ser humano en apenas un par de escenas, de una manera directa y sin las exigencias de la ficción. Henri-Georges Clouzot y Víctor Erice construyeron hermosas películas sobre las obras de Picasso y Antonio López, siendo conscientes de que el lugar en el que se coloca la cámara, la relación de un plano respecto a otro en el montaje o la iluminación de cada escena son parte esencial de lo que el espectador recibe en la pantalla, pero ¿han afectado a la labor del artista? ¿Le han condicionado? Sin duda depende del director, e Isaki Lacuesta se sitúa siempre a un milímetro de la emoción en "El cuaderno de barro". Su captación de los movimientos y de las palabra de Miquel Barceló en el entorno natural de Mali, lugar de residencia del autor mallorquín, es respetuoso con la persona y con el artista, a través de una mirada humanista que observa y participa del hecho artístico sin injerencias y sin diluir el discurso visual de este magnífico documental. 
Lacuesta es un cineasta inclasificable cuyos films son los pasos de un camino de meta incierta. Cada uno de sus proyectos supone un viraje y cada viraje un riesgo. "El cuaderno de barro" maneja pocos pero riquísimos elementos: la relación de Barceló con los lugareños, apuntes de su trabajo sobre el papel comido por las termitas, sobre la pared de una cueva, sobre las pizarras en las que retrata la mirada extraviada de los negros albinos. Y como eje vertebrador de la película, la performance "Paso Doble" que el propio Barceló representa junto al bailarín y coreógrafo Josef Nadj para los vecinos de la región. Todos estos momentos no pretenden ilustrar la vida de Barceló en Mali, sino esbozar un dibujo del natural detrás de cuyas líneas claras y sencillas se adivina un trasfondo de gran profundidad, el de la relación del hombre con la naturaleza, el paso del tiempo y la participación del entorno en la obra de un artista. 
Miquel Barceló es uno de los más importantes autores de su generación, pero "El cuaderno de barro" tiene la virtud de no molestarse en anunciarlo, de no hacer de ello su bandera. Cada imagen que rueda Isaki Lacuesta lo sugiere casi por omisión, de ahí se deriva la confianza y la estima, la honestidad que se establece a uno y otro lado de la cámara.


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El prisionero de Zenda. "The prisioner of Zenda" 1952, Richard Thorpe

Richard Thorpe pertenece a la estirpe de los directores considerados artesanos del cine, aquellos que pusieron su talento al servicio de las historias que rodaban sin añadir señas de identidad ni estilos personales, para hacer que las películas destacasen por sus propios méritos y no por los de sus creadores. El nombre de Thorpe es hoy poco considerado, sin embargo fue capaz de realizar prodigios cinematográficos como “El prisionero de Zenda”, paradigma del género de aventuras cuyas virtudes no han envejecido con el paso del tiempo. Thorpe contó con una producción importante y con un buen plantel de actores, todos ellos magníficos, para desarrollar este clásico de la literatura de capa y espada. Los rostros de Stewart Granger, Deborah Kerr, Louis Calhern y un James Mason inolvidable, dan vida a unos personajes que se mueven siempre entre la emoción y la comedia, entre la acción y el romanticismo. Las buenas labores de Alfred Newman en la partitura y de Joseph Ruttenbergh en la fotografía redondean un círculo prácticamente perfecto, trazado por una línea narrativa ágil e inspirada. La puesta en escena de Thorpe saca el máximo partido a la variedad de decorados, en un despliegue de inventiva visual y de dominio del espacio que enriquece cada imagen acudiendo a referencias pictóricas del clasicismo para dinamizarlas con emplazamientos de cámara bien medidos y bien ejecutados. De esta manera, la sensación de asistir a una sucesión de estampas añejas desaparece inmediatamente bajo el influjo del puro divertimento, del espectáculo ajustado hasta el detalle y de la emoción del cine de género más directa, aquella capaz de evocar la infancia de cualquier espectador sin que éste lo perciba.
A continuación, una de las grandes escenas de “El prisionero de Zenda”: el duelo de espadas. Una especialidad de Stewart Granger y todo un ejemplo de la coreografía cinematográfica de Richard Thorpe. Pónganse en guardia y disfruten.

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